Capítulo 5
Plymouth, condado de Devon (Inglaterra)
Jueves, 4 de abril de 1585
Había amanecido hacía más de una hora. Los dorados rayos del sol iluminaban las aguas del puerto de Plymouth. Parecían tranquilas. Según había oído comentar a unos marineros, sería un día excepcional para navegar hacia el sur.
Kit sentía que tenía un aspecto extraño. Al menos así se veía después de haberse deshecho de su oscuro uniforme del Corpus Christi.
No es que le desagradaran sus nuevas ropas. Todo lo contrario, agradecía a quienes ya podía considerar sus superiores la posibilidad de disfrutar de ellas. Pero ya eran casi cinco años los que llevaba vistiendo de la misma forma en el colegio y por entonces, transcurrido ese tiempo, casi se había olvidado de cómo era él sin ostentar indumentaria más propia de un piadoso que de un joven de su edad. Lo único de lo que no se había separado era de su capa negra. Por lo demás, todo era nuevo. Sobre una camisa blanca con mangos de lechuguilla, muy propios de la moda española, vestía un jubón de ante tintado de grana que en aquel momento le dio mal presagio. Sospechaba que podía ser el anuncio no deseado del fondo de alguna cuchillada que pudiera recibir en el desempeño de su nuevo trabajo. El mismo color que sus guantes, muy cómodos, y que reconocía que le daban cierto aire de estudiante señorial que nunca antes había mostrado.
Un cinturón de cuero también sin estrenar y recién engrasado le rodeaba el talle, sujetándole a la espalda su inseparable puñal. Ahora, más que nunca, le parecía natural llevarlo, enfrentándose como lo hacía a aventuras desconocidas. En verdad, era mejor llevarlo en su auxilio que dejarlo en casa al amparo de algún santo.
Lo único oscuro que llevaba, además de la mencionada capa, eran las medias y unos calzones de paño, lo suficientemente gruesos como para no pasar frío.
De esta guisa, decidió buscar en el puerto la ubicación de la nave que debía llevarlo hasta las costas de España. Con él llevaba un salvoconducto estampado con el sello de los Walsingham que le haría acceder sin problemas al barco, pudiendo disfrutar además de una litera para él solo, evitando así el compartir con la numerosa tripulación ronquidos y demás inmundicias humanas que pudieran resonar por la noche.
Kit sacó de su vestidura el papel y volvió a leer el nombre del barco al que debía dirigirse. En el membrete del sobre lacrado podía leerse perfectamente Elizabeth Stone.
Sin separarse del pequeño hatillo de cuero caminó despacio por el atracadero. En el bolso de la camisa llevaba tres cartas que Walsingham le había entregado para llevar hasta España.
Documentación en mano continuó la búsqueda del navío.
Hacia él se acercó un muchacho que arrastraba una carretilla con barricas. Decidió preguntarle al chiquillo por la ubicación del Elizabeth Stone.
—Oye, muchacho, discúlpame. ¿Sabes dónde está el Elizabeth Stone?
El chico se detuvo.
—¿Hacia dónde os dirigís? —contestó metiéndose la mano por debajo de una camisa completamente roída y recosida, rascándose en busca de algún incómodo visitante.
—Voy a las costas españolas, a Laredo.
—Ah, entonces no tendréis que caminar mucho. Lo tenéis justo detrás de vos.
Kit se volvió sorprendido hacia el atracadero en el que se desarrollaba un animado movimiento de subida y bajada de personal, carga de víveres y diferentes provisiones. Cuando se quiso dar la vuelta para agradecer al muchacho su amable gesto, ya estaba a más de 30 pies de él arrastrando de nuevo el carro.
Recogió el hatillo y fue hacia la rampa de madera que daba acceso al barco. Papel en mano saludó al hombre que había al pie del puente. Estaba sentado ante una mesita pequeña. Tomaba nota de todo lo que entraba y salía de la embarcación, escribiendo cuidadosamente en un listado las personas, provisiones y mercancías que poco a poco iban llegando.
El marinero lo miró y sin mediar saludo le espetó:
—¿Qué buscáis aquí?
Kit se limitó a entregarle el salvoconducto, siguiendo las instrucciones que había recibido de la casa Walsingham. Al ver el marinero la divisa en el lacre cambió la expresión de su rostro, dejando la indiferencia anterior para otro momento.
—Thomas Shelton… ¿No es así?
Kit asintió sin más, sintiéndose extraño y un tanto incómodo por tener que admitir algo que le parecía ser tan burda mentira.
El hombre volvió a plegar el papel, hizo una anotación en el margen del listado y con su mano le hizo un ademán para que subiera.
