CAPÍTULO 2

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KAIRN TELEST, ABARRACH

La Cámara del Consejo del monarca del reino de Kairn Telest está abarrotada de gente. El rey está reunido con el consejo, formado por ciudadanos destacados cuyos antepasados, fundadores de las respectivas familias, actuaron ya como miembros de tal institución a la llegada de los seres humanos a Kairn Telest, siglos atrás. Aunque se tratan asuntos de un carácter tremendamente serio, en la reunión reina el orden y la serenidad. Todos los miembros del consejo, incluida Su Majestad, escuchan a sus colegas con atención y respeto.

El rey no emite edictos regios, no imparte reales órdenes ni hace proclamas de la corona. Todos los asuntos a tratar se votan en consejo, donde el monarca actúa como guía y asesor, ofrece su consejo y sólo emite un voto de calidad sobre algún tema cuando se produce igualdad entre varias opciones.

Entonces, ¿por qué tenemos un rey? El pueblo de Kairn Telest tiene una notoria necesidad de orden y de convenciones sociales. Hace siglos, nuestros antepasados ya consideraron que precisaban de algún tipo de estructura gubernamental. Estudiaron nuestra naturaleza y nuestra situación y, sabiendo que somos más una familia que una comunidad, decidieron que la forma más adecuada e inteligente de gobierno sería una monarquía, que proporciona una figura paternal, combinada con un consejo dotado de voz y voto.

Nunca hemos tenido razón alguna para lamentar la decisión de nuestros antepasados. La primera reina elegida para gobernar tuvo una hija capaz de llevar a cabo la tarea de su madre. Esta hija tuvo a su vez un varón y así ha sido transmitido el reino de Kairn Telest de generación en generación. El pueblo de Kairn Telest está satisfecho y conforme con esta situación. En un mundo que parece en constante cambio en torno a nosotros —un cambio sobre el cual no tenemos, al parecer, el menor control—, esta monarquía nuestra ejerce una influencia poderosa y estabilizadora.

—Así pues, ¿el nivel del río no ha subido? —pregunta el rey, y su mirada recorre uno por uno los rostros preocupados de los reunidos.

Los miembros del consejo se sientan en torno a una mesa central de reuniones, cuya cabecera ocupa el rey. Su asiento es más lujoso que los demás, pero está colocado a la misma altura que éstos.

—Si acaso, Majestad, su caudal se ha reducido aún más. O así estaba ayer, cuando fui a comprobarlo. —El jefe del gremio de campesinos habla con voz atemorizada, cargada de malos presagios—. Hoy no he acudido a verlo porque he tenido que salir muy temprano para llegar a tiempo a palacio. Pero tengo pocas esperanzas de que haya aumentado durante la noche.

—¿Y las cosechas?

—Con seguridad, perderemos la cosecha de cereales a menos que llevemos agua a los campos en el plazo de cinco ciclos. Afortunadamente, la hierba de kairn está bien; parece capaz de prosperar bajo condiciones casi imposibles. En cuanto a las verduras, hemos puesto a los braceros a acarrear agua a los campos, pero no da resultado. Acarrear agua es una tarea nueva para ellos. No la comprenden, y ya sabéis lo difícil que resulta hacerles aprender algo nuevo.

Varias cabezas asienten en torno a la mesa. El rey frunce el entrecejo y se rasca la perilla. El campesino continúa como si sintiera la necesidad de explicarse, tal vez para ofrecer una excusa.

—Los braceros se olvidan a cada momento de lo que tienen que hacer y desaparecen. Cuando vamos en su busca, los encontramos dedicados de nuevo a su vieja tarea, con los cubos del agua olvidados en cualquier rincón. Según mis cálculos, hemos gastado de esta manera más agua de la que hemos empleado en los huertos.

—¿Y cuáles son tus recomendaciones?

