CAPÍTULO 43

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NECRÓPOLIS, ABARRACH

Necrópolis había cumplido el terrible presagio de su nombre. Cuerpos mutilados se apilaban en los quicios de las puertas, abatidos antes de poder encontrar refugio. Aunque ni siquiera así se habrían salvado, pues las puertas habían sido reventadas, hechas astillas por los muertos en sus esfuerzos por quitar la vida a los vivos. Lo habían logrado. El agua que corría por las cunetas estaba teñida de sangre.

El fantasma del príncipe Edmund los condujo a través de los sinuosos túneles de la Ciudad de los Muertos. Para evitar la puerta principal, que tal vez encontraran vigilada, escaparon de la ciudad a través de uno de los agujeros de rata. Una vez fuera de las murallas, escucharon a lo lejos un ruido sordo y atronador que resonaba en el elevado techo de la caverna y hacía vibrar el suelo sobre el que estaban. Eran los ejércitos de los muertos, preparándose para la guerra.

Numerosas paukas, aún enganchadas a los carromatos, vagaban por los alrededores de Necrópolis. Los animales estaban perplejos, asustados por el olor de la sangre. Sus propietarios y jinetes estaban muertos; ahora eran cadáveres abandonados donde habían caído abatidos o cuerpos resucitados y conducidos junto a los demás para participar en la contienda. Haplo y Jonathan requisaron un carruaje y desalojaron de él los cuerpos de un hombre, una mujer y dos niños. Alfred montó en el vehículo sin apenas darse cuenta de lo que hacía, dejándose llevar en todo momento, casi siempre por Jonathan pero a veces —ásperamente— por Haplo.

El carruaje se puso en marcha con un traqueteo. La pauka pareció aliviada de que alguien tomara el control de su vida otra vez. Conducía Jonathan y Haplo iba sentado a su lado, vigilando. El cadáver del príncipe Edmund, muy erguido, ocupaba el asiento de los pasajeros, al lado de Alfred. El fantasma del príncipe hacía de guía y dirigió la marcha hacia el este durante varios kilómetros, en dirección a los Cerros de la Grieta. Al llegar a una intersección, el vehículo tomó rumbo al sur, hacia el mar de Fuego. El perro corría junto al carruaje, ladrando de vez en cuando a la pauka para gran desconcierto de la bestia.

Jonathan conducía lo más deprisa que se atrevía. El vehículo se bamboleaba y botaba sobre el camino salpicado de guijarros. A ambos lados, vieron pasar a toda velocidad unos campos de hierba de kairn como manchas borrosas, vertiginosas, de color pardo verdusco. Alfred se agarró al costado del carruaje bamboleante, esperando verse arrojado de él o atrapado bajo sus restos volcados. Continuó la loca carrera temiendo por su vida, algo que el patryn no podía entender pues su existencia tenía ahora muy poco sentido.

Alfred, con amargura, se preguntó en silencio qué instinto animal básico los impulsaba, los obligaba a continuar viviendo cuando habría sido mucho más sencillo detenerse y esperar la muerte sentados.

Al tomar una curva muy cerrada, el carruaje se inclinó, con dos ruedas en el aire. Alfred se vio arrojado violentamente contra el cuerpo helado del cadáver. Cuando el vehículo se enderezó, Alfred hizo lo propio, auxiliado por el príncipe con su habitual aire digno.

«¿Por qué me agarro así a la vida?», se preguntó el sartán. ¿Qué era lo que le aguardaba, al fin y al cabo? Aunque lograra salir de aquel mundo, no podría escapar nunca del recuerdo de lo que había visto, del conocimiento de lo que había sido de su pueblo. ¿Por qué tenía que correr a advertir a Baltazar? Si éste conseguía sobrevivir, seguiría buscando la Puerta de la Muerte y terminaría por descubrir el modo de cruzarla y de llevar el contagio de la nigromancia a los otros mundos. El propio Haplo había amenazado con llevar estas artes oscuras al conocimiento de su amo y señor.

Sin embargo, siguió diciéndose Alfred, el patryn no había vuelto a hacer mención del asunto desde que había descubierto estas prácticas. ¡A saber qué pensaría ahora al respecto! Alfred creía haber visto reflejado en los ojos del patryn, en ocasiones, el mismo horror que él había sentido en su alma. ¡Y, en la Cámara de los Condenados, Haplo era el joven sentado a su lado en la mesa! Los dos habían presenciado la misma escena…

—Él se resiste a aceptarlo, igual que tú… —dijo el príncipe, interrumpiendo las meditaciones de Alfred. Éste, desconcertado, intentó decir algo, iniciar una protesta, pero las palabras le salieron de la boca entrecortadas por el traqueteo de la marcha y estuvo a punto de morderse la lengua. Pese a todo, el príncipe Edmund le entendió.