Fue un momento especial. Era la primera vez que subía a un barco. La rampa se doblaba a cada pisada. Uno de los porteadores pasó tan veloz a su lado que a punto estuvo de lanzarlo al agua. No hubiera sido el mejor comienzo del viaje. Todo parecía que se iba a hundir de un momento a otro, pero no. Pronto se acostumbraría a esa aparente inseguridad del barco.
Desde arriba todo era distinto. El aire era más fresco y agitaba sus cabellos. Ante la imagen que le ofrecía el horizonte del mar, se adueñó de él una indescriptible sensación de libertad. El sonido de los pájaros, el movimiento del agua, el rítmico empuje y golpeteo de las embarcaciones contra el muelle, todo parecía estar perfectamente acompasado aquella mañana de abril.
Una fuerte sacudida lo sacó de sus pensamientos devolviéndole a la realidad. Fue necesario que se agarrara a la balaustrada de cubierta y que con el pie asiera con todas sus fuerzas su hatillo si no quería que se le fuera al agua.
Todo pareció empezar a moverse a su alrededor. Pero en realidad los que se movían eran ellos. Al instante comenzaron por la cubierta las carreras de los marineros. Entre órdenes disfrazadas de gritos y exclamaciones, corrían de un extremo al otro del barco atando y desatando sogas, subiendo y arriando velas y otras artes que a él le resultaban totalmente ajenas.
Desde su atalaya podía ver cómo frente a él se abría un inmenso horizonte de color azul. Fue entonces cuando sintió por primera vez lo acertado de su decisión. Un nuevo mundo se abría ante sus ojos, repleto de misterios, riesgos y peligros.
—Es la primera vez que navega, ¿no es así?
Junto a Kit había un religioso. Como él, tenía la mirada fija en el horizonte, disfrutando de aquel momento tan especial. Su hábito blanco, del mismo color que sus cabellos, refulgía con el sol. Lo cubría una gruesa capa negra. Alrededor de una prominente barriga, un cinturón del mismo color servía de soporte para un rosario formado por un crucifijo de madera y unas enormes cuentas del mismo material.
El agente lo imitó y volviendo la mirada al mar contestó:
—Sí. Nunca habría imaginado que podría ser algo tan hermoso.
—Cierto. Una de las creaciones más bellas del Señor. No me cabe la menor duda. Y son muchas ya las veces que he experimentado esta sensación, pero nunca me canso. Siempre descubro algo nuevo. Estoy seguro de que le sucederá a partir de ahora algo similar, señor…
—Ah, disculpe. Mi nombre es Ma…, Shelton, Thomas Shelton, sí, de Canterbury —afirmó nervioso por el pequeño desliz.
—Muy bien, señor Shelton. Yo soy el padre Anthony, de Cambridge, pero todo el mundo me llama fray Anthony. ¿Hacia dónde se dirige?
—Me dirijo hacia Laredo y desde allí tengo pensado viajar a la capital de la Corte, Madrid, para proseguir mis estudios. Soy estudiante aunque también ayudo a mi familia en el negocio de las telas.
Aquel fraile de mirada honesta le sonrió a modo de bienvenida. El trayecto hasta Laredo no debía de suponer muchos días de viaje. Si el viento era favorable y no había contratiempos en el tránsito, en una semana podría poner pie en las costas españolas, desembarcaría y seguramente no se volvería a cruzar con el anciano nunca más.
En la cubierta comenzó a sonar una campana. No dio tiempo ni a una pequeña conversación intrascendente. Cuando se quiso dar cuenta, el fraile ya se había alejado hacia las escaleras que descendían al corazón de la embarcación.
—Muy bien, señor Shelton —le gritó el religioso mientras se marchaba caminando con dificultad apoyado en un bastón haciendo equilibrios entre los bamboleos del buque—. Seguro que tenemos más oportunidades para seguir charlando. Me voy. Tengo hambre y quiero comer algo.
El funcionamiento de aquella ciudad flotante en miniatura le resultaba extraño. El primer día lo pasó paseando por la borda de aquí para allá. Tampoco había más sitios a los que ir.
Las horas pasaron y, entre algunas pocas nubes, el sol se fue poniendo por el horizonte inundando todo el paisaje de colores áureos y rojizos. Cuando se quiso dar cuenta, la luz del sol había desaparecido del firmamento, y era sustituida por el brillo de miles de estrellas.
