Capítulo 1

Corpus Christi College.

Universidad de Cambridge (Inglaterra)

Martes, 26 de febrero de 1585.

Hacía unos minutos que las campanas de la capilla del colegio habían anunciado las siete y media de la tarde. Kit se encontraba en el salón grande, donde los alumnos se reunían para cenar a las siete en punto. Hacía un año que había conseguido su bachillerato en artes. Ahora trabajaba duro para licenciarse. Todavía le quedaban dos años de estudios en la universidad y, en ocasiones, el trabajo se convertía en algo rutinario y pesado.

«Aún tengo tiempo», pensó el joven estudiante mientras daba el último trago a un vaso de vino antes de levantarse y salir de la cena. No quería llamar la atención del resto de compañeros que poblaban el salón central del colegio.

Pero la llegada de aquella carta anónima hacía dos días había roto la monotonía hasta extremos que nunca pudo imaginar.

Sin poder quitarse del pensamiento el misterioso papel, se dirigió hacia el gran portón de salida al pasillo. Cuando cerró la puerta permaneció quieto unos instantes. Comprobó que no venía nadie y prosiguió su camino. Sabía que no estaba haciendo nada que fuera en contra de las severas leyes del colegio. Pero tampoco era su deseo dar explicaciones sobre su comportamiento. Tenía que llegar cuanto antes a su habitación para volver a leerla.

En los estudios, Kit era un alumno ejemplar. Su expediente académico era magnífico y en todo momento demostraba que estaba aprovechando la oportunidad que le habían brindado para estudiar. Pero fuera de la universidad siempre había mostrado un carácter iracundo. Antes de ser admitido en el Corpus Christi, los tutores se pensaron mucho si sería bueno para el colegio el admitir a ese joven inteligente que en su Canterbury natal había protagonizado más de una reyerta. Siempre llevaba consigo un cuchillo. Cuando era adolescente tuvo un problema con un grupo de muchachos que se mofaron de él por su afición a las letras y la música. No les debía de parecer muy masculino. Una noche fue increpado por tres de ellos. Su respuesta fue brutal y expeditiva. Aquel muchacho de rostro delicado y espíritu solitario rompió la nariz a dos chicos y al tercero le destrozó la rodilla de un puntapié, dejándolo lisiado para el resto de su vida. Desde entonces, para evitar desencuentros peores, se acompañaba de un cuchillo que pronto conoció el calor de la sangre. Al poco de esta primera trifulca no dudó en marcar el rostro de un hombre que había malmetido contra la obra de algunos clásicos.

Pero, a pesar de todo, pudo más el hecho de que fuera un joven perspicaz.

Así era el muchacho que en aquella noche cerrada de Cambridge, al abandonar el salón, optó por retirarse a su cuarto a estudiar y descansar. Al menos esto era lo que había dicho a sus compañeros. Abrazándose a sí mismo como único consuelo para luchar contra el terrible frío de aquel día invernal, dirigió sus pasos congelados hacia la zona en la que antaño se encontraran los antiguos almacenes, ahora rehabilitados y convertidos en cuartos para los estudiantes.

Durante el trayecto solamente se vio acompañado por el sonido de sus zapatos golpeando las húmedas losas del colegio. La poca distancia que había entre el comedor y su habitación facilitó que no se cruzara con nadie.

Una vez allí entró en su aposento. Sin quitarse la ropa se tiró en la cama después de encender un enorme velón. Miró a la puerta y esperó unos segundos en silencio. Medio apoyado en la almohada, Kit estiró la pierna y comenzó a golpear rítmicamente con su pie uno de los taburetes de tres patas que había frente a la mesa. Se detuvo cuando notó que el pulso del corazón recobraba su ritmo normal.

Echó un vistazo a su alrededor. Se sorprendía de cómo podía vivir en un lugar tan parco. Soñaba con algo mucho más holgado, algo que pudiera ayudarlo a conseguir aquella carta.

El aspecto del cuarto era bastante austero. Se encontraba en el lado sur del Old Court, muy cerca del pasaje que unía ese patio con la calle Trumpington.

Un ventanal de doble hoja, cada una de ellas rematada por un arco apuntado, se abría en un extremo de la habitación. Junto a él había un sobrio banco corrido de la misma anchura que la ventana; uno de sus lugares preferidos para leer y disfrutar de la luz, cuando había, en las tardes que tenía libres durante el curso.

Junto a la ventana se encontraba la mesa de estudio. Pegado a la pared, el tablero servía al mismo tiempo de soporte para tres enormes velas.