—Mis recomendaciones… —el campesino mira a su alrededor buscando apoyo y suspira—. Recomiendo que cosechemos todo lo que podamos, mientras estamos a tiempo. Será mejor salvar lo poco que tenemos, antes que dejar que todo se agoste y muera en los campos. He traído esta parfruta para mostrárosla. Como veis, tiene un tamaño muy pequeño y aún no está madura. No debería recolectarse hasta dentro de dieciséis ciclos, por lo menos. Pero, si no la cosechamos ahora, se secará y morirá en la planta. Después de la cosecha, podemos hacer otra siembra y tal vez para entonces el río habrá vuelto a su caudal habitual…

—¡No! —lo interrumpe una voz, nunca oída hasta ese momento en la sala y en la reunión. Ya me han tenido suficiente tiempo esperando en la antecámara. Es evidente que el rey no va a mandar a buscarme y debo ocuparme personalmente de lo que sucede—. El río no volverá a la normalidad. Al menos, no lo hará pronto y, si algún día sucede, será sólo gracias a algún cambio drástico que ahora soy incapaz de prever. El Hemo está reducido a un riachuelo fangoso y, salvo que tengamos mucha suerte, Majestad, creo que terminará secándose por completo.

El rey se vuelve, irritado, mientras efectúo mi entrada en la sala. Sabe que soy mucho más inteligente que él y, por ello, desconfía de mí. Pero ha terminado por concederme la razón. Se ha visto obligado a ello. Las pocas veces que no ha sido así, en las contadas ocasiones en que ha decidido llevar las cosas a su modo, ha terminado lamentándolo. Por eso soy ahora el nigromante del rey.

—Tenía intención de mandarte a buscar cuando llegara el momento adecuado, Baltazar —añade el rey, con el entrecejo cada vez más arrugado—, pero parece que no puedes esperar a dar tus malas noticias. Por favor, toma aliento y ofrece tu informe al consejo.

Por el tono de voz, cualquiera diría que le gustaría echarme la culpa de esas malas noticias.

Tomo asiento en el extremo opuesto de la mesa de reuniones cuadrangular, una mesa de piedra tallada. Los ojos de los reunidos en torno a ella se vuelven poco a poco, reacios a mirarme directamente. Soy, debo reconocerlo, una visión insólita.

Todos los que viven dentro de las enormes cavernas del mundo de piedra de Abarrach tienen, naturalmente, una tez pálida. Sin embargo, la mía es de un blanco cerúleo, de un blanco tan lechoso que casi parece traslúcida, con un leve tono azulado por las venillas que corren justo bajo la piel.

Esta palidez fuera de lo común se debe al hecho de que paso largas horas encerrado en la biblioteca, leyendo textos antiguos. Mis cabellos negro azabache —extremadamente raros entre mi pueblo, que los tiene casi siempre blancos con las puntas castaño oscuro— y las vestiduras negras de mi oficio hacen que mi rostro parezca aún más blanco, en contraste.

Poca gente me ve habitualmente, pues casi nunca me alejo de palacio, de mi querida biblioteca, y rara vez me aventuro por las calles de la ciudad ni aparezco en la corte real. Mi presencia en una reunión del consejo es un acontecimiento alarmante. Soy un personaje cuya presencia resulta temible. Mi aparición, pues, tiende un velo de inquietud sobre los corazones de los presentes casi como si extendiese mi negro manto sobre los consejeros.

Empiezo poniéndome en pie. Con las palmas de las manos posadas sobre la mesa, me apoyo ligeramente sobre ellas para dar la impresión de que me cierno sobre los reunidos, que me observan con extasiada fascinación.

—Hace poco, sugerí a Su Majestad que me enviara a explorar el Hemo, a seguir su cauce hasta su fuente para ver si descubría la causa de que el caudal haya descendido tan bruscamente. Su Majestad accedió a la sugerencia, considerándola conveniente, y emprendí la marcha.

Advierto que varios miembros del consejo intercambian miradas y fruncen el entrecejo. Este viaje de exploración no ha sido discutido ni aprobado en consejo, lo cual los pone de inmediato en contra, como era de esperar.

El rey capta su inquietud, se revuelve en el asiento y parece a punto de salir en su propia defensa. Yo asumo la responsabilidad antes de que pueda decir una palabra.

