CAPÍTULO 40
LAS CATACUMBAS, ABARRACH
Los ojos de Alfred se adaptaron poco a poco a la oscuridad del túnel. Una oscuridad que no era absoluta, como había temido el sartán cuando había penetrado en ella deslumbrado por la brillante luz de la cámara, sino que estaba teñida de un resplandor rojizo, mortecino, reflejo de una luz que brillaba al fondo de un pasadizo de paredes lisas y bruñidas. A juzgar por la luz y el calor, no debían de estar lejos de un lago de magma. Alfred se volvió para preguntar a Haplo si quería que activara las runas-guía y descubrió al patryn caído en el suelo. Preocupado, se apresuró a volver junto a él.
El perro estaba plantado junto a su amo, con los dientes al descubierto y un gruñido de advertencia en la garganta. Alfred intentó razonar con el animal.
—Sólo quiero ver si está herido. Puedo ayudarlo… —y avanzó otro paso con la mano extendida hacia Haplo.
El perro entrecerró los ojos y echó las orejas hacia atrás. Sus gruñidos se hicieron más roncos. Hemos compartido buenos momentos, parecía decirle el animal. Creo que eres un buen tipo y lamentaría verte sufrir algún mal, pero si acercas un poco más esa mano vas a llevarte un buen mordisco.
Alfred se apresuró a retirar la mano y retrocedió un paso. El perro siguió observándolo, muy atento.
El sartán miró a Haplo por encima del lomo del animal, inspeccionó a distancia al patryn y llegó a la conclusión de que, después de todo, no estaba herido sino profundamente dormido. Aquello era el colmo de la valentía o de la insensatez; Alfred no pudo determinar cuál de las dos cosas.
Pero tal vez sólo era, en realidad, una muestra de sentido común. Le pareció recordar algo respecto a que los patryn poseían la facultad de curarse y recuperarse mediante el sueño. Pensándolo bien, también él estaba molido. Aunque habría podido seguir corriendo, impulsado por el terrible espanto de lo que acababa de presenciar en la cámara, hasta caer al suelo de puro agotamiento. Tal como estaban las cosas, lo mejor sería, probablemente, descansar y conservar sus fuerzas para lo que pudiera aguardarles más adelante. Dirigió una mirada nerviosa y temerosa hacia la puerta sellada y preguntó en voz alta, no muy seguro de a quién dirigía sus palabras:
—¿Estaremos…, estaremos a salvo aquí dentro?
—Más que en ningún otro lugar de esta ciudad condenada —respondió la voz del príncipe Edmund.
El cadáver parecía más vivo que los vivos. Una vez más, el fantasma había abandonado el cuerpo, pero los dos parecían actuar al unísono. En esta ocasión, sin embargo, era como si la sombra fuera el cuerpo.
La mirada compasiva de Alfred se volvió hacia Jonathan. El duque, perdido en una visión arrobadora, había cruzado la puerta de la cámara conducido, como si fuera un niño, por el príncipe; la fría mano del cadáver aún apretaba entre sus dedos la de Jonathan, no mucho más cálida.
—¿Qué le sucede? ¿Se ha…, se ha vuelto loco?
—El duque vio lo que tú viste. Pero, a diferencia de ti, continúa viéndolo.
Testigo de aquella trágica carnicería de antaño, Jonathan parecía ajeno al terror que lo rodeaba en el presente. Ante la suave orden del cadáver, se sentó en el suelo de piedra. Sus ojos seguían contemplando escenas del pasado. De vez en cuando, soltaba un grito o gesticulaba con las manos como si tratara de ayudar a alguien invisible.
El fantasma del príncipe Edmund era claramente visible en la oscuridad como una sombra a la inversa: una luminosa silueta blancoazulada de un cadáver envuelto en sombras.
—Aquí estaremos a salvo —repitió—. Los muertos tienen ahora asuntos más urgentes de que ocuparse; no vendrán tras nosotros.
Alfred se estremeció ante su tono de voz, sombrío y solemne.
—¿Asuntos? ¿A qué te refieres?
El fantasma volvió sus ojos brillantes hacia la puerta de piedra.
—Ya la oíste: «Sólo seremos libres cuando los tiranos hayan muerto». Se refiere a los vivos. A todos los vivos.
—¿Van a matar a…? —Alfred dejó la frase a medias, pasmado. Su mente rechazó la suposición—. ¡No! ¡Es imposible! —exclamó, pero recordó las palabras del lázaro y la expresión de aquel rostro que, a veces, estaba muerto y, a veces, espantosamente vivo.
