Capítulo 46

Pastrana (España)

Jueves, 8 de septiembre de 1588

El joven agente pensó que aquel viaje a Pastrana había sido el más tranquilo de todos los realizados hasta el momento. La salida de Madrid no acarreó ningún problema. El escudo de Su Ilustrísima evitó toda clase de preguntas impertinentes. No fue necesario siquiera detenerse en la puerta que llevaba hasta Alcalá, ni nadie se molestó en correr la cortinilla del coche para ver quién viajaba en él.

Al llegar a la Plaza de Palacio de la villa ducal, como de costumbre, Diego de Horche esperaba la llegada de los invitados. Había sido avisado el día anterior por un mensajero enviado por el propio cardenal. De esta forma, todo estaba preparado y la princesa de Éboli, al contrario de otras ocasiones, esperaba la llegada de sus huéspedes.

Los dos agentes, con las piernas un tanto entumecidas por las largas horas de viaje, bajaron del coche para saludar al mayordomo.

—Buenos días, don Diego.

—Buenos días, señor Shelton —saludó mayestático el camarero—. Vos debéis de ser el señor Faunt.

—En efecto, buenos días, don Diego.

—Os esperábamos. Ya están las habitaciones preparadas. Imagino que vuestras mercedes querrán descansar antes de reunirse con doña Ana.

—No estaría mal. Sois muy amable —respondió Marlowe—. Llevamos con nosotros un presente para doña Ana.

—El cardenal arzobispo de Toledo me hizo saber ayer por medio de un mensajero todos los detalles de vuestra venida. No hay problema. El coche pasará al patio con la mayor discreción, para que doña Ana no descubra su sorpresa.

—Será mejor así.

—Si es de vuestro gusto, podemos preparar el encuentro con doña Ana para justo antes del mediodía. Así podrán descansar hasta entonces y conversar más tranquilos.

—Me parece magnífico, don Diego. Indicadnos nuestras habitaciones.

Al instante aparecieron junto a la puerta del palacio dos muchachos que acompañaron a Kit y a Nick a sus respectivos cuartos de la planta baja. Mientras, don Diego abrió la puerta del coche se introdujo en él e hizo una señal al cochero para que siguiera sus instrucciones dentro del patio.

A la hora convenida, una muchacha del servicio llamó a cada puerta para avisarles de la cita. Debían subir a la primera planta y reunirse allí con doña Ana. Nicholas Faunt miraba con curiosidad el palacio. Era la primera vez que estaba en él. Había oído hablar muchas veces de aquel lugar y de la mujer que lo moraba, a quien estaba a punto de conocer. Observaba con curiosidad los retratos que había sobre la pared, el artesonado del techo, y la vista sobre el ruinoso patio. A caballo entre el lujo más refinado y la casa más modesta, todo aquello era nuevo para él.

Al final de las escaleras, un muchacho esperaba junto a la puerta de entrada al mismo salón en donde Kit se reunió con la mujer la vez anterior. El joven les abrió la puerta. Antes de entrar, el agente se detuvo.

—¿La sorpresa de Su Alteza, doña Ana…? —preguntó dirigiéndose a la joven que los había acompañado hasta allí.

—Todo está preparado, señor. No os preocupéis. Se encuentra tras una de las puertas del salón, oculto a la vista de Su Alteza. Cuando vos lo requiráis lo haremos entrar.

—Perfecto —señaló Marlowe mucho más tranquilo.

Al final del salón, la princesa de Éboli descansaba en el sillón habitual. Su majestuosa presencia era capaz de imponerse ante cualquier personaje de la Corte. Nick se sobrecogió al contemplarla. Vestía un elegante vestido verde, bordado en oro, que realzaba su figura cada vez más enjuta. El parche sobre el ojo derecho le otorgaba una extraña distinción entre el misterio, el respeto y el miedo más absoluto a lo desconocido. Con un par de ladridos de bienvenida, Felipe bajó de su almohadón y fue corriendo a saludar a los recién llegados.

—Me alegro de verlo de nuevo, señor Shelton.

—Alteza…

—Vos debéis de ser don Nicholas Faunt. Es un placer recibiros en mi casa. Espero que vuestra estancia en ella sea lo más satisfactoria posible.

—Alteza…

—Bueno, señor Shelton. Imagino que a sus oídos habrán llegado las desastrosas noticias que vienen desde Francia y las costas de Inglaterra.

—Sí, Alteza. La operación de la Armada parece haber sido todo un fracaso. No sé si felicitaros.

