Capítulo 23
Pastrana (España)
Domingo, 6 de julio de 1586
A paso lento Kit entró en las calles de Pastrana. Las primeras luces de aquel domingo iluminaban la tranquilidad de la villa ducal. En su intención no estaba el romper la quietud del lugar. Al contrario, todo parecía estar acostumbrado a una rutina que difícilmente podía ser quebrada por un acontecimiento extraordinario.
A pesar de ser día festivo, algunos hombres trabajaban en las huertas. Lo miraban con desconfianza. Pero, acostumbrado a ver este tipo de comportamientos en muchos de los lugares por donde iba, actuó con naturalidad. Se llevaba la mano a la cabeza, y quitándose el gorro de fieltro, ya raído por los avatares del viaje, saludaba educadamente a los vecinos con un simple «buenos días» que parecía apaciguar a las gentes del lugar.
Al pasar por una huerta cerca del monasterio de la ermita de San Pedro, un muchacho que ordenaba los aperos en un chamizo echó a correr en dirección al centro del pueblo nada más verle. Al menos, pensó, evitaría así tener que estar con presentaciones al llegar a la plaza. Alguien ya lo haría por él.
Atravesó la calle Mayor hasta pasar por el arco que daba a la plaza principal del pueblo. Allí el sol iluminaba ya con toda su fuerza la fachada del palacio tiñéndolo de un naranja brillante. Fue en dirección contraria bajo la atenta mirada de algunos vecinos. Desde allí se veía el valle del río Arlés con todo su esplendor.
Kit volvió la cabeza y vio la fachada del palacio inacabado de don Alonso de Covarrubias. La puerta principal se abrió para dejar paso al muchacho que poco antes había visto junto al monasterio del Carmen. A su lado salió un hombre muy bien vestido. Lo reconoció al instante. Se trataba de Diego de Horche, el camarero principal de la princesa de Éboli. Se bajó del caballo y tomando la rienda con la mano se acercó hasta él.
—Buenos días, señor Shelton.
—Buenos días, don Diego. Siento no poder haber avisado con antelación mi venida. Espero que no genere ningún tipo de molestia en palacio.
—En absoluto. Me acaban de avisar hace pocos minutos de vuestra entrada en Pastrana. —Diego miró al muchacho que ya abandonaba la plaza en dirección a la calle Mayor—. El tiempo suficiente para preparar vuestra llegada.
—Como imagino que sospecháis, me gustaría visitar a la princesa doña Ana, aunque supongo que es demasiado temprano para que me reciba.
—Al contrario. La princesa se levantó antes del alba. Pero me temo que no la vais a encontrar en palacio.
Kit puso cara de extrañado al escuchar estas palabras en boca de Diego de Horche.
—Durante estos meses —continuó el fiel mayordomo— está residiendo en el monasterio de San José, bajando la calle Mayor. No tardaréis en encontrarlo. Si lo deseáis puedo mandar a alguien del servicio para que os acompañe.
—Sois muy amable. No será necesario, creo saber dónde está el monasterio. Me pregunto si podría dejar aquí la montura en las caballerizas. Son muchos los días que llevo de viaje y no me vendrá mal dar un ligero paseo.
—Podéis guardarla aquí. Os la cuidarán muy bien. Perded cuidado. Preguntad en el monasterio por Felipa de Acuña, es la priora de la casa. Ella os dirá dónde está la princesa.
—Sois muy amable, don Diego. Os lo agradezco.
—No tenéis nada que agradecer. Estoy seguro de que mi señora se alegrará enormemente al veros. No le vendrá mal un poco de distracción. No son muy frecuentes las visitas y las últimas que ha recibido eran de abogados que buscaban resolver pleitos que aún tiene pendientes. Id pues tranquilo y regresad cuando lo deseéis.
Kit siguió al pie de la letra las instrucciones de don Diego. El mayordomo llamó con la mano a uno de los sirvientes que había en el interior del patio. Al instante hicieron acto de presencia dos hombres del servicio para hacerse cargo del caballo. Uno de ellos tomó las riendas mientras su compañero desensillaba al animal. Kit comprobó que no dejaba en la bolsa nada que le fuera a ser de utilidad. Tras cerciorarse de ello se apartó, dejando vía libre para que se lo llevaran a las caballerizas que había en el lado occidental del palacio.