En el cielo no había luna. El denso manto de la noche oscurecía hasta el último rincón del Old Court. El entorno daba cierto aire de complicidad a la maniobra oculta que Kit estaba a punto de representar.

Desde su posición observó que una de las velas, la que estaba apagada, y sin que le importara lo más mínimo, había estado derramando la cera hasta agotarse sobre las primeras páginas de los Amores de Ovidio, conjunto de versos que él mismo había traducido a hurtadillas poco tiempo antes.

Todo esto y dos taburetes de tres patas, más una cama cubierta por una simple colcha gruesa, eran los muebles de que disponía.

De vuelta a la realidad de su habitación, no aguantó más y finalmente decidió levantarse. Se sentó frente a la mesa y probó, en un desesperado intento por entretenerse, colocar en aquella media oscuridad el maremágnum de papeles y libros que lo desbordaban. Pero fue inútil. La sola presencia de aquella misteriosa carta entre sus notas hacía que el vello de todo el cuerpo se le erizara como si fuera un puerco espín.

Prácticamente, tal y como ahora se encontraba, él mismo la había descubierto hacía dos días sobre el escritorio. Una misteriosa mano fantasmal la había hecho llegar hasta allí.

El sello que portaba hizo que se estremeciera. El documento estaba firmado por el mismísimo Thomas Walsingham, primo de sir Francis Walsingham, principal secretario personal de la reina Isabel. De una forma muy educada se le rogaba que admitiera la visita de un representante de la casa con el fin de que escuchara «una interesante oferta».

Realmente estaba sorprendido. ¿Una interesante oferta? No alcanzaba a comprender que él, humilde hijo de John Marlowe, zapatero de Canterbury, pudiera llamar la atención de personajes tan importantes de la Corona de Inglaterra.

Comprendía que a los ojos de los demás pudiera mostrarse como un muchacho brusco y violento. Pero otros, sus más íntimos, veían en él solamente a un joven apasionado por los autores clásicos. Era difícil entender que en un ambiente tan humilde como en el que pasó su infancia, pudiera tener tiempo para aprender a leer y tomar interés por los autores griegos y latinos. Pero así fue. De lo contrario no habría acabado accediendo a la universidad.

¿Cuál podría ser esa proposición? Kit lo sabía perfectamente. Trabajar como agente para el servicio secreto dirigido por los Walsingham no era una invitación que recibiera cualquiera.

Con el fin de no dejar ningún cabo suelto, al final de la carta se matizaba que la casa Walsingham se encargaría personalmente de que no hubiera ningún problema con las autoridades del Corpus Christi. De esta forma, tramitarían los permisos necesarios para conseguir la aprobación con la que pudiera abandonar el colegio sin que ello fuera en detrimento de su evaluación como alumno de la universidad.

Era lógico que llevara nervioso dos días. Cualquiera en su caso lo estaría. El Corpus era uno de los colegios más prestigiosos de Cambridge y también uno de los más antiguos de la ciudad.

A punto de acabar el trimestre de la Cuaresma, el segundo del año, los alumnos debían preparar con especial ahínco los próximos exámenes que en apenas unas semanas valorarían el trabajo de los últimos meses. ¿Podría compaginar con sus estudios lo que le ofrecían en la carta? Estaban a punto de comenzar el trimestre definitivo, el de Pascua, correspondiente a la primavera.

Por otro lado estaba la rutina de la vida en el colegio. El día a día era una tediosa práctica, duramente rubricada por las severas normas de comportamiento. La campana sonaba al alba poco antes de las cinco. Apenas había tiempo para asearse un poco e ir precipitadamente a la capilla donde, a lo largo de la hora siguiente, debían asistir a los servicios religiosos diarios. El desayuno llegaba a eso de las seis. Le seguía el comienzo de las clases y charlas o tutorías con los profesores. Las asignaturas eran muy variadas e iban desde el latín, griego, hebreo, hasta la lógica, matemáticas, filosofía, pasando por divinidades o dialéctica, entre otras.

En aquellos años, Kit se encargaba de romper de vez en cuando este soporífero automatismo con huidas del salón a última hora de la tarde como la de aquel día de febrero. Miraba por la ventana y, observando las estrellas, pensaba en su incierto presente y su ignorado futuro.

A los pocos minutos abandonó de nuevo la mesa y volvió a sentarse en la cama. Por encima del muro del patio asomaba la torre de la iglesia de San Bene’t, ahora negra y sombría como el azabache, y las campanas comenzaron a anunciar la llegada de las ocho.

