CAPÍTULO 47
PUERTO SEGURO, ABARRACH
Los lázaros, frustrados por la huida de la nave dragón, volvieron su cólera contra los vivos que aún quedaban en Abarrach. Kleitus condujo los ejércitos de los muertos contra el reducido grupo de refugiados de Kairn Telest.
Los vivos iban conducidos por Baltazar, que había conseguido escapar con vida de los muelles de Puerto Seguro. Protegido por el príncipe Edmund, el nigromante volvió rápidamente junto a su pueblo, refugiado en las cavernas de Salfag, donde anunció la terrible noticia de que su propio ejército de muertos se había vuelto contra ellos.
El pueblo de Kairn Telest huyó ante la llegada de los muertos, y escapó a las llanuras de aquella tierra también agonizante. Sin embargo, era una huida sin esperanza, pues entre ellos había muchos niños y numerosos enfermos que no podrían seguir la marcha agotadora. Sus días de sufrimiento y penalidades fueron piadosamente breves. Los muertos no tardaron en pisarles los talones y, muy pronto, los últimos sartán con vida de Abarrach quedaron acorralados y no tuvieron más remedio que volverse y combatir.
Durante toda esta persecución, yo avancé entre los lázaros, como uno más de ellos, pues sabía que aún no había llegado mi momento. El príncipe Edmund permaneció a mi lado y, aunque advertí la profunda pena que sentía por su pueblo, supe que él también esperaba su hora. El pueblo de Kairn Telest escogió como campo de batalla una llanura no lejos del Pilar de Zembar. Después de hacer algunos planes para intentar proteger a los niños y a los enfermos, Baltazar y los suyos llegaron a la conclusión de que no importaba lo que hicieran, pues contra el ejército de cadáveres sólo podía haber un resultado. Así pues, hombre y mujeres, jóvenes y viejos, tomaron las armas que pudieron y se aprestaron a luchar. Formaron en un único frente, las familias juntas, los amigos codo con codo. Los más afortunados serían los que murieran primero y más deprisa.
Los cadáveres formaron en incontables filas frente a los vivos. El ejército era inmenso y superaba al de sus víctimas en proporción de casi mil a uno. Kleitus y los lázaros lo encabezaban y el dinasta exhortó a los muertos a llevar ante él los cuerpos de los nigromantes de Kairn Telest para su inmediata resurrección.
Yo estaba al corriente de los planes de Kleitus pues había asistido a las reuniones de su consejo con el resto de los lázaros. Una vez destruido el pueblo de Kairn Telest, se proponía penetrar en la Puerta de la Muerte y pasar por ella a otros mundos. El objetivo último del dinasta era gobernar un universo de muertos.
Las trompetas de los cadáveres emitieron unas notas agudas y metálicas que resonaron por la caverna. El ejército de cadáveres se dispuso a avanzar. Los vivos bajo el mando de Baltazar cerraron filas y aguardaron en silencio su destino.
El príncipe Edmund y yo permanecimos juntos en las primeras filas de combatientes. Su fantasma se volvió a mirarme y supe que se le había concedido el conocimiento que había estado esperando.
—Dime adiós, hermano.
—Buen viaje, hermano, en tu larga travesía —le respondí—. Que por fin conozcas la paz.
—Lo mismo te deseo.
—Cuando mi trabajo esté terminado —contesté.
Continuamos caminando juntos, codo con codo, y ocupamos nuestro lugar en primera línea de combate. Kleitus nos miró con cautela y suspicacia. Se disponía a decirnos algo, pero los muertos se pusieron a dar vítores pensando que Edmund había decidido conducir en persona la batalla contra su propio pueblo. Poco pudo hacer Kleitus contra nosotros. Mi fuerza y mi poder habían aumentado durante aquellos últimos días, iluminándome como ese sol que nunca había visto salvo en las visiones de aquel sartán de otro mundo, el que se hacía llamar Alfred. Y supe de dónde procedían. Y supe también el sacrificio que tendría que hacer para utilizar aquel poder y aquella fuerza.
Estaba dispuesto a hacerlo.
El príncipe Edmund levantó la mano y reclamó silencio. Los muertos obedecieron; los cadáveres cesaron en sus gritos huecos y los fantasmas acallaron sus incesantes lamentos.
—¡En este ciclo —gritó el príncipe Edmund— la muerte caerá sobre Abarrach!
Los muertos elevaron sus voces en un potente griterío. Las facciones perpetuamente cambiantes de Kleitus se nublaron.
—No me habéis entendido —proclamó el príncipe—. La muerte no caerá sobre los vivos, sino sobre nosotros, los muertos. Dejad a un lado el miedo, como hago yo. Confiad en éste. —En este punto, Edmund se arrodilló ante mí y alzó los ojos hacia mi rostro—. Pues es de él de quien habla la profecía.
—¿Estás preparado? —pregunté entonces.
—Sí —respondió él con firmeza.
Empecé a recitar el cántico, las palabras que había oído por primera vez en boca del sartán, Alfred, bendito sea Él que lo envió a nosotros.
