Capítulo 35

Pastrana (España)

Miércoles, 22 de junio de 1588

Las dos últimas semanas habían sido muy tensas y duras. Desde que partiera de Londres camino de Madrid, Marlowe no había apenas descansado, absorbido por la tensión del viaje y los continuos peligros que solamente él veía en cada esquina y en cada cruce de caminos.

Tras abandonar como de costumbre el puerto de Laredo, en el norte de la Península, no había cejado en su empeño en bajar hasta Pastrana lo más rápido posible. Su pertinaz obsesión por la seguridad lo hacía viajar de noche, más lento pero más protegido, fuera de las furtivas miradas de los aldeanos. Prefería que pensaran que se trataba de un ladrón cualquiera. Así al menos nadie se metería con él.

De esta forma llegó el miércoles a la villa ducal pocas horas antes del alba. Sabía que a esa hora nadie le recibiría, por lo que prefirió pasar el resto de la noche escondido junto a su caballo en algún paraje cercano a la ermita de San Pedro, antes de subir al pueblo y encontrarse con doña Ana.

El cansancio se hizo con él y no tardó en dormirse. La bondad de la noche en el valle del río Arlés lo ayudó a deshacerse por unas pocas horas de la tensión de los últimos días.

Cuando quiso darse cuenta, el sol ya estaba bien alto en el cielo.

Lanzando una maldición al descubrir que se había quedado dormido, recogió sus cosas y con toda la prisa que pudo se montó de nuevo en el caballo. La residencia de la princesa quedaba a poco más de media legua de donde estaba. No tardaría en llegar a la plaza del mercado.

Como si se tratara del indeleble fantasma del palacio, el joven se encontró con Diego de Horche, el camarero principal de doña Ana de Mendoza. Vestía de negro, como en las otras veces que le había visto. Su rostro no había cambiado un ápice. Hombre culto y servicial, don Diego era una de las personas más importantes, quizá la que más, al servicio de su señora.

—Buenos días, don Diego.

—Buenos días, señor Shelton.

—Siento llegar de esta manera tan precipitada, sin avisar. Espero que no resulte de ello ningún inconveniente para con doña Ana.

—No os preocupéis, estamos acostumbrados a vuestras visitas repentinas. —El tono del camarero sonaba a reproche—. Aunque lamentablemente, si lo que pretendéis es ver a la princesa… —Diego interrogó con la mirada al recién llegado y al recibir la respuesta afirmativa de éste prosiguió—, me temo que en esta ocasión no podréis verla todavía.

—¿Se encuentra en San José, como la última vez que la visité? Si es así, puedo ir hasta allí y hablar con doña Felipa de Acuña. Ella seguro que me deja entrar a hablar con la princesa.

—No, señor Shelton. Reside en estas fechas en la casa, pero no se encuentra aquí. Ha ido a misa a San Francisco.

Diego señaló con el dedo la enorme iglesia de ladrillo que se levantaba en una loma justo detrás del palacio.

—Quizá yo os pueda atender o ayudar en algo.

—No, gracias, don Diego. Sois muy amable, pero si no queda otro remedio prefiero ir a buscarla y esperarla allí mismo.

Ya había tomado la rienda de su caballo cuando el camarero le cortó el paso.

—Me temo que eso no va a ser posible. Doña Ana no va a la iglesia por el camino conocido, sino que utiliza un subterráneo que conecta directamente sus habitaciones con San Francisco. No sale a la calle y, por lo tanto, no la podréis ver. Cuando regrese de sus oficios y haya descansado le haré saber que estáis aquí. Entonces, si ella lo cree oportuno, os recibirá, pero hasta entonces me temo, insisto, que deberéis esperar.

El agente se lamentó entonces de haberse quedado dormido. Seguramente, si se hubiera levantado con los primeros rayos habría podido verla antes de ir a misa.

—¿Sabe si tardará mucho?

—Lo desconozco. Hoy se cumple el aniversario de la muerte de uno de sus hijos y, como de costumbre, ha mandado celebrar un funeral extraordinario en la iglesia.