Por millonésima vez se incorporó, acercándose a la única fuente de luz de la habitación. Se sentó sobre el banco y, ayudándose con la manga del traje, quitó el vaho que cubría algunos de los cristales. Contempló la oscuridad del negro Old Court, tachonado únicamente por los candiles de las habitaciones de sus compañeros que, a través de otras ventanas como la suya, comenzaban a brillar recorriendo todo el perímetro del patio.

¿Por qué preocuparse por la oferta que contenía la carta? No tendría más que negarse para que todo siguiera la misma y repetitiva normalidad de siempre.

Unos murmullos en el pasillo lo sacaron de sus pensamientos. Como si se tratara del resorte de un autómata, giró de forma violenta la cabeza hacia la entrada de su cuarto y esperó. Comprobó cómo las pisadas pasaban de largo y decidió echar un vistazo. Giró el pomo con prudencia y vio a un grupo de estudiantes que se alejaban por el corredor. No sin cierta envidia, le salió al instante un gesto de desprecio y cerró de nuevo la puerta. ¿Habrían recibido ellos una invitación similar? No lo creía. No eran más que un grupo de malcriados, hijos de familias importantes a quienes su noble cuna les dulcificaba las reglas del Corpus. Se les permitía llevar otras ropas que no fueran las enlutadas que él mismo lucía, hablar entre ellos en otra lengua que no fuera hebreo o latín, salir y entrar a su antojo, beber alcohol y, en definitiva, adoptar comportamientos que cualquier persona identificaría inmediatamente como algo lascivo y salaz, al romper la pía atmósfera de la institución.

Indeciso ante la trascendencia de la decisión que tenía que tomar, caminó de nuevo hacia la ventana. Y cuando todavía no había dado ni tres pasos el corazón le dio un vuelco. La puerta se volvió a cerrar tras él.

—¡Feliz cumpleaños, Kit!

En la penumbra pudo descubrir una silueta negra y esbelta. Como si se tratara de un acto reflejo, Kit se echó la mano a la riñonera y sacó la daga de acero que siempre llevaba escondida. La blandió en la oscuridad pero al instante la guardó. El intruso era su amigo Nicholas Faunt.

—Nick, no te he oído entrar —el cosquilleo del susto aún recorría sus miembros.

—De qué te extrañas, Kit. No he llegado hasta donde estoy gracias a mi falta de discreción. Será mejor que guardes el cuchillo, amigo mío. Ya sabes que está prohibido llevar armas en el interior del colegio. No quiero que repitas la insensatez que protagonizaste hace unos días con aquel loco de segundo curso.

—A veces me veo obligado a hacerlo. Uno se mueve como un espectro por las mazmorras de un castillo. No corren tiempos para ir desprevenido.

—Y eso es lo que parece tu cuarto. ¿Por qué no enciendes más velas?

—De vez en cuando disfruto con la penumbra. Además, no quería que vieran que había vuelto precipitadamente.

—Acaban de sonar las ocho. Mucha gente ya ha vuelto a su cuarto —señaló su compañero acercándose a la ventana—. Mira la cantidad de luces que se ven ya alrededor del patio.

Kit miró a través del cristal y asintió. Al rato la llama de la vela nueva disipó las sombras del cuarto llenándolo todo de un tenue resplandor, suficiente para dar cuerpo y forma a los dos jóvenes estudiantes.

—Lo siento, Nick —agregó cambiando de tema—. No te he mostrado mi agradecimiento. En fin…, gracias por venir.

Mientras lo escuchaba, Faunt, sonriente, intentaba encender otro candil con la única vela servible que quedaba sobre la mesa.

Al igual que él, Faunt vestía totalmente de negro. Llevaba un traje oscuro o, como exigían las normas, un traje negro hasta los tobillos o de «otro color igualmente triste». Sus ojos castaños, vivos y luminosos, contrastaban con el apagado tono dorado de su cabello. Los dos lucían un aspecto casi barbilampiño si no fuera por los bigotillos y las barbas cuidadosamente recortadas que enmarcaban sus rostros. El de Kit estaba acompañado por una abigarrada melena, corta pero voluminosa, de color castaño, por su parte, Faunt tenía el cabello rubio y aplastado contra el cráneo, amenazado con dos incipientes entradas que anunciaban el negro futuro de aquella maraña de cabello áureo.