—Muchas gracias por vuestra hospitalidad, don Diego.
Diego de Horche saludó con la cabeza respondiendo a las amables palabras de su interlocutor y esperó en la puerta observando cómo Kit se alejaba por la vía principal del pueblo.
El agente inglés caminó tranquilo. La distancia desde la plaza hasta el monasterio, ahora de la orden Concepcionista, no era mucha. Descendió por una callejuela al final de la calle Mayor y no tardó en toparse con el muro de la iglesia. Como era costumbre, la puerta estaba cerrada a esa temprana hora de la mañana. Tuvo que esmerarse en golpear el enorme portón ayudándose con una piedra para dar así más sonoridad. Al poco escuchó ruido de movimiento de personas y voces quietas tras la entrada, y pronto su llamada fue atendida.
—Ave María Purísima…
Kit se quedó sorprendido por la bienvenida. Parecía cierta formalidad en busca de una contraseña a la que no supo responder. Fue educado en la medida de lo posible y saludó de seguido.
—Buenos días, hermana. Mi nombre es Thomas Shelton y vengo de palacio buscando a la princesa doña Ana. Allí me dijeron que podría encontrarla en San José.
Sin mediar más palabras dejó de oír cualquier ruido al otro lado del torno. Al poco tiempo escuchó algunas voces apagadas de fondo y, seguidamente, unos pasos que se acercaban de nuevo a la puerta.
—Buenos días, señor Shelton —señaló la misma voz que había escuchado al principio—. Abriré la puerta, espere un instante y luego pase. A la izquierda encontrará una entrada. Crúcela y allí será recibido.
Siguió las órdenes de la religiosa a rajatabla. Por la rendija que se abrió pudo ver una sombra azul y blanca que desaparecía por detrás de otra puerta.
No quiso tentar su curiosidad y prefirió seguir las instrucciones que le habían dado. En efecto, a la izquierda de la cámara había dos peldaños que llevaban a una cortina. Al cruzarla vio un pasillo al final del cual había una nueva habitación, con una rejería en uno de sus extremos. Frente a ella, una silla. Fue hasta allí y se sentó a esperar.
La verja estaba cubierta por una gruesa cortina. Todo aquello le resultó muy extraño. Era la primera vez que ponía pie en un lugar de esa calidad y servicio. Sonrió al pensar en cómo se las gastaban las religiosas para una simple visita de cortesía.
Al poco tiempo oyó una cerradura que se descorría. Surgió de la nada una mano misteriosa y antes de que abriera la cortina del todo, el inglés se levantó. Esperaba toparse con la princesa de Éboli, pero tras la reja había una mujer de la misma edad que doña Ana pero que, sin lugar a dudas, no era ella.
—¿Es usted el señor Shelton?
—Sí, madre. Don Diego de Horche me ha dicho que podría encontrar aquí a la princesa doña Ana.
La religiosa lo miró de forma inquisitorial.
—Sois extranjero…
—Salta a la vista, madre. Soy inglés y…, católico.
La religiosa seguía observando al recién llegado con cierta desconfianza.
—Si se queda más tranquila, madre, nada tengo que ver con los juristas que vienen de corriente por aquí reclamando a la señora antiguos juicios pendientes.
—Mi nombre es Felipa de Acuña, y soy la abadesa del monasterio. La hermana sor Ana de la Madre de Dios se encuentra realizando sus oraciones en la iglesia.
Kit se quedó un poco sorprendido por aquel nombre.
—De puertas afuera la princesa doña Ana es conocida como tal, pero en la casa es sor Ana de la Madre de Dios —aclaró la abadesa—. Es el nombre que adoptó cuando abrazó los hábitos tras la muerte de su esposo. Es una más y no disfruta de mayores excelencias que cualquiera de nosotras. Todas vivimos bajo los mismos rigores.