Todo parecía complicarse. Conocía a la perfección el apego que doña Ana tenía a sus hijos. Siempre los había defendido por encima de todas las cosas. No sería extraño que su visita en aquella jornada se dilatara más de lo acostumbrado debido a las funestas celebraciones que se llevaban a cabo. Pero no le quedaba más opción.

—Está bien, don Diego. La esperaré. El asunto que he de tratar con ella es importante y personal.

—Como deseéis, señor Shelton. Si es de vuestro agrado, puedo mandar que acomoden vuestra cabalgadura en nuestras caballerizas y daros una habitación en la zona baja del palacio para que descanséis. Tenéis el aspecto de haber realizado un viaje largo en los últimos días.

El joven se miró de arriba abajo. En efecto, su aspecto quizá no era el más idóneo para ver a la señora. No sabía si el comentario de don Diego iba con segundas intenciones, pero en cualquier caso le pareció acertado.

—Muchas gracias. Será un verdadero placer.

—Os recomiendo descansar un poco y tomar un baño. Eso relajará la fatiga del viaje. Si sois tan amable de seguirme, os indicarán dónde aposentaros.

A un gesto de la mano del camarero, apareció un grupo de mozos en el patio. Uno de ellos se hizo cargo del caballo para llevarlo a las caballerizas del lado meridional del edificio. Otro llevaba en la mano ropa limpia para que Kit la pudiera usar mientras el servicio lavaba la suya. Sin perder un instante, don Diego emprendió el camino hasta el lugar en donde se encontraban las pocas habitaciones con que contaba aquel extraño palacio a medio acabar, destinadas a servir de posada de los escasos invitados que se acercaban a él.

—Espero que encontréis todas las comodidades que necesitéis. Si precisáis de alguna cosa, en la puerta siempre habrá un muchacho que os podrá ayudar. Cuando os hayáis quitado la ropa, dejadla, por favor, en este cestillo y tocad la campana. Alguien del servicio vendrá para llevársela y lavarla.

—Sois muy amable. Haré lo que me decís. Seguro que todo está bien. Ahora descansaré y esperaré vuestro aviso para ser recibido por la princesa.

En un extremo de la habitación, no muy amplia, pero bien surtida y acogedora, el inglés encontró tras un cortinaje una tina llena de agua caliente.

No lo pensó dos veces. Se quitó la ropa y siguió las instrucciones de don Diego. Depositó la sucia en el cestillo que había junto a la puerta. Completamente desnudo tocó la campanilla que había cerca y fue corriendo todo lo rápido que pudo a esconderse tras la cortina que envolvía la tina de baño. Se introdujo en el agua dejándose llevar por el placer de su tacto. La temperatura era perfecta. En una repisa encontró todo lo necesario para el baño: jabón, un cepillo, lienzos de lino…

No supo calcular el tiempo que pasó allí, pero el descanso era tan agradable que no oyó ni a la chica del servicio que entró en la habitación para llevarse la ropa sucia, ni tampoco el revuelo que se había generado en el patio cercano, anunciando la llegada de doña Ana por el conducto secreto subterráneo.

Cuando quiso percatarse de los pasos que sonaban desde el final del pasillo en dirección a su habitación, ya era demasiado tarde. La puerta del cuarto se abrió con fuerza.

Por el reflejo de uno de los vidrios que cubría la ventana de una alacena, pudo advertir el oscuro semblante de la princesa de Éboli. Su figura menuda y delgada no parecía haber cambiado en los dos años transcurridos desde la última vez que la vio.

Rápida como un rayo, la mujer no esperó a recibir el permiso para entrar. No parecía importarle que su invitado estuviera dándose un baño. Para espanto del joven, fue hasta el cortinaje y lo descorrió con fuerza.

El agente no sabía qué hacer. Si se movía del agua, ella lo vería tal y como había llegado al mundo. Pero si no lo hacía, podría tomarse como un signo de pésimo gusto seguir tomando un baño ante la presencia de una dama de tan noble cuna.

—Está aquí. No se preocupe, señor Shelton —dijo por fin doña Ana dirigiéndose a la ventana dando la espalda a su invitado—. A lo largo de mi vida me han llamado de todo. La gente rumorea que he visto más hombres desnudos que pelos tiene mi cabeza. Así que, de todos modos, qué más da. Uno más que uno menos en la interminable lista de bulos que corren sobre mí por las calles de todas las ciudades y pueblos de España.

