Capítulo 29

Palacio ducal de Pastrana (España)

Martes, 22 de julio de 1586

La entrada en la villa ducal no fue tan tranquila como la última vez. Hacía un par de horas que el sol había llegado al punto más alto del firmamento. No tenía tiempo que perder. Antes de regresar definitivamente a Inglaterra debía cumplir con su última misión: entregar las cartas de Antonio Pérez.

Evitó ir directo al palacio. Tomando la calle Mayor, descendió hasta el monasterio de San José en donde se encontraba la princesa de Éboli.

Bajó de la cabalgadura y entró en el portón del monasterio. Desde el otro lado del torno una voz le dio la bienvenida.

—Ave María Purísima…

—Sin pecado concebida, hermana.

—¿Qué es lo que desea vuestra merced?

—Vengo a ver a la princesa…, a sor Ana de la Madre de Dios.

La religiosa no contestó. El joven pudo oír sus pasos alejándose hacia un punto desconocido del interior del cenobio.

No tuvo que esperar mucho. Al poco tiempo se abrió una puerta lateral. Tras ella reconoció a la misma aya que la última vez acompañaba a doña Ana. Le hizo una seña y la siguió por el soportal que bordeaba el pequeño claustro del edificio, fuera de las zonas más recogidas de las religiosas.

Reconoció el pasillo de las celdas externas en una de las cuales residía la princesa de Éboli. La joven se detuvo ante una de las puertas. La golpeó con suavidad y tras escuchar una orden de paso la abrió, indicando al agente que entrara en la celda.

—Buenas tardes, Alteza.

La princesa se encontraba ante el espejo que había frente a su escritorio. A través de él observaba la figura del recién llegado, a su espalda, junto a la puerta de la celda. Al lado estaba Felipe, su perro. Como de costumbre, permanecía expectante sobre un rico asiento, atento a su dueña.

—Buenas tardes, señor Shelton. No le esperaba tan pronto, sinceramente. Apenas han pasado unas semanas desde la última vez que lo vi por aquí. Eso no parece ser buen síntoma. O tiene mucha prisa por regresar a su país o alguien ha dado con usted en la capital y se ha visto obligado a salir huyendo como un ratón asustado. Sorpréndame.

—La segunda respuesta es la correcta. He decidido abandonar Madrid antes de que mi vida y la de mis amigos corriera más peligro del que ya había.

La princesa de Éboli se giró para mirar de frente al invitado. Le señaló la única silla que quedaba libre en la habitación.

—Tome asiento, pues. No se va a quedar ahí como un pasmarote el resto de la tarde, ¿no?

Kit hizo lo que le indicó la princesa. Al tiempo que se sentaba se sacó de la ropilla el fajo de documentos envueltos en color púrpura que le habían servido de parte del antiguo secretario. Extendió la mano y se lo entregó.

—Muchas gracias, señor Shelton.

Con gesto delicado, la princesa descubrió la tela que envolvía las cartas. No tardó en percatarse del enorme tajo que algunas de ellas presentaban en una de sus caras. Miró al agente con perplejidad, quien se adelantó en dar explicaciones.

—No es más que el producto de un pequeño percance con los hombres de palacio. Confío en que los documentos no se hayan deteriorado.

—No lo parecen, pero el tajo pudo haber sido profundo.

—Desde luego, Alteza. Si no fuera por las cartas quizás ahora no estaría aquí hablando con vos. Tomad este papel, os ayudará a comprender el contenido.

La princesa acabó de abrir las cartas y leyó con atención algunas de ellas. Otras, en cambio, las retiraba directamente, depositándolas sobre el escritorio. Estaban cifradas.

Sobre la mesa, la princesa de Éboli dejó apartada la hoja en la que estaba la clave. La lectura fue lenta. A medida que su mirada avanzaba, su único ojo iba transformándose y mostrando expresiones de todo tipo que el joven agente no sabía cómo interpretar. ¿Eran papeles importantes tal y como había comentado Antonio Pérez? ¿Eran acaso simples chismes de acontecimientos de palacio? ¿Documentos comprometedores sobre la muerte de Juan de Escobedo hacía casi diez años que relacionaban su asesinato con personajes importantes de la Corte?

