Capítulo 12
Palacio ducal de Pastrana (España)
Viernes, 26 de abril de 1585
Aún quedaban muchos minutos para que las campanas del convento de San Francisco, levantado junto a la parte alta de los jardines del palacio, tocaran las cinco de la tarde. Aún había tiempo para que el sol se pusiera tras las montañas, cubriendo de sombras el paisaje de la plaza que se abría sobre la ribera del río Arlés, frente al casón ducal de la villa. Pero doña Ana estaba especialmente cansada. Las ventanas de la fachada se habían convertido en un inútil acercamiento al mundo exterior desde que su Señor, Su Sagrada Católica y Real Majestad, decidiera, sin que todavía se supiera la razón, obligarla a vivir en ese encierro casi claustral. Apenas podía deambular por sus calles si no era bajo estrecha vigilancia. Se veía obligada a usar los lúgubres pasadizos subterráneos que comunicaban algunos edificios del pueblo y, como mucho, residir algunas fechas en el cercano monasterio de San José. Doña Ana vivía, pues, en un mundo de tinieblas al que, a pesar del tamaño nada despreciable de sus posesiones, no acababa de acostumbrarse.
La princesa se separó de la ventana. Ante aquel gesto, uno de los camareros se incorporó para cerrar el mirador. Pero la enérgica mirada de la señora lo detuvo.
—No creo haber oído ninguna orden para que hagáis eso. Mi Señor jamás me ha obligado a permanecer como una estatua frente a la ventana cuando permanecen abiertas. Es mi deseo que el mirador quede abierto y que la luz del sol salpique…, aunque sea de manera inútil…, estas cuatro paredes de mi encierro.
—Como deseéis, Alteza.
El mayordomo asintió, regresando junto a la pared, al lado de su compañero.
—Sí, ése es mi deseo… —respondió la princesa con voz melancólica y mirada perdida.
A pesar de la prisión en que vivía desde hacía ya seis años, no había perdido un ápice de su orgullo. Doña Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli, seguía vistiendo acorde a su condición. Aquella tarde lucía una camisa alta, decorada con cabezón de bordados, que aparecía por debajo de un rico vestido con mangas acuchilladas de terciopelo negro. Es cierto que ya no había festejos ni grandes recibimientos. Que tampoco había juegos ni celebraciones y, sin embargo, no lo es menos que ella jamás perdió su grandeza. No en vano, era una Mendoza, viuda de Ruy Gómez de Silva, llamado el Portugués por unos y Rey Gómez por otros, tal era su privanza para con el monarca español. A fin de cuentas, Ruy fue el secretario más importante que pudo haber tenido don Felipe. Pero ahora nada quedaba ya de la preferida y compañera de juegos en la Corte de la tercera esposa del soberano, la ya desaparecida Isabel de Valois, además de los numerosos títulos y mercedes que, a pesar de la prisión, seguía ostentando.
La cárcel sin cuartel de la princesa era misteriosa en lo que respecta a la razón de su proceder. Todo el mundo de doña Ana se convirtió en una turbia vidriera a través de la cual el antiguo boato, aunque todavía refulgente, no era más que un sueño consumido en el pasado. Normal que se dijera de ella que «el tratamiento de su persona y casa era con muchas músicas diferentes y regocijos a los que había de ordinario, y que era como lo que se escribía en libros de caballería».
Aprovechando los últimos rayos de sol que aún resbalaban por las frías paredes de su celda palacial, quiso la princesa aquella fresca tarde de primavera tomar papel y pluma y escribir, una vez más, una carta. No era la primera vez que se dirigía personalmente al rey, antaño amigo personal y protector. Se habían rumoreado incluso sus amoríos. Pero el tiempo y diferentes circunstancias que ella no llegaba a comprender, o bien se negaba a hacerlo, los habían distanciado, de tal suerte que ahora sólo eran cancerbero y rehén.
La reclusión la había consumido de tal manera que poco esperaba para ella misma. Llevaba tantos años en aquella situación, habiendo sufrido peores presidios, que las esperanzas de que algo cambiara eran inexistentes. En aquel entonces su mayor preocupación era su familia y la administración de la enorme hacienda heredada por esta Mendoza venida a menos.