Se había sentado junto a una escalinata que encontró cerca del castillo de popa. A pocos metros de él la lumbre de una tea iluminaba a un grupo de hombres. Sentados sobre el suelo desnudo de cubierta, observaban detenidamente los movimientos de un muchacho. Éste no cesaba de sonreír y de mirar fijamente a los ojos de los marineros que lo rodeaban. Sería difícil describir lo que hacía aunque podría resumirse en una suerte de juegos malabares a partir de pequeños objetos que materializaba y hacía desaparecer a su antojo, ante el asombro de los recios marineros. Lógicamente no se trataba de otra cosa que juegos de manos, pero más de uno se levantó espantado creyendo estar ante un verdadero brujo. El resto, entre estruendosas risotadas, conocedores de las habilidades del sonriente Blas, que era el nombre de aquel muchacho, permanecían entretenidos en el suelo.
Sobre el entarimado, Blas había colocado tres vasos de vino boca abajo. En el interior de uno de ellos había una bolita hecha con miga de pan. Al preguntar dónde se encontraba la bola a uno de los marineros, éste señaló el vaso en el que el joven acababa de dejarla. Sin embargo, para sorpresa del pequeño auditorio, la miga de pan no se encontraba en el vaso esperado sino en el contiguo. La tensión en los presentes fue en aumento cuando de manera misteriosa, la bola de miga de pan iba recorriendo los tres vasos de vino, sin que nadie pudiera acertar en cuál de ellos se encontraba.
Enfadado por la burla, uno de los marinos dio un manotazo a los tres vasos dejando a la vista que, finalmente, bajo ninguno de ellos se encontraba ahora la huidiza bola de pan.
—Estás haciendo trampas. ¿Dónde la has escondido, truhán? —El grito de aquel hombre fue tan grande que al instante todo el mundo guardó el más absoluto de los silencios—. Te estás burlando de nosotros ¡miserable!
Aquello empezaba a no tener muy buen aspecto. Marlowe quiso intervenir pero al instante recordó las palabras de su mentor rogándole que se alejara de toda reyerta que no tuviera que ver con la misión que se le había encomendado.
Mientras, el marinero sacó de su vaina un enorme cuchillo y de un golpe lo clavó en el suelo. De seguir así, Marlowe no habría tardado en tomar su puñal y entrar en la contienda. Pero se tranquilizó cuando vio que Blas no dejaba en ningún momento de sonreír.
—No pierdas los nervios, mi querido amigo —tranquilizó el joven mago al marinero. Su talante demostraba que ya había pasado por aquel percal en más de una ocasión y, por lo que podía advertir en su semblante, siempre con éxito—. Podría decir que está en un bolsillo de tu roído jubón…, quizás en el mío, o que, efectivamente, se ha volatilizado por obra y gracia del mismísimo diablo. Pero no… ¿Has mirado en la punta de tu cuchillo?
Al momento, todos los presentes, cuyo número había ascendido en los últimos minutos atraídos por el griterío, lanzaron una sonora exclamación mirando la punta de acero del arma del marinero clavada sobre el suelo. Allí estaba la miga de pan. Solamente se oyó una ovación de asombro, una lacónica admiración que acabó por irritar al impaciente lobo de mar.
Contrariado, se levantó entre las risas de sus compañeros y los aplausos hacia el joven mago, que no paraba de sonreír, señalando con su dedo índice el puñal con la miga de pan insertada entre su afilada hoja y la madera.
Pero el número todavía no había acabado. Antes de que el marinero se alejara demasiado, la voz del mago le detuvo ante la puerta.
—¡Amigo! Te olvidas de esto. —Blas desclavó el cuchillo del suelo e hizo el ademán de lanzárselo. Ante los ojos sorprendidos de todos los presentes, el cuchillo desapareció entre sus manos sin dejar huella—. Mira en tu vaina, marinero.
El humillado tripulante se echó la mano a la riñonera, de donde con los ojos desorbitados extrajo el cuchillo de su vaina, antes vacía. La ovación fue en aumento entre clamores de reconocimiento.
—Ese chico es increíble.
Junto al estudiante de Cambridge estaba de nuevo fray Anthony. Aquel misterioso religioso aparecía y desaparecía entre los departamentos del barco como la bola que Blas empleó entre los vasos de vino.
—Le he visto hacer juegos espectaculares —añadió el religioso mientras se tapaba la boca lanzando un sonoro bostezo—. En cierta ocasión le vi hacer aparecer y desaparecer a su voluntad juegos enteros de naipes, conocer los elegidos por otras personas cuando solamente éstas habían tocado la baraja y destruir objetos para que, al instante, se rehicieran entre sus manos, como si se tratara de hechicería. Si no fuera porque él mismo me explicó que no eran más que unos sencillos juegos de manos, yo mismo hubiera creído que realmente me encontraba ante el propio diablo.
Fray Anthony se sentó con dificultad en la escalinata junto a Kit. Era un hombre mayor y su cuerpo no parecía estar hecho para muchas maniobras.
