Capítulo 24

Los arrabales del norte, Madrid (España)

Viernes, 11 de julio de 1586

Antes de entrar en Madrid, Christopher Marlowe se había vuelto a arreglar el cabello. En los dos meses que llevaba fuera de Inglaterra le había crecido de nuevo. Tenerlo largo no solamente era algo desacorde a su condición de estudiante, sino que además podría recordar su estancia en la capital de las Españas de hacía un año.

Según le había anunciado la princesa de Éboli, su situación podría no ser muy halagüeña. Debía ser prudente, estar en Madrid el tiempo justo y volver cuanto antes.

A lo lejos veía la Puerta de Alcalá. A pesar de ser pronto, se distinguía un nutrido grupo de viajeros en los alrededores de la entrada, esperando su turno para poder pasar bajo previo registro.

Kit bajó del caballo y se colocó en la variopinta fila. Entonces se alegró de haber cambiado su aspecto. Sin melena, ni bigote ni barba, parecía otra persona.

Había pergeñado un plan para entrar sin dar el nombre. Con un muerto a sus espaldas, cualquier sospecha haría que lo llevaran al calabozo. De haber sido un error, luego las autoridades, quizá, se disculparían. Pero hasta ese momento, la simple sospecha de un funcionario hacía que no tuvieras derecho alguno.

A esa hora la puerta sólo contaba con un escribano y dos alguaciles. Delante de él había una treintena de personas.

Esperó con paciencia hasta que no fueron más de tres o cuatro. Entonces se acercó al campesino que tenía delante de él con una bolsa. De forma distraída desató el cordel que la cerraba haciendo que se abriera y cayeran algunas lechugas.

El campesino se dio la vuelta de inmediato al mismo tiempo que Kit se apartaba junto a su caballo. El hombre miró con ojos inquisitoriales al otro agricultor que había tras él.

El de las lechugas no se lo pensó dos veces y acusó al otro trabajador.

—¿Qué es lo que quieres? —gritó—. ¿No sabes ganarte el pan trabajando?

—Yo no te he tocado, ha sido ese extranjero —intentó defenderse en vano.

Mientras, Kit seguía junto a su caballo negando la mayor, alejado de la afrenta que él mismo había creado.

—Te voy a…

Y así empezó una pelea que, como el agente había supuesto, involucró a los hombres de la fila y a los alguaciles.

Aprovechando la confusión, Kit cruzó la puerta saltándose todos los trámites. Una vez traspasados los muros, volvió a montar en el animal y se dirigió hacia los arrabales del norte.

No sabía cuánto tiempo tenía. Pero de lo que sí estaba seguro era de que en breve su presencia comenzaría a levantar las mismas sospechas que la última vez. Su vida corría peligro.

Callejeó evitando las grandes vías, seguramente más vigiladas a esas horas de la mañana, hasta llegar a los arrabales. El movimiento de gente era frenético. Decidió bajarse de la montura y caminar para no ser observado. Entremezclado entre los puestos de venta de los mercadillos ambulantes y la gente que iba y venía de aquí para allá estaría más resguardado.

A pesar del tiempo transcurrido no tardó en dar con la corredera de San Pablo. No había cambiado un ápice desde su última visita. Parecía igual de sucia que siempre.

Su presencia en Madrid era inesperada, por lo que no sabía de ningún contacto que tuviera que verse con él.

Avanzó unos metros hasta llegar cerca de la puerta del patio que daba paso al taller de don Alonso de Coloma. No quería que nadie le observara entrando allí, por lo que esperó su oportunidad. Calle abajo vio un grueso grupo de carros tirados por mulas. Iban rodeados de campesinos que a esas horas de la mañana llevaban su género al mercado principal. Cuando la comitiva pasó por delante del taller, aprovechó el barullo y abrió el portón. En un santiamén se coló en el zaguán con su caballo.

Por ahora todo iba bien.

El patio no había cambiado. Amarró el caballo no lejos de donde lo había dejado la última vez. El lugar estaba vacío. No tuvo prisa en subir. Se adecentó la ropa como pudo. Disimuló el cansancio del duro viaje de los últimos días durmiendo a la intemperie, aprovechando la placidez de las noches estivales, y fue a la escalera que llevaba al primer piso de la casa.