Se sentó frente al escritorio con la solemnidad que acostumbraba y no pudo evitar mirarse durante un instante en el espejo. En su rostro descubrió las fatales señales del paso del tiempo. Una anciana de cuarenta y cinco años, de avejentado semblante aunque, no debía negarse, caracterizado por un singular parche de terciopelo negro que cubría su ojo derecho como el que cubre un oscuro pasado al que ella misma pretendía mantener alejado de la gente.
La princesa volvió en sí y recogiéndose las lechuguillas de las mangas para no mancharlas de tinta, comenzó a escribir.
Señor:
Como veo pasar tanto tiempo sin tomar Vuestra Majestad resolución en lo que toca a mis hijos y a la casa de su padre, y crecer cada día en ella más la necesidad de la merced y favor de Vuestra Majestad, no puedo dejar de recordaros lo que le toca, y decirle que a la dilación le sigue a ella y a ellos y todas sus cosas y negocios mucho daño, por la opinión que de ello se puede concebir de disfavor, cosa que yo siento y me lastima sobre todo. Y aunque estoy bien segura, por quien Vuestra Majestad es, de que esto no puede ser sino por las muchas y grandes ocupaciones de Vuestra Majestad, y que todo lo que se ha tardado y tarda lo ha de recompensar Vuestra Majestad con mayor merced y demostración, como se ve en la que Vuestra Majestad hace en otras cosas y no de esta calidad y servicios, puede cada uno pensar libremente lo que quisiere, el tiempo que se dilata lo que toca a sus hijos…
Durante un momento detuvo la escritura. Su letra era firme y rígida. Muy distanciada entre línea y línea, tal y como habían enseñado siendo pequeña a esta hija única y mimada de los Mendoza.
En el gran salón todos la miraban rodeados de un profundo silencio que transformaba, si cabe, aquel momento en algo más solemne. Hacía tiempo que doña Ana había perdido toda privanza y eso era algo que ya no le preocupaba.
Sobre una silla ricamente acolchada descansaba Felipe. El perro de la princesa de Éboli se había convertido en los últimos tiempos, junto a su hija Ana, en su acompañante más fiel. Los enormes ojos saltones del animal no perdían de vista ni uno de los movimientos de su señora. Aquel compañero exótico había sido traído desde Inglaterra por amigos de su esposo.
La princesa lo miró con afecto. Tomó un nuevo papel, mojó la punta de la pluma en el tintero que había sobre la puerta del contador que ahora hacía las funciones de escritorio, y continuó escribiendo. Rogaba a Su Majestad que la suerte de sus hijos no fuera la misma que ella había sufrido en sus propias carnes.
Llegada al final de la epístola, doña Ana redactó la despedida con la que siempre se dirigía al monarca español: «Humilde criada y hechura de Vuestra Majestad. La princesa de Éboli».
Repitió para sí en varias ocasiones aquella frase tan aparentemente enfática.
Pero nunca nadie contestaba sus cartas. No sabía si por expreso deseo del monarca o bien porque el escribano que estaba a cargo de sus cosas en prisión evitaba cualquier tipo de contacto con palacio.
Coincidiendo con la rúbrica de la carta, la luz de la habitación se fue apagando. El mundo de doña Ana, un día más, se sumía en una realidad de sombras.
Junto al contador, la princesa conservaba algunas cartas de Madrid en las que se le comunicaban las condiciones de su cautiverio, evitando siempre explicar las razones. Sin embargo, los mentideros de la capital estaban repletos de noticias y soluciones al agravio de la princesa.
Fuera lo que fuese, doña Ana no comprendía, y si lo hacía lo disimulaba muy bien, la razón de aquella separación entre su persona y la del rey, después de lo sucedido tras el asesinato de Juan de Escobedo. En cualquier caso, una cosa no lleva a la otra. Tal comportamiento en un monarca para con su súbdita no auspiciaba su cualidad de católico y mucho menos de sacro y santo. Esto, sumado a otros trabajos y cargos, hicieron que naciera en muchos el desprecio hacia el ambiguo y contradictorio monarca español, don Felipe II.
Vuelta a la realidad, la princesa, cabizbaja, hizo un movimiento con la mano para que se acercara uno de sus sirvientes. Sin mediar palabra entregó al hombre el pliego de papel sin sellar. De nada servía lacrar el billete si en breve sería inspeccionado por la autoridad que desde Valladolid había llegado recientemente para supervisar todos los pasos y negocios de la princesa.