—Entiendo, madre…
—¿Qué es lo que queréis de ella? —espetó la abadesa sin dejar continuar al agente inglés.
—Voy camino de Madrid. Solamente quería presentarle mis respetos. El cardenal arzobispo de Toledo, don Gaspar de Quiroga, nos presentó el año pasado. Ella fue muy amable acogiéndome en su palacio camino de Alcalá.
—¿Compartís algún negocio con ella?
Kit empezó a cansarse de aquel interrogatorio improvisado de la monja. De haberlo sabido habría entrado por sus propios medios en el monasterio y habría acabado con aquella historia sin más miramientos. Reflexionó y optó por que lo mejor sería continuar con el juego.
—He hecho un viaje muy largo desde Francia —dijo al fin—. Allí me encontré con el embajador don Bernardino de Mendoza. Éste me dijo que transmitiera sus saludos a doña…, a sor Ana de la Madre de Dios.
—Si solamente es eso, yo misma podré hacérselo saber. De lo contrario podríamos molestar las oraciones de nuestra hermana.
El agente comenzó a enojarse por la postura de la escurridiza abadesa. En aquel momento entró otra religiosa en la cámara. Se trataba de una joven muy hermosa. Sin cruzar mirada con Kit, se dirigió hacia la abadesa y le dijo algo al oído.
Felipa de Acuña se revolvió incómoda en su asiento. La suerte del inglés parecía haber cambiado de repente.
—Está bien, señor Shelton. Sor Ana de la Madre de Dios lo recibirá en una de las capillas de la iglesia. La entrada se encuentra saliendo a la derecha.
Sin esperar más órdenes, se apresuró a levantarse y con gesto apremiante saludó a las dos monjas, saliendo de la cámara sin decir palabra.
El día ya había despuntado en su totalidad y el sol empezaba a calentar las calles de Pastrana. La entrada a la iglesia, tal y como había dicho la abadesa, estaba a poca distancia de allí.
El silencio en el templo era absoluto. No parecía haber ni una sola alma. Aquella situación le recordó a su primera visita a la iglesia de Santa María de la Almudena, en Madrid. Kit se quitó el sombrero y con él en las manos entró con respeto. La puerta de la iglesia se cerró con fuerza, generando un eco ensordecedor en el interior del templo. A ambos lados del altar dos grandes escudos representaban las armas de la princesa de Éboli y de su difunto esposo, don Ruy Gómez de Silva. Hasta allí se acercó el agente inglés después de advertir frente a una imagen de la Virgen a una mujer sentada, de rodillas, rezando en silencio.
Kit se sentó en un banco de la primera fila a pocos metros detrás de la princesa, no lejos de otra mujer a quien él identificó como una suerte de ama de llaves de doña Ana. No tenía prisa y no era su intención romper la paz del lugar. Tuvo tiempo de poner su atención en la talla de la Virgen. Aquélla debía de ser la famosa Virgen del Soterraño a quien los pastraneros adjudicaban toda clase de milagros y prodigios. Sola y austera en extremo, la escultura de la Virgen era la única imagen que había en el altar mayor de la iglesia.
Al fin la princesa se puso en pie bajo la atenta mirada del ama de llaves. Iba totalmente vestida de negro y sobre su rostro pendía un velo del mismo color. Se volvió y al verle se retiró el velo dejando a la luz con todo su esplendor el brillo de su ojo.
—Buenos días, señor Shelton.
El joven agente se había levantado poco antes para saludarla. La encontró igual que la última vez que la vio hacía poco más de un año, quizás un poco más avejentada, pero con el mismo tipo señorial y displicente. Debido a su cautiverio, el agente inglés intuyó que la calidad de su vida no había decrecido en todo ese tiempo.
—Buenos días, Alteza —contestó mientras se acercaba a ella, inclinaba su cabeza y le tomaba la mano para besar su anillo.
—Mentiría si le dijera que no le esperaba por estas tierras. Sabía que tarde o temprano se dejaría caer.
—Tengo buenas noticias de Francia.
