CAPÍTULO 32
LAS CATACUMBAS, ABARRACH
La pendiente se hizo más suave y reaparecieron las lámparas de gas, con su resplandor amarillo. Alfred escuchó la respiración de Jera, ligeramente acelerada de excitación, y notó la tensión de los músculos de Jonathan. Bajo la luz de una lámpara, Tomás parecía casi tan pálido como uno de los muertos vivientes, Alfred dedujo de estos indicios que ya estaban cerca de su objetivo. El corazón se le aceleró, las manos le temblaron y apartó con firmeza de su mente la consoladora idea de desmayarse.
El chambelán les indicó que se detuvieran con un gesto imperioso de su vara.
—Esperad aquí, por favor. Os anunciaré. —Se adelantó unos pasos y exclamó—: ¡Conservador! ¡Visitantes para la Reina Madre!
—¿Dónde estamos? —Alfred aprovechó aquel instante para cuchichearle las palabras a Jonathan.
—¡En las catacumbas! —respondió el duque, con un brillo de alegría y excitación en los ojos.
—¿Qué? —Alfred puso cara de asombro—. ¿Las catacumbas? ¿Donde Haplo y el príncipe…?
—Sí, sí —murmuró Jera.
—Ya te dijimos que sería sencillo —añadió Jonathan.
Alfred advirtió que Tomás no decía nada, sino que se quedaba a un lado, entre las sombras, lejos de la luz de las lámparas de gas.
Por supuesto, tendremos que someternos a esa farsa de visitar a la Reina Madre —murmuró Jera, recorriendo las catacumbas con una mirada de impaciencia, en busca de algún rastro del desaparecido chambelán—. ¿Dónde se habrá metido nuestro guía?
—¿La Reina Madre, aquí abajo? —Alfred estaba totalmente perplejo—. ¿Acaso ha cometido algún crimen?
—¡No, claro que no! —Jonathan lo miró, sorprendido—. Fue una gran dama mientras vivió. Ha sido su cadáver el que ha resultado difícil de tratar.
—¿Su cadáver…? —repitió Alfred con un hilo de voz, apoyándose en la húmeda pared de roca.
—Se entrometía a cada momento —dijo Jera en voz baja—. Sencillamente, no podía comprender que ya no debía ocuparse de las obligaciones regias y su cadáver siempre se entrometía en los momentos más inoportunos. Finalmente, al dinasta no le quedó más remedio que encerrar el cadáver aquí abajo, donde no causara molestias. De todos modos, está muy bien visto acudir a visitarla. Al dinasta le satisface mucho pues, si no otra cosa, al menos ha sido siempre un buen hijo.
—¡Silencio! —intervino Tomás bruscamente—. Ya viene el chambelán.
—Por aquí, si sois tan amables —dijo éste con voz potente.
El estrecho pasadizo y los muros rezumantes de humedad les devolvieron el eco del roce de sus túnicas y de sus pisadas. Un hombre vestido de negro riguroso efectuó una reverencia y se hizo a un lado con gesto respetuoso. ¿Eran imaginaciones suyas, se dijo Alfred, o Tomás y el recién aparecido de la túnica negra intercambiaban una mirada de inteligencia? Alfred empezó a temblar de frío y aprensión.
Llegaron a una intersección en forma de cruz, de la que partían estrechos pasadizos en las cuatro direcciones. Alfred dirigió una breve mirada al corredor de la derecha. A ambos lados se abrían celdas envueltas en densas sombras. Intentó ver algún rastro del príncipe Edmund o, mejor aún, de Haplo. No descubrió nada y no se atrevió a dedicar tiempo a un examen más detenido, pues tuvo la extraña sensación de que los ojos del conservador estaban fijos en él.
El chambelán tomó hacia la izquierda y el grupo avanzó tras él. Doblaron una esquina y se hallaron bajo un charco de luz resplandeciente que casi los cegó después de la penumbra de los pasadizos. Suntuosamente adornada y amueblada, parecía como si la estancia hubiera sido trasladada intacta desde las cámaras reales, salvo los barrotes de hierro de la celda, que echaban a perder el efecto. Tras los barrotes, rodeado de todos los lujos posibles, se hallaba un cadáver de mujer bien conservado, sentado en un trono de respaldo alto y bebiendo aire de una taza de té vacía. El cadáver iba vestido con ropas de hilo de oro y en sus dedos cerúleos brillaban el oro y las joyas. Sus cabellos plateados estaban perfectamente cuidados y peinados.