—Por favor, entregad esta carta a don Pedro Palomino. Que la hagan llegar lo antes posible al palacio de Madrid para que la pueda leer el rey.
—Sí, Alteza. Se hará como deseáis.
El camarero hizo una sobria reverencia a la prisionera y se dirigió hacia la puerta de la cámara, abierta por un segundo sirviente. El hombre se perdió en el ala meridional, hacia el gran salón rectangular que había junto a la capilla, lugar en donde solía trabajar don Pedro.
El segundo mayordomo no pudo volver a cerrar la puerta. La recia mano de un compañero se lo impidió. Tras él se elevaba la enorme figura del cardenal seguida de la de Marlowe. La mirada del religioso escrutó el interior del aposento de doña Ana descubriendo, como de costumbre, la presencia de más sirvientes y de dos de las criadas que atendían a la señora. Volviendo la mirada al muchacho de la puerta, no hubo necesidad de más señas para indicar cuáles eran las órdenes de Su Ilustrísima.
La princesa no se había percatado de la presencia de los invitados tras la puerta del aposento. Extrañada, vio salir a la comitiva de sirvientes mientras, sentada aún ante su escritorio, esperaba la entrada de lo que parecía ser una visita de calidad. Y, efectivamente, así lo era.
Doña Ana se puso en pie para recibir al cardenal y a su desconocido acompañante. El joven agente permaneció en un segundo plano sosteniendo entre sus manos el lienzo de Lorena.
—¡¡¡Señoría Ilustrísima…!!! —Doña Ana se abalanzó para recibir a su amigo y protector, besando la mano anillada que le tendía el cardenal.
Felipe se levantó de su asiento para saludar a los recién llegados por medio de agudos ladridos. Se acercó hasta donde se encontraba Kit bailoteando su rollizo cuerpo sobre cuatro patas diminutas. El animal acarició al agente con su cabeza negra y redonda al tiempo que, confiado, movía una cola enroscada.
Tras los invitados entraron en la estancia dos servidores que portaban sendas bandejas con bebidas y un aperitivo frugal. Después de depositarlo sobre la mesa central de la habitación, y de saludar a la señora, abandonaron los aposentos por donde habían venido. Hasta que no se oyó el sonido del cierre de la puerta nadie comenzó a hablar.
—Mi querida Ana. ¿Cómo estáis? Espero que a pesar de todos los contratiempos que implica vuestra situación os encontréis bien y con buena salud. Me habían comunicado que en las últimas semanas sufristeis algunas fiebres, imagino que producto del terrible frío que asola estas tierras. ¿Me equivoco?
La voz amiga del religioso sonaba condescendiente, intentando dulcificar lo que a todas luces resultaba ser un escenario inhumano.
—El frío, la desazón y la inquietud acaban por postrarme en el lecho, Ilustrísima. Nada nuevo que no sepáis ya. Imagino que no tendréis ninguna nueva de Su Majestad, ¿verdad?
—No, Ana. En esta ocasión el motivo de mi visita es meramente personal. Hasta Madrid llegaron las noticias de vuestra enfermedad. Estaba preocupado por vuestra salud y he decidido venir a Pastrana antes de ir a Alcalá, en donde me esperan algunos asuntos pendientes. Me alegro de que al fin os encontréis bien y con tan buenos ánimos.
La princesa de Éboli dirigió la mirada hacia Felipe, que seguía saludando efusivamente al joven desconocido.
—Veo que no venís solo, Ilustrísima.
—En efecto. Os presento a Thomas Shelton. Es estudiante en Alcalá, comerciante de telas y no me cabe la menor duda de que tiene un gran interés en conoceros.
Kit abandonó el segundo plano y se acercó a la princesa, a quien saludó con una reverencia.
—Alteza. Es un placer conocer en persona a la afamada princesa de Éboli.
—¿Afamada, señor Shelton? ¿Por qué una vieja como yo a la que nadie quiere escuchar, ni creer, olvidada por el rey, al que ha servido ciegamente durante toda su vida, puede parecer afamada a los ojos de un extranjero?
La princesa empleó un tono cínico que fue calentándose a medida que crecía su indignación.