Junto a ellos pasaron hasta el castillo de popa varios de los marineros que poco antes habían disfrutado de la actuación de lilas. Cuando todos se alejaron, el muchacho permaneció todavía algún tiempo sentado. Se tocaba el interior de los bolsos de su camisa al mismo tiempo que miraba a ambos lados con la esperanza de que nadie lo viera. Extrajo de lugares diferentes de su ropa varias migas de pan, idénticas a las que había empleado en el último juego. Cuando creyó que nadie lo observaba, se levantó despacio y acercándose a babor las arrojó al mar.
Fray Anthony y el joven se miraron y comenzaron a reír.
Las carcajadas llamaron la atención del chico. Sorprendido, buscó entre la oscuridad de la popa. El blanco hábito del dominico delató su presencia en pocos segundos. Sin perder la sonrisa, en un instante se dirigió hasta donde descansaban.
—Buenas noches, señores. —Blas ascendió por los escalones saltando de dos en dos hasta llegar donde se encontraban. Se detuvo y, quitándose el gorro de paño con que se cubría, les hizo una reverencia a modo de saludo—. Espero que hayan disfrutado de mi modesto espectáculo.
Se sentó un escalón más abajo, apoyando la espalda en el lateral de la escalera.
—Veo que tenemos un nuevo amigo, fray Anthony.
—En efecto, su nombre es Shelton, Thomas Shelton.
Blas y Kit se saludaron cortésmente intercambiando los cumplidos de rigor.
—Viaja a España —prosiguió el religioso— para estudiar y continuar algunos negocios de su familia. ¿No es así, señor Shelton?
—Efectivamente, señores… —balbuceó Kit removiéndose incómodo en el escalón—. Detengo mi viaje en Laredo para tomar el camino de la capital, Madrid. Allí mi familia tiene amigos. Además llevo conmigo algunas cartas de recomendación que, confío, me ayuden en mi nueva empresa. Y ¿hacia dónde se dirige usted?
—Yo también regreso a Madrid.
La respuesta fue tan rápida por parte de Blas, aunque no exenta de su inseparable sonrisa, que tras ella no quedó en el ambiente más que el tenso murmullo del silencio.
—Y… ¿A qué se dedica? —Kit se decidió a continuar.
El mago jugueteaba con un taco de madera y un cuchillo que se había extraído de la manga. La daga era idéntica a la que había utilizado en el juego del marinero.
—Ya lo ha visto —dijo señalando la cubierta con una mano—. Nací en Madrid, pero mi familia emigró a Toledo después de la llegada de la Corte de nuestro rey Felipe. Ahora voy de feria en feria, de ciudad en ciudad, de mercado en mercado. Lo que habitualmente se dice buscando fortuna que, corriendo los tiempos que corren, no es mal menester. Llegué a Inglaterra hace un par de años. A las mismas costas de Plymouth que ahora me han visto marchar. Pero estas islas no son las Indias. No se ofendan vuestras mercedes pero, si me lo permiten, el espíritu de los ingleses es demasiado frío para mi gusto. —Fray Anthony y Kit sonrieron dándole la razón—. Acaban de ser testigos de ello. Por un simple juego he estado a punto de perder la cabeza. No estoy dispuesto a seguir arriesgando mi vida por una miga de pan. Tampoco tengo prisa alguna. El camino hasta Madrid es largo y aprovecharé el recorrido para actuar en ferias y pueblos. Por cierto, señor Shelton, ¿dónde aprendió usted mi lengua?
—Vaya —sonrió el joven estudiante—. Es la segunda vez que me lo preguntan en pocos días. La aprendí entre compañeros de la universidad y leyendo algunos libros.
Satisfecho por la respuesta, Blas se incorporó. Guardó el cuchillo envainándolo junto a su riñonera y con un fuerte movimiento arrojó al agua el taco que le había servido de entretenimiento. El silencio de la noche les permitió escuchar el chapuzón de la madera al chocar contra la superficie del mar.
—Ahora debo irme, señores —añadió el joven español ajustándose el cinturón a la camisa—. Espero verles pronto. Habrá más ocasiones en el viaje para disfrutar de su grata compañía. —Blas se detuvo un instante y dirigió su mirada a donde se encontraba Kit—. Si no es así, considere la ciudad de Madrid como si fuera vuestra. No dude en buscarme si necesita ayuda. En cualquiera de sus casas o tabernas sabrán de mí. No tendrá problemas en dar conmigo. Buenas noches, caballeros.
Como si fuera el protagonista de uno de sus juegos, el joven mago desapareció en la oscuridad de la noche sin dejar huella de su presencia.
Kit se quedó junto al religioso sentado en la misma escalinata. Ya era bien entrada la noche y sobre la cubierta del barco no quedaban más que unos pocos hombres de guardia y varios marinos que hacían las funciones de mantenimiento para conseguir la estabilidad y el rumbo de la nave hasta el amanecer. Fray Anthony fue el primero en romper el silencio.