El cuerpo del príncipe Edmund se puso rígido y dio una brusca sacudida como si notara de nuevo la lanza clavada en el pecho. Su rostro se contorsionó de dolor físico y de certidumbre mental de estar muriendo, en una mueca que reflejaba esa lucha breve y enconada que libra la vida mientras abandona el cuerpo y el mundo.
Mi corazón se llenó de pena, pero continué el cántico. El cuerpo se derrumbó a mis pies.
Kleitus, al comprender qué estaba pasando, intentó detenerme. Él y los demás lázaros me rodearon enfurecidos, pero para mí no eran nada más que el viento cálido que soplaba del mar de Fuego.
Los muertos no dijeron nada. Se limitaron a mirar.
Los vivos emitieron un murmullo y se tomaron de las manos, sin saber si les ofrecíamos esperanza o íbamos a ahondar su desesperación.
El cadáver de Edmund permaneció inmóvil y callado. Las espantosas cuerdas mágicas que lo animaban estaban cortadas. El fantasma del príncipe, su espíritu, se hizo más nítido y su perfil, más definido. Por un breve instante apareció ante mí y ante su pueblo como había sido en vida: joven, atractivo, orgulloso y compasivo.
Su última mirada fue para su pueblo, tanto para los vivos como para los muertos; luego, se desvaneció como la bruma matutina bajo los rayos del sol.
Aquel día se libró una batalla, pero no entre los vivos y los muertos. Los dos bandos fueron el mío, con los muertos, contra Kleitus y los demás lázaros. Cuando terminó, los lázaros habían sido derrotados y su temible poder había quedado reducido. Junto al dinasta, huyeron con la intención de incrementar su fuerza y volver más adelante a la lucha. Algunos de los cadáveres se les unieron, temerosos de abandonar lo que conocían, prefiriéndolo a lo desconocido. Con todo, fueron muchos más los muertos que acudieron a mí tras el combate y me rogaron que los liberase.
Después de la batalla, los vivos de Kairn Telest cruzaron de nuevo el mar de Fuego y entraron en la trágica ciudad de Necrópolis, donde se les unieron los pocos que habían conseguido sobrevivir a la matanza. Baltazar es ahora su líder. La primera ley que firmó fue prohibir las prácticas nigrománticas. Su primer decreto fue que los cuerpos de las víctimas de la venganza de los muertos fueran entregados con respeto al mar de Fuego.
Los lázaros han desaparecido, pero su amenaza pende como siniestros nubarrones de tormenta sobre los vivos de Necrópolis. Las puertas de la ciudad permanecen cerradas, los agujeros de las murallas han sido cegados y los muros permanecen fuertemente custodiados. Baltazar opina que los lázaros están buscando el medio de entrar en la Puerta de la Muerte y que tal vez lo hayan conseguido.
Me parece muy probable que Kleitus busque un modo de cruzar la Puerta, pero no creo que lo haya encontrado. Sigue en este mundo, igual que todos los demás lázaros. A veces, durante las largas horas de insomnio, escucho sus voces, sus gritos de odio, de agonía y de tormento. Es su odio lo que los ata a este mundo; su odio hacia mí en particular, porque saben que la profecía se ha cumplido en mi persona.
El tormento que soportamos los lázaros es indescriptible. El alma anhela la libertad pero no puede separarse del cuerpo. El cuerpo ansia desprenderse de su pesada carga, pero lo aterra la idea de separarse del alma. No podemos dormir ni encontramos descanso. Ningún alimento puede darnos sustento, ninguna bebida puede calmar nuestra sed terrible. El cuerpo se duele de fatiga, pero el espíritu inquieto lo obliga a deambular constantemente por el mundo.
Recorro las calles de Necrópolis, las calles un día abarrotadas y hoy penosamente vacías. Recorro los pasadizos desiertos del palacio y escucho el eco de mis propios pasos. Recorro los campos de las Antiguas Provincias, desolados y abandonados. Recorro los campos de las Nuevas Provincias y veo a los vivos labrar las tierras en lugar de los muertos.
Recorro las costas del menguante mar de Fuego. Y, cuando el dolor de mi existencia se hace demasiado insoportable, vuelvo a la Cámara de los Condenados a buscar nuevas fuerzas.
El sufrimiento es mi penitencia, mi sacrificio. Mi amada Jera anda con los lázaros por ahí, en alguna parte. Su odio hacia mí es intenso, profundo, pero sólo porque ese odio tiene que librar una batalla constante contra su amor, más profundo aún. Cuando el tiempo de esperar termine, cuando mi obra esté completa, volveré a tomar a mi amada en mis brazos y hallaremos juntos la paz que ahora se nos niega. Guardo en mi corazón este sueño, el único que me permiten estos ojos eternamente desvelados. Es mi consuelo y mi esperanza. El amor y el conocimiento de mi deber me sostienen en la espera. El tiempo de la profecía no ha llegado, pero está próximo.
«El traerá la vida a los muertos y la esperanza a los vivos. Y para él se abrirá la Puerta».[15]