Como siempre, la puerta estaba entornada. Dentro se escuchaban los pasos de una persona. Miró por la rendija de la puerta y la vio.

Allí estaba, tan hermosa como siempre la había recordado. Lorena terminaba de recoger varios cuencos y paletas que habían quedado olvidados del día anterior. Tomó de una mesa unos trapos y fue a llevarlos a la habitación contigua.

Sin que ella se percatara de su presencia, el agente abrió la puerta y entró. Tras él las bisagras chirriaron delatándolo.

—Buenos días, tío. Urge acabar hoy el retrato de doña Juana Coello —señaló Lorena desde la otra estancia creyendo que quien había entrado era don Alonso—. Ya sabéis cómo se lo toman los Vozmediano cuando hay retrasos en sus encargos.

El joven no contestó. El solo sonido de la voz de Lorena había acelerado las pulsaciones de su corazón. Su emoción fue en aumento cuando contempló el último gran trabajo de la artista. Sus ojos se habían quedado paralizados sobre el retrato de una de las mesas que había frente a él. Aquello no era un espejo, pero perfectamente lo podría haber sido. Observaba con asombro su propio rostro, luminoso y resplandeciente, como quien observa su reflejo en el agua cristalina y reposada de un estanque. Quedaban algunos detalles por perfilar pero para un ojo no adiestrado al mundo de la pintura, casi se podría decir que estaba acabado.

Y, como la última vez que lo vio, se sintió atraído por el enigma de su mano izquierda. Oculta bajo su brazo derecho, parecía esconder algo entre los dedos. Por un momento se miró su propia mano intentando buscar una respuesta al enigma. Pero no la encontró.

—¿Habéis ido a cobrar ya el trabajo de Santa María? —preguntó Lorena.

Kit se mantuvo en silencio mirando la pintura.

—¿Tío…? —llamó la muchacha saliendo de nuevo al estudio—. Preguntaba si ya habíais ido a c…

Su voz se cortó de inmediato al verlo observando el retrato.

—Lorena, creo que ya es hora de que me digas qué es lo que escondo en la mano izquierda.

En su rostro se dibujó una enorme sonrisa.

—¡Ha vuelto, señor Shelton! —gritó la joven arrojándose a los brazos del inglés.

—Lo prometí, ¿no es cierto? —contestó el joven, sorprendido por la espontaneidad de la artista—. Aunque siento haber cambiado mi aspecto y haber tardado. Ahora no tengo el cabello tan largo.

La alegría de Lorena era sincera. Apenas podía articular palabra.

El agente quería decirle un montón de cosas como que no había dejado de pensar en ella un solo día, o que por algunos correos de Madrid sabía que estaba bien. Pero no se atrevía.

—Lo último que llegó hasta nuestros oídos fue su estancia en Francia. ¿Habéis estado allí?

Los dos jóvenes permanecieron mirándose fijamente, cada uno aferrado a las manos del otro.

—Si, así es. Siento no haber escrito directamente. Era muy peligroso que pudieran relacionaros conmigo. No quería comprometeros.

—No es mala cosa, no.

—¡Don Alonso! —gritó al encontrarse al maestro pintor. Los dos se fundieron en un fuerte abrazo.

—¿Cuándo ha llegado, señor Shelton?

—Con las primeras luces del día. Entré por la puerta de la calle que va a dar a Alcalá. Venía de Pastrana, donde hace pocos días me reuní con doña Ana de Mendoza.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Lorena introduciéndose formalmente en la conversación, como si nada hubiera sucedido entre ellos.

—Ella está bien…, quizás un poco más ajada. Ahora reside en el monasterio de San José. Allí cree que está más a salvo de la mano de Felipe II y de sus inescrutables designios.

—¿Está acogida a sagrado? —se sorprendió don Alonso.

—No exactamente —corrigió el joven intentando calmar la preocupación del pintor—. Cree que pueden venir momentos malhadados y prefiere estar bajo seguro. La nueva priora del convento, Felipa de Acuña, tengo entendido que es familiar de doña Ana. Allí está a gusto.