—No sea injurioso. Ningún español se puede alegrar de la derrota de su país. Según mis informaciones, Medina Sidonia se encuentra ahora en las costas de Irlanda. Allí sufre más bajas que en la propia batalla con los ingleses. Los náufragos que llegan a las costas son aniquilados al momento y los barcos que osan acercarse a por provisiones son atacados con virulencia. Y aun así, las bajas españolas en número de barcos no son muy numerosas. Al fin y al cabo no hubo oportunidad de luchar con los ingleses.

—Bueno, en definitiva, era lo que buscábamos.

—Amigo mío, creo que no comprende usted nada. Las pérdidas humanas serán enormes. Seguramente no lleguen a España ni la mitad de los treinta mil hombres que partieron para invadir Inglaterra. Y los restantes llegarán exhaustos y medio muertos. Menudo panorama.

—Quizás esto le haga reflexionar al rey Felipe —intervino Nick.

—No lo creo, señor Faunt. Todo parece indicar que el rey no hace comentarios sobre la derrota y se niega a despachar con sus secretarios sobre el futuro de la flota. Sólo ha dedicado unas pocas palabras para destinar una partida de dinero para los heridos y las familias de los fallecidos. ¡Como si se tratara de una burda obra de caridad! Se cree que con dinero va a pagar el desastre que sólo él ha originado. Y en el fondo puede considerarse un monarca afortunado. ¿Saben por qué, señores?

Los dos agentes negaron moviendo la cabeza.

—En Inglaterra cuentan con una buena reina. Es cabal y sabe dónde están sus limitaciones. No tiene mayores pretensiones que las de gobernar para su pueblo y no está rodeada de ganapanes que lo único que quieren es ver su bolsa repleta de monedas de oro y un título que les dé la honra que no han podido conseguir por su familia o por su esfuerzo. Aun así, algunos no las tienen todas consigo. Hay miedo ante la posibilidad de un contraataque inglés. Los secretarios preguntan al rey, pero éste no da respuestas a los problemas que surgen casi a diario. Son ellos mismos los que toman las decisiones sin su respaldo. Aunque, visto lo sucedido, mejor así. No sea que toque una sola línea de la defensa y lo destroce todo.

—Pero el proyecto de la Armada fue una aspiración que aunó a muchos hombres de su gabinete —apostilló Kit.

—Señor Shelton, si comprueba usted la idea original propuesta por donjuán de Idiáquez hace años y las correcciones y apuntes aportados por Santa Cruz, verá que cualquier similitud entre lo que salió de Lisboa a principios del verano y el proyecto original es pura coincidencia. Muchos confiaban en la Armada como lo que realmente parecía: una flota invencible capaz de hacer temblar a cualquier Corona de Europa.

—Bueno, los barcos se reconstruirán rápido. España cuenta con grandes astilleros para hacer los mejores. Eso no es nada nuevo, Alteza —añadió Nick.

—No le voy a quitar la razón, señor Faunt. Pero hay algo que hace más mella en los españoles que la derrota de sus naves, listas se construyen rápido, sí, pero las heridas causadas en el honor y, sobre todo, el orgullo, tardarán en cerrarse. Estoy segura de que pasarán muchos años antes de que esto se olvide y los corazones se curen. —La princesa hizo hincapié en las últimas palabras—. Acuérdense de lo que les digo. Si no, véanme a mí. Llevo casi diez años encerrada, presa de mi propio orgullo. Los españoles somos así, qué le vamos a hacer.

Por primera vez a lo largo de la charla, Faunt se percató de la presencia del retrato de doña Ana que Lorena realizara. Había oído maravillas de él de boca de su amigo, pero la realidad superaba con creces todo lo que se pudiera decir al respecto.

Durante unos segundos observó con detalle las particularidades del trabajo. Lo comparaba al mismo tiempo con el original, el cual tenía tan cerca, hablando y haciendo aspavientos al tiempo que contaba su visión del desastre de la Armada.

La princesa de Éboli observó al agente con curiosidad.

—¿Se acuerda, señor Shelton? —señaló la princesa, cambiando de interlocutor—. Parece que han pasado décadas desde que me sorprendió con tan magnífico retrato.

—Veo que insistís en veros deslucida y marchitada por el paso del tiempo —replicó Kit con infinita educación.

—Mi buen amigo. No cambiéis nunca y os garantizaréis de por vida el aprecio de cualquier dama —añadió la mujer en tono cortés.

Doña Ana se detuvo en su discurso observando con detenimiento su retrato.