Dos jóvenes que seguían a la princesa apartaron la mirada cuando sus ojos se cruzaron con los del agente. Sorprendido por lo absurdo de la situación, Marlowe permaneció inmóvil en el agua. Entonces la princesa volvió levemente la mirada hacia donde se encontraba el baño.

—Señor Shelton, no me digáis que voy a tener que ir a sacaros del agua. —Una de las dos chicas no pudo aguantar más y lanzó un carcajada, pero fue reprimida al instante por su compañera con un fuerte codazo—. No tengo todo el día, así que le agradecería que saliera de ahí y se vistiera lo antes posible. A no ser que prefiera que yo misma lo acompañe.

Doña Ana cerró de nuevo la cortina, devolviéndole así cierta privacidad. El solo pensamiento de la escena de un baño con ella horrorizó al joven de tal modo que no tardó en salir del agua, agarrar los lienzos que había junto a la repisa y apresurarse con la ropa limpia para vestirse.

—Siento haberlo hecho esperar, señor Shelton —señaló desde el otro lado de la cortina—. No he sabido de su presencia en palacio hasta que he llegado de San Francisco. Espero que la demora aquí haya resultado de su agrado.

—Así ha sido, Alteza —añadió al fin Kit con voz entrecortada por la rapidez de movimientos que desarrollaba para vestirse cuanto antes—. Don Diego de Horche se ha encargado de que no me faltara nada durante la espera que, por otro lado, no ha sido en absoluto larga. En absoluto, Alteza…

—Me alegro de que así fuera. Hoy es un día especial como creo que ya le han comentado.

—En efecto, Alteza —señaló el joven todavía desde el baño—. Siento que os veáis obligada a tan funestas conmemoraciones.

—Mucho es lo que he vivido ya. Hay cosas que, por más que se empeñen con mi injustificado encierro, nadie me podrá negar.

El invitado salió del vestidor improvisado. Llevaba puestas las ropas que le había entregado el mozo del servicio; ropas españolas que le sentaban mejor que las propias que había traído de Inglaterra.

—Alteza…

Marlowe besó la mano de su anfitriona, que recibió el saludo con una sonrisa en los labios. A simple vista, doña Ana presentaba el mismo aspecto de siempre. Como buena Mendoza, parecía negarse a cumplir años. Pero la vida a la que se veía obligada minaba su corazón poco a poco. Vestía un traje negro con bordados de oro y pedrería sobre el pecho. Al igual que en otras ocasiones, su cabello oscuro lo llevaba recogido sobre la cabeza, pendiendo de él un largo velo blanco. El dobladillo del vestido aún tenía restos de barro y tierra. En efecto, debía de haber estado caminando por el túnel subterráneo del que le habló don Diego, no habiendo tenido tiempo para cambiarse de ropas ante la sorpresiva visita del joven.

Doña Ana agradeció el saludo con la cabeza y contempló al joven de arriba abajo.

—Puede quedarse esas ropas. Veo que le sientan bien y anda cómodo con ellas. No sé dónde se ha metido con las suyas, pero don Diego me ha señalado que las han tenido que quemar. La mugre no es buena compañera del hombre. Han de marchar por caminos diferentes.

—Ha sido un viaje muy largo y duro, Alteza.

—Me lo he imaginado. No es necesario dar explicaciones de nada. No se justifique.

La mujer se levantó de la silla que ocupaba junto a una mesa de nogal con incrustaciones.

—Mejor vayamos arriba —añadió la princesa—. Allí estaremos más cómodos y el servicio nos podrá atender mejor.

Abandonaron la habitación. En la puerta permanecían las muchachas del servicio que nada más dejar el cuarto entraron con rapidez para limpiar el baño y acomodar el lugar.