—Bueno, señor Shelton, ¿cómo están las cosas por ahí fuera? —intervino Lorena, que estaba empeñada en conocer sus últimos avatares.

—Bueno, pues un poco como siempre. Ya saben cómo son estas cosas. Hay que llevar mucha precaución. Lo cierto es que no hay tiempo.

El agente se quitó la bolsa que a modo de hatillo llevaba siempre consigo y la dejó en el suelo para estar más cómodo.

—Dejé Inglaterra la primera semana de mayo —siguió con su relato—. Primero estuve en Reims y allí me topé con un asunto escalofriante. Se estaba fraguando un complot para asesinar a nuestra reina y colocar en el trono a María Estuardo. Aunque está prisionera desde hace tiempo, recibe y envía cartas para los insurrectos. Ahora se encuentra retenida en el castillo de Chartley, y aun así todo se pretende orquestar desde su encierro.

—Nos consta, señor Shelton, que su trabajo fue notable. Las últimas noticias que han llegado hasta nosotros son que a estas alturas sus superiores ya están al tanto de todo y, aunque dejan hacer a los insurgentes como si nada pasara, son conocedores de todos y cada uno de sus movimientos.

—Mi contacto en Reims me advirtió de algunos de estos hechos. Me solicitó que me hiciera con pruebas que confirmaran sus sospechas. Y aquí están. —Se sacó de la ropa los legajos robados a Bernardino de Mendoza y se los entregó a don Alonso—. Usted sabrá qué hacer con ellos. No quiero que piensen que esta información esté perdida en España. Los agentes habrán intentado sin éxito hacerse con el material en los puertos franceses. Ésta fue una de las razones por las que me decidí a venir a España…

—Por suerte —añadió la joven pintora sin hacer mucho caso al comentario—, para entonces el embajador ya contaba con cierto control sobre el sector de los hugonotes. Ésa era una de las principales premisas que se tuvieron que dar para que el resto del trabajo tuviera éxito.

—Lo cierto es que como simple agente no tengo noticia de los verdaderos vericuetos que rodean a los problemas. —No parecía entender mucho de la intrahistoria de lo que estaba pasando—. A mí me mandan y me señalan. Debo hacer y entender como me convenga buscando siempre el interés de mi país.

—Es fácil —añadió don Alonso—. Los españoles han trabajado desde hace más de un año para poder reducir el acceso al trono a la familia de Guisa, es decir, el partido católico respaldado por ellos y el papado. Enrique de Navarra, afín a los hugonotes, no tiene nada que hacer. Todo gira en torno al ahora Enrique III…

—El hermano de Isabel de Valois —añadió el agente—, la tercera esposa de Felipe, fallecida hace años en tristes circunstancias.

—En efecto —asintió don Alonso—. Estoy seguro de que en estas cartas que me entrega hay pruebas. Serán de gran utilidad para la resolución de vuestra empresa y ayudará a abrir nuevas vías de trabajo.

Don Alonso se acercó a la ventana para contemplar la situación de la calle. Constató que no había nada extraño a esas horas de la mañana y volvió junto a Lorena y Kit.

—Lo importante de todo esto, señor Shelton —continuó el maestro—, es saber por qué el embajador pretende acelerar el proceso religioso en Francia cuando llevan en aquel país más de veinte años en guerra por ese mismo asunto.

—Parece lógico, ¿no es así? —se sorprendió el agente por la afirmación del pintor—. España quiere expandir su imperio católico por Europa. En este complejo entramado Francia es, no hay que dudarlo, una baza importante para esa ambición.

—Se trata de una ambición, no lo dudo. Pero no creo que sea sólo por ver ampliar el papel del catolicismo en Europa en detrimento de unas «herejías» —gesticuló don Alonso con cara de burla—. Sospecho que el papel de don Bernardino y su rápida salida de Inglaterra está más allá de las malas relaciones con los luteranos. Eso es un simple puente, una suerte de excusa para un plan mucho más codicioso.

Kit reflexionó sobre ello.

—Los rumores —añadió el joven— hablan de la existencia de una promesa a los católicos ingleses de hasta sesenta mil hombres en una liga católica europea armada.