—¿De verdad, señor Shelton? No tenga prisa en contármelas. Acompáñeme, estaremos mejor en mi celda. No me fío de las rejas que cubren esta iglesia. Cualquiera puede estar escuchando detrás de las cortinas. Aquí todas tienen oídos.
Y sin mediar más palabra, emprendió el camino que la llevaba hasta una puerta lateral que daba entrada a un pequeño claustro. Lo cruzaron y deambularon por varios pasillos. Llegaron a un ala en la que sólo había puertas a ambos lados del corredor. La princesa tomó una llave de un colgante que llevaba guardado con celo sobre el pecho y abrió una de las puertas.
La habitación era holgada, seguramente mucho más lujosa que el resto de las celdas de las religiosas de San José. Había una ventana luminosa, una cama grande, una mesa con su correspondiente escritorio y varias sillas, lo que denotaba que las visitas eran frecuentes.
Colocado sobre una pared en la que no había más muebles ni vanos, Kit descubrió el retrato de doña Ana que para ella hiciera Lorena el pasado año. Recibía la luz del sol de forma indirecta, haciendo resaltar aún más el brillante rostro de la mujer. Nada había cambiado. Su impresionante vestido negro de terciopelo, el parche sobre el ojo derecho, la pequeña golilla bordada y el rostro casi ingenuo de doña Ana…, todo parecía ser producto de un endiablado mecanismo que había hecho detener el tiempo en aquella misteriosa figura.
El recuerdo de cuando lo trajo, acompañado por el cardenal, le devolvió a la memoria todos los momentos vividos en Madrid y su encuentro con Lorena, reavivando así su deseo de volver a encontrarse con ella en la capital.
Tras un gesto de la princesa, el ama de llaves, después de saludar a su señora, desapareció.
Pasados unos instantes señaló a su invitado una silla para que tomara asiento. Ella lo hizo en otra de más lustre.
—Señor Shelton, ¿cómo se encuentra el bueno de don Bernardino?
—Todos vuestros consejos, Alteza, me fueron de gran ayuda en mi empresa en Francia. Sólo hubo un pequeño inconveniente justo antes de venirme que por…
—Ya sé que le quebró la nariz. —Rio la princesa ante la sorpresa del joven—. En un monasterio todo es quietud pero las palabras vuelan más rápido que en cualquier mundanal ciudad. Me refiero a cómo encontró la situación que rodeaba al embajador. Ya me entiende.
—Sí, claro, Alteza. Sin poder entrar en detalles os puedo confesar que estaba a punto de encenderse una mecha que creo que hemos encontrado a tiempo. De haberse llegado a prender todo habría estallado como un polvorín. Pero gracias a vuestro apoyo se ha conseguido apagar la llama a tiempo y que ésta no alcance siquiera la pólvora.
—Comprendo. Ya le puse bajo aviso de que solamente él sería quien podría ayudaros. Su salida de Londres y la posterior empresa en París no eran algo casual. Podría haber venido a Madrid, pero Su Majestad muy hábilmente lo envió a Francia. Por lo que veo, sus contactos con los católicos de la familia Guisa han dado al final sus frutos, ¿no es así?
Kit se limitó a asentir sin entrar en detalles de la trama cuya documentación llevaba en cartas bajo su ropa.
—Algo sospechaba. Desde luego que no era improvisado. Bernardino sigue contando con poderosos amigos en Inglaterra. La creación de una trama para eliminar del trono a Isabel con la ayuda de los católicos europeos siempre ha sido una de sus grandes ambiciones.
La princesa miró por la ventana con aire distraído.
—Os estoy muy agradecido, Alteza, por la ayuda que me habéis prestado —insistió el agente inglés—. Me siento en deuda con vos. Si creéis que os puedo ayudar con cualquier menester, no dudéis en pedírmelo. Por favor.
Las palabras de Kit estaban perfectamente medidas. Sabía que servirle de nuevo de correo a la princesa regeneraría el lazo entre él, la princesa y Antonio Pérez. Favor por favor en una relación absolutamente interesada.
