CAPÍTULO 33
LAS CATACUMBAS, ABARRACH
Después del primer encuentro de Alfred con Haplo en Ariano, el sartán se había dedicado en profundidad al estudio de los patryn, el enemigo ancestral. Los antiguos sartán habían sido meticulosos conservadores de documentos y Alfred había podido investigar la enorme cantidad de relatos históricos y tratados que se guardaban en los archivos del mausoleo bajo la isla de Drevlin. Allí había buscado, sobre todo, información sobre los propios patryn y su concepción de la magia. No había encontrado gran cosa, pues los patryn habían tenido gran cautela de no revelar sus secretos a sus enemigos.
Sin embargo, entre todos aquellos textos, uno le había llamado especialmente la atención y ahora, en las catacumbas de Abarrach, le vino a la mente de improviso. No lo había escrito un sartán, sino una hechicera elfa que había mantenido una fugaz relación sentimental con un patryn.
La clave para la comprensión de la magia patryn es el concepto del círculo. Este no sólo rige las runas que tatúan sus cuerpos y el modo en que dichas runas se estructuran, sino que se extiende a todos los aspectos de su vida: la relación entre mente y cuerpo, entre dos personas y entre el individuo y el resto de la sociedad. La ruptura del círculo, sea por heridas en el cuerpo, por la ruptura de una relación privada o por la falta de sintonía social, debe evitarse a cualquier coste. Los sartán y otros que han tenido encuentros con los patryn y son conocedores de sus personalidades ásperas, crueles y dictatoriales, siempre se sorprenden ante la profunda lealtad que sienten esos patryn hacia los de su propia raza (¡y sólo hacia ellos!). Sin embargo, para quienes entienden el concepto del círculo, tal lealtad no es sorprendente. El círculo preserva la fuerza de la comunidad aislándola de aquellos a quienes los patryn consideran inferiores. [Seguían en el texto unas consideraciones de la hechicera, que no vienen a cuento, respecto a su fracasada relación amorosa.]
Toda enfermedad o herida que sufre un patryn se considera una ruptura en el círculo establecido entre cuerpo y mente. En las prácticas curativas de los patryn, lo más importante es restablecer el círculo. Esto puede llevarlo a cabo el propio herido o enfermo, o puede encargarse de ello otro patryn. Cabe la posibilidad de que un sartán que entendiese el concepto pudiera llevar a efecto este círculo curativo pero, aun así, parece muy improbable: a) que el patryn lo permitiese y b) que hubiese ningún sartán dispuesto a mostrar tal piedad y compasión hacia un enemigo capaz de revolverse y matarlo sin el menor escrúpulo.
La hechicera mensch no sentía demasiadas simpatías por los patryn ni por los sartán. Cuando había leído el texto por primera vez, Alfred se había sentido un tanto indignado ante el tono de la mujer, convencido de que los sartán eran objeto de una burda e injusta calumnia. Ahora, no estaba tan seguro.
Piedad y compasión… con un enemigo que no mostraría ninguna hacia uno. La primera vez, Alfred había leído aquellas palabras apresuradamente, sin reflexionar. Ahora, tampoco tenía tiempo para meditar sobre ellas, pero se le ocurrió que la respuesta se hallaba en algún rincón de aquella frase.
El círculo del ser de Haplo estaba roto, resquebrajado. Mediante un veneno, imaginó Alfred al advertir la sustancia negruzca entre sus labios, la lengua hinchada y la evidencia palpable de que el patryn había padecido unos vómitos terribles.
—Tengo que recomponer el círculo, y entonces podré curar al patryn.
Alfred cogió las manos cubiertas de runas de Haplo, la zurda del patryn en la diestra del sartán, la diestra del sartán en la zurda del patryn. El círculo quedó formado. Alfred cerró los ojos, hizo oídos sordos a todos los sonidos que lo envolvían, apartó de su mente la certeza de que pronto llegarían más guardianes y de que aún estaban en peligro de muerte y, en voz baja, empezó a entonar las runas.
Un intenso calor se adueñó de él; la sangre latió con gran fuerza en sus venas y notó que su interior rebosaba de vitalidad. Las runas transportaron toda aquella energía vital desde su mente y su corazón hasta su brazo izquierdo, hasta la mano, y la notó pasar por sus dedos hasta la mano de Haplo. La piel helada del patryn agonizante recobró el calor al instante. Alfred advirtió, o creyó advertir, que la respiración de Haplo se hacía más firme.
Los patryn poseen la facultad de obstaculizar los hechizos sartán para contrarrestar su poder. Al principio, Alfred temía que ésta fuera la reacción de Haplo. No obstante, o bien el patryn estaba demasiado débil para resistirse a la telaraña de runas que el sartán tejió a su alrededor, o bien su instinto de supervivencia era demasiado poderoso.
Haplo se estaba recuperando pero, de repente, fue Alfred quien se vio atenazado por el dolor. El veneno entraba en su organismo, fluyendo del patryn al sartán, atravesándole las entrañas con cuchillas de fuego. Alfred jadeó, gimió y se dobló por la cintura mientras las náuseas le retorcían el estómago y los intestinos como si fueran a desgarrarlos.