—Su Majestad me propuso informar al consejo y recibir su aprobación, pero me opuse a ello. Y no por faltar al respeto a los miembros del consejo —me apresuro a asegurarles—, sino por la necesidad de no perturbar la tranquilidad del pueblo. Su Majestad y yo compartíamos entonces la opinión de que el descenso del caudal era consecuencia de algún fenómeno de la naturaleza. Tal vez un seísmo había provocado que una parte de la caverna se hundiera y obstruyera el cauce, o quizás alguna colonia de animales había decidido construir una presa en sus aguas. En fin, pensamos, ¿para qué inquietar al pueblo sin necesidad? Pero, ¡ay! —soy incapaz de contener un suspiro—, éste no es el caso.

Los miembros del consejo me miran con creciente inquietud. Se han acostumbrado a lo extraño de mi apariencia y ahora empiezan a advertir cambios en mí. Soy consciente de que no tengo buen aspecto, sino más bien peor del habitual. Mis ojos negros están hundidos, rodeados de sombras púrpuras, y tengo los párpados hinchados y enrojecidos. El viaje ha sido largo y fatigoso, no he dormido en muchos ciclos y tengo los hombros hundidos de agotamiento.

Los miembros del consejo olvidan su irritación ante el gesto del rey de actuar por su cuenta, sin consultarlos. Aguardan, con caras torvas y ceñudas, a escuchar mi informe.

—Recorrí el Hemo aguas arriba, siguiendo las riberas. Dejé atrás las tierras civilizadas, crucé los bosques que se extienden más allá de nuestras fronteras y llegué al fondo de la pared que forma nuestra kairn. Pero no encontré allí la fuente del río. Un túnel atraviesa la pared de la caverna y, según los mapas antiguos, el Hemo fluye por este túnel. Según comprobé, los mapas están en lo cierto. O bien el Hemo se abrió con el tiempo un camino a través de la pared de la caverna, o bien sus aguas siguen un curso trazado para ellas por quienes construyeron nuestro mundo en un principio. O quizá sea una combinación de ambas cosas.

El rey mueve la cabeza en dirección a mí, desaprobando mis divagaciones eruditas. Advierto su expresión de enfado y, con un leve gesto de asentimiento, me apresuro a volver al tema central de mi exposición.

—Seguí el túnel un gran trecho y descubrí un pequeño lago situado en un angosto despeñadero, al otro lado del cual debió de existir en otro tiempo una espléndida cascada. Allí, el Hemo salta desde lo alto de un farallón rocoso y cae cientos de palmos, desde una altura igual a la del techo de la caverna que tenemos sobre nuestras cabezas.

Los ciudadanos de Kairn Telest parecen impresionados. Sacudo la cabeza, avisándoles que no se hagan ilusiones.

—Por las enormes dimensiones de las rocas alisadas por la acción del agua a lo largo de la caída y por la profundidad del fondo del lago que las recoge, juzgué que el caudal del río había sido en otro tiempo fuerte y poderoso. Hubo una época, según mis cálculos, en que cualquier hombre que se colocara bajo la cascada habría sido aplastado por la fuerza bruta de las aguas que le caían encima. Hoy, en cambio, un niño podría bañarse sin peligro en el reguero que fluye por las rocas del despeñadero.

Mi tono de voz es amargo. El rey y los miembros del consejo me observan con inquietud y preocupación.

—Seguí viajando, en busca todavía de la fuente del río. Ascendí las paredes del farallón de rocas y noté un fenómeno extraño: cuanto más subía, más descendía la temperatura. Cuando llegué a la cima de la cascada, cerca del techo de la caverna, descubrí la razón. Lo que me rodeaba ya no eran las paredes de roca de la caverna —mi voz se hace tensa, lóbrega, siniestra—. Me encontré rodeado por muros de puro hielo.

Los miembros del consejo parecen desconcertados, afectados por el miedo y el asombro que yo pretendía transmitirles. Pero sus expresiones confusas me hacen ver que todavía no se han formado una idea exacta del peligro.