—¿Qué tal está marchando su primer día de viaje, señor Shelton?
Como en la primera vez, el religioso lanzó la pregunta con la mirada perdida al mar entrecortándose entre el batir de las olas.
—Mentiría si no reconociera que ha sido plácido y agradable.
—Yo también recuerdo mi primer viaje con especial añoranza. No puedo negar que viajar es hermoso. Vaya si lo es. Conoces gente diferente y lugares nuevos, y el regreso a casa se toma como una especie de premio por la ausencia del hogar. Pero yo ya soy viejo y en ocasiones los días se me hacen tan interminables como el horizonte del mar.
—¿Por eso lee?
El religioso bajó la mirada hacia el libro que descansaba en el regazo de su hábito blanco. Se trataba de uno negro, forrado en piel, mucho más pequeño que los volúmenes a los que estaba acostumbrado a manejar Kit en el Corpus Christi.
—Me ayuda a mantener la mente despejada y a entretenerme al mismo tiempo —dijo al fin.
—¿Y qué es lo que lee si puede saberse? —La curiosidad del joven agente terminó por salir a flote.
—Es la crónica de un viajero. Su nombre era Ruy González de Clavijo y fue embajador del rey español Enrique III ante el Gran Tamerlán, el conquistador de las lejanas tierras de Samarcanda. Su viaje se desarrolló a lo largo de casi tres años, entre 1403 y 1406. En este libro se describen muchos detalles de su periplo por el Mediterráneo, Constantinopla y Persia, hasta llegar a las tierras de Tamerlán. En aquel viaje, González de Clavijo fue acompañado por un religioso, fray Alonso Páez de Santa María, maestro teólogo. No me hubiera importando ocupar su lugar. ¿Conoce la historia de Tamerlán?
—He oído algunas cosas de él. —Fray Anthony le había entregado el libro para que le echara un vistazo. Leyó en alto el título del libro que aparecía en su primera página—: Historia del Gran Tamerlán e itinerario y narración del viaje y relación de la embajada que Ruy González de Clavijo le hizo. He de reconocer que tuvo que ser una aventura fascinante. De Tamerlán se decía que consiguió conquistar un amplio imperio desde la India hasta el Mediterráneo, ¿no es así? Sin lugar a dudas, debió de ser un personaje curioso.
El autor de aquella crónica era un tal Argote de Milán. Había sido publicado en la ciudad portuaria española de Sevilla en el año 1582, el mismo lugar del que había partido González de Clavijo en mayo de 1403.
—Quédeselo si le place, señor Shelton. Yo ya lo he acabado de leer.
—Muchas gracias, fray Anthony, pero no puedo aceptar tan generoso regalo.
—Insisto, señor Shelton. Seguramente será usted capaz de sacar mayor provecho de él. Lo he leído en varias ocasiones. Casi podría decir que lo conozco de memoria. Es un buen libro, sin lugar a dudas. Pero de poco serviría si me quedara con él y privara de su conocimiento a otras personas.
Kit sopesó el volumen entre sus manos acariciando el lomo con los dedos y reconociendo el extraordinario valor de aquel precioso tesoro.
—En fin, fray Anthony, no sé cómo puedo agradecérselo.
—No diga nada. Simplemente aproveche el resto del viaje para disfrutar de la crónica de González de Clavijo.
Una vez más, con la palabra aún queda en la boca, fray Anthony se levantó y comenzó a alejarse.
Aquella primera noche en el barco apenas pudo dormir. Acompañado de su nuevo tesoro descendió al cuarto de las literas. Tomó luego de una lámpara cercana, y quitando la vela a uno de los viajeros que dormitaba cerca de su camastro se descalzó y de un salto subió para acomodarse en su modesto catre.
Abrió el libro y comenzó a leerlo. Era una edición reciente del volumen estaba muy bien cuidado y perfectamente impreso. A medida que la vela iba consumiendo la cera en el candil, la personalidad de Tamerlán comenzó a fascinarle. Pasaron las horas de la noche y esa mezcla de excelente gobernador y de sanguinario conquistador le atrajo de forma irresistible.
No tardaron en fluir en su cabeza los primeros versos. Abrió el hatillo de cuero que tenía escondido junto a la almohada y buscó en su interior la pequeña caja de escritorio que se había traído desde Cambridge. Afiló una pluma. Mojó su punta en un diminuto tintero y, aprovechando al máximo una de las preciadas hojas habidas entre sus provisiones, comenzó a escribir.