—Sólo uno de vosotros tres ha abierto su corazón a la verdad. Jonathan no lo entiende por completo todavía, pero está más cerca, mucho más cerca que vosotros.

—¡Quiero… conocer… la verdad! —consiguió articular Alfred, escupiendo las palabras entre dientes, con las mandíbulas apretadas para no volver a morderse la lengua.

—¿De veras? —inquirió el fantasma, y a Alfred le pareció advertir en él una fría sonrisa—. ¿Acaso no te has pasado la vida negándola?

Se refería a sus desmayos, empleados conscientemente al principio para evitar revelar sus facultades mágicas, y que luego se habían vuelto incontrolables. Y a su torpeza, tanto física como de espíritu. Y a su incapacidad (o era rechazo) para invocar un hechizo que le habría dado un poder excesivo, indeseado; un poder que otros podían intentar usurparle. Y a su permanente postura de observador, negándose a intervenir tanto para bien como para mal.

—¿Qué otra cosa podría hacer, si no? —preguntó al fantasma, en tono defensivo—. Si, en cierta ocasión, los mensch hubieran sabido que tenía el poder de un dios, me habrían obligado a emplearlo para intervenir en sus vidas.

—¿Obligado? ¿O más bien tentado?

—Tienes razón —reconoció Alfred—. Sé que soy débil. La tentación habría sido demasiado fuerte; lo fue, en realidad, y cedí ante ella salvando la vida del pequeño Bane cuando su muerte habría evitado las tragedias que siguieron.

—¿Por qué lo salvaste? ¿Y por qué salvaste a ése, a tu enemigo? —añadió, volviendo su mirada fantasmal hacia Haplo—. Un enemigo que ha jurado matarte. Busca la respuesta, la auténtica respuesta, en tu corazón.

—Te llevarás una decepción —respondió Alfred tras un suspiro—. Ojalá pudiera decir que lo hice movido por algún noble ideal, por un quijotesco sentido del honor, por un valor altruista y abnegado, pero no fue así. En el caso de Bane, me impulsó la lástima, la compasión por un chiquillo criado sin amor que iba a morir sin haber conocido un solo instante de felicidad. ¿Y Haplo? Durante unos breves instantes, he vivido en su piel y lo comprendo. —Alfred volvió la vista hacia el perro—. Creo que lo entiendo mejor que él mismo.

—Lástima, piedad, compasión…

—Eso es todo, me temo —asintió Alfred.

—Es lo que cuenta —añadió el fantasma.

El camino que tomaron estaba desierto, aunque lo habían hollado muchos pies. Parte del ejército de los muertos había pasado por allí, dejando atrás la ciudad por las numerosas calzadas que conducían al mar de Fuego. Tras el paso de las tropas, el camino había quedado sembrado de cascos, escudos, piezas de armadura, huesos y, aquí y allá, algún esqueleto caído, con los huesos hechos astillas. El grupo descubrió abandonados gran número de carretas de carga y carruajes, cuyos pasajeros habían sido asesinados o habían huido ante el rumor de la llegada del ejército de los muertos.

Al principio, Alfred pensó que Tomás había dicho la verdad. Desde que habían salido de las catacumbas, no habían visto a nadie con vida y el sartán llegó a temer que todos, en Necrópolis y en sus alrededores, hubieran caído víctimas de la furia de los muertos. Sin embargo, en el trayecto hacia el mar de Fuego, más de una vez creyó captar un movimiento furtivo entre la alta hierba de kairn, le pareció ver alzarse una cabeza o intuyó unos ojos —los ojos de un ser vivo— observándolos con temor. Y, aunque el carruaje pasaba demasiado deprisa como para poder estar seguro de lo que había visto y Alfred decidió no comentarlo con los demás, aquello abrió un pequeño resquicio a la esperanza, rasgando las sombras como la luz que se cuela por debajo de la puerta en una habitación a oscuras.

Se sintió reanimado, aunque no estuvo seguro de si se debía a aquella nueva esperanza o a las palabras reconfortantes del fantasma. Su cerebro había recibido demasiados sobresaltos y traqueteos como para formar pensamientos coherentes, y se limitó a agarrarse del lateral del vehículo con ceñuda determinación. La vida tenía un sentido y un propósito; Alfred aún no estaba seguro de cuáles eran, pero había decidido, al menos, seguir buscando.