—¿Dónde habrá quedado ese rostro tan luminoso y vivaz? Casi ni me reconozco. Ahora me siento vieja. He renunciado a los amigos y a la familia. En mi cárcel palaciega sólo me queda esperar la llegada de la muerte para culminar sin gloria alguna mi paso por este mundo.

—Puede que seáis vos quien haya renunciado a los amigos, Alteza. Pero me consta que no sucede lo mismo desde el otro lado. Ellos continúan preocupándose por vos y preguntan continuamente por vuestro estado.

—Quizá tengáis razón, señor Shelton. Son muchos años los que llevo aquí encerrada y he de reconocer que las visitas, las cartas y las atenciones no han cesado en ningún momento —señaló un cercano escritorio en donde la correspondencia se acumulaba—. Pero siento que el tiempo pasa de forma irremediable. Parece increíble que estando aquí sola, el paso de los días resulte lento y vertiginoso al mismo tiempo.

Kit se levantó y se acercó al cuadro. El retrato le recordaba al que había dejado en el taller. Aquí no se veían las manos ni apenas los brazos. Era oscuro y misterioso, aunque no parecía ocultar nada. El joven agente se sentía atraído por la magia de la pintura. ¿Cómo era posible que con esas pinceladas pudiera reflejarse de manera tan fiel la personalidad de una dama? Es cierto que allí estaba doña Ana mucho más joven, pero la mirada de aquella chica, con un único ojo brillante, reflejaba a la perfección la sutil introspección de la retratada, yendo más allá de lo que cualquier sentimiento humano pudiera describir con torpes palabras.

—Fue un regalo hermoso, vivido en un momento emocionante, ¿verdad, Alteza? —Kit quiso compartir con su anfitriona el recuerdo de aquel instante.

—Sí, señor Shelton. Fue usted muy amable trayéndomelo en compañía de Su Ilustrísima. Me emocionó en extremo. En aquellos días mi prisión también era un poco más feroz. Hoy reconozco que es más relajada y puedo entrar y salir de palacio, aunque siempre vigilada por alguaciles.

—De alguna forma, quería compartir un momento similar —Kit miró a Nick con complicidad.

—No lo entiendo, señor Shelton. —Las palabras de doña Ana reflejaban sorpresa.

—En pocas horas partiremos de regreso hacia Inglaterra. Vuestra ayuda hacia nuestro trabajo ha sido en extremo importante y favorecedora. Os debemos mucho, Alteza —dijo el agente con sinceridad—. Sin vuestra ayuda jamás habríamos conseguido nuestro objetivo. Mi colega y yo queríamos traer para vos, y con la colaboración de Su Ilustrísima, un nuevo presente que seguro os agradará. Así podréis recordar de igual forma este último encuentro a modo de despedida entrañable.

—Señor Shelton, señor Faunt, no sé qué decir… ¿De qué se trata?

Kit hizo un gesto al sirviente apostado junto a la puerta de entrada al salón. De forma automática, la princesa movió la cabeza hacia aquel lugar. El mayordomo giró el pomo y abrió.

La princesa de Éboli enmudeció. Fueron unos segundos intensos hasta que pudo asumir que aquello no era un sueño.

—Señor Shelton, considérese eternamente agradecido por doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli y duquesa de Pastrana.

—Alteza, es momento de disfrutar del presente y de la victoria aunque no lo veáis así. Para nosotros se trata de una grande y, sin lugar a dudas, de las mejores.

Los dos agentes se acercaron a doña Ana para besar su mano, todavía temblorosa por la emoción. Sabían que sobraban en aquel amplio salón. Antes de abandonar la estancia saludaron a don Antonio Pérez, quien, al igual que la princesa, se había turbado por el reencuentro.

—Gracias, señores, gracias…

Se despidieron del ex secretario y dirigieron sus pasos hasta el final del salón. Antes de cruzar la puerta y bajar las escaleras hacia sus respectivas habitaciones, ambos jóvenes se dieron la vuelta. La emoción era compartida por todos los mayordomos que habían entrado en el salón. Doña Ana y don Antonio se habían fundido an un abrazo casi diez años después de su última cita.

Nicholas Faunt tomó del brazo a su compañero invitándole a abandonar el salón delante de él. Caminaron escaleras abajo turbados todavía por la intensa emoción de aquel momento.

Al pie de la escalera se encontraba don Diego de Horche. Los esperaba con una enorme sonrisa. Era la primera vez que Kit le veía manifestar sus sentimientos de aquella manera. Atrás quedaba la idea del hombre dedicado en extremo a su trabajo, incapaz de sentir o padecer.

—Gracias señores. Gracias.

Fueron sus únicas palabras.