«Un enemigo capaz de revolverse y matarlo a uno sin el menor escrúpulo».
Una sospecha aterradora descendió sobre Alfred. ¡Haplo lo estaba matando! Al patryn no le importaba morir y estaba dispuesto a aprovechar la oportunidad de llevarse con él a su enemigo.
Pero la sospecha desapareció al instante. Las manos de Haplo, cada vez más cálidas y fuertes, asieron las del sartán con energía, devolviéndole a Alfred toda la vida que podía proporcionarle. El círculo entre los dos quedó definitivamente forjado, auténticamente completado.
Y Alfred supo, con una sensación de abrumadora tristeza, que Haplo no lo perdonaría jamás.
—¡Basta! ¡No! ¿Qué estás haciendo? —gritaba alguien, con voz llena de espanto.
Alfred volvió en sí, despertó de nuevo a su peligrosa situación con un sobresalto. Haplo estaba sentado muy erguido y, aunque pálido y tembloroso, su respiración era normal, su mirada estaba despejada y sus ojos contemplaban fijamente a Alfred con aire de torva enemistad.
Por fin, Haplo rompió el círculo separando sus manos de las de Alfred con una sacudida.
—¿Te…, te encuentras bien? —preguntó el sartán, estudiando a Haplo con aire inquieto.
—¡Déjame en paz! —replicó Haplo. Intentó ponerse en pie, pero volvió a sentarse. Alfred alargó la mano para ayudarlo, pero Haplo lo apartó con brusquedad.
—¡Te he dicho que me dejes en paz!
El patryn apretó los dientes, se apoyó en el lecho de piedra y bajó los pies al suelo. Se disponía a soltarse cuando volvió la mirada hacia el exterior de la celda, por encima del hombro de Alfred. Entrecerró los ojos y se puso en tensión.
Consciente por fin del grito lleno de pánico que había sonado detrás de él, Alfred se volvió rápidamente. Era el conservador quien gritaba, pero lo hacía al duque, no a Alfred.
—¡Estás loco! ¡No puedes hacer una cosa así! ¡Va contra todas las leyes! ¡Detente, loco!
Jonathan estaba entonando las runas, conjurando la magia sobre el cuerpo de su difunta esposa.
—¡No sabes lo que estás haciendo!
El conservador se lanzó hacia Jonathan e intentó arrastrarlo lejos del cadáver. Alfred lo oyó añadir algo acerca de un «lázaro», pero no entendió a qué se refería el conservador con aquel término incoherente.
Jonathan se quitó de encima al conservador con una fuerza nacida del dolor, de la desesperación y de la locura. El nigromante conservador fue a estrellarse contra una pared, se golpeó la cabeza y cayó derrumbado al suelo. El duque no le prestó la menor atención y tampoco reaccionó al sonido de unos pesados pasos, aún lejano pero cada vez más próximo. Con el cuerpo aún caliente de su esposa apretado contra su pecho, Jonathan continuó cantando las runas mientras las lágrimas le corrían por el rostro.
—Los guardias se acercan —dijo Haplo con voz acerada, cortante—. Probablemente, sólo me has salvado la vida para que me vuelvan a matar. Supongo que no se te habrá ocurrido pensar en el modo de salir de aquí, ¿verdad?
Alfred volvió la vista en un gesto involuntario hacia el pasadizo que los había llevado hasta allí y advirtió que el sonido de las botas pesadas procedía precisamente de allí.
—Yo…, yo… —balbució.
Haplo soltó un bufido de mofa y miró al duque con aire torvo.
—Está demasiado ido para resultarnos de alguna ayuda.
El patryn se incorporó con cierta vacilación y estuvo a punto de caer de nuevo sobre el lecho de piedra. Con una mirada furiosa, advirtió a Alfred que se mantuviera a distancia. Cuando recuperó el equilibrio, Haplo salió de la celda tambaleándose y observó el pasadizo, que continuaba hasta perderse en unas sombras impenetrables.
—¿Este conducto nos lleva fuera de las catacumbas, o a un callejón sin salida? Si es esto último, estamos atrapados. También puede suceder que nos perdamos en el laberinto de pasadizos. De todos modos, es nuestro único… ¡Eh, hola, muchacho! ¿De dónde sales?
Como si se materializara de la oscuridad, el perro saltó sobre su amo con un ladrido de alegría. Haplo se inclinó para acariciarlo. El perro hizo fiestas, dio vueltas en torno a su amo y le mordisqueó los tobillos en un frenesí de afecto.
Los pasos sonaban más cerca, pero parecía que avanzaban más lentamente y Alfred captó unas voces, ininteligibles pero audibles. A juzgar por los retazos de conversación, parecía que los intrusos recelaban de penetrar en las catacumbas y hacer frente a la magia amenazadora del misterioso extranjero.
Haplo dio unas palmaditas en los flancos al perro y dirigió una mirada inquisitiva a Alfred.
