Capítulo 36
Westminster, Parlamento (Inglaterra)
Viernes, 24 de junio de 1588
El fiel James preparaba los últimos detalles del despacho de su señor, Robert Cecil, en el edificio del Parlamento de Londres. Conocía la exigencia del político y prefería ahorrarse cualquier tipo de reprimenda si podía evitarlo.
Sobre la mesa había documentos de fechas diferentes. Los clasificó según su orden de importancia y por días con el fin de acelerar el despacho de los papeles. Tras unos minutos, todo parecía estar de nuevo en orden. Su señor no era un hombre ordenado. Además, Robert Cecil se había malacostumbrado a que su inseparable servidor James se lo colocara a diario, lo que hacía que fuera aún más descuidado a sabiendas de que había alguien que iba a realizar este trabajo.
El celo del ayudante iba más allá de la colocación de las cartas. Había llegado al punto de disponer incluso el orden de los tinteros, lamparillas y cofrecillos, buscando la mejor armonía entre los muebles del despacho. Cerró un pequeño cofrecillo de marfil, retiró una bandeja con un búcaro de agua del día anterior y cerró bien los cajones del frontal. De uno de ellos colgaba, atorado, el ribete rojo de lo que parecía ser una bolsa. James sabía que no debía mirar en los cajones de la mesa de su señor, pero el simple hecho de abrir levemente uno de ellos para colocar el fleco de una bolsa no le pareció que fuera un gesto de infidelidad. Lo abrió, colocó en su interior el fleco y volvió a cerrarlo.
Su rostro se puso blanco como la nieve. Maldijo aquel celo suyo por el orden. Lo que acababa de ver no le gustó nada. Arrastrado por una curiosidad de la que jamás había hecho gala, James volvió a tomar el picaporte del cajón. Necesitaba comprobar que lo que había visto no era lo que él pensó en un principio. Se detuvo un instante para comprobar que no había ruidos en el exterior del despacho y una vez seguro de estar solo, lo abrió de nuevo. Esta vez lo hizo mucho más despacio.
No se había equivocado. Una expresión de horror recorrió su rostro, prorrogando un frío sentimiento de traición por su espalda. Alargó la mano y tomó una bolsa roja de terciopelo. Le dio la vuelta y confirmó sus sospechas. Era un monedero lleno de dineros de oro con el sello de la Corona española bordado en el exterior.
Las preguntas empezaron a acumularse en la cabeza de James. ¿Qué hacía eso en el cajón de uno de los políticos más reputados de Inglaterra? ¿Era el recuerdo que del saqueo de un barco español alguien le había entregado, por lo que nada habría que temer? O, por el contrario, ¿era el pago que Robert Cecil estaba recibiendo de los españoles por el envío continuado de las cartas comprometedoras que él mismo se había encargado de llevar a la posta? Esta última posibilidad le acabó por poner los pelos de punta. La idea de una posible ayuda a los españoles en detrimento de la familia Walsingham parecía convertirse en una simple tapadera de intereses más ocultos; intereses que entraban de lleno en la traición a la Corona de Inglaterra. Si no era así, ¿por qué demonios recibía Robert Cecil dinero de los españoles, declarados enemigos de su país?
El estado de inquietud en el que entró le hizo bajar la guardia. James no oyó los pasos que venían del final del pasillo. Eran los andares desacompasados de Robert Cecil, dirigiéndose a su despacho.
Cuando entró en él, ya era demasiado tarde. James apenas tuvo tiempo de arrojar la bolsa de monedas al cajón y empujarlo discretamente con la mano y la pierna. Pero fue en vano.
Cecil se detuvo al instante a la entrada del despacho observando a su secretario con mirada siniestra. El servidor se percató de que había sido descubierto. Jamás su señor lo había mirado con aquel rostro desencajado.
—¿Qué es lo que hacías, James?
—Na…, nada, señor. Me limitaba a colocar los papeles de la mesa como de costumbre pa…, para ayudaros en vuestro trabajo.
—¿Y por qué tartamudeas? ¿Estás nervioso? ¿Crees que has hecho algo que no debías?
—No tartamudeo, señor. Esta mañana no me encuentro bien. Es posible que tenga alguna calentura. Quizá sea mejor que, con vuestro permiso, me retire y acabe mi trabajo por hoy.