Durante el camino hasta la planta superior, donde el agente sólo había estado en el primer viaje ahora hacía tres años, no cruzaron una sola palabra. Todo parecía estar dispuesto arriba porque tampoco iban acompañados por nadie. Se encontraron a don Diego de Horche ante dos enormes puertas de madera que, como Marlowe descubrió poco después, daban acceso a un amplio salón. Las paredes estaban decoradas con gruesos cortinajes de color Burdeos y el techo lucía un artesonado extraordinario. Los ventanales daban por la mañana una gran bocanada de luz a aquella noble sala. Cada uno de los tres que recorrían el muro contaba con unos bancos de piedra adosados a la pared en donde seguramente la princesa disfrutaría de horas de lectura y asueto. En uno de los extremos había una tarima con grandes cojines para sentarse, algo muy común en los salones de los palacios españoles. Se utilizaba como punto de reunión de la señora con las ayas de confianza o amigas de fuera de la casa, para realizar allí labores de costura.

Felipe descansaba en uno de aquellos almohadones acolchados. Sus enormes ojos no perdían detalle de lo que sucedía en la estancia. Al ver al agente, sacó su pequeña lengua rosa y se acurrucó tranquilo entre sus patas.

La princesa de Éboli fue directa al extremo contrario. Allí había una gran mesa redonda, rodeada de muebles con espejos. Junto a ellos, el joven volvió a ver en la pared el famoso retrato.

—Como puede observar, señor Shelton. Nunca me separo de él.

—Es un magnífico trabajo, Alteza.

—En efecto, lo es. Me hace recordar mejores momentos de mi vida, más joven y lozana, rodeada de preocupaciones más mundanas que las que ahora me acechan.

El inglés no supo qué añadir a aquel comentario y permaneció en silencio.

—Tome asiento.

Un sirviente entró con una bandeja de plata repleta de frutas y una jarra de vino y dos copas.

La situación seguía siendo incómoda. Él no sabía cómo afrontar la conversación. No estaba acostumbrado a hablar con un superior sentado en una silla mientras ella permanecía de pie, mirándole.

—¿Sabía que iba a venir, Alteza? —dijo al fin, mientras echaba mano de unas ciruelas.

—Si le soy sincera, pensaba que iba a ser más inteligente. ¿Sabe cómo están las cosas por aquí?

—Realmente, no lo sé. Quizá sea ésa la razón que me ha obligado a realizar un viaje tan largo y arriesgado.

—Si no supiera quién es usted, no le consentiría esa insolencia y lo habría ya mandado echar a la calle. —La princesa hizo una pausa mientras veía a su invitado comer de la bandeja de fruta—. Pero me gusta usted, amigo mío. De alguna forma me recuerda a cómo era yo cuando aún jugaba algún papel en la Corte del rey.

La mujer caminó unos pasos hasta sentarse en una lujosa silla colocada cerca de una de las puertas laterales del salón, junto a su brillante retrato. Kit seguía observándola sin abrir la boca, esperando a que fuera ella la que se decidiera a intervenir.

—Imagino que sabrá ya de la muerte de Santa Cruz… —afirmó ella de manera cínica.

—Algo he oído —contestó él en el mismo tono—. También ha llegado a mis oídos el sutil detalle de que quien está al mando de todo es vuestro yerno, don Alonso Pérez de Guzmán, VII duque de Medina Sidonia.

—En efecto, señor Shelton. Y dejémonos de andar por las ramas. Su trabajo en Lisboa fue excelente, aunque me consta que corrió un grave peligro, tanto al completar la misión que le pedí, como luego en Inglaterra, al intentar justificar su comportamiento. Al parecer se podría decir que sus superiores, el señor Thomas Walsingham y especialmente su primo, sir Francis, están muy bien informados. Pero realmente ese tipo de cosas las conocen hasta los niños de pecho que mendigan en las puertas de las iglesias de Madrid.

El tono pretencioso denotaba que nada había cambiado en el carácter de aquella mujer; amable y cortante al mismo tiempo. Doña Ana hizo una pausa levantándose hasta la mesa en la que el sirviente había dejado la bandeja de fruta para tomar de ella un albaricoque.

—El pobre Santa Cruz se fue de este mundo empujado no por su veneno, amigo mío, sino por los quebraderos de cabeza que le generaba todo el proyecto. Es cierto que estaba ya mayor, pero según tengo entendido su pericia en las cosas de la mar no era muy tenida en cuenta. Es más, apostaría los pocos días de vida que me quedan entre estas paredes que el rey no ha sido informado de la verdadera causa de la muerte de don Álvaro de Bazán. Todo lo que rodea al plan está empapado de cabezas pensantes más huecas que una nuez podrida. Santa Cruz esperaba que la Armada se empleara para lo que realmente siempre se pensó, según los primeros bosquejos de Idiáquez.