Doña Ana se levantó y paseó por la amplia habitación hasta detenerse junto a su retrato. El sol comenzaba a calentar con toda su fuerza, anunciando un nuevo y bochornoso día estival.
—Hace dos semanas comenzó el verano. El 21 de junio fue el solsticio. El día más largo del año. El día en el que el Sol arroja más luz sobre la Tierra. Ese tipo de cosas son del agrado de Antonio Pérez, siempre enfrascado en sus estrellas y en sus números. Cree que todo el futuro está escrito en ellos. Pero debió de leer mal —rio de nuevo— porque fue incapaz de prever lo que se le venía encima.
Se acercó a su escritorio. Abrió un pequeño cajón que había disimulado, ayudándose de la llave que portaba en la bocamanga del vestido. De allí tomó un delgado legajo de cartas. Todas iban atadas bajo un cordel de color azul.
—Al igual que la otra vez, señor Shelton, me gustaría que entregara esto a don Antonio. No se preocupe por buscarlo; él será capaz de encontrarlo a usted.
La princesa esbozó una pequeña sonrisa de complicidad.
—Así lo haré, Alteza —dijo el agente mientras escondía bajo la ropa el nuevo envío, satisfecho de haberse salido con la suya—. Perded cuidado que pronto llegaré a Madrid y me encontraré con alguien de su círculo. La vez anterior fue Diego Martínez quien se topó conmigo. Él le entregó vuestras cartas a don Antonio.
—Me consta que así se hizo. No me gustan las maneras de ese Diego Martínez, pero he de reconocer que cumple con su trabajo y es leal a don Antonio.
—No se puede pedir más, entonces.
—También le daría un recado para Su Majestad, pero prefiero contenerme. Además no quiero poner en juego su vida, señor Shelton —bromeó la princesa—. En cualquier caso sus secretarios ya tendrán suficiente con las preocupaciones relacionadas con el descortés encuentro que tuvo con el embajador en París. Estoy segura de que ya andan detrás de usted. Son tan cobardes que no le habrán dicho nada al rey.
—Creo que ha sido una locura venir hasta aquí —reconoció el agente con falsedad—, pero al mismo tiempo es algo con lo que ellos no cuentan. Ahora mismo Mateo Vázquez y Juan de Idiáquez estarán pensando que estoy en Inglaterra y no sospechan que en breve llegaré a Madrid.
—No sea ingenuo, señor Shelton. Del mismo modo que usted conoce noticias de su lado, ellos también cuentan con su red de informadores. Habrán comprobado que no se embarcó usted en ningún puerto francés. No creo que le hayan seguido la pista hasta aquí. Si es mínimamente escrupuloso en su trabajo, no lo localizarán con facilidad, pero sí tendrán en mente la posibilidad de que si no está allí, con seguridad estará aquí. Nadie como usted puede estar escondido más de un mes en el mismo sitio.
—Lo sé, Alteza.
La princesa de Éboli tenía razón.
—Los consejeros que rodean al rey Felipe son rencorosos en extremo. Actúan como fariseos en defensa de la religión cuando en realidad ni ellos mismos cumplen con las leyes más evidentes.
Se acercó de nuevo al escritorio y de allí extrajo un papel.
—«La insolencia de esta gente me exaspera —comenzó a leer doña Ana— hasta tal punto que sólo vivo con el deseo de vengarme de ellos. Espero por Dios que el momento llegue pronto y que yo pueda ser el instrumento que los castigue. Caminaría descalzo por Europa sólo para lograrlo». Cualquiera podría pensar que son palabras puestas en boca de un buen cristiano.
—La falta de templanza no es buena consejera en ninguna situación, Alteza.
—En efecto. Se trata de una carta de Bernardino de Mendoza. Es la pista que me dio la idea de que en realidad el corazón de la trama que acaba de descubrir en Reims pasaba por las manos de este Mendoza.
La princesa de Éboli volvió a guardarla en el escritorio. No parecía ser un documento secreto. La dejó encima de otras a la vista de cualquiera que por allí pasara.
—Agradezco su visita, señor Shelton. Puede retirarse. Buenos días.