—Amigos míos —les digo sin alzar la voz, paseando la mirada en torno a la mesa, concentrando aún más su atención hasta tenerlos a todos pendientes de mis palabras—, el techo de la caverna, a través del cual fluye el Hemo, está cubierto de hielo. Y antes no estaba así —añado al advertir que siguen sin comprender. Mis dedos se cierran ligeramente—. Esto significa un cambio, un cambio calamitoso. Pero atended; os seguiré explicando. Asombrado ante mi descubrimiento, continué viajando por las orillas del Hemo. El camino era oscuro y traicionero y el frío, muy intenso. Esto también me desconcertó, pues aún no había pasado el límite donde alcanzan la luz y el calor emitidos por los colosos. ¿Cómo era que los colosos no funcionaban?

—Si hacía tanto frío como dices, ¿cómo pudiste continuar? —inquiere el rey.

—Por suerte, Majestad, mi magia es poderosa y me mantuvo.

No le gusta escuchar tal respuesta, pero ha sido él quien la ha buscado. Tengo fama de poseer unas facultades mágicas poderosas en extremo, superiores a las de la mayoría de habitantes de Kairn Telest. El rey cree que estoy alardeando.

—Finalmente, tras muchas dificultades, llegué a la abertura en la pared de la caverna a través de la cual fluye el Hemo —prosigo—. Según los mapas antiguos, al asomarme por dicha abertura debería haber visto el mar Celestial, el océano de agua dulce creado por los antiguos para nuestro uso. Pero lo que encontré ahí fuera, amigos míos —hago una pausa, asegurándome de que tengo toda su atención—, ¡fue un inmenso mar de hielo!

Pronuncio esta última palabra en un susurro. Un escalofrío recorre a los miembros del consejo, como si hubiera traído conmigo el frío, encerrado en una caja, y acabara de dejarlo suelto en la Cámara del Consejo. Me observan en silencio, asombrados, mientras el pleno entendimiento de lo que les estoy contando empieza a abrirse paso lentamente en sus cerebros, como la punta de una flecha alojada en una vieja herida.

El rey es el primero en romper el silencio.

—¿Cómo es posible tal cosa? ¿Cómo puede suceder?

Me paso una mano por la frente. Estoy cansado, agotado. La magia tal vez sea lo bastante poderosa como para mantenerme vivo, pero emplearla tiene un precio.

—He pasado largas horas estudiando el tema, Majestad, y tengo intención de continuar investigando hasta confirmar mi teoría, pero creo haber dado con la respuesta. Si puedo hacer uso de esa parfruta…

Me inclino aún más sobre la mesa y tomo una parfruta de la fuente. Sostengo en alto el fruto redondo, de cascara dura, cuya pulpa es tan apreciada para la elaboración del vino de frutas y, con un gesto de las manos, lo rompo por la mitad.

—Esto —les explico, señalando la gran semilla roja del fruto— representa el centro de nuestro mundo, el núcleo de magma. Éstos —sigo las vetas rojas que se extienden desde la semilla hacia la cascara a través de la pulpa amarillenta— son los colosos que, gracias a la sabiduría, la habilidad y la magia de los antiguos, transportan la energía obtenida del magma a todo nuestro mundo y proporcionan el calor y la vida a lo que, en caso contrario, sería piedra fría y desolada. La superficie de Abarrach es de roca sólida, parecida a la cascara dura de la parfruta.

De un mordisco, me llevo entre los dientes un pedazo de pulpa y la cascara correspondiente, y dejo un hueco en el fruto que muestro a los presentes.

—Esto, digamos, representa el mar Celestial, el océano de agua dulce situado sobre nuestras cabezas. El espacio que queda aquí —muevo la mano en el aire, en torno a la fruta— es el Vacío, frío y oscuro. Pues bien, si los colosos cumplen su deber, el frío del Vacío se mantiene a distancia, el océano queda convenientemente caldeado y el agua fluye libremente a través del túnel, trayendo la vida a nuestra tierra. Pero si los colosos fallan…

Dejo la frase a medio terminar, ominosamente, y me encojo de hombros al tiempo que arrojo la parfruta sobre la mesa, donde rueda y se bambolea hasta caer por el borde. Los miembros del consejo la observan con una especie de horrible fascinación, sin hacer el menor movimiento para tocarla. Una mujer da un respingo cuando el fruto toca el suelo.