—¿Juan…, de Idiáquez? ¿El secretario del rey? ¿De verdad pensáis que el rey no sabe nada?

—Ese político vasco vive pegado a las faldas de Su Majestad. En los últimos meses se ha alejado de su puesto aquejado de una enfermedad, aunque sigue enturbiándolo todo como un gusano. Al principio, Idiáquez, y siguiendo sus lógicas pautas, Santa Cruz, habían aconsejado que se empleara la flota para la invasión de su país. Sin embargo, ahora parece que esa idea está siendo dejada de lado a favor de una posibilidad que al rey y, sobre todo, a Alejandro Farnesio, duque de Parma, en los Países Bajos, les parece más acertada.

—¿Cuál es esa estrategia, Alteza? ¿Es más peligrosa?

—Podría ser más poderosa. Como le anuncié en la carta que envié a Londres, a la muerte de Santa Cruz, mandó llamar a mi yerno, gran hombre y excelente persona, para capitanear la Armada desde Lisboa. Como es lógico se negó en rotundo desde el primer momento. ¿Sabía, señor Shelton, que el nuevo capitán se marea cuando navega por alta mar y que siempre ha querido tener lo más lejos posible cualquier buque por temor a perder en él la vida por los vahídos y las enfermedades que se producen en sus carnes sólo de pensar que ha de subirse a uno de ellos? ¡Valiente marinero!

La princesa se reía describiendo de esta guisa a su querido yerno, quien tanto la había ayudado en tiempos pasados a recuperar cierto desahogo en su encierro.

—Pero tengo entendido, Alteza, que es un excelente administrador.

—Así es, señor Shelton. No me cabe la menor duda de que la Armada ha ganado un inmejorable director en esta empresa. Quizás haya que dejar en un segundo plano que el pobre hombre se maree. Ya demostró buenas maneras en Lepanto. Hay que reconocer que en la actualidad puede ser el mejor hombre para dirigir la Armada. Sin embargo, esa valía como gobernador y administrador no parece estar refrendada con el valor que se presupone a cualquier soldado. Sí, en Lepanto fue un hombre destacado.

—¿Y qué pinta Alejandro Farnesio en todo esto?

—Muy sencillo. Además del increíble poder militar de la flota, al parecer, y siempre según la opinión de nuestro rey, contamos con otro apoyo, mucho más fuerte.

Kit hizo una señal interrogativa con su mano derecha.

—La Divina Providencia —continuó la anfitriona—. Nuestro rey está convencido de la ayuda divina que nos va a asistir. Se pasa los días rezando en su capilla privada esperando un designio de Dios que le confirme nuestra victoria sobre Inglaterra. Al parecer, los que viven más cerca de él señalan que esa señal ya se ha producido. De todo ello se colige que lo que quiere hacer Felipe con la Armada no es invadir Inglaterra sino utilizarla de puente para que Farnesio pueda abrirse camino con sus hombres desde los Países Bajos.

—Pero eso implicaría una coordinación excelente. Esa idea está a caballo entre la genialidad más absoluta y la locura. Brillante estratega el que la consiga.

—Exacto, señor Shelton. Y eso era lo que preocupaba a Santa Cruz. Desde que llegó a sus oídos el plan de Farnesio, se negó en redondo a que se realizara bajo su responsabilidad. Creía que la empresa era un dislate y que sería imposible hacer llegar a tiempo a los Países Bajos una embarcación con el mensaje de la pronta llegada de la Armada. Sin embargo, no son pocos los asesores del rey que garantizan un éxito rotundo siguiendo esta estratagema. Santa Cruz era partidario de realizar un ataque directo que fuera apoyado por Farnesio, algo mucho más fácil de coordinar.

La princesa de Éboli se detuvo un instante. Parecía estar en dos sitios a la vez mientras hablaba. Desde la distancia todo le parecía frío e indiferente.

