CAPÍTULO 25

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ANTIGUAS PROVINCIAS, ABARRACH

—Y entonces, padre, el fantasma empezó a cobrar forma y a…

—¿… a hacerse sólido, hija?

—No. —Jera titubeó, pensativa, intentando expresar sus recuerdos en palabras—. Continuó etéreo, traslúcido. Si intentaba tocarlo, mi mano no notaba nada. Sin embargo, podía ver… rasgos, detalles. Las insignias que llevaba en el pecho, la forma de la nariz, las cicatrices de combate de sus brazos. ¡Pude ver los ojos de ese hombre, padre! ¡Sí, sus ojos! Él me miró; nos miró a todos. Y fue como si hubiera obtenido una gran victoria. Después…, ¡desapareció!

Jera abrió los brazos. Sus palabras eran tan sugestivas y su gesto tan elocuente que Alfred casi pudo ver de nuevo la figura diáfana desvaneciéndose como la bruma matutina bajo un sol radiante.

—¡Deberías haber visto la expresión del viejo canciller! —añadió Jonathan con su risa cálida y juvenil.

—¡Hum…! Sí, claro —murmuró el viejo conde.

Jera se sonrojó delicadamente.

—Querido esposo, este asunto es muy serio.

—Lo sé, querida, lo sé —Jonathan luchó por recobrar la compostura—, pero tienes que reconocer que fue divertido…

En los labios de Jera asomó una sonrisa.

—¿Más vino, padre? —musitó, y se apresuró a llenar la copa del anciano. Cuando creyó que éste no la miraba, Jera sonrió de nuevo y movió la cabeza en un gesto burlón de fingido reproche a su esposo, quien le devolvió la sonrisa con un guiño.

El conde la vio y no le pareció divertido. Alfred tuvo la incómoda impresión de que al viejo no se le escapaba apenas nada de cuanto sucedía a su alrededor. Hombre enjuto y marchito, los ojos negros y brillantes del conde recorrían constantemente la habitación, como dardos; de pronto, los dardos se clavaron en Alfred.

—Me gustaría verte hacer ese hechizo. —El hombre habló como si Alfred hubiera realizado un truco de cartas ingenioso. Se inclinó hacia adelante en su asiento y se apoyó sobre sus huesudos codos—. Hazlo otra vez. Llamaré a uno de los cadáveres. ¿De cuál nos podríamos desprender, hija…?

—Yo… No podría… —balbució Alfred, sonrojándose más y más mientras trataba de salir del estado de confusión que amenazaba con engullirlo—. Fue un impulso. Una reacción… instintiva, ¿entendéis? Levanté la vista y… y vi bajar la espada. Las runas… surgieron en mi cabeza, se iluminaron… por decirlo de algún modo.

—Y luego volvieron a apagarse, ¿no? —El conde hundió un dedo huesudo en las costillas de Alfred. Todo el cuerpo del viejo parecía tallado en granito.

—… Por decirlo de algún modo —asintió Alfred.

El conde se rió por lo bajo y le hundió de nuevo el dedo. Alfred casi pudo ver cómo le era aspirada la verdad como si de sangre se tratara, cada vez que aquel dedo como una navaja o aquellos ojos como cuchillas se clavaban en él. Pero ¿era realmente la verdad? ¿De veras no sabía lo que había hecho? ¿O era sólo que una parte de él se lo ocultaba a la otra, cosa que tan bien había aprendido a hacer tras tantos años de verse obligado a ocultar su identidad?

Por último, se pasó la mano por los cabellos.

—Déjalo, padre —Jera se colocó junto a Alfred y apoyó las manos en sus hombros—. ¿Más vino?

—No, gracias, señora. —El vaso de Alfred continuaba intacto—. Si me excusáis, estoy muy cansado. Querría acostarme…

—Desde luego, Alfred —intervino Jonathan—. Hemos sido muy desconsiderados al tenerte en vela hasta tan entrada la hora del sueño del dinasta, después de lo que debe de haber sido un ciclo terrible para ti…

«Más de lo que imaginas, —se dijo Alfred con tristeza—. Más de lo que imaginas». Con un escalofrío, se puso en pie a duras penas.

—Te acompañaré a tu habitación —se ofreció Jera.

El leve sonido de una campanilla sonó débilmente en la penumbra a la luz de las lámparas de gas. Los cuatro ocupantes de la estancia callaron y tres de ellos intercambiaron miradas de inteligencia.

—Serán noticias de palacio —dijo el conde, empezando a incorporarse sobre sus piernas crepitantes.

—Iré yo —dijo Jera—. No me atrevo a confiar en los muertos.

La duquesa abandonó la estancia.

—Estoy seguro de que querrás escuchar esto, amigo —comentó el conde con un pronunciado brillo en sus ojos negros, e hizo un gesto invitando, u ordenando, a Alfred que se sentara.