Una mujer joven, vestida con una sencilla túnica negra, estaba sentada junto al cadáver y mantenía con éste una conversación ficticia. Alfred advirtió con desconcierto que la segunda mujer estaba viva; allí, la viva estaba al servicio de la muerta.
—Es la nigromante privada de la Reina Madre —le indicó Jera.
A la nigromante se le iluminó la mirada cuando los vio. Con rostro expresivo, se apresuró a ponerse en pie respetuosamente. El cadáver de la Reina Madre miró hacia el grupo e hizo un ademán majestuoso con su mano marchita invitándolos a pasar.
—Esperaré para acompañaros de vuelta, Señorías —dijo el chambelán—. Por favor, no os quedéis mucho tiempo. Su Muy Graciosa Majestad se fatiga con facilidad.
—No queremos distraerte de tus obligaciones —protestó Jera con suavidad—. No te molestes por nosotros. Conocemos el camino de salida.
Al principio, el chambelán no quiso ni oír hablar de ello, pero la duquesa era convincente y el duque se mostró descuidado con una bolsa de monedas de oro que, casualmente, fue a caer en las manos del chambelán. Éste los dejó y desanduvo el camino por el pasadizo acompañado de los golpes del bastón de ceremonia. Alfred lo observó alejarse y se fijó en que el chambelán hacía un breve gesto de asentimiento al conservador. El sartán notó un sudor frío. Cada fibra de su cuerpo lo urgía a huir o a desmayarse, o tal vez ambas cosas a la vez.
La mujer joven se había acercado para abrir la puerta de la celda.
—No, querida, no es necesario —le dijo Jera con suavidad.
Los conspiradores permanecieron quietos, esperando a que el sonido de la vara del chambelán desapareciera en la distancia. Cuando dejaron de oírlo, el conservador les hizo una seña.
—¡Por aquí! —susurró, indicándoles que se acercaran.
El grupo avanzó rápidamente, Alfred volvió la vista y advirtió una expresión de amarga decepción en el rostro de la mujer; luego, la vio hundirse de nuevo en su asiento y la oyó reanudar la conversación con el cadáver con voz apagada y sin vida.
El conservador los condujo por el pasadizo opuesto a aquel en que estaba recluida la Reina Madre. El nuevo corredor estaba mucho más a oscuras que el que acababan de dejar atrás. Estaba mucho más oscuro que cualquiera de los que habían recorrido. Alfred apretó el paso junto a Tomás y observó numerosas lámparas de gas en la pared pero, por alguna razón, la mayoría de ellas estaba a oscuras. O bien se habían apagado solas… o bien lo había hecho alguien voluntariamente.
Sólo permanecía encendida una lámpara en el pasadizo. Brillaba a cierta distancia, haciendo aún más densas las sombras, en contraste. Cuando se acercaron, Alfred vio que la luz brillaba encima de un cadáver sentado sobre una losa de piedra. Sus ojos miraban al frente y los brazos le colgaban entre los muslos, fláccidos.
—¡Ésa es la celda del príncipe! —dijo Tomás con voz áspera y tensa—. La que está iluminada. Y tu amigo está en la celda contigua —añadió, mirando a Alfred.
Jera, impaciente, se lanzó adelante. Jonathan siguió de cerca a su esposa. Alfred se vio obligado a concentrarse en mantener ambos pies en la misma dirección. Pronto se encontró cerrando el grupo y, de pronto, se dio cuenta de que el conservador, quien momentos antes encabezaba la marcha, se había rezagado inexplicablemente. También Tomás había desaparecido de la vista.
Desde la oscuridad les llegó el rechinar metálico de una armadura. Alfred vio el peligro; lo vio con claridad en su mente, ya que no con los ojos. Tomó aire para lanzar una advertencia, pero se olvidó de vigilar dónde pisaba y los dedos de uno de sus pies tropezaron con el talón del otro. El torpe sartán cayó hacia adelante, se estrelló contra la superficie de piedra y la fuerza del impacto lo dejó sin resuello. El grito que pretendía dar se convirtió en apenas un jadeo, al que siguió un zumbido detrás de él. Una flecha pasó sobre su cabeza, cortando el aire donde Alfred había estado momentos antes.