—A veces pienso —prosiguió— que nuestro rey está como una cabra, señor Shelton…, como una cabra. Sin embargo, nadie niega la pericia de nuestra flota. Ha demostrado sobradamente en otras ocasiones que contamos con los mejores hombres de mar. Los pertrechos son magníficos y los hombres parecen tener una fe ciega en el cometido que se les ha pedido. No se puede ser indiferente al sacrificio de miles de hombres trabajando en los astilleros para construir los mejores buques del mundo, miles de soldados enviados a una gloria incierta. El éxito garantizará el mayor de los prestigios para España y Felipe. Todo está pensado y atado. En estos momentos, Alejandro Farnesio está en negociaciones con varios puertos para que le sirvan de apoyo durante el trayecto desde el Estrecho hasta los Países Bajos. En Flandes los que hay no superan los 25 o 30 codos de calado.

—Entiendo, Alteza. En absoluto hay que desestimar el valor de la flota española. Todo lo contrario. La idea es arriesgada pero partiendo de los experimentados barcos españoles, todo parece estar destinado al éxito. Me consta que en Lepanto sucedió algo parecido. Muchos pensaban que se trataba de una locura. Y al final llegó la victoria en un terreno enemigo, agreste y hostil. La Liga Santa encabezada por España consiguió un triunfo sin parangón contra los turcos. Desconozco los entresijos de esta nueva campaña, pero no me cabe la menor duda de que el hecho de mi presencia aquí no es más que el reflejo del respeto, la preocupación y el miedo que mi país siente por un ataque de estas características.

—Por supuesto, señor Shelton. No crea que pretendo desviar su atención intentando convencerlo con patrañas y mentiras de que la Armada no es más que un montón de barcas de sardineros. Nada más lejos de la realidad. En vuestro lugar yo estaría temblando. Pero hay que comprender que la línea que separa el éxito del fracaso es extremadamente fina, casi imperceptible.

—Nada más lejos de mi intención, Alteza. Mis superiores saben que la información que me habéis proporcionado en los pasados años ha sido siempre de gran valor. Ha podido ser contrastada y confirmada en cada detalle. —La princesa se sintió orgullosa de escuchar esas palabras—. Pero de igual forma que no hay que dejar en manos de Dios el destino de la Armada, como al parecer hace vuestro rey en gran medida, nosotros tampoco tenemos que confiar la victoria al posible fallo de nuestro contrincante.

—Mi joven amigo, espero que ahora no todo el mundo se haya vuelto loco y haya un poco de cordura sobre la faz de la Tierra. Felipe sabrá lo que hace con su reino. La Armada ya se ha detenido en La Coruña debido a los malos vientos que dominan aquella zona. Las reparaciones dicen que han sido costosísimas y muchos de los barcos, no obstante, están preparados para salir. La gente no es tonta. He de reconocer que no son pocos los que han desertado de esta empresa. Incluso me consta que el propio Medina Sidonia quiere escribir al rey, si no lo ha hecho ya, aconsejándole que desista de ella. Todos tienen cierto miedo a dar el primer paso. De algún modo creen que no es necesario buscarse problemas con los ingleses. Dejar las cosas como están es para algunos secretarios lo más aconsejable. Me consta que mi yerno ha escrito al rey una carta detallando las posibles carencias de la Armada y ¿sabe lo que ha hecho Idiáquez con ella, señor Shelton? —El joven negó con la cabeza. Podía ser cualquier cosa—. Pues la ha escondido. Menudo secretario. —La princesa rio—. Ha ocultado el informe de la Armada para no dar razones a aquellos que esgrimen que el ataque, de producirse, podría ser una terrible derrota. Yo, si le soy sincera, señor Shelton, no me metería en ese gallinero. Demasiados gallos para tan poca gallina.

El agente no atendió a los últimos comentarios de doña Ana.

Sabía que podía tener razón, pero lo más acertado sería tomar de la información los datos puramente prácticos, dejando de lado las impresiones. En más de una ocasión había comprobado que ese tipo de coletillas provenían sólo de la aversión que durante años se había generado en su casa contra el cruel monarca que la mantenía encerrada sin juicio ni sentencia.

—¿Hay una fecha definitiva para salir hacia el Estrecho, Alteza? —El inglés quiso arrastrar la conversación a su terreno y obtener el mayor número de datos posible.