—Gran estupidez. Pero a ellos les vale cualquier excusa para justificar la locura del proyecto que sea. No creo que tarden mucho en detener a los cabecillas de este nuevo plan que usted ha destapado. Por cierto, tuvo suerte, señor Shelton, en que no fuera necesario ir hasta París para contactar con don Bernardino. Tengo entendido que aquello es una verdadera jauría.

—Sí, mucho más cómodo el colegio de Reims, no lo dudo —dijo Kit entre risas.

—¿Piensa quedarse mucho tiempo aquí en Madrid? —preguntó don Alonso.

—Lo menos posible.

—¿Dónde se aloja?

—Todavía no tengo posada. Como le he dicho, acabo de llegar a Madrid. El primer lugar que he visitado es vuestro taller. Tenía ganas de veros.

—Se puede quedar en la cabaña del patio —añadió la muchacha al instante, para sorpresa del agente.

—No es mala cosa, no. Eso estaba pensando. Debe ser prudente. Esta segunda estancia en Madrid es mucho más peligrosa que la primera.

—Pero es una locura quedarme aquí —protestó a regañadientes el invitado—. Eso os comprometería a los dos. Recordad lo que sucedió el día de mi marcha. Los hombres del secretario del rey estaban esperando en la calle.

—Es cierto, señor Shelton —dijo don Alonso rascándose la barba—. Pero no vigilaban el taller. Si va a estar poco tiempo en Madrid, lo mejor será que se quede aquí. Podremos decirle cuáles son las mejores horas para salir o entrar. Pasará inadvertido entre el movimiento de los aprendices del taller. Nadie sospechará nada.

Kit no pasó por alto la sonrisa de Lorena cuando su tío confirmó la decisión de alojarlo.

—Sois muy amables.

—No, señor Shelton. Viene usted de muy lejos haciendo un esfuerzo grande. Es lo menos que podemos hacer. Lorena —dijo don Alonso a su sobrina—, acompaña a nuestro invitado hasta el patio y muéstrale su alojamiento. Disculpe las posibles molestias que encuentre en él, que seguro las habrá.

Kit tomó su bolsa de viaje y permaneció serio frente a Lorena dispuesto a recibir cualquier tipo de orden.

—Bueno, muchas gracias. No se hable más. Indicadme dónde puedo descansar.

La pintora se dirigió hacia la puerta de entrada al estudio. No perdió en un instante la sonrisa maliciosa.

—Esperad un momento, señor Shelton. Voy a comprobar que todo está en orden.

Salió y descendió unos pocos peldaños de la escalera. Tras comprobar que el portón que daba a la calle estaba bien cerrado y seguro, le hizo una seña para que lo siguiera. Kit lo hizo en buena gana. Pronto se encontró en el pequeño cuarto que había en el lado izquierdo del patio. En su interior, junto a unos lienzos sin blanquear, descubrió una segunda puerta. Lorena extrajo una llave de su ropa y la abrió con cuidado. El interior estaba totalmente oscuro. A tientas, la joven buscó una banqueta en uno de los lados y la colocó debajo de una trampilla que había en el techo. Se subió y cuando la abrió con un poco de esfuerzo la habitación se llenó de claridad.

Cuando sus ojos se hicieron a la luz, ante él apareció una austera pero aseada habitación.

—Siempre habrá una lámpara en el centro de la habitación para iluminarte cuando no haya sol. Espero que aquí estés cómodo, Thomas.

—Kit, llámame mejor así —dijo el agente inglés mientras dejaba sus cosas encima de la cama—. Entre los dos, cuando estemos solos. Ya sabes…

—¿Kit? —le miró sorprendida—. Christopher…, Christian… ¿Cómo te llamas?

—Kit. Vamos a dejarlo como está. Será mejor para los dos. Eso no te traerá problemas.

—Muy bien, Kit —señaló ella un poco avergonzada—. Espero que estés cómodo en esta habitación. Voy a traerte un poco de agua.

El joven miró a su alrededor. La estancia era pequeña pero muy acogedora. Como era de esperar no había ventana en ninguna de las cuatro paredes, salvo la trampilla del techo. Pero sorprendía encontrar una habitación así, bien disimulada en el almacén. Contaba con una cama, una mesa, una silla, una palangana y un espejo en una de las esquinas. En parte le recordaba a su cuarto en el Corpus Christi. Estar allí era un poco volver a su colegio, el lugar en donde todo comenzó.