Alfred no tuvo más remedio que volver a su asiento, aunque se sentía penosamente consciente de que no deseaba escuchar ninguna noticia que llegara apresuradamente y en secreto, a una hora que era el equivalente a la madrugada en aquel mundo en sombras.

Los tres sartán esperaron en silencio. Jonathan, pálido y con la expresión preocupada; el viejo conde, con aire astuto y animado. Y Alfred con la mirada extraviada en la pared desnuda de la estancia.

El conde vivía en las Antiguas Provincias, en lo que tiempo atrás había sido una propiedad grande y rica. En eras pasadas, la tierra había estado viva y un número inmenso de cadáveres las atendía. La mansión se levantaba entonces entre campos ondulantes de hierba de kairn y grandes árboles lantís de flores azules. Ahora, la propia casa era un cadáver. Las tierras que la rodeaban eran mares de barro ceniciento, desolados y yermos, creados por la lluvia incesante.

La vivienda del conde no era una edificación excavada en la caverna, como tantas en Necrópolis, sino que había sido construida con bloques de piedra en un estilo que recordó poderosamente a Alfred los castillos creados por los sartán en el momento cumbre de su poder en el Reino Superior de Ariano.

El castillo era imponente, pero la mayoría de las estancias de la parte de atrás habían sido cerradas y abandonadas, pues resultaban difíciles de mantener debido a que el único ser vivo que habitaba allí era el conde, junto a los cadáveres de sus viejos sirvientes. En cambio, la parte delantera estaba extraordinariamente bien conservada, en comparación con las demás mansiones en ruinas que habían visto durante el recorrido en carruaje por aquellas Antiguas Provincias.

—Es cosa de las antiguas runas, ¿sabes? —dijo el conde a Alfred con una mirada penetrante—. La mayoría de la gente las quitó. No sabían leerlas y consideraban que daban un aspecto anticuado a las casas. Yo, no; yo las dejé y me ocupé de ellas. Y ellas se han ocupado de mí. Han mantenido la mansión en pie cuando tantas otras se han hundido en el polvo.

Alfred leyó las runas y casi percibió la fuerza de la magia, que sostenía las paredes en el transcurso de los siglos. Pero no comentó nada, temeroso de decir demasiado.

La parte habitada del castillo consistía en las dependencias de los servicios del piso inferior: la cocina, habitaciones para criados, despensa, entradas delantera y trasera y un laboratorio donde el conde realizaba sus experimentos en un intento de devolver la vida al suelo de las Antiguas Provincias. Los dos pisos superiores se dividían en los confortables aposentos de la familia, las alcobas, las habitaciones de invitados, la sala de dibujo y el comedor.

La figurilla de un reloj de dinasta[10] se encaminó a su alcoba, indicando la hora. Alfred añoraba la cama, el sueño, la bendición del olvido, aunque sólo fuera durante unas pocas horas, antes de volver a aquella pesadilla en vela.

Debió de quedarse amodorrado pues, cuando se abrió una puerta, experimentó la desagradable sensación de despertar, con un hormigueo, de una siesta que no había tenido intención de hacer. Con un parpadeo, concentró sus ojos turbios en Jera y en un hombre envuelto en una capa negra, que aparecieron por una puerta en el extremo opuesto de la estancia.

—He pensado que debíais escuchar esta noticia de boca del propio Tomás, por si tenéis alguna pregunta que hacer —dijo Jera.

Alfred supo en aquel mismo instante que la noticia era mala y hundió la cabeza entre las manos. ¿Cuántos golpes más sería capaz de soportar?

—El príncipe y el forastero de la piel cubierta de runas han muerto —anunció Tomás en voz baja. Avanzó hasta la luz y se quitó la capucha que le ocultaba la cabeza. Era un hombre joven, de la edad de Jonathan. Traía la ropa sucia, salpicada de barro, como si hubiera cabalgado largo y tendido—. El dinasta los ha ejecutado a ambos esta misma noche, en la sala de juegos de palacio.

—¿Estabas presente cuando lo ha hecho? ¿Lo has visto con tus propios ojos? —inquirió el conde, volviendo hacia el recién llegado su rostro tallado a cincel. Su mirada pareció cortar el aire, impaciente y ansiosa.

—No, pero he hablado con un guardia muerto que se ha encargado de transportar los cuerpos a las catacumbas. El cadáver me ha dicho que el conservador ya ha empezado a trabajar en el mantenimiento de ambos.

—¡Te lo ha dicho un muerto! —exclamó el anciano conde con una mueca de desprecio—. ¡No se puede confiar en los muertos!