—Mi buen amigo, eso ya no lo sé. La fecha seguro que la conocen en Madrid. Me consta que la premura es máxima. Tenéis que estar alerta. Santa Cruz se fue a la tumba cargado de úlceras producidas por la tensión de un proyecto de estas características. Llegó el momento en que no sabía cómo hacerle ver a Su Majestad que un plan de esta índole necesitaba un tiempo prudente y que hacer zarpar la flota sin las garantías necesarias era una verdadera locura para todos. Pero creo que las garantías están garantizadas. No son pocos los que creen que Santa Cruz únicamente veía peligrar el proyecto porque en realidad lo que peligraba era su protagonismo. Y de nada le sirvió. Ahora descansa en paz a sabiendas de haber hecho todo lo posible. El rey está enfermo de gota y cada vez los procesos se le presentan antes. Pasa más tiempo en la cama que despachando con sus secretarios y las decisiones que toma son, en ocasiones, precipitadas.

El agente miraba al suelo pensativo. Sabía que iba con el tiempo en contra y lo único que tenía claro es que su idea de salir de Pastrana con toda la información bajo el brazo se había diluido hacía minutos como un azucarillo.

—No creo que lo pueda ayudar más. Desconozco cuándo saldrán de La Coruña. Lo único que le puedo decir, que no es poco, son sus intenciones. Pero si de algo estoy segura es de que la orden de salida se dará desde Madrid, cuando la Armada esté perfectamente preparada. Es Su Majestad quien da la orden de partida. Puede usted intentar hablar con don Antonio Pérez. El sigue manteniendo contactos con la secretaría de Estado del rey. Quizá sepa algo más de lo que os he dicho.

El agente ya había pensado en esa posibilidad. No obstante, para saberlo tenía que regresar cuanto antes a Madrid y comenzar desde allí la búsqueda de información que completara los datos con los que ya contaba.

—Os estoy muy agradecido, Alteza. Me habéis servido de gran ayuda.

—Así lo espero, señor Shelton. No me siento traidora a mi país. Cuanto antes se acabe todo, menos gente sufrirá inútilmente. Es mejor que los ingleses sepan cuáles son nuestros pasos y así evitar dar golpes de más.

Kit rio aquella ocurrencia mientras se levantaba de su asiento. No había más que hablar con doña Ana.

—Ahora he de irme con urgencia a Madrid. Si me disculpáis, Alteza, recogeré mis cosas y abandonaré el palacio.

—Ya es tarde. ¿Adónde quiere ir por la noche? Hoy no llegará a Madrid. No es seguro dormir al raso en los alrededores de la capital. ¿Por qué no descansa aquí, pasa la noche en la habitación que le han preparado y ya mañana parte después del amanecer?

—No quisiera abusar, Alteza. Además viajo más seguro de noche, todavía no sé cómo entrar en la villa.

—De eso no se preocupe. Mañana después del alba lo recogerá mi carroza en el patio. Viajará en ella con don Diego. Nadie los detendrá ni les hará preguntas comprometidas en la puerta de la ciudad. Será lo más seguro para usted, y así podrá descansar esta noche sin preocupaciones. Pronto estará en Madrid. Será lo mejor.

Se alegró del giro que habían dado los acontecimientos. De repente encontró una manera segura de entrar en la ciudad, evitando así tener que estar maquinando arriesgados juegos malabares.

—Ahora puede retirarse, señor Shelton. Tengo otros negocios que atender.

La princesa recogió a Felipe y marchó erguida hacia la salida de la sala. Pero antes de abandonarlo se dio la vuelta y acribilló con su singular mirada al agente inglés.

—No lo olvide. Tenga mucho cuidado con la Armada. Es una flota realmente peligrosa.

Tan displicente como siempre, abandonó el lugar dejando solo a Kit junto a la mesa y las frutas. En una de las puertas observó a un sirviente que lo esperaba con mirada inquisitiva. El agente tomó de la bandeja el último albaricoque y siguió al muchacho hasta su cuarto.

—Vendré a buscaros a última hora de la tarde para la cena, señor.

Y diciendo esto, dejó al joven inglés en el interior de la habitación cerrando tras él la puerta.