El joven permaneció helado ante la inesperada reacción de aquella mujer. Su único ojo se encendió proyectando una extraña luz en el espacioso aposento oscurecido por la hora que ya caía sobre la villa ducal. Efectivamente, tal y como le habían dicho, doña Ana de Mendoza, la princesa de Éboli, era una mujer de fuerte carácter. Ambiciosa, luchadora y exigente.
Doña Ana cerró los puños con fuerza y se dio la vuelta caminando tensa hasta la pared trasera del salón, lugar en el que permaneció durante unos segundos enfrentada a la piedra del muro.
Conocedor de los repentinos ataques de ira de aquella mujer, el cardenal quiso interceder.
—No os apuréis, señor Shelton —le comentó al oído en un volumen que no fuera percibido por la anfitriona—. Observo que doña Ana ha recuperado totalmente la salud y vuelve a ser la que era —añadió el religioso con una sonrisa.
Consciente de la escena poco decorosa que acababa de protagonizar, la dama se giró y apoyándose en el respaldo de una silla, intentando guardar una calma que a veces le costaba dominar más que una escuadra de galeones en un mar embravecido, se dirigió a su joven invitado.
—Espero que sepa disculparme, señor Shelton. No ha sido mi intención molestarle ni hacerle sentirse incómodo. Considérese en su casa y no dude en pedir a mi servicio cualquier cosa que le sea menester para sentirse cómodo durante el tiempo que dure su visita a Pastrana.
La princesa se sentó en la silla en la que acostumbraba descansar, e invitó a sus contertulios a que hicieran lo mismo junto a ella.
—Querida Ana, hemos traído un pequeño obsequio que espero sea de vuestro agrado.
Kit se sintió halagado con el hecho de que él también participara en la idea de regalar el retrato. Le pareció un gesto muy generoso por parte del cardenal cuando realmente no había tenido relación alguna con el trabajo ni el encargo efectuado por Lorena.
—Señor Shelton, hacedme el favor de entregar a la princesa el regalo que le traemos de Madrid. Espero que sea del gusto de Su Alteza.
El joven se levantó y tomó el cuadro que unos servidores habían colocado junto a ellos, cubierto con un paño sobre un caballete móvil. Lo asió con fuerza con sus dos manos y se lo acercó a doña Ana. La ayudó a retirar el paño de terciopelo y, cuando el retrato quedó al descubierto, regresó a su asiento observando con detenimiento la reacción de la princesa.
La mujer lo colocó sobre el regazo de su vestido como quien sustenta un enorme espejo en el que ve reflejado su rostro. En un primer momento, la respuesta de la princesa fue acorde a su carácter. Un silencio frío embargó la habitación en la que se encontraban los tres amigos.
Recorría su único ojo por todos y cada uno de los detalles de la pintura. Su oscuro cabello recogido en un moño, aderezado con una redecilla perlada, las gotas de cristal que pendían de sus orejas, el parche que ocultaba el misterio de su ojo derecho, las dos filas de perlas que colgaban de su cuello, el vestido negro de terciopelo… en definitiva, el vano recuerdo de momentos pasados, olvidados, postergados y tan lejanos ahora en el tiempo que apenas su memoria podía alcanzar; momentos de Ruy en Pastrana, de Antonio en Madrid, de Felipe e Isabel paseando por los jardines reales, su inseparable Bernardina en sus casas junto al palacio y tantas otras evocaciones, muchas de las cuales con el paso de los años acabaron por darle la espalda.
En el lienzo había una cara aniñada que nada tenía que ver con ese semblante avejentado que ahora lucía, si bien lo hacía con la misma dignidad y solemnidad que antaño.
—Y bien, Ana, ¿os gusta?
—No sé qué decir, Su Ilustrísima. Es hermoso. Sólo puedo decir eso. Muy hermoso.
Como un cuerpo celeste descendiendo sobre una estela de fuego contra la Tierra, la princesa bajó de forma repentina a la realidad terrenal de su cautiverio en el palacio. Sin poder evitarlo, cerró su ojo y ocultando el rostro con el retrato, su pequeño cuerpo empezó a estremecerse.
La princesa estaba llorando.
Los dos invitados se miraron, unidos por una improvisada complicidad en aquella amarga situación. El prelado se incorporó para tocar con su mano una de las lechuguillas del vestido de su amiga.