—Lo sé muy bien, señor. Por eso fingí ignorar que el dinasta había cancelado su partida de fichas rúnicas e irrumpí en la sala de juegos. Allí había varios cadáveres limpiando un charco de sangre. De sangre fresca. Cerca de ellos, en el suelo, había una lanza cubierta de sangre con la punta mellada. Para mí, quedan pocas dudas. Los dos prisioneros están muertos.

Jera movió la cabeza y suspiró.

—Pobre príncipe. Pobre joven, tan atractivo y honorable. Pero la desgracia de uno puede ser la fortuna de otro, como dice el refrán.

—¡Exacto! —asintió el anciano con gesto enérgico y fiero—. ¡Nuestra fortuna!

—Lo único que necesitamos hacer es rescatar los cadáveres del príncipe y de tu amigo —Jera se volvió hacia Alfred con avidez—. Será peligroso, por supuesto, pero… Mi querido amigo —añadió con súbita consternación—, ¿te encuentras bien? Jonathan, tráele un vaso de stalagma.

Alfred permaneció sentado mirándola, incapaz de pensar racionalmente. Después, se puso en pie con torpeza, tropezando, y brotaron de sus labios unas palabras entrecortadas:

—Haplo y el príncipe… muertos. Asesinados. Por mi propia raza. Los sartán, matando a capricho. Y vosotros…, vosotros, insensibles… ¡Como si la muerte no fuera otra cosa que un ligero inconveniente, una molestia apenas mayor que un resfriado!

—Vamos, vamos… Bebe esto. —Jonathan le ofreció un vaso de un licor de aroma pestilente—. Deberías haber comido más en la cena…

—¡La cena! —exclamó Alfred con voz gutural. Apartó el vaso de un manotazo y retrocedió hasta chocar con la pared—. ¡Dos hombres acaban de perder la vida violentamente y no se te ocurre otra cosa que hablar de la cena! ¡Y de…, de recuperar sus…, sus cuerpos!

—Te aseguro, señor, que los cadáveres serán bien tratados —intervino Tomás, el recién llegado—. Conozco personalmente al nigromante conservador y es muy experto en su arte. Notarás pocos cambios en tu amigo…

—¡Pocos cambios! —Alfred se pasó una mano temblorosa por la calva—. ¡Es la muerte lo que da sentido a la vida! La muerte, que a todos iguala. Hombre, mujer, campesino, rey, rico o pobre: todos somos viajeros en camino hacia idéntico destino. La vida es sagrada, preciosa, es algo a valorar, a apreciar, y no a ser tomado a la ligera, caprichosamente. Habéis perdido todo respeto a la muerte y, en consecuencia, también a la vida. Para vosotros, robarle la vida a un hombre no es un crimen mayor que…, que robarle el dinero.

—¡Un crimen! —replicó Jera—. ¿Y tú hablas de crimen? ¡Eres tú quien lo ha cometido! Destruiste ese cuerpo y enviaste su fantasma al olvido, donde será desgraciado toda la eternidad, privado de forma y de sustancia.

—¡Pero tenía forma, tenía sustancia! —exclamó Alfred—. ¡Tú misma lo viste! ¡El soldado quedó libre por fin!

Hizo una pausa, perplejo ante lo que acababa de decir. Jera lo miró con parecido desconcierto.

—¿Libre? ¿Libre para hacer qué, para ir adónde?

Alfred se sonrojó y las mejillas le ardieron mientras el resto de su cuerpo se estremecía de frío. Los sartán, semidioses capaces de forjar nuevos mundos a partir de uno condenado, capaces de crear. Pero la actividad creadora había sido provocada por la destrucción. Y la magia sartán había conducido a la nigromancia, en un paso al parecer inevitable. De controlar la vida a controlar la muerte.

Pero ¿por qué le parecía aquello tan terrible? ¿Por qué se revolvía contra aquella práctica hasta la última fibra de su ser?

Una vez más, su mente evocó la imagen del mausoleo de Ariano, con los cuerpos de sus amigos en las tumbas. La última vez que lo había visitado antes de abandonar Ariano, había sentido una tristeza abrumadora que, entonces, había comprendido que no era tanto por ellos como por él mismo, por su completa soledad.

Recordó también la muerte de sus padres en el Laberinto…

No, se dijo Alfred. Aquéllos eran los padres de Haplo. Pero, cuando el sartán los había visto durante su confusa experiencia, había sentido el dolor desgarrador, la rabia desbocada, el miedo terrible… Y, de nuevo, los había sentido por sí mismo. Es decir, por Haplo. Por su completa soledad.

Los cuerpos despedazados que habían luchado y resistido, habían encontrado al fin la paz. La muerte había enseñado a Haplo a odiar, lo había imbuido de odio al enemigo que había encerrado a sus padres en la prisión que los había matado. Pero, aunque Haplo no se diera cuenta, la muerte también le había enseñado otras lecciones.