De arrebatos de talentos acordes
y chifladuras de que usa el bufón
os guiaremos a la augusta tienda,
donde oiréis al escita Tamerlán…
Una vez más el sueño lo venció y cuando sus ojos tornaron de nuevo a la realidad, la luz del sol entraba a raudales por la claraboya de la bodeguilla. Junto a la almohada descubrió una gran mancha negra. En su sueño el tintero se había derramado, vertiendo parte de su contenido en un extremo de la cama, mientras que el papel había empleado su camisa como secante, ennegreciendo algunas partes de la tela.
Kit observó el andrajoso aspecto de los hombres que había junto a su litera. Comparándose con ellos, su nuevo atuendo manchado parecía el de un príncipe oriental, el Gran Tamerlán; por lo que abandonó la idea de cambiarse de camisa y buscó otro momento para lavarla.
En apenas una semana alcanzaron las costas españolas. Desde la cubierta, apoyado en una balaustrada del castillo de proa, contempló aquel nuevo paisaje, totalmente diferente a lo que sus ojos estaban acostumbrados a ver en Cambridge o en su Canterbury natal.
Mientras contemplaba cómo se vaciaban las tripas de la nave con las mercancías salientes, descubrió cuán diferentes pueden llegar a ser los habitantes de países distintos, aunque las ciudades no estén separadas por más de unas pocas millas.
Desde su pequeño otero podía ver a fray Anthony y a Blas que ya charlaban en el muelle. Se aferró a su hatillo y caminó hacia la salida, descendiendo hasta donde se encontraban.
Blas permanecía junto al fraile sin perder la sonrisa. Fue el primero en verle.
—Creo que aquí se separan nuestros caminos, señor Shelton. —El mago le acercó la mano para saludarlo en señal de despedida—. Espero que tenga mucha suerte durante su estancia en España y que todos sus negocios se desarrollen satisfactoriamente. Y, sobre todo, no olvide lo que le dije el primer día. Seguro que tarde o temprano nos encontraremos en Madrid.
El joven dirigió ahora la mirada hacia el religioso.
—En lo que a vos concierne, padre, seguro que nos volvemos a encontrar muy pronto. De eso no me cabe la menor duda. Espero que vuestra nueva estancia en España sea de tanto agrado como las anteriores. Ahora debo irme. —Blas miró a ambos lados del puerto—. No sé por dónde emprender mi camino de regreso. Es igual un camino que otro; si la fortuna me sigue sonriendo como hasta ahora, en pocos días alcanzaré la casa de mis padres.
—Que tengas toda la suerte del mundo, hijo. Y que Dios te proteja en tu camino de vuelta. Seguro que muy pronto nos volveremos a ver. Así lo espero.
Esta fue la despedida del religioso. Se limitó a levantar la mano mientras los dos permanecían quietos en el muelle de Laredo observando cómo Blas, sin perder en un momento su sonrisa, se diluía entre la confusión de gentes que entraban y salían de almacenes y tabernas.
—Es un chico especial —señaló el religioso mirando hacia el gentío.
—Usted lo conoce más que yo. ¿Qué piensa hacer ahora, padre?
—Supongo que me quedaré aquí unos días, luego Dios dirá.
—Entonces creo que es el momento para despedirnos. —Kit extendió la mano para estrechársela—. Yo también estoy seguro de que nos volveremos a ver. El mundo es grande pero los caminos que lo recorren son pequeños.
Cuando ya se daba la vuelta para alejarse, Kit se detuvo por un instante. Señalándole el interior de la bolsa añadió:
—No quiero dejar pasar la oportunidad para agradecerle de nuevo el obsequio de tan precioso libro. Me será de gran utilidad en el futuro. Gracias…
—No hay de qué, buen hombre. No hay de qué. Marche en paz y que Dios le proteja en su viaje a Madrid. Hasta pronto, señor Shelton.
Kit sintió una emoción extraña en su interior. Algo le decía que nunca más se volverían a ver.
Comenzó a caminar por el puerto y, al igual que poco antes había hecho Blas, pronto desapareció entre la muchedumbre de marineros, vendedores, comerciantes, rufianes, soldados y demás especies que poblaban aquel lugar.
Perdió de vista los barcos atracados en el muelle. En realidad no tenía bien claro qué era lo que debía hacer ni adonde dirigirse. Todo aquello le resultaba extraño.
Se concentró e intentó actuar con total naturalidad dentro de su nuevo papel como agente al servicio de Su Majestad la reina Isabel.
A poca distancia de donde se encontraba oyó a un grupo de hombres hablar en su lengua. Eran ingleses. Dedujo que la taberna de la que acababan de salir estaría frecuentada por compatriotas.