El carruaje se aproximó al mar de Fuego y al peligro. Al llegar a lo alto de una pendiente, Alfred contempló a sus pies los embarcaderos; allí, entre los barcos, estaba el ejército de muertos arremolinándose y moviéndose en un gran caos. La escena evocó en él la imagen de una colonia de gusanos del coral invadida por un retoño de dragón hambriento. Al principio, cada gusano se ocupaba únicamente de escapar de las voraces mandíbulas. Sin embargo, después del pánico y la confusión iniciales, la amenaza había unido a los insectos y éstos se habían vuelto, en bloque, para repeler la agresión. La madre dragón había rescatado a su pequeño justo a tiempo.

Aunque en aquel momento reinara el pánico y la confusión en el muelle, un objetivo común los uniría muy pronto.

El carruaje aceleró pendiente abajo y se desvió hacia el este para dejar a buena distancia las naves de los muertos. Jonathan forzó a la aterrada pauka a una marcha agotadora. El ejército y el muelle desaparecieron de la vista.

Por fin, la enloquecida carrera llegó a su término. El carruaje se detuvo junto a la costa rocosa del mar de Fuego. La pauka se derrumbó en el suelo con los arreos aún puestos, jadeando pesadamente.

Delante de ellos, el vasto océano de magma incandescente despedía su fulgor rojo anaranjado, cuya intensa luz se reflejaba en la brillante superficie negra de las estalactitas que descendían en espiral desde el techo de la caverna. Enormes estalagmitas, oscuras contra el fondo encendido del mar de lava, formaban un perfil de costa como los dientes de una sierra mellada. Las olas de magma batían contra ellas perezosamente. Una sinuosa corriente de agua, procedente de la ciudad que se alzaba al fondo de la cavidad, caía al mar con un siseo y llenaba luego el aire caliente, infernal, convertido en enormes nubes de vapor.

Los vivos y el muerto se detuvieron cerca de la playa y observaron el mar. Apenas visible a lo lejos, Alfred creyó distinguir la otra costa.

—Creía que habías dicho que aquí encontraríamos una embarcación… —Haplo dirigió una mirada torva y cargada de suspicacia al cadáver del príncipe.

—Dije que os mostraría un modo para cruzar al otro lado —lo corrigió Edmund—. No hablé de ninguna embarcación.

El fantasma alzó un brazo blanco, luminoso, y señaló algo con un dedo etéreo. Al principio, Alfred pensó que Edmund se refería a que usaran su magia para cruzar el mar llameante.

—No puedo —murmuró el sartán, abatido—. Estoy demasiado débil. Tengo que emplear casi todas mis energías sólo para seguir vivo.

Hasta entonces, Alfred no había experimentado jamás el peso de su propia condición mortal; no había advertido nunca que sus poderes tenían límites físicos. Ahora empezaba a comprender a los sartán de Abarrach; a comprenderlos como había empezado a entender a Haplo. Podía ponerse en su piel.

El fantasma no dijo nada, pero Alfred creyó ver de nuevo la sombra de una sonrisa en sus labios traslúcidos. Su dedo seguía alzado.

—Un puente —dijo Haplo—. Hay un puente.

—¡Sartán…! —Alfred estuvo a punto de exclamar, como de costumbre, «¡Sartán bendito!». Pero las palabras murieron en sus labios. Nunca volvería a utilizar aquella fórmula. Al menos, no sin pensarlo a fondo.

Cuando Haplo lo había señalado, Alfred distinguió el puente (si realmente merecía tal apelativo, pensó). En realidad, no era más que una larga hilera de grandes peñascos de formas extrañas que, como por casualidad, se extendía en una línea recta que llegaba de una costa a otra del mar de Fuego. Era casi como si una gigantesca columna de roca hubiera caído sobre el magma y sus restos formaran un puente.

—Es el coloso caído —dijo Jonathan, asintiendo—. Pero antes estaba en mitad del océano.

—Eso era antes —comentó el príncipe—. Pero el mar se está encogiendo y ahora se puede alcanzar y utilizarlo para cruzar.

—Si es que tenemos valor para hacerlo —murmuró Haplo, y acarició al perro, rascándole la cabeza—. Aunque eso tanto da. —Con un pestañeo, miró a Alfred—. Como tú has dicho, sartán, no tenemos alternativa.

Alfred quiso responder, pero le ardía la garganta. La boca se le había quedado seca y sólo pudo contemplar el puente roto, las enormes brechas entre los fragmentos de la columna caída, el mar de magma que fluía debajo.