Doña Ana se detuvo en una de las cartas. No hacía más que cotejar la cifra para confirmar que la lectura era correcta. Dejó el resto sobre el mueble como si ya no hubiera nada más importante que lo que tenía en sus manos.

Kit observó cómo devoraba con avidez hasta tres veces la misma carta. Cuando terminó de leerla, la depositó en el regazo. Miraba fijamente al inglés. La situación parecía tensa.

—Don Antonio me insistió en que esas cartas eran muy importantes. Que las estarían buscando en sus posesiones en Madrid y que, por ello, prefería que estuvieran con Vuestra Alteza, pensando que quizás así sería todo más seguro.

—¿Y no le comentó nada más de su contenido?

—No, Alteza. Insistió en que fuerais vos quien lo hiciera, si así lo deseabais. Desconozco su contenido.

—El problema va más allá del simple polvorín que usted describía la última vez que me visitó —señaló doña Ana sin hacer caso a los argumentos de su interlocutor—. El asunto de los Guisa, Bernardino de Mendoza y el complot que con tanto éxito destapó en Reims…, no es nada si lo comparamos con esto. La mecha que ha descubierto y que quiere apagar en relación con la reina escocesa y sus compinches es solamente una más de las muchas que se quieren encender desde Madrid para quitar del trono de Inglaterra a Isabel.

Kit se removió en su asiento. Puso más atención y dejó que la princesa continuara con su discurso.

—No os entiendo, Alteza.

—No soy yo quien lo puede ayudar en ese sentido. —La mujer parecía resistirse a hablar pero al final cedió—. Existe un proyecto, un ambicioso proyecto guardado en secreto. La Corona española lleva trabajando en él años. Me consta que están a punto de culminarlo. A él dedican cantidades ingentes de dinero. Casi la totalidad del oro que viene de Indias va a parar a esa locura. El último delirio de nuestro rey Felipe. —Hizo una pausa y prosiguió—: Le mentiría si le dijera que sé a la perfección en qué consiste ese alocado proyecto. Me consta que existe porque ya en su momento mi marido, que en paz descanse, me comentó algunos detalles superficiales. Eso fue hace muchos años, cuando todo no era más que una semilla de lo que se entendía como una locura pasajera del monarca. Pero las circunstancias han cambiado y, lo más peligroso, los consejeros del rey también. Las maneras diplomáticas que preferían mi esposo y sus secretarios han desaparecido, y las formas de actuar en nuestra Corte son ahora mucho más ágiles. Tanto que pueden llevar a la absoluta destrucción del reino.

—Entiendo, Alteza. Algo sabíamos de esa idea. En verdad que llevan dando vueltas con ella varios años.

—No creo que lo entienda. Esta carta es la prueba clara de que Felipe ha alcanzado el mayor grado de locura que jamás un monarca haya conocido. No se trata de querer traicionar a mi Corona. Vos bien lo sabéis. —Kit asintió a las palabras de la princesa—. Sólo es mi deseo, y me consta que el de muchos políticos de la Corte, que alguien ponga freno a su locura. No parece hacer caso de algunos de sus ayudantes, por lo que me veo obligada a actuar en este sentido.

—Reconoceréis, Alteza, que no son muchos los datos que me dais. Apenas una vaga idea de algo que intuís y que no sabéis si realmente se está llevando a cabo.