Y, de pronto, Haplo estaba muerto. Justo cuando Alfred casi había empezado a pensar que cabía la posibilidad de que…

Un gañido interrumpió los pensamientos de Alfred. El contacto de una lengua fría y húmeda sobre la piel le hizo dar un respingo. Un perro negro, de raza indefinida, lo miraba con aire preocupado, con la cabeza ladeada. El animal alzó una pata y la posó sobre la rodilla de Alfred. Unos ojos pardos y acuosos le ofrecieron consuelo para una inquietud que percibía, aun sin entenderla.

Alfred contempló al perro y, recuperándose de la sorpresa inicial, le echó los brazos en torno al cuello. Estuvo a punto de ponerse a llorar.

El perro estaba dispuesto a mostrarse comprensivo pero, al parecer, tan brusca familiaridad le resultó intolerable. Así pues, se desembarazó del abrazo de Alfred y lo miró con perplejidad.

¿A qué venía aquello?, parecía decir. El no hacía otra cosa que cumplir órdenes. «Vigílalo», era la última que le había dado Haplo.

—Buen…, buen chico —dijo Alfred, alargando la mano con cautela para darle unas palmaditas en la negra testuz.

El perro no rechazó la caricia pero indicó, con aire digno, que las palmaditas en la cabeza eran aceptables y que la relación podía progresar hasta el rascado de orejas, pero que era preciso trazar una línea en alguna parte y que esperaba que Alfred lo comprendiera.

Y Alfred lo comprendió.

—¡Haplo no ha muerto! ¡Está vivo! —exclamó.

Miró a su alrededor y vio que todos lo observaban.

—¿Cómo has hecho eso? —Jera estaba muy pálida, con los labios descoloridos—. ¡El cuerpo de ese animal quedó destruido! ¡Jonathan y yo lo vimos!

—Dime, hija, ¿de qué estás hablando? —inquirió su padre, irritado.

—¡El…, ese perro, padre! ¡Es el mismo que el soldado arrojó al charco de barro ardiente!

—¿Estás segura? Quizá sólo se parezca…

—¡Claro que estoy segura, padre! Mira a Alfred. ¡Lo ha reconocido! ¡Y el perro a él!

—Otro truco. ¿Cómo has podido hacerlo? —quiso saber el conde—. ¿Qué clase de magia maravillosa es ésta? Si puedes restaurar cadáveres que han sido destruidos…

—¡Ya te lo decía, padre! —exclamó Jera con un jadeo; una sensación de temor reverencial casi le impidió seguir hablando—. ¡La profecía!

Silencio. Jonathan contempló a Alfred con la admiración fascinada e indisimulada de un niño. El conde, su hija y el recién llegado de palacio observaron al forastero con ojos penetrantes y pensativos, calculando tal vez el mejor modo de utilizarlo para sus fines.

—¡No es ningún truco! ¡Y no he sido yo! Yo no he hecho nada —protestó Alfred—. No ha sido mi magia la que ha devuelto al perro. Ha sido Haplo…

—¿Tu amigo? ¡Pero Tomás asegura que está muerto! —replicó Jonathan con una mirada a su esposa en la que se leía claramente: «el pobre hombre ha enloquecido».

—No, no está muerto. ¡Es tu amigo quien se equivoca! Has dicho que no has llegado a ver el cuerpo, ¿verdad? —preguntó a Tomás.

—No. Pero la sangre, la lanza…

—Os aseguro —insistió Alfred— que el perro no estaría aquí si Haplo hubiera muerto. No puedo explicaros cómo lo sé, pues ni siquiera estoy seguro de que mi teoría acerca del animal sea la acertada, pero estoy convencido de lo que os digo. Sería preciso mucho más que una lanza para matar a mi… hum… amigo. Su magia es poderosa, muy poderosa.

—Está bien, está bien. De nada sirve discutir de eso ahora. Puede que siga vivo, puede que no. Razón de más para arrancarlo, a él o a lo que quede de él, de las garras del dinasta —declaró el conde, y se volvió hacia Tomás—. Y ahora, dinos cuándo se llevará a cabo la resurrección del príncipe.

—Dentro de tres ciclos, señor, según mi informador.

—Eso nos da tiempo —asintió Jera, entrelazando los dedos en gesto meditabundo—. Tiempo para trazar planes y para enviar un mensaje a su pueblo. Cuando comprueben que el príncipe no regresa, deducirán lo sucedido. Es preciso advertirles que no hagan nada hasta que estemos preparados.

—¿Preparados? ¿Para qué? —preguntó Alfred, desconcertado.

—Para la guerra —respondió Jera.

La guerra. Sartán combatiendo contra sartán. En todos los siglos de historia de los sartán, jamás había sucedido una tragedia semejante. Su raza, se dijo Alfred, había separado un universo para salvarlo de su conquista por el enemigo y lo había conseguido. Había conseguido una gran victoria.

Y había perdido.