James se retiró de detrás de la mesa y emprendió el camino hacia la puerta del despacho para irse. Pero el político inglés lo detuvo.
—¿Qué es lo que mirabas en el cajón, James?
—¿En el cajón, señor? No sé a qué os referís. Bien sabéis que no tengo por costumbre mirar en el interior de los cajones de vuestra mesa. En más de una ocasión me habíais informado de la prohibición de ello, señor.
Robert Cecil se acercó hasta su mesa. Observó los cajones y, como sospechaba, descubrió cómo el cajón que contenía la bolsa de monedas no estaba cerrado del todo.
Con un fuerte golpe acabó de hacerlo generando un ruido ensordecedor en el despacho.
—¿Tienes calenturas, dices?
—Sí, señor. Será mejor que me retire, con vuestro permiso, quizás os pueda contagiar algún mal.
—El caso es que, James, no parece que tengas mala cara. Solamente aparentas estar asustado…
Su voz, mientras se sentaba en un sillón, no dejaba lugar a dudas. Sabía que había descubierto a su secretario hurgando en donde no debía. Ignoraba si se trataba de una costumbre cotidiana, pero, en cualquier caso, era demasiado peligroso para su futura carrera en el gobierno de Inglaterra.
James se había retirado hasta la puerta confiando en que su señor le daría permiso para abandonar el despacho. Sería mejor tomarse el día libre y reanudar el trabajo al día siguiente, más tranquilo.
—Antes de que te vayas, James. Ayúdame con una carta y en pocos minutos podrás irte. La dejarás en la posta, camino de tu casa. —Robert Cecil le miró con detenimiento—. Es cierto. Pareces un poco cansado. Será mejor que no te agotes en demasía. Sólo será una carta y podrás ir a descansar.
—Gracias, señor.
James, como de costumbre, esperó a que Cecil acabara de redactar la carta que tenía sobre la mesa. Al hacerlo se la entregó. La dobló y se acercó a la lámpara de la mesa de su señor para sellarla con su característico lacre de color verde.
—No, James —le detuvo el Elfo—. ¿No sientes curiosidad por conocer el contenido de la carta?
—Señor…, yo no…
—Sí, por favor, mi fiel James. Léela y luego coméntame tus impresiones. Seguro que me serán de gran utilidad.
James hizo lo que su señor le ordenaba. A medida que avanzaba línea a línea, el gesto de su rostro se demudaba. Una gota de sudor frío comenzó a recorrer la frente del pobre acólito.
—¿Qué te ocurre? Estás sudando. ¿Es la calentura?
—Sí, señor. Ya os he dicho que no me encuentro bien. Será mejor que me vaya.
—No, mi fiel amigo, todavía no. No me has comentado cuál es tu impresión sobre la carta que te acabo de entregar…, destinada a Mateo Vázquez, secretario del rey de España.
—Se… ñor, ya sabéis mi opinión sobre estas cosas. No creo que sea lo mejor estar informando a los españoles, nuestro enemigo declarado, sobre los movimientos de los servicios secretos en Madrid.
—Al menos eres sincero, mi fiel James. Pero ¿no crees que voy demasiado lejos proporcionando el nombre de los agentes que ya están de camino para realizar la misión y los posibles lugares de contacto para que puedan ser detenidos cuanto antes?
James pareció perder un poco el miedo. Aquello era excesivo. Nunca había visto a su señor adoptar una postura tan pretenciosa. El secretario sopesó las palabras antes de hablar.
—Señor, no creo que esto tenga nada que ver con vuestro enfrentamiento con la familia Walsingham.
—Eres muy hábil en tu juicio. Aunque tampoco hay que ser muy inteligente para llegar a ese tipo de conclusiones. Solamente es necesario hurgar en los cajones de tu señor para lograr comprender la complejidad de la política exterior de Inglaterra, ¿no es así?
—Os equivocáis conmigo, señor. Yo no he mirado a hurtadillas en el interior de vuestros cajones. Lo que…
—¿No, James? —le cortó al instante—. Entonces ¿qué hacías con la bolsa del dinero español en tus manos?