—Tenemos que avisar a la gente —murmuró, aunque la mera idea de obligar a su cuerpo débil y cansado a continuar la marcha era suficiente para hacerlo llorar. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo agotado que estaba.
—Demasiado tarde —respondió el fantasma—. La matanza ya ha comenzado y, ahora que Kleitus se ha sumado a las filas de los muertos, continuará sin tregua. Como ha dicho Jera, el dinasta descubrirá ahora el auténtico poder. Un poder que puede ser suyo eternamente. La única amenaza para Kleitus son ahora los vivos, y ya se ocupará de que tal amenaza no siga existiendo mucho tiempo más.
—Pero ¿qué pueden hacer los vivos frente a él? —preguntó Alfred, estremeciéndose ante sus horribles recuerdos—. ¡Kleitus está…, es un muerto!
—No obstante, no hace mucho que tú formulaste un hechizo que hace morir a los muertos —replicó el príncipe—. Si tú has sido capaz de ello, también podría hacerlo otro y Kleitus no puede correr el riesgo. Y, aunque no fuera así, el lázaro de la duquesa perseguiría y mataría a los vivos por puro odio. Ahora, tanto Jera como Kleitus comprenden lo que los vivos han hecho a los muertos.
—Pero ¿y tú? —inquirió Alfred, y miró al fantasma con desconcierto—. También has dicho que comprendías lo sucedido, pero en ti no percibo odio sino sólo una profunda pena.
—Tú estabas allí. Has visto lo que sucedió.
—Lo he visto, pero no lo he entendido. ¿Me lo explicarás?
De pronto, al fantasma se le nubló la vista como si hubiera cerrado unos párpados invisibles.
—Mis palabras son para los muertos —dijo—, no para los vivos. Sólo quienes busquen hallarán.
—¡Pero yo estoy buscando! —protestó Alfred—. ¡Deseo sinceramente conocer y comprender…!
—Si lo que dices fuera verdad, lo entenderías —replicó el príncipe.
Jonathan soltó un quejido espantoso, se llevó las manos al pecho y se encogió hacia adelante, retorciéndose de dolor. Alfred corrió a su lado.
—¿Qué le ha sucedido? —murmuró con un jadeo, volviendo la cabeza hacia el cadáver de Edmund—. ¿Nos ataca alguien?
—No es un arma de nuestros días lo que lo ha herido, sino una espada del pasado. El duque aún revive la escena de lo que sucedió en ese pasado. Será mejor que lo despiertes, si puedes.
Alfred dio la vuelta al cuerpo de Jonathan y observó sus labios amoratados y apretados, sus ojos desorbitados. Le tocó la piel húmeda y fría y apreció los latidos irregulares de su corazón. El duque estaba tan sumido en el hechizo que parecía capaz de morir de la conmoción que le producían sus visiones. Sin embargo, tal vez fuera aún peor tratar de despertarlo. Alfred miró por un instante al dormido patryn y contempló la expresión apacible de su pálidas facciones, de las cuales habían desaparecido las arrugas de dolor y agotamiento.
Dormía. O, como lo habían denominado los antiguos, estaba sumido en «la pequeña muerte».
Alfred sostuvo en sus brazos al duque, tranquilizó al desgraciado joven, le murmuró palabras de consuelo y entretejió con ellas un cántico monocorde y uniforme. Las rígidas extremidades de Jonathan se relajaron y sus facciones contraídas de dolor se suavizaron. El duque exhaló un profundo suspiro, se estremeció y cerró los ojos. Alfred lo sostuvo entre sus brazos unos instantes más para asegurarse de que estaba de veras dormido, y luego lo depositó con cuidado sobre el suelo de roca.
—Pobre hombre —murmuró a continuación—. Tendrá que vivir con el peso de haber atraído este mal terrible sobre su pueblo.
El príncipe Edmund movió la cabeza en gesto de negativa.
—Sus actos los impulsó el amor. Aunque hayan provocado este mal, si el duque es fuerte, el bien prevalecerá.
Tal optimismo estaba bien para un cuento infantil a la hora de acostarse, pero en aquel túnel iluminado por el fuego, con aquellos indecibles espantos desatados en la ciudad que tenían sobre ellos…
Alfred se apoyó en la pared lisa y se dejó resbalar hasta el suelo.
—¿Qué me dices de tu pueblo, Alteza? —preguntó, recordando de pronto a la gente de Kairn Telest—. ¿No corre peligro? ¿No deberías hacer algo para advertirle, para ayudarlo?