—En efecto. Pero convendrá usted conmigo que es mucho más que lo que conocía antes de venir a verme —lanzó con altanería—. Seguramente este hecho le abra puertas que ni siquiera puede imaginar. En la demencia de nuestro rey ha hecho mella la desconfianza. No se fía de nadie y sigue el consejo de verdaderos petimetres que nada saben de política ni de asuntos con países extranjeros. Me consta que la idea de este proyecto alocado nació en la enfermiza cabeza de don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Otros, como Alejandro Farnesio, aunque no conformes en su totalidad, tienen miedo y han sido incapaces de poner trabas al plan, temiendo por sus posesiones y poder. A mí me da igual, señor Shelton, que vuestra reina Isabel sea destronada por unos o por otros, que pierda la cabeza o que se la corten. A lo que tengo miedo es al fracaso de nuestra política, nuestra presencia en Europa, las evidentes carestías que pueda dejar en el pueblo y los peligros subsiguientes que se generarían.

—¿Conocéis la fecha de ejecución de ese plan, Alteza?

—Dicen que el mes de octubre de este mismo año. Sin embargo, quizá sea muy precipitado. Aunque han pasado varios años desde que el marqués de Santa Cruz habló por primera vez de este plan, no creo que sea así. Es pronto. No obstante, es la fecha fijada para, en definitiva…, la destrucción de la Corona española… Aquí está la prueba. —La princesa sostuvo en el aire la carta que había leído hasta tres veces—. En abril de este año, Santa Cruz, el secretario Granvela y el propio monarca han firmado el original de este documento, dando salida al mayor de los disparates.

Su voz mostraba un oscuro pesimismo mientras su invitado reflexionaba con los puños cerrados. Nervioso, se mordía los dedos de la mano derecha.

—Seguramente sus contactos le podrán concretar aún más —añadió la princesa—. Yo sólo le puedo llamar la atención para que sienta usted interés por este nuevo asunto.

La princesa se acercó hasta su asiento y le tomó del brazo.

—No corren buenos tiempos, señor Shelton. ¿No se ha preguntado qué es lo que hago yo encerrada en este monasterio privada de todas mis comodidades?

El agente la miró con extrañeza.

—No a mucho tardar —prosiguió la mujer—, Antonio Pérez se ablandará y acabará declarando todo aquello a lo que le obliguen. Sigo sin saber de qué se me acusa como para privarme de libertad. Pero sé que nuestro rey loco es capaz de cualquier cosa para salvar su insaciable espíritu de ese fuego infernal que parece le está carcomiendo el alma y que nos está llevando a una sangría feroz. Cualquier cosa antes de reconocer su propio error. Al menos aquí, acogida a sagrado, nada me podrán hacer. Es curioso, ¿no lo cree así, señor Shelton?

Pero entonces el joven ya tenía la cabeza en otra cosa.

—Si lo que decís y lo que explica esta carta es cierto, el complot urdido por Bernardino de Mendoza y sus hombres no es más que una simple cortina de humo para que Inglaterra no mire con detalle lo que realmente se le viene encima. Imagino, Alteza, que sospecharéis cuál es el alcance de la misión de la que me habláis.

—Lo creía más astuto, señor Shelton. Debe regresar pronto a Inglaterra.

Doña Ana volvió a acercarse a la ventana. Echó un vistazo al paisaje y cogiendo aire volvió la cabeza hacia donde estaba sentado el agente.

—Mi querido amigo, Felipe II está ultimando los detalles de la esperada flota que invada Inglaterra. Una enorme Armada que será ayudada por las facciones católicas que le son fieles en el interior de su país.

Incrédulo por lo que acababa de escuchar, Kit se aferró con fuerza a los brazos de su asiento. Sin esperar más se levantó y se despidió de la princesa de Éboli, abandonando raudo la habitación y el monasterio.

Nunca sospechó que su nueva visita a Pastrana llegaría a ser tan rápida. Sumado a lo que había descubierto del complot de Babington, su prestigio se vería muy reconocido en la casa Walsingham. Además, ése era precisamente el sentido de su misión. Y ahora que estaba tan cerca de la verdad, se alegró de haber desobedecido los consejos de su amigo Nicholas Faunt y de haber venido a España por unas semanas antes de regresar por fin a su país.

Montó su caballo y sin echar la vista atrás tomó el camino más cercano que le llevara al norte de la Península.