Nicholas Faunt, Nick, era uno de esos muchachos seguros de sí mismos, a los que les daba exactamente igual qué camino tomar cuando se enfrentaba a un contratiempo. Muchas veces hacía propia la idea de «si tienes un problema y no tiene solución, ¿de qué te preocupas? Y si la tiene, ¿de qué te preocupas?».

Frío como un témpano de hielo ante las adversidades y leal a sus amigos ante las adversidades, era capaz de desconcertar con sus disculpas al más ingenioso de sus rivales. En una ocasión, delante de todos los profesores y alumnos reunidos en el comedor del Corpus Christi, excusó su imperdonable tardanza anunciando que haber llegado antes hubiera sido una falta de respeto hacia la Reina de Inglaterra. No habría resultado oportuno dejar a Su Majestad a medias del relato de su último viaje para venir al comedor. Todos lo tomaban a broma y, en cierto modo, como un desacato y burla a la autoridad del colegio. Pero, como sucedía siempre, quedaba sorprendentemente sin castigo alguno. Con ello lograba suscitar cierta ojeriza entre sus compañeros y un halo de misterio a su alrededor.

Pero Kit conocía la verdad que había tras Nicholas Faunt. Sabía de sus andanzas por el extranjero. Era todo un veterano en el servicio secreto de Su Majestad la Reina de Inglaterra. En más de una ocasión se preguntaba cómo debían de reaccionar los enemigos de su país más allá de las fronteras ante un espía joven tan frío, inteligente y al mismo tiempo cómico. Conocía a Faunt desde hacía pocos meses. Pero desde el mismo momento en que fueron presentados por Thomas Nashe, compañero del Saint John’s College, ambos supieron conectar a la perfección.

Ya había oído hablar de él antes de conocerlo personalmente. En todas y cada una de las esquinas y pasillos del colegio corrían como el viento los rumores de sus extrañas salidas y, sobre todo, las misteriosas y dilatadas ausencias ante las que, sorprendentemente, ninguno de los directores de la institución, ni siquiera el ínclito Matthew Parker, antiguo arzobispo de Canterbury, había abierto jamás la boca para manifestar la más mínima queja. Detalles como éste hacían aflorar los dimes y diretes sobre la verdadera naturaleza del joven Nicholas Faunt. Unos decían que era el primogénito de una importante familia de Kent; otros, que era el hijo del mismísimo Parker, y hasta había quien afirmaba y defendía que era en realidad un brujo que bloqueaba las mentes de los profesores con sus prodigios. Sin embargo, ninguna de esas ideas se acercaba a la realidad. Faunt era espía. Un agente de la Corona de Inglaterra que trabajaba para el servicio secreto de la reina Isabel. En definitiva, una explicación más extraordinaria e increíble que si se dijera que era un mago.

El recién llegado se acercó a su amigo. Kit se acomodó sobre los tablones del banco. Con una señal invitó a su compañero a tomar asiento. Faunt se sentó junto a él y arrastró de una de las esquinas un taburete para colocar los pies.

—A pesar de todo, Nick, creo que estás chiflado. ¿No sabes que si te encuentran a estas horas fuera de tu habitación te pueden expulsar del colegio?

—Perdona. No singularices: «nos pueden expulsar». Tú te vendrías conmigo como si fuéramos siameses. Pero, sinceramente, me da igual. Ya sabes que tengo amigos importantes que me pueden echar una mano, como hemos hecho otras veces. Sé que el viejo Parker en más de una ocasión se ha visto tentado a expulsarme y no ha podido hacerlo, Kit. Por cierto ¿qué demonios hace Parker que no se encuentra en sus habitaciones?

Faunt se asomó a la ventana y echó un vistazo hacia la esquina sureste del patio en donde se encontraban las habitaciones del director. Las luces estaban apagadas.

—Como lo denuncie se va a enterar ese viejo achacoso.

Los dos comenzaron a reír. Sabía que bromeaba, aunque el poder de Faunt en la institución era verdaderamente real.

—Antes de nada vamos a disfrutar de esto.

El espía sacó de debajo de su traje una pequeña bolsa de tela y la desplegó con cuidado sobre el banco de madera que había frente a la ventana. Ante los dos aparecieron varios pastelillos.

—¿De dónde los has sacado?