—¿Estás diciendo que es eso lo que sucede? ¿Que los colosos están fallando?

—Así lo creo, Majestad.

—Pero, de estar en lo cierto, ¿no deberíamos ver alguna señal de ello? Nuestros colosos siguen irradiando luz, calor…

—He de recordar al rey y al consejo que, según acabo de comentar, sólo está cubierta de hielo la parte superior de la caverna, no la pared de ésta. Tengo la impresión de que nuestros colosos están, si no dejando de funcionar por completo, sí al menos debilitándose progresivamente. Aquí todavía no advertimos el cambio, aunque ya he empezado a registrar un descenso sostenido y hasta ahora inexplicable en la temperatura media diaria. Quizá no apreciemos el cambio durante algún tiempo pero, si mi teoría resulta cierta… —titubeo, reacio a continuar.

—Bien, continúa —me ordena el rey—. Como dice el refrán, mejor ver el hoyo en medio del camino y rodearlo que caer en él a ciegas.

—No creo que podamos evitar el hoyo al que nos enfrentamos —anuncio sin alzar la voz—. En primer lugar, cuanto más grueso se haga el hielo en el mar Celestial, más seguirá menguando el caudal del Hemo, hasta que al cabo se seque por completo.

Un coro de exclamaciones horrorizadas me interrumpe y espero a que vuelva el silencio. Entonces, continúo:

—La temperatura en la caverna seguirá descendiendo. La luz que irradian los colosos menguará hasta cesar del todo. Nos encontraremos en una tierra a oscuras, en una tierra aterida de frío, sin agua, en la que no crecerá alimento alguno ni siquiera mediante el uso de la magia. Nos encontraremos en una tierra muerta, Majestad. Y, si nos quedamos, también nosotros moriremos.

Escucho un jadeo y capto un movimiento cerca de la puerta. Allí se encuentra Edmund, que cuenta apenas catorce años, escuchando con atención lo que discute el consejo. Varios miembros de éste parecen abrumados por mis palabras y nadie se atreve a hacer comentarios. Por fin, alguien murmura que nada de lo dicho está demostrado, que sólo es la teoría lóbrega y siniestra de un nigromante que ha pasado demasiado tiempo entre libros.

—¿Cuánto tiempo? —pregunta el rey con voz áspera.

—¡Oh!, no sucederá mañana, Majestad. Ni en muchos mañanas. Pero el príncipe, vuestro hijo —continúo, mientras mi tierna mirada se vuelve con tristeza hacia la puerta—, no gobernará nunca sobre la tierra de Kairn Telest.

El rey sigue mi mirada, ve al joven y frunce el entrecejo.

—¡Edmund, no esperaba esto de ti! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Lo siento, padre —responde el príncipe, sonrojado—. No pretendía interrumpir el consejo. Venía a buscarte, pues madre está enferma y el médico cree que deberías venir. Pero, cuando he llegado, no he querido interrumpir al consejo y por eso he esperado y… y entonces he oído lo que acaba de anunciar Baltazar. ¿Es cierto eso, padre? ¿Vamos a tener que marcharnos…?

—Ya basta, Edmund. Espérame. Estaré contigo enseguida.

El muchacho traga saliva, inclina la cabeza y desaparece de la vista, silencioso y discreto, para aguardar entre las sombras junto a la entrada de la sala. Mi corazón se duele por él. Quisiera consolarlo, explicarle. Mi intención era asustar al consejo real, no al pobre muchacho.

—Perdonadme. Debo acudir junto a mi esposa. El rey se pone en pie. Los miembros del consejo lo imitan. La sesión, evidentemente, ha terminado.