La expresión del príncipe cambió, se entristeció. O tal vez Alfred sólo percibía la tristeza de Edmund y era su mente la que imaginaba que la expresión del cadáver cambiaba.
—Siento lástima de mi pueblo y de sus sufrimientos, pero ahora la responsabilidad es suya, de los vivos. Yo los he abandonado y he pasado a otro mundo. Mis palabras son ahora para los muertos.
—Pero ¿qué vas a hacer? —insistió Alfred, impotente—. ¿Qué puedes hacer por los tuyos?
—Todavía no lo sé —respondió el fantasma del príncipe—. Pero ya me lo indicará alguien. De momento, tu cuerpo vivo necesita descanso. Yo montaré guardia mientras duermes. No temas, nadie nos encontrará. Por ahora, estás a salvo.
Alfred no tuvo más remedio que confiar en el príncipe y ceder al cansancio. La magia, incluso la de los sartán, tenía sus limitaciones físicas, como había quedado demostrado en aquel mundo espantoso. Sólo se podía recurrir a ella durante un tiempo determinado antes de que fuera preciso reponer fuerzas. Así pues, buscó la posición más cómoda posible sobre el suelo de dura roca.
El perro, que había mantenido bajo una atenta vigilancia a Alfred, se alegró de poder relajarse también y, enroscándose junto a su amo, apoyó la testuz sobre el pecho de éste. Pero mantuvo los ojos abiertos.
Haplo despertó del largo sueño, que había curado su cuerpo pero no había llevado la paz ni la tranquilidad a su mente. Se sentía extraordinariamente inquieto, corroído por una rabia inconcreta. Tendido en el suelo del túnel a oscuras, mientras acariciaba la cabeza del perro, trató de recordar…
Tenía que contarle algo de extrema importancia a no sabía quién. Algo urgente, de sumo valor… Pero no lograba recordar qué era.
—Tonterías —le dijo al perro—. Es imposible. Si tan importante fuera, me acordaría.
Pero, por mucho que lo intentó, no pudo recordar de qué se trataba y la sensación de haber perdido una información vital lo quemó por dentro como otro veneno.
A su inquietud se sumó una punzada de hambre y una sed tremenda. No había comido ni bebido nada desde la cena que había estado a punto de ser la última. Se incorporó hasta quedar sentado y miró a su alrededor en busca de agua; bastaba un minúsculo arroyo que surgiera de alguna grieta en la roca, una simple gota que cayera del techo. Con su magia rúnica, utilizaría esa gota para crear más, pero no podía invocar agua de una roca sólida.
No encontró agua. Ni esa gota que buscaba. Todo andaba mal, todo se había torcido desde que había llegado a aquel mundo maldito y marchito.
Por lo menos, se dijo, sabía a quién echar la culpa. Miró a Alfred, quien yacía de costado, encogido, con la boca abierta y soltando suaves ronquidos. Debería haber dejado morir allí dentro al sartán, sobre todo después de que me sometió a aquel hechizo, de que me hizo ver a aquella gente en torno a la mesa, de que me hizo decir…
Haplo apartó de su mente aquel desagradable recuerdo. Al menos, continuó diciéndose, ahora estaban a la par. Acababa de salvarle la vida al sartán a cambio de lo que Alfred había hecho por él en la celda. Ya no le debía nada.
Se puso en pie bruscamente, para sobresalto del perro, que se incorporó de un brinco y lo miró con aire de leve reproche.
—Te vas solo…
El cadáver del príncipe Edmund estaba de pie, inmóvil, junto a la puerta sellada y cerca de donde yacía Jonathan, sumido en el sueño provocado por la magia de Alfred.
—Así viajaré más deprisa. —Haplo estiró los brazos y se frotó el cuello, rígido y dolorido. No le gustaba el aspecto del fantasma. Verlo lo hacía pensar de nuevo en la información que había olvidado.
—Vas a marcharte sin las runas-guía…
El fantasma no intentaba disuadirlo, aparentemente. No parecía que le importase si lo hacía o no; sólo señalaba algo que resultaba obvio. Haplo pensó que, probablemente, se sentía solo y le gustaba oír su propia voz.
—Calculo que estamos en la parte más profunda de las catacumbas —respondió—. Encontraré un pasadizo que lleve hacia arriba y lo seguiré hasta donde me lleve. ¡No puedo terminar mucho peor de lo que me ha ido siguiéndolo a él! —señaló con un gesto a Alfred, que se había movido y ahora yacía boca abajo, con las nalgas sobresaliendo en una postura de lo más indecorosa—. Además, he estado en sitios peores. Nací en uno de ellos. ¡Vamos, perro!