—No preguntes y aprovecha. Todavía me sorprendo de cómo el resto de estudiantes puede sobrevivir con el escaso yantar que sirven en este colegio. —Tomó uno de ellos y siguió hablando mientras daba bocados—: Estos redondos de aquí son de miel —dijo señalando los pasteles con un dedo totalmente negro, sucio por la tinta—. El resto creo que son de leche. Pruébalos y ya me dirás.

Los dos guardaban silencio mientras daban buena cuenta de los pasteles.

—¿Sigues escribiendo?

—Sí. Muchas tardes, después de consultar libros en la biblioteca, me vengo al cuarto y escribo o traduzco del latín.

—¿Y no lo vas a publicar nunca?

—Eso es muy caro. ¿A quién le puede interesar la obra de Lucano o de Ovidio? Es más, si llega a oídos de las autoridades del colegio que trabajo en ellos, mi beca y mis días aquí estarán contados con los dedos de la mano de un carpintero. ¡Tuve que robar del despacho de Parker los libros de Ovidio, copiarlos y volverlos a dejar como si nada hubiera pasado!

Faunt se rio reconociendo la valentía de su amigo. Apartó la vista de la improvisada bandeja ya vacía de pasteles, observando el reflejo de la vela en el cristal del cuarto.

Kit suspiró mientras se atusaba el cabello. Se sentía cómodo con Faunt.

—Lo que sí me gustaría —dijo sonriendo a su invitado— es representar una obra de teatro. Sería fantástico llevar al escenario mi Dido, reina de Cartago.

—¿Es una comedia? —preguntó Faunt sin mostrar ningún interés real en el comentario de su amigo.

—No. Se trata de una tragedia. Cuenta la desdichada historia de Dido, la hija de Belo, el rey de Tiro, y fundadora de la fastuosa ciudad de Cartago —explicó Kit pretendiendo transmitirle emoción—. Cuando Dido alcanza las costas de…

—Pero, Kit, tú nunca has estado allí —lo cortó Faunt secamente.

—No hace falta, amigo mío —desistió en el intento de hacer partícipe a su amigo de su emoción literaria—. La mayor parte de esta historia está en los libros. Por ejemplo, Virgilio y su Eneida. No tienes más que moldear los versos como si fueras un escultor y dar nueva forma a esta historia.

—Eso es como engañar a la gente. Imagínate que describes un lugar que no existe. ¿Qué sería de tu reputación? Además, eso no vende —añadió Faunt mientras doblaba distraído la tela de los pastelillos—. La gente quiere comedias, reírse, pasar un buen rato. Historias divertidas que les hagan olvidar durante unos minutos las penas que pasan. Y si entre los protagonistas de la comedia hay un perro, pues mejor.

Se levantó y volvió a dejar la banqueta junto a la esquina de donde la había tomado. Arrojó debajo de la cama la bolsa de tela, mientras Kit miraba incrédulo lo que estaba haciendo.

—Tranquilo. Aquí no la verá nadie —añadió guiñándole un ojo—. Oye…

El semblante de los dos jóvenes cambió de forma repentina. Hubo un momento de silencio en el que evitaron mirarse a los ojos. Kit sabía qué era lo que su amigo le iba a contar.

Desde que recibió la carta, no dudó un instante en la relación de la misiva de los Walsingham con él.

—Fuiste tú quien trajo aquí la carta hace dos días, ¿no?

—Ya tienes 21 años y un montón de cosas que hacer por delante —dijo Faunt sin contestar directamente—. Quizá te puedo ofrecer la oportunidad que estabas buscando. Podrás viajar y conocer los escenarios de las tragedias que tanto anhelas. No solamente conseguirás tu licenciatura con éxito en la universidad, sino que además se te reconocerá el trabajo por la Corona, con lo que ello significa desde el punto de vista económico.

El aspirante no contestó ni hizo el más mínimo gesto de asentimiento o negación.

—Pero hay más jóvenes como yo en el colegio.

—No te confundas. ¿Cuántos de los que hay aquí serían capaces de entrar en el despacho de Parker para robar un libro con tal de poder cumplir con uno de sus sueños?

—Hay que estar muy loco para eso.

—Eres valiente, Kit. Tienes iniciativa, hablas varios idiomas y cuentas con un carácter loco y, al mismo tiempo, lo suficientemente frío y sosegado como para desempeñar con éxito el trabajo que se te pida. Mañana no te veré. Tengo que hacer cosas fuera del colegio. Ya sabes, cosas de las mías…

Faunt se dirigió hacia la puerta del cuarto, la abrió y se detuvo. Giró sobre sus pies y con el mismo semblante espetó:

—Se me olvidaba. Si decides ayudarnos y unirte a nosotros, escribe una contestación a la carta, colócala entre las páginas de este libro y déjalo mañana en la biblioteca del colegio. Ellos se encargarán de todo. Si decides lo contrario, no tienes más que devolverlo sin más y todo seguirá su curso como si nada hubiera sucedido.