Ciertamente no se equivocó. Más que un lugar de encuentro de Laredo aquello parecía un bodegón de Plymouth. Al asomarse por la puerta descubrió un escenario mucho más parecido al lugar de sus orígenes. Entonces, una férrea mano le impidió cruzar el umbral de la taberna.
—¿Adónde va, señor Shelton?
Casi a trompicones, Kit pudo incorporarse para girar sobre sus talones y descubrir a quien de forma tan poco gentil le había agarrado por el pescuezo. Lanzando carcajadas por el susto que le acababa de dar, frente a él permanecía inmóvil su amigo Nicholas Faunt.
—¿Nick, qué demonios estás haciendo aquí? Te has salvado de milagro, querido amigo…
Faunt dejó de sonreír. La punta del cuchillo de su amigo ya había rasgado su ropa y el acero comenzaba a hacerle cosquillas en la carne.
La sorpresa de Kit parecía lógica. La última persona a la que esperaba encontrarse en Laredo como contacto del servicio de Walsingham era a Nicholas Faunt. No lo veía desde su furtiva visita al cuarto en el Corpus Christi de Cambridge el día de su cumpleaños, semanas atrás.
—¿De qué te sorprendes…, Thomas, Marlowe, Shelton? —El agente no cesaba de reír—. ¡Qué más da! ¿Cómo quieres que te llame? En fin, ya te habrán dicho esa cantinela de «nada es lo que realmente parece», ¿no es así? Menuda estupidez. Mejor habría puesto «mira en cada esquina antes de cruzar no sea que te encuentres con tu propio hermano y te atraviese el pescuezo con una daga». Eso sería más real. ¿No crees?
Su amigo no le contestó, parecía recuperar la altivez y atrevimiento acostumbrados. Vestía a la manera española, de forma más austera que las ropas inglesas, aunque su porte denotaba a mil leguas que se trataba de un foráneo. Conservaba el bigotillo rubio y una corta melena del mismo color que le caía por encima de los hombros, sobre un jubón verdinegro. Kit pensó que era terriblemente atractivo.
Cogiendo por el brazo a su compañero y casi arrastrándolo, se lo llevó a un extremo de la callejuela de la taberna. Se detuvo ante una puerta y recuperando su estilo serio le espetó:
—No tengo mucho tiempo. No olvides lo que te voy a decir. Estás en territorio enemigo. ¿Entiendes lo que eso significa?
Kit se limitó a asentir con la mirada.
—En las últimas semanas todo parece estar bastante revuelto. Algo se trama y no sabemos qué. Éstos ya no parecen fiarse ile nadie. Es como si hubieran hecho suyo nuestro lema. Tiene gracia. —Faunt no dejaba de mirar de un lado a otro temeroso de que alguien los descubriera—. Si unimos todos los cabos que tenemos, lo más probable es que los españoles estén cada vez más cerca de consumar su plan: destronar a Isabel.
Kit tragó saliva al escuchar aquello.
—No sabemos cómo lo van a hacer —continuó el veterano agente—. Desconocemos si llevarán a cabo una operación militar, si pagarán para que un hombre cercano a Su Majestad acabe con ella para luego sembrar de cizaña a toda la clase política o si simplemente esperan que nos aburramos esperándolos venir.
—Está bien, ¿qué es entonces lo que debo hacer?
—Muy fácil pero muy peligroso al mismo tiempo. Nos consta que tienen pensado construir una gigantesca Armada. Los barcos no se construyen de la noche a la mañana. Aún les quedan meses y, seguramente, años. Pero tenemos que detener el proyecto antes de que sea demasiado tarde. Intenta descubrir la mayor cantidad de detalles a este respecto. Pero ten mucho cuidado, amigo mío. Desconfía de todo el mundo, incluso de aquel que puede aparentar el aspecto más inocente. Al más mínimo rumor del comienzo de la invasión, desaparece de aquí. Vuelve a casa lo antes posible si no quieres acabar con tu cabeza pendida de la almena de una muralla o, mucho peor todavía, encerrado en un mísero calabozo hasta que tu cuerpo se pudra y se confunda con las inmundicias del suelo.
Abriéndose el jubón negro, sacó del bolso de la camisa un pliego de cartas.
—Aquí encontrarás todas las instrucciones necesarias. Una vez que las hayas leído, procura destruir la documentación. Si eres detenido con ella date por muerto. Nadie te conocerá ni vendrá a ayudarte. Solamente Walsingham, tú y yo sabemos cuál es la verdadera naturaleza de tu misión. Los contactos te podrán ayudar, pero no sabrán para quién trabajas. Se limitan a cumplir órdenes, pero no tienen ni la más remota idea de qué es lo que haces. Y que siga siendo así. ¿Has entendido?