James permaneció en silencio. Sabía que cualquier explicación que diera a su señor iba a caer en saco roto. ¿Acaso iba a creer que el descubrimiento de la bolsa se debía a la colocación de un ribete atrapado con el borde del cajón? Demasiado irreal para que la tuviera en cuenta. De ser así ¿cómo explicaría que luego fuese cazado con la propia bolsa en la mano? El secretario era consciente de lo delicado de su situación, por lo que prefirió permanecer en silencio y aguantar el chaparrón como fuera antes de salir de allí.
—La callada por respuesta. ¿No crees que el hecho de tener una bolsa como ésta puede deberse a infinidad de razones u obligaciones de mi puesto que no llegas siquiera a comprender?
James sintió que le estaban tomando por estúpido. Aquel comentario, arrogante y presuntuoso, no le agradó en absoluto. Desde luego que no se justificaba con la fidelidad que como secretario y durante años había brindado al político inglés.
—Si me lo permitís, señor —añadió James con voz queda—, después de leer las cartas que mandáis a Mateo Vázquez a Madrid, me costaría entender o creer cualquier otra explicación que no fuera la burda traición a Inglaterra.
James permaneció frío en su posición observando a Robert Cecil. Este tardó en reaccionar a las palabras de su secretario.
—¿De verdad crees que estoy traicionando a Su Majestad?
—Una carta con ese contenido puede mandar a la horca a cualquiera, señor.
—Incluso a un político de mi talla, te gustaría añadir, ¿no es así, James?
—Vos contáis con muchos contactos, pertenecéis a una importante familia y se os condonaría la pena por una prisión más o menos rigurosa en la Torre de Londres, pero el delito está de sobra demostrado.
—¿Me estás comparando acaso con la princesa de Éboli o con Antonio Pérez?
Robert Cecil se levantó y caminó despacio hacia la ventana. El calor del verano ralentizaba sus movimientos, convirtiéndolos en más pesados y dolorosos. Desde luego aquella estación no era su preferida y mucho menos en unas semanas durante las cuales el bochorno de Londres parecía que no tenía fin.
—Quiero que sepas algo más que quizá te aclare la realidad de lo que está sucediendo. Abre ese arcón, por favor.
James se acercó, siguiendo las instrucciones de su señor, a un arcón que había cerca de la puerta del despacho. Se trataba de otro de los lugares restringidos cuyo acceso estaba totalmente prohibido. Cuando se acercó y lo abrió, le sorprendió el hecho de que no tuviera cerradura. Cualquiera podría haberlo abierto antes que él. Siempre pensó que estaba cerrado con una llave que Cecil guardaría con celo en un lugar secreto. Pero no. Parecía que siempre había estado abierto, sin más. La diligencia en su trabajo le había alejado siempre de él. Estuvo a punto de tratar de explicárselo a su señor, pero pensó que sería absurdo intentar convencerlo de algo que tomaría como una simple estratagema para evadir el castigo.
En el interior del arcón había montones de papeles. Cada uno de ellos tenía una etiqueta escrita en la parte superior y una cinta de color que la diferenciaba del resto.
—A la derecha tiene que haber un pliego de documentos atados con una cinta azul. —Robert Cecil dijo esto mientras regresaba cansado a su asiento—. Tómalo y cierra el arcón.
El pliego era muy grueso. Su peso hacía que fuera obligado cogerlo con las dos manos. James lo llevó hasta su pequeña mesa de trabajo y regresó para cerrar el arcón.
—Retira el lazo azul y echa un vistazo al contenido de las cartas.
El secretario obedeció la orden de su señor. Se sentó y desató el nudo de la cinta de seda. Quitando la primera página que los tapaba, James pudo ver en primer lugar el nombre de Antonio Pérez. Otras cartas estaban firmadas por la rúbrica de la princesa de Éboli, pero en su mayoría eran cartas que procedían de la secretaría de Estado de Felipe II. Eran las respuestas a las cartas que había enviado durante estos años a Mateo Vázquez.
La correspondencia de Antonio Pérez estaba escrita en latín, por lo que no le costó leer por encima algunas líneas y conocer su contenido.
—Busca entre ellas una que tiene el sello real de España —ordenó Cecil a su secretario—. Cuando lo hayas hecho, léela con detenimiento.
James así lo hizo. Desplegó algunas sobre la mesa, con cuidado de no perder el orden y ayudándose de sus delgados dedos mojados en su propia saliva, el secretario fue pasando una a una las hojas hasta encontrar la carta que su señor le había indicado. Comenzó a leer.