Faunt giró el libro en el aire y dejándolo en la cama añadió con una sonrisa:

—1 le pensado que te gustaría éste y no otro. Estoy seguro de que, en cualquier caso, te traerá muchos y buenos recuerdos. Felicidades otra vez.

—Gracias, Nick. Ha sido un placer pasar este rato contigo. Te agradezco sobre todo lo de los pasteles, espero que no te cause ningún problema, aunque bueno, ya sé que…, déjalo. Gracias.

Al sonido de la puerta al cerrarse continuó el de las campanas de San Bene’t anunciando las ocho y media de la noche. Y después el silencio otra vez.

Kit abrió el libro que Nick había dejado sobre la cama. Al instante reconoció la obra que había manejado en la biblioteca del colegio tres años antes. Se trataba del De bello ciuil o Pharsalia, de Marco Anneo Lucano cuyos primeros pasajes él mismo había traducido. Allí estaban todavía muchas de las notas que escribiera de su puño y letra sobre las páginas.

Al contraluz de las velas, la imagen de Kit se recortaba en la cristalera de su ventana ofreciendo una visión fantasmal desde el patio. Sin moverse del banco, pensó en las palabras de su amigo. Llevaba cuatro años en el Corpus Christi y, a pesar de ser uno de los estudiantes más destacados del colegio, siempre hubo alumnos que le echaban en cara la edad que tenía cuando se matriculó por primera vez en 1580. En aquella fecha, contaba con 16 años largos, es decir, casi tres más que la edad normal de sus compañeros de curso. Por ello, muchos especulaban con la idea de que el primogénito de un zapatero de Canterbury obtuviera buenas calificaciones debido a la ventajosa preparación que traía de otros colegios. Sin embargo, no era así. Toda su formación se debía a los pocos años que había pasado en el King’s School de su ciudad natal, sufriendo y obteniendo por méritos propios lo que nadie nunca le dio de forma gratuita.

Más tranquilo después de las palabras de su amigo, se incorporó y buscó la carta a la luz de las velas entre el revoltijo de documentos que poblaban el escritorio. Tras encontrarla, la observó detenidamente, releyéndola una vez más.

Ciertamente, no tenía miedo. Ser agente del gobierno no era una tarca que le desagradara. Había oído rumores de algunos compañeros del colegio, además de su amigo, que desempeñaban este tipo de trabajos en el Corpus Christi: hacer de simples enlaces para llevar o traer información dentro de operaciones políticas en las que en la mayoría de los casos se desconocía el verdadero fin e incluso cuáles eran sus protagonistas. Ver, oír y callar. La reina Isabel había aprendido a reconocer el trabajo de los agentes que, en muchos casos, eran pagados del propio bolsillo de los Walsingham. Mostrándose de acuerdo con el servicio prestado, Su Majestad había decidido dar una partida de 2.000 libras anuales para este tipo de servicios, los llamados «gastos secretos». El aumento del dinero favoreció la búsqueda de más agentes y ahí era donde aparecía Kit.

La oferta era suculenta.

«Qué diablos», pensó. Apuró la luz de las velas que aún ardían sobre del escritorio y acercándose un taburete buscó un papel limpio y una pluma. La afiló con su cuchillo y la introdujo en el tintero. Comenzó a escribir una breve nota aceptando la entrevista. El crujir del estilete sobre el papel daba forma al trazo firme de su escritura.

Al acabarla, de repente fue consciente de la extraña tranquilidad que lo embargaba. Olvidado el lógico nerviosismo y la tensión de las últimas horas, y con una sangre fría que incluso a él mismo le sorprendió, dobló el papel con el escueto texto y lo introdujo justo al final del capítulo I de la Pharsalia. Midiendo cada uno de sus movimientos, acabó de colocar los enseres de su mesa.

Ahora todo estaba más sereno.

Se tumbó en la cama, colocó la daga bajo la almohada y acercando hasta allí un vela comenzó a leer en alto.

—Quis te tam lene fluentem moturum totas violenti gurgitis iras, nil e puleti sed cum lapsus abrupta viarum excepere tuos et praecipites cataractae…

Hasta que el sueño lo venció.