—Ana, es un presente como anticipo por vuestro próximo aniversario. Espero que os guste. Creemos que es un trabajo magnífico, ¿no es así, señor Shelton?
—Sí, así es, Ilustrísima —dijo el joven intentando salir del paso, llenando el silencio de la estancia con palabras ambiguas—. Una obra sublime, digna de uno de los mejores talleres de la Corte y que, además, es fiel reflejo de la belleza que hace gala en la princesa…
Doña Ana asomó su rostro por primera vez por detrás del cuadro, luciendo una sonrisa agradecida por el cumplido.
—Sois muy amable, señor Shelton.
En esta ocasión no hubo una respuesta encolerizada. Kit, calmado, se animó a proseguir en su papel.
—Alteza, si me lo permitís —farfulló por un instante—, yo también quisiera haceros entrega de un modesto presente que espero sea de vuestro agrado.
Ante la sorpresa del cardenal y de la propia princesa, Kit se levantó. Extrajo de su camisa las cartas de Antonio Pérez que le había hecho entrega Diego Martínez. Se las extendió con una leve reverencia. Ella las cogió intrigada después de devolver a su invitado el retrato para que lo depositara sobre el caballete.
No hubo que esperar mucho tiempo. Doña Ana conocía perfectamente aquella divisa, aunque estaba transformada desde la última vez que la vio. Ya no era un laberinto con un centauro en el centro llevándose el dedo a la boca en señal de silencio y sobre el que podía leerse la divisa In Spe, «en espera». Los tiempos habían cambiado. El laberinto ahora estaba roto.
El sello la emocionó y apretando fuertemente el legajo contra su pecho, cerró la vista dejando resbalar lágrimas por sus dos ojos.
—Antonio…
Al escuchar aquel nombre, sorprendido, el cardenal dirigió su mirada hacia Kit, el extraño estudiante de Alcalá del que nada había sospechado.
Doña Ana abrió el pequeño pliego. Al instante reconoció la letra del antiguo secretario. Apenas había siete billetes, fechados en los últimos diez meses. Misivas que habían esperado el momento oportuno para poder llegar hasta su destinataria, esquivando todos los obstáculos colocados por Su Sagrada Católica y Real Majestad.
Recuperando las fuerzas, la princesa comenzó a leer. El cardenal y el joven agente respetaron el deseo de la mujer y guardaron silencio durante el tiempo que ella estimó oportuno.
Una vez que abandonaran los aposentos, la prisión volvería a llenarse de merodeadores haciendo difícil el hallazgo del momento idóneo para su lectura.
Uno tras otro, los siete documentos fueron desfilando ante la cansada vista de la princesa.
Acabada su lectura, se levantó y extrayendo de su manga una pequeña llave abrió un cajón disimulado en el fondo de su escritorio. Se trataba del último resquicio de privanza que conservaba Su Alteza. De su interior, estrecho y oscuro, sacó un nuevo legajo y lo sustituyó por el que acababa de recibir.
Miró a la puerta y cerciorándose de que nadie entraba en la habitación, doña Ana acercó a Kit las cartas.
—Las he escrito en los últimos meses. No sabía cómo hacérselas llegar. Confío en que vos podáis hacerlo, señor Shelton.
—Será un honor, Alteza. Confiad en que así se hará.
El agente guardó las nuevas misivas en el mismo lugar de su camisa en el que había portado las de don Antonio.
—Os lo agradezco enormemente, señor Shelton. Estoy en deuda con vos. Si puedo ayudaros en algo, estoy a vuestra disposición.
Los dos miraron a Kit esperando que dijera algo.
—Se dice que ayudasteis a acabar con la vida de Juan de Escobedo y que por eso pagáis vuestra culpa con tan cruel pena.
—Ah, ¿sí? ¿Se dice eso? ¿Quién lo dice? ¿Quién, acaso, tiene una sola prueba de condena contra mí?
La princesa se detuvo antes de que su temperamento le volviera a jugar una mala pasada ante su huésped.
—Señor Shelton, no haga caso de las habladurías del pueblo. Son simplemente eso, habladurías. Sólo Su Majestad sabe por qué me tiene aquí encerrada sin poder salir. Desconozco por qué se niega a hacer públicas esas causas. Imagino que las razones del rey son de tal peso que podrían hundir su quebradiza corona.