Robert Cecil observaba detenidamente cada uno de los movimientos del secretario. Cuando se detenía para mirar a su señor, éste lo animaba con la mano para que continuara la lectura entre los párrafos emperifollados de rúbricas y alongados trazos.
Al acabar, levantó la mirada hacia su señor.
—Para qué me hacéis leer esto, señor. Es la confirmación de vuestra alta traición a Su Majestad. Mateo Vázquez y Juan de Idiáquez confirman la llegada y los movimientos de los agentes de Walsingham.
—Creo que te queda mucho por aprender. Pero entiende que tampoco es de mi interés que vayas por ahí pregonando mis indiscreciones.
—¡Esto es traición!
—No seas ingenuo. Ponte de mi lado y todo saldrá bien. Vuelve a guardar las cartas donde estaban y envía la que te acabo de entregar por el medio de costumbre.
James no contestó. Hizo el amago de guardarse las cartas comprometedoras. Estaba claro que su idea era denunciarlo al Consejo por alta traición a Su Majestad. Pero sólo fue un amago. Su mirada empezó a nublarse, cerrando los ojos lentamente y de forma acompasada.
—¿Te encuentras bien, mi fiel James? Acaso la calentura te está volviendo a jugar una mala pasada.
James abrió los ojos en un gesto inútil por regresar a la realidad. Oía la voz de Cecil muy lejana. En un breve momento de lucidez, el secretario observó sus manos. Las yemas de los dedos estaban azuladas y el sabor de su boca cada vez era más agrio y seco.
No hubo tiempo para más, James intentó ponerse en pie. El increíble esfuerzo que eso supuso acabó con sus fuerzas. Cayó al suelo con la mirada perdida en el techo del despacho, entre fuertes convulsiones, echando espumarajos por la boca. Estaba muerto.
Pasados unos minutos, cuando el cuerpo de James había cesado de moverse, Robert Cecil abrió uno de los cajones de su mesa. Tomó unos guantes blancos, se los puso y se levantó de su asiento. Se acercó a la mesa de su secretario y con sumo cuidado colocó los papeles procedentes de España. Ató la cinta y depositó el pliego una vez más en el arcón. Lo colocó todo demostrando que era capaz de hacerlo sin necesidad de contar con el servicio de secretarios curiosos.
Se aproximó a su mesa y ayudándose de una lámpara de aceite avivó las llamas de unos papeles inservibles que había en el interior de un pebetero. Cuando las llamas fueron generosas, Robert Cecil se quitó con cuidado los guantes cubiertos del veneno de las cartas de Antonio Pérez y los arrojó a las llamas.
Con frialdad extrema hizo llamar a un grupo de sirvientes para que se hicieran cargo del cuerpo del desdichado James.
Cuando entraron, los muchachos se quedaron estáticos como piedras.
—No os preocupéis. Ha sido un desagradable accidente. —Robert Cecil decía esto mientras se secaba las manos tras habérselas lavado en una palangana—. He recibido unas cartas envenenadas desde España que han causado la muerte de mi fiel James. Yo mismo me encargaré de realizar el informe, no será necesario molestar a nadie más. Lamentablemente no es la primera vez que nos ocurre.
Los jóvenes se miraban sorprendidos por la frialdad del político ante la desgracia que suponía una pérdida en esas circunstancias. No hicieron preguntas y, obedeciendo las órdenes del político, agarraron por los hombros y los pies el cuerpo sin vida del pobre James y lo sacaron del despacho.
Cuando se llevaron el cadáver, Cecil tomó de la mesa de su secretario la última carta que había escrito para Mateo Vázquez. La dobló para cerrarla y la lacró con su sello. Acto seguido, volvió a hacer sonar la campana para llamar a otro sirviente.
Al poco tiempo la puerta se abrió. El despacho permanecía como si nada hubiera sucedido en la última media hora.
—Lleva esta carta a la posta y envíala a Madrid por el medio más rápido. Sería interesante que saliera hoy mismo para allá.
—Así lo haré, señor.
El joven tomó la carta y salió de la habitación saludando a su señor. Robert Cecil volvió a su mesa de trabajo dispuesto a despachar los papeles más importantes del día como si nada hubiera pasado.