Un resbalón, un paso en falso…

«¿Y qué ha sido mi vida —se preguntó Alfred con desconsuelo— sino una serie interminable de resbalones y pasos en falso?».

Descendieron entre los peñascos hasta la orilla del mar. El camino era traicionero; manos y pies resbalaban sobre la roca húmeda y una espesa niebla flotaba ante sus ojos impidiéndoles la visión. Alfred entonó runas hasta quedarse afónico y casi sin aliento. Tenía que concentrarse para dar cada paso, para asirse a cada saliente. Cuando al fin llegaron a la base del coloso caído, estaba agotado. Y la parte más difícil aún no había comenzado.

Hicieron un alto junto a la base para descansar e inspeccionar el camino que les esperaba. Las pálidas facciones de Jonathan brillaban de sudor y el cabello le caía en húmedas greñas junto a las sienes. Tenía los ojos hundidos y rodeados de oscuras sombras. El duque se pasó la mano por la boca, asomó la lengua entre los labios cuarteados —el ataque de los lázaros les había impedido aprovisionarse de agua— y miró a la otra orilla, como si fijara un extremo de su voluntad en aquel oscuro horizonte con la intención de utilizarlo como maroma a la que sujetarse en su avance.

Haplo se encaramó al primer segmento del coloso hecho pedazos para examinar la piedra bajo sus pies. Aquel primer fragmento, la base, era el más largo y sería el más fácil de cruzar. Poniéndose en cuclillas, observó la roca con curiosidad y pasó la mano por ella. Alfred permaneció sentado en la orilla, jadeante, envidiando la fuerza y la juventud del patryn. Haplo le hizo una seña.

—¡Sartán! —dijo, en tono perentorio.

—Me llamo… Alfred.

Haplo alzó la mirada, frunció el entrecejo y masculló:

—¡No tengo tiempo para tonterías! Veamos si eres útil, por una vez. Ven a echarle un vistazo a esto.

Todo el grupo trepó al coloso. Arriba era tan ancho que se podría haber colocado en él tres carretas de carga atravesadas y aún quedaría espacio para un par de carruajes por cada lado. Alfred se arrastró por él con la misma cautela que si fuera la rama de un pequeño árbol hargast tendido sobre un torrente de aguas bravas. Cuando se acercó a Haplo, el sartán resbaló y cayó de cuatro manos sobre la roca. Cerró los ojos y hundió los dedos en la piedra.

—No ha sido nada —dijo Haplo, hastiado—. ¡Maldita sea, tendrías que ser el colmo de la torpeza para caerte de aquí! ¡Abre los ojos, estúpido! ¡Mira, mira eso!

Alfred abrió los ojos y miró a su alrededor, temeroso. Estaba muy lejos del borde pero tenía muy presente el mar de magma que fluía debajo de él, y aquel pensamiento hacía que el borde pareciera mucho más próximo. Apartó la mirada del flujo viscoso, de color rojo aloque, y miró la roca bajo sus manos.

Signos mágicos… grabados en la roca. Alfred olvidó el peligro y sus manos siguieron amorosamente las antiguas runas talladas en la piedra.

—¿Pueden ayudarnos de algún modo esas runas? ¿Sirve todavía para algo su magia? —inquirió Haplo en un tono de voz que daba a entender que aquella magia no había servido nunca de gran cosa.

Alfred movió la cabeza en gesto de negativa y respondió:

—No, ya no puede ayudarnos. La magia de los colosos estaba destinada a proporcionar vida, a portar vida desde este reino inferior hasta las cavernas y territorios de más arriba.

El cadáver de Edmund levantó la cabeza y sus ojos muertos contemplaron otra tierra, que tal vez podían ver con más claridad que esta por la que el príncipe se desplazaba ahora. La expresión del fantasma se hizo lúgubre y triste.

—Ahora, esa magia se ha roto. —Alfred exhaló un profundo suspiro, miró atrás hacia la costa y contempló los bordes quebrados, mellados, de la base de la columna—. Y el coloso no cayó por accidente. Es imposible que así fuera, pues su magia lo habría impedido. El coloso fue derribado deliberadamente, tal vez por quienes temían que estuviera absorbiendo vida de Necrópolis para transportarla a los reinos de más arriba. Fuera cual fuese la razón, su magia se ha desvanecido y no podrá ya ser renovada.

Igual que aquel mundo. El mundo de los muertos.

—¡Mirad! —exclamó Jonathan. Su rostro y sus ojos reflejaban el calor del fuego.

A duras penas, distinguieron a lo lejos las primeras naves que se separaban de la costa.

Los muertos habían iniciado la travesía.