Kit asintió aferrando con mano firme el pliego de papeles que le extendía Faunt. Vio el sello de los Walsingham lacrando uno de sus lados. Abrió su bolsa. Al comprobar que nadie los observaba, los introdujo tirando luego de la cuerda que servía de cierre.
—Por último, toma esto. Es dinero español. Te servirá para conseguir las posadas y los caballos necesarios para llegar hasta Madrid. No tardarás más de una semana en alcanzar la Corte. Toma también este plano de Madrid. Te será de gran ayuda para moverte los primeros días. Hay algunos puntos de interés marcados en él que te servirán para familiarizarte con la villa y sus peligros. Allí te espera alguien…, y te puedo asegurar que no seré yo.
Por un momento Faunt recuperó su acostumbrada sonrisa. Pero fue apenas un instante fugaz.
—Creo que me han descubierto —continuo mirando nervioso a ambos lados de la calle y bajando aún más el tono de su voz—. Por eso regreso rápido a Plymouth. Tomaré seguramente el mismo barco que tú acabas de abandonar. El capitán está al tanto de nuestro trabajo y es un lugar seguro… Bueno, lo suficientemente seguro hasta que los españoles le paguen más dinero por hablar que el que le da la Corona de Inglaterra por su silencio. Aquí todo se vende y todo se compra. Cada cosa tiene un precio y la vida de los hombres entra en el mismo juego.
Se detuvo un instante, y separándose de Kit preguntó con los brazos en jarras:
—Bueno, chico. ¿Es que no vas a decir nada? ¿No te alegras de verme?
—Claro que sí, Nick, pero no esperaba encontrarte aquí.
—Yo tampoco, pero el ambiente está un poco revuelto y el hombre que debía estar haciendo este trabajo desapareció misteriosamente hace cuatro días. Nada se sabe de él aunque me temo que sé lo que le ha pasado.
—Te prometo que tendré cuidado en esta atrevida empresa. Asumí un riesgo y ahora no puedo echarme atrás. Gracias por venir a ayudarme, Nick.
—Recuérdalo —dijo su compañero mientras se alejaba—. Aquí todo se compra y se vende.
Finalizada la despedida, Nicholas Faunt se aferró a su capa española y desapareció entre el gentío que asomaba por la cercana calle que llevaba hasta el muelle.
Después de ver a su compañero, Marlowe estaba más tranquilo. Callejeó por la localidad hasta llegar a un punto en el que se sintió seguro. Se sentó en el mismo suelo de la calle, siguiendo así la costumbre que veía en otros hombres de la misma villa. Apoyado contra la fachada de un palacete, abrió su hatillo y extrajo las cartas que poco antes le había entregado Nicholas Faunt.
Tras una lectura rápida, levantó la cabeza. Su vista no tardó en perderse en un nido de cigüeñas que se levantaba sobre la torre de la iglesia de Santa María de la Almudena. Lo que allí se leía era cosa idéntica a lo que le había explicado su amigo. La única novedad estaba en el primer destino del viaje. Como ya sabía de otras informaciones que había recibido anteriormente, su suerte se encontraba en Madrid, la capital de España. Una ciudad regia repleta de iglesias y de una extraña historia sumida en leyendas más propias de un pueblo bárbaro que de alguien que se proclamaba a todas voces «católico», siguiendo el apelativo que le había dado el papa al rey Felipe II.
En un extremo de la plaza unos niños jugaban con un fuego al que tiraban tablillas y trapos viejos para ver cómo se retorcían entre las llamas. Kit se levantó de su asiento y caminó hasta allí. Los chiquillos lo miraron con curiosidad. Pero acostumbrados a ver extranjeros en las calles aledañas al muelle, no lo tomaron en cuenta.
El joven agente sacó de su camisa los documentos que le había entregado su amigo y los acercó al fuego hasta que el papel se aferró a la lumbre. Los dejó caer a la hoguera ante la creciente risa de los pequeños que disfrutaban observando cómo las líneas del texto, incomprensibles para ellos, adoptaban formas insólitas entre las llamas anaranjadas.
Uno de ellos se acercó para coger del fuego un grupo de papeles.
Al agente le cambió el rostro y detuvo al muchacho agarrándolo del brazo.
—En casa lo podremos aprovechar mejor en el fuego. Quema bien —dijo el niño intentando zafarse.
Kit se agachó para quedar a su altura.
—Me temo que eso no va a poder ser, mi pequeño amigo. Es mejor que el fuego corra por ellos ahora.
Le acarició el pelo y no se movió de allí hasta que el papel se había consumido en su totalidad. Lo importante ya estaba grabado en su cabeza.
En la villa de Madrid debía encontrarse con alguien, todavía desconocido, en una iglesia que, curiosamente, los vecinos también denominaban como la que ahora tenía ante sí, Santa María de la Almudena.