—No es preciso que os insista en la necesidad de guardar silencio sobre este asunto hasta que tengamos más información —continúa el monarca—. Vuestro sentido común os hará comprender lo razonable de mantener el secreto. Volveremos a reunirnos dentro de cinco ciclos. De todos modos —añade, y sus cejas se juntan en un gesto de preocupación—, aconsejo que sigamos la recomendación del gremio de agricultores y llevemos a cabo una cosecha temprana.

Los miembros del consejo votan, y la recomendación es aprobada. Después, los reunidos abandonan la sala, muchos de ellos dirigiéndome miradas sombrías y rencorosas. Les gustaría mucho poder echar a alguien la culpa de lo que sucede. Pero yo, seguro de mi posición, devuelvo cada mirada con aplomo, firme y sin alterarme. Cuando el último consejero ha salido avanzo hasta el rey, que está impaciente por marcharse, y lo agarro del brazo.

—¿Qué haces? —suelta el monarca, visiblemente irritado ante mi gesto. Está muy preocupado por su esposa.

—Majestad, perdonad que os haga perder tiempo, pero desearía mencionaros algo en privado.

El rey retrocede, repeliendo mi contacto.

—En Kairn Telest no tenemos secretos. Si querías decirme algo, fuera lo que fuese, deberías haberlo hecho en el consejo.

—No habría dudado en hacerlo, si tuviera la absoluta certeza de lo que decía. Prefiero dejar a la sabiduría y discreción de Vuestra Majestad la decisión de revelar el asunto, si considera conveniente que el pueblo lo conozca.

El monarca me dirige una mirada de ira.

—¿De qué se trata, Baltazar? ¿Otra teoría?

—Sí, señor. Otra teoría… acerca de los colosos. Según mis estudios, los antiguos crearon la magia de los colosos con la intención de que durara eternamente. En otras palabras, Majestad, esa magia de los colosos no podía fallar ni dejar de funcionar.

El rey me observa con exasperación.

—¡No tengo tiempo para juegos, nigromante! Has sido tú quien ha dicho que los colosos estaban fallando…

—Sí, Majestad, es cierto. Y estoy convencido de que así es, pero tal vez he escogido una palabra equivocada para describir lo que les sucede a nuestros colosos. Quizás el término correcto no sea «fallo», señor, sino «destrucción». Destrucción deliberada.

El rey sigue mirándome; luego, sacude la cabeza a un lado y otro.

—Vamos, Edmund —murmura, dirigiendo un gesto de impaciencia a su hijo—. Iremos a ver a tu madre.

El joven príncipe corre hasta su padre y, juntos los dos, se disponen a abandonar la estancia.

—Señor —insisto, con un tono de urgencia en la voz que obliga al rey a hacer un nuevo alto—, creo que en alguna parte, en unos reinos que existen por debajo de Kairn Telest, alguien ha emprendido una guerra de lo más pérfida contra nosotros. Y conseguirá derrotarnos por completo a menos que hagamos algo por detenerlo. Nos derrotará sin siquiera disparar una flecha o arrojar una lanza. ¡Alguien, señor, está privándonos del calor y de la luz que nos proporciona la vida!

—¿Con qué propósito, Baltazar? ¿Cuál puede ser el motivo para un comportamiento tan inicuo?

Hago caso omiso del sarcasmo del rey y contesto:

—Para utilizarlos él mismo, señor. Pensé largo y tendido en el problema durante mi viaje de regreso a Kairn Telest. ¿Y si todo Abarrach está muriendo? ¿Y si el núcleo de magma está encogiéndose? Algún reino podría considerar necesario robar a sus vecinos para protegerse a sí mismo.

—Te has vuelto loco, Baltazar —replica el monarca. Posa su mano en el flaco hombro de su hijo, conduciéndolo lejos de mí, pero Edmund vuelve la cabeza y me mira con ojos grandes y asustados. Le dirijo una sonrisa tranquilizadora y parece aliviado. En el instante en que ya no puede verme, mi sonrisa se desvanece.

—No, señor, no estoy loco —murmuro a las sombras—. Ojalá lo estuviera. Todo sería más sencillo. —Me froto los ojos, que me escuecen por la falta de descanso—. Sería mucho más sencillo…