—¡Ya sé qué me vas a preguntar! —exclamó el sartán con voz agitada. Se incorporó apresuradamente, evitando la mirada del patryn, y cruzó la estancia hasta donde yacía el conservador, hecho un ovillo en el suelo. Alfred se arrodilló junto al cuerpo inconsciente del nigromante y añadió—: La respuesta es no. No consigo recordar el hechizo que he utilizado para matar al muerto. Lo intento, pero no puedo. Es como lo de mis desmayos: ¡no tengo modo de controlarlos!
—Entonces, ¿qué diablos haces perdiendo el tiempo? —replicó Haplo, airado—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Si supiéramos por dónde…!
—¡Las runas! —Alfred recordó los signos mágicos que había visto durante el descenso y se volvió hacia la pared del pasadizo, que brillaba a la luz de la lámpara. Con mano temblorosa, señaló la parte inferior de la pared y repitió—: ¡Las runas!
—Sí, las runas. ¿Y qué?
—Nos ayudarán a salir de aquí. Yo… ¡Espera!
Los dedos de Alfred siguieron los trazos tallados en la roca, repasaron las espirales y las muescas y los intrincados dibujos. Tocó uno de ellos y pronunció la runa. El signo mágico bajo sus dedos empezó a despedir una suave y radiante luz azulada. El fuego mágico prendió entonces en la runa contigua a la que estaba tocando, y también ésta empezó a emitir un fulgor mortecino. Muy pronto, una tras otra, apareció de la oscuridad una hilera de runas iluminadas que marcaba el pasadizo hasta desaparecer tras un recodo.
—¿Eso nos conducirá fuera? —inquirió Haplo.
—Sí —contestó Alfred con confianza—. Es decir… —El sartán vaciló, recordando lo que había visto en los salones de los niveles superiores. Hundió los hombros y añadió—: Siempre que los signos mágicos no hayan sido destruidos o borrados…
—Bueno. Menos es nada… —murmuró el patryn con un gruñido. Las voces procedentes de los pasadizos sonaban más fuertes—. Vámonos. ¡Parece que estén agrupando ahí a todo el condenado ejército! Tú ve delante. Yo llevaré al príncipe. Conociendo a Baltazar, tengo la impresión de que pondrá trabas a que volvamos a la nave si no llevamos con nosotros a Su Alteza.
El nigromante conservador estaba inconsciente, pero vivo. Alfred podía dejarlo allí sin cargos de conciencia. Tras comprobarlo, el sartán corrió al lado de Jonathan y se agachó, sin saber qué hacer o decir para convencer al abrumado duque de que huyera para salvar una vida que, en aquel momento, debía de importarle muy poco.
Empezó a decir algo, se detuvo y reprimió una exclamación.
La magia de Jonathan había dado resultado: Jera tenía los ojos abiertos y miraba a su alrededor. Alfred la vio alzar el rostro hacia su esposo con la mirada cálida y brillante de los vivos. Jonathan alargó la mano para acariciarla pero, en aquel instante, la expresión de la duquesa fluctuó, se difuminó, y dio paso a la mirada fija, fría y vacía de los muertos.
—¡Jonathan! —murmuró su voz viva con un gemido de dolor—. ¿Qué has hecho?
Y, a continuación, se oyó el eco helado, como salido de una tumba, de una voz que repetía con un gemido: «¿Qué has hecho?».
Una sensación de horror llenó a Alfred. Se echó atrás, tropezó con Haplo y se agarró a él con alivio.
—¿No me has oído? ¡Sigue adelante! —soltó el patryn. Haplo llevaba asido por el brazo al príncipe y el cadáver se dejaba conducir con toda docilidad—. Si el duque no quiere venir, déjalo. No nos es de ninguna utilidad. ¿Qué diablos te sucede ahora? ¡Te juro que…!
Haplo volvió la vista y no terminó la frase. Boquiabierto, contempló la escena.
Jonathan se había puesto en pie y ayudaba a su esposa a incorporarse. La flecha seguía alojada en su pecho y la sangre le embadurnaba las ropas. Ambos detalles de la figura se quedaron grabados en la mente de Haplo y de Alfred, pero era su rostro lo que…
—Una vez, en Drevlin, vi a una mujer que se había ahogado —comentó el sartán en un susurro, con una nota de espanto en la voz—. Yacía bajo el agua con los ojos abiertos y el cabello agitado por la corriente. ¡Parecía viva, pero yo supe en todo instante que…, que no lo estaba!
Tampoco la duquesa lo estaba. Alfred recordó la ceremonia que había presenciado en la caverna, recordó los fantasmas situados tras los cadáveres, separados de los cuerpos, distanciados de ellos.
—¿Jonathan? —repitió la voz una y otra vez—. ¿Qué has hecho?
Y el eco espectral: «¿Qué has hecho?».
El fantasma de Jera no había tenido tiempo de liberarse del cuerpo y la mujer estaba atrapada entre dos mundos, el de los muertos y el de los espíritus. La duquesa se había convertido en un lázaro.[14]