El animal bostezó, se desperezó, extendió las patas delanteras, echó el cuerpo hacia adelante, estiró las traseras y, por último, se sacudió desde el hocico hasta el rabo.
—¿Sabes qué sucede ahí arriba? —El fantasma alzó la mirada con un brillo en los ojos.
—Puedo adivinarlo —murmuró Haplo, sin ganas de hablar del tema.
—No llegarás con vida a la nave. Te convertirás en alguien como Kleitus y Jera: almas atrapadas en un cuerpo muerto, llenas de odio hacia la parodia de vida que los ata a este mundo y llenas de miedo a la muerte que los liberaría.
—Correré el riesgo —replicó Haplo, pero notó la palma de las manos húmeda y fría. Un sudor helado le bañó todo el cuerpo, aunque el aire del túnel era caluroso y sofocante.
«¡Muy bien, tengo miedo!», reconoció para sí. Los patryn respetaban el miedo, no se avergonzaban de él; así se lo enseñaban los mayores en el Laberinto. El conejo no siente vergüenza de huir del zorro, y éste no la siente de ponerse a distancia del león. Uno tenía que escuchar su propio miedo, enfrentarse a él, entenderlo y superarlo.
Haplo se acercó al fantasma del príncipe. Podía ver a través de él; pudo ver la pared que había tras él y, cuando advirtió la mirada fría y concentrada de los ojos del cadáver, supo que éstos también veían a través de su cuerpo.
—Revélame la profecía.
—Mis palabras son para los muertos —dijo el príncipe.
Haplo se volvió bruscamente, con movimientos rápidos, y tropezó con el perro, que había seguido sus pasos. El patryn pisó sin querer las patas delanteras del animal y éste lanzó un gañido de dolor, retrocedió de un salto y se encogió, sin entender qué había hecho mal.
Alfred despertó con un sobresalto.
—¿Qué…? ¿Dónde…? —balbució.
Haplo soltó una sarta de maldiciones y alargó la mano al perro.
—Lo siento, muchacho. Ven aquí. No lo he hecho a propósito…
El animal aceptó las disculpas y se acercó a su amo con aire congraciador para que lo rascara detrás de las orejas, indicando que no le guardaba resentimiento.
Al comprobar que sólo se trataba de Haplo, Alfred exhaló un suspiro de alivio y se enjugó el sudor de la frente.
—¿Te sientes mejor? —preguntó con interés.
La pregunta molestó a Haplo casi más de lo que podía soportar. ¡Un sartán, preocupado por su salud! Soltó una breve y agria risotada y dio media vuelta para proseguir la búsqueda de agua.
Alfred suspiró de nuevo y movió la cabeza. Estaba visiblemente dolorido, con el cuerpo rígido y retorcido como un viejo árbol nudoso. Miró a Haplo un momento y adivinó lo que estaba haciendo.
—¡Agua! ¡Buena idea! Tengo la garganta en carne viva. Apenas puedo hablar…
—¡Pues no lo hagas! —Haplo completó la cuarta ronda infructuosa por el túnel en busca del preciado líquido, con el perro pegado a los talones—. Nada. Seguramente, la encontraremos más cerca de la superficie. Será mejor que nos pongamos en marcha. —Se acercó a Jonathan y le dio un suave puntapié—. Despierta, duque.
—¡Oh, vaya! Me había olvidado. —Alfred se sonrojó—. Está bajo un hechizo. Estaba muriéndose. Bueno; en realidad, no, pero él creía que sí y el poder de sugestión…
—Sí, ya sé qué sucede con el poder de sugestión. ¡Tú y tus hechizos! ¡Despiértalo y larguémonos de aquí! ¡Y basta de runas-guía, sartán! —añadió Haplo, alzando un dedo en gesto de advertencia—. ¡El Laberinto sabe adonde nos conducirían ahora! Esta vez, tú me seguirás a mí. Y date prisa o me marcharé sin ti.
Pero no lo hizo. Lo esperó. Esperó a que Alfred despertara al duque y esperó a que el desdichado Jonathan recobrara el sentido.
Esperó. Consumido de impaciencia y atormentado por la sed, pero esperó.
Y, cuando se preguntó por qué había cambiado de idea y no se había marchado solo, se respondió que era lógico viajar en grupo.