—¿Por qué decís que es quebradiza?
—No me puedo creer que no lo sepáis, señor Shelton. Nuestro Felipe lleva años intentando hacerse con el poder de vuestro país. Las conquistas no solamente se hacen con ejércitos y estrategias. Lo ha intentado con matrimonios; acordaos del carcamal de María Tudor. También probó por medio de acuerdos diplomáticos, juegos infantiles de informadores, y ahora lleva años construyendo lo que él pretende que se convierta en una Armada que ojalá se le hunda en el puerto antes de botar las naves.
—Ya sabréis —intervino el cardenal dirigiéndose a Kit— que en los últimos años la política exterior de nuestro país se ha visto mermada en cierta forma por la intromisión de piratas ingleses, en gran parte apoyados y envalentonados por el aliento recibido de Isabel. Hay voces autorizadas que afirman que la reina cuenta con un retrato del rey Felipe en su dormitorio. No sé si será verdad. Es posible que hace años existiera el amor entre ellos, o al menos un afecto más político que otra cosa. Pero la relación se ha deteriorado en los últimos tiempos, más desde las razias y asaltos del pirata Francis Drake contra los navíos españoles procedentes de América.
Con la mirada distraída, doña Ana manoseaba el brazo derecho de su silla, desgastado ya de tantas esperas en vano. Felipe sintió que su señora le necesitaba y de un salto bajó del cojín para subir a su regazo.
—Sin embargo —retomó la conversación acariciando el pelo albaricoque de su perro—, los ingleses no nos temen como potencia militar directa. Temen la aparición de una liga católica en Europa que unida para destruir la herejía protestante acabe mellando la Corona de Inglaterra. Temen más la ayuda que podamos otorgar a los franceses para destronar a Isabel y colocar al frente a su prima, María Estuardo, reina de Escocia.
—Pero, Alteza, María se encuentra ahora en la cárcel —apostilló el agente.
La princesa no dejaba de mirar los cuadros que pendían de las paredes de la estancia en los que se representaban lo que Kit presuponía que eran personajes ilustres, para él desconocidos.
—Es cierto, pero no lo es menos que son muchos los negocios que se pueden gestionar desde cuatro paredes. Vos mismo, señor Shelton, lo habéis comprobado. —La mujer señaló el mueble en donde había guardado las cartas—. Lo mismo puede hacer María Estuardo, y no me cabe la menor duda de que lo está haciendo en estos momentos allá donde esté.
El cardenal tomó una de las copas de vino y bebió un sorbo, manteniéndose siempre al margen de la conversación.
—No busque en Madrid, señor Shelton —añadió doña Ana—. Dirija sus pasos a Francia. Allí es donde va a encontrar las claves de todo el problema que tanto atormenta a los suyos. Bernardino de Mendoza. Él podrá ayudaros. Es el embajador español en tierras francesas. Antes lo fue ante los ingleses en Londres pero, como sucedió con nuestro rey, no acabó comulgando con las ideas de Isabel y sus partidarios. Por ello fue invitado a abandonar el país y en la actualidad desarrolla su trabajo diplomático en París. Él tiene toda la información de lo que seguro vos buscáis.
Kit recordó las palabras de don Alonso de Coloma: «Creemos que hay un tercer hombre en toda esta trama. Alguien que trabaja desde Francia…» ¿Sería ese Bernardino de Mendoza el misterioso tercer hombre que hacía encajar las piezas del rompecabezas? El agente sospechó que sí. En cualquier caso, no estaba en disposición de negarse a recibir información y, ni mucho menos, a ir eligiendo cuál sí o cuál no podía ser la información sensible. Ése no era su trabajo. Los hombres de Walsingham ya se encargarían de ello a la vuelta.
—¿Cómo puedo llegar hasta él?
—Bernardino es un pariente lejano mío. Como comprenderá, señor Shelton, hace años que no nos vemos. Está enfermo de la vista, pero sigue trabajando con tesón. Me consta que desde que abandonó Inglaterra en enero del pasado año solamente cuenta con un objetivo: colocar en el trono de Inglaterra a María Estuardo. Seguro que se alegra de tener noticias mías.