Se sentó en la cama pero apenas tuvo tiempo de ponerse a recordar. Lorena entró en la habitación con un cántaro de agua fresca recién recogida de la fuente con que contaba la casa.

—Espero que con esto tengas suficiente…

—Sí, seguro que sí. Muchas gracias. Eres muy amable.

Los dos se miraron durante un instante.

—El lugar es muy agradable. Gracias, de verdad. Tu tío y tú os portáis muy bien conmigo, aunque corréis un gran riesgo.

—Contigo o sin ti, el riesgo es el mismo. Así que pierde cuidado. No pasará nada.

Lorena le observó cómo miraba el entorno del cuarto.

—¿Estás a gusto? Es un poco austero pero, bueno…

—Sí, por supuesto. Antes estaba pensando que esta habitación me recuerda bastante a la mía en mi colegio de Cambridge. Es sobria, ciertamente, pero sólo le falta la ventana al Old Court para ser idéntica.

Se quedó pensativo en el recuerdo de su antigua vivienda. Lorena se sentó junto a él.

—A menudo me pregunto —prosiguió— qué es lo que hago metido en un lío como éste, arriesgando mi vida por un dinero que no sé si voy a poder llegar a disfrutar nunca. Un error, un desliz, un poco de mala suerte, eres atrapado y puedes darte por vencido: nadie dará ni un maravedí por ti.

—No eres el único. En nuestro caso sucede algo parecido. No son pocas las veces que pienso qué hacemos en este embrollo mi tío y yo. Tú al menos trabajas para tu propio país, en cambio nosotros de algún modo traicionamos a España y a nuestro rey, meros correspondientes que damos información al extranjero. Unos captados de los ingleses. Se trata de un acto de infidelidad que es difícil de comprender.

—Seguro que tenéis vuestras propias razones —la consoló—. Algo que vaya más allá de la religión o del poder. Todos en la vida tenemos un objetivo. A mí me gusta el teatro y escribir. Esto puede ser un simple trámite para poder acabar mis estudios y luego poder dedicarme en Londres a los escenarios. El año pasado me comentabas que don Alonso quiere reunir la cantidad suficiente para poder enviarte a Italia a estudiar, tal y como hizo él. Él quizá ya ha cumplido sus objetivos y ahora únicamente se ha propuesto poder ayudarte a conseguir los tuyos propios, que no es mala cosa…

Los dos rieron.

—Creo que no hay que pensar en ciertos propósitos. Actuamos por indicaciones que nos da el corazón. Si crees que son las correctas, adelante. El tiempo dirá si has errado o no.

—Nosotros no estamos en contra de nuestro rey sino de algunos de los aspectos de su política. Con la excusa del afianzamiento de la religión, la gente que lo rodea le insta a cometer locuras que no vamos a tardar en pagar. El pueblo está exprimido con los impuestos. Los campesinos ya no tienen con qué pagar. Los gravámenes son cada vez más feroces. Da igual que vengan cantidades ingentes de oro y plata desde las Indias, porque nunca son suficientes. Siempre quiere más para poder pagar a sus ejércitos. Tiene soldados en todo el reino, un reino que es tan grande que no tiene medios ni capacidad para gobernar.

Los dos quedaron callados durante un tiempo. Quizá no era el momento más oportuno para hablar de ese tipo de cosas.

—Estarás cansado —añadió Lorena—. Duerme un poco. Aquí tienes la llave de la habitación. Cierra siempre que entres o salgas, incluso cuando estés dentro. Y no te separes de ella.

—Así lo haré.

—No hay problema en que andes por el patio o por dentro del estudio. Nosotros trabajaremos arriba hasta la hora de la comida. Descansa hasta entonces y luego bajaré a avisarte para que te unas a nosotros.

Lorena se levantó de la cama y fue hacia la puerta del cuarto para volver a trabajar. Se volvió y vio que su compañero ya estaba dormido. Kit no se percató del beso que ella le daba en la frente. El joven agente ya estaba agotado por el sueño.

—Que descanses…