Mirando hacia adelante y haciendo desesperados esfuerzos por recobrar el aliento, Alfred vio las siluetas de Jonathan y de Jera recortadas contra la luz, proporcionando blancos perfectos para los dardos.
—¡Jonathan! —exclamó Jera. Las dos siluetas convergieron en una sola forma confusa. Una lluvia de flechas cayó sobre ella.
Alfred se sintió una vez más a punto de perder el sentido, como si su mente tratara de sumirlo en aquella reconfortante inconsciencia. Luchó por vencer la sensación que lo envolvía y consiguió articular las runas, pero fue su subconsciente el que puso las palabras mágicas en unos labios que no tenían idea de lo que estaban diciendo.
Un gran peso cayó sobre el sartán, quien se preguntó confusamente si el conjuro habría derribado sobre él el techo de la caverna. Sin embargo, el olor y el contacto de la carne helada y de la fría coraza contra su piel le revelaron que, de nuevo, había conseguido llevar a cabo el conjuro mágico que había hecho poco antes en aquel mundo. Había vuelto a matar a un muerto.
—¡Jera! —La voz de Jonathan, incrédula y presa del pánico, se convirtió en un chillido—. ¡Jera!
El cadáver del soldado se había derrumbado sobre las piernas de Alfred y éste salió de debajo a duras penas. Un fantasma flotó a su lado, adoptó la forma y las facciones que tenía en vida el cuerpo que había abandonado, y no tardó en alejarse, perdiéndose en la oscuridad. Alfred captó vagamente el ruido de unas pisadas —las pisadas de alguien vivo— que se retiraban con rapidez por el pasadizo y vio al conservador arrodillarse junto al soldado muerto y hablarle en tono imperioso, ordenándole que se pusiera en pie.
Alfred no tenía muy claro qué hacer o adonde ir. Se puso en pie y miró a su alrededor, confuso y aterrado. Unos sollozos entrecortados, desconsolados, lo impulsaron a avanzar en la oscuridad.
Jonathan, de rodillas en el suelo, sostenía a Jera en sus brazos.
Los duques casi habían llegado ante la puerta de la celda del príncipe. La luz de la lámpara de gas de la pared los bañaba y arrancó un reflejo del asta de una flecha, profundamente clavada en el pecho derecho de Jera. La mujer tenía los ojos fijos en el rostro de su esposo y, en el instante en que Alfred llegó junto a la pareja, sus labios se entreabrieron en un suspiro que se llevó su último aliento.
—Se ha puesto delante de mí de un salto —explicó Jonathan entre aturdidos sollozos—. La flecha estaba dirigida a mí… y ella se ha interpuesto de un salto. ¡Jera!
El duque sacudió el cadáver como si intentara despertarlo de un profundo sueño. La mano sin vida de Jera se deslizó hasta el suelo. La cabeza se inclinó a un lado. La hermosa cabellera le cayó sobre el rostro, cubriéndolo como un sudario.
—¡Jera! —Jonathan la estrechó contra su pecho.
Alfred aún podía oír la voz del conservador intentando reanimar al soldado caído.
—Pero pronto se dará cuenta de que es inútil y llamará a otros guardias. Tal vez sea eso lo que ha ido a hacer ese traidor de Tomás. —El sartán se dio cuenta de que estaba hablando solo, pero no pudo evitarlo—. Tenemos que largarnos de aquí, pero ¿adonde vamos? ¿Y dónde está Haplo?
Como en respuesta al sonido de su nombre, un leve gemido llegó a oídos de Alfred por debajo de los lamentos de Jonathan y de los cánticos del conservador. Cuando miró a su alrededor apresuradamente, el sartán vio a Haplo tendido en el suelo cerca de la puerta de su celda.
Unas runas pronunciadas a toda prisa y acompañadas de unos garbosos gestos de las manos, todo ello efectuado por Alfred sin que interviniera su voluntad, redujeron los barrotes de hierro a pequeños montones de óxido apilados en una perfecta hilera.
El sartán tocó el cuello de Haplo sin encontrarle el pulso. La fuerza vital del patryn parecía haberse agotado y Alfred temió haber llegado demasiado tarde. Con mano temblorosa, volvió el rostro de Haplo hacia la luz y advirtió una vibración en sus párpados. También notó el levísimo roce de su aliento cálido sobre la piel de la mano, que sostenía al patryn muy cerca de sus labios cuarteados y entreabiertos. Haplo estaba vivo, pero por muy poco.
—¡