La princesa cogió de su regazo el regordete cuerpo del can y lo dejó con delicadeza en el suelo. Se levantó y caminó de nuevo hacia el modesto escritorio que había en un extremo de la cámara. Tomó una hoja de papel y escribió unas líneas doblando y sellando el pliego después de rubricar la carta. Luego, de uno de sus cajones extrajo una bolsa de terciopelo. Desanudó el fuerte lazo que la cerraba y sacó un anillo de plata. Lo observó con detenimiento y se lo acercó a Kit, quien de forma cortés se había levantado para recibir el requerimiento de doña Ana.
—Vaya a ver a Bernardino de Mendoza y entréguele esto de mi parte. Él, a cambio, le podrá dar muchos de los nombres que necesita. Junto al anillo lleva una carta de presentación para que no haya ningún malentendido.
Al entregarle el anillo, Kit sintió los dedos fríos de la princesa.
Observó con detenimiento el anillo de plata. Se trataba de una joya sencilla. No portaba piedra alguna engarzada. Sólo lucía un escudo cuartelado, en dos de cuyos cuadrantes había una leyenda en la que se leía AVE MARIA GRATIA PLENA y que Kit no supo identificar. Ante la extrañeza de su invitado, la princesa hizo un alto en la conversación para explicar el contenido del grabado.
—Señor Shelton, es sólo el emblema de mi familia. Bernardino lo identificará rápidamente. Hágale saber que lo recordamos y que le tenemos muy presente en nuestras oraciones, deseándole los mejores éxitos para su trabajo. Seguro que lo necesita.
—Así lo haré, Alteza. Sabed que me habéis sido de gran ayuda.
El agente puso a buen recaudo los tesoros que le acababan de entregar.
—Usted también me ha ayudado, señor Shelton. Estaré al tanto de la situación para seguir ayudándolo.
En aquel mismo instante, como si todo estuviera entretejido a partir de un complicado programa, se abrió la puerta de los aposentos de doña Ana dejando pasar a un pequeño grupo de mayordomos que reclamaron la atención de los presentes.
—Alteza, es la hora de finalizar la visita. Seguramente os encontráis cansada y es vuestro deseo reposar.
—Señores —añadió la princesa esbozando una sonrisa a sus invitados—, mis obligaciones me requieren en otros menesteres no tan agradables como su presencia. Os agradezco enormemente la visita y el obsequio del que me habéis hecho gala esta tarde.
El retrato que Lorena había hecho era testigo de la escena desde el caballete portátil sobre el que descansaba.
Doña Ana dirigió la mirada a Kit mientras le tendía la mano derecha para que él se la besara.
—Espero verles muy pronto con nuevas y satisfactorias noticias para todos. Estoy en deuda con usted, señor Shelton.
Kit abandonó los aposentos siguiendo los pasos de don Gaspar de Quiroga.
Fuera les esperaban pacientemente algunos de los servidores del cardenal quienes, una vez que le vieron, se acercaron a él a la espera de alguna orden. Un tenue gesto del prelado los mantuvo a cierta distancia.
El cardenal se acercó hasta una de las ventanas del primer piso que daban al exterior. Tenía la mirada perdida en el patio inferior alrededor del cual giraban todas las estancias del palacio.
El joven se colocó junto al cardenal. Sin levantar la mirada del suelo del patio, el prelado comenzó a hablar:
—Hijo, no sé realmente quién es usted ni estoy seguro de para quién trabaja. Sólo sé que está en el bando que más nos interesa. En cualquier caso, le puedo asegurar que hoy, con su gesto, seguramente interesado, qué más da, ha hecho especialmente feliz a la princesa. Tanto ella como yo le estaremos eternamente agradecidos.
Kit besó su mano y marchó hacia las escaleras que descendían hasta el patio. Cuando no había bajado más que los primeros peldaños, el religioso se dirigió de nuevo a él.
—Señor Shelton. Tenga mucho cuidado. El trayecto no es fácil. Yo permaneceré unos días más en Pastrana. He dado orden de que mi coche esté a su servicio para su viaje. Parta mañana pronto, con el alba. Que Dios le acompañe y le dé suerte.
El agente saludó con la mano y sin más dilación continuó bajando hasta el patio, perdiéndose tras una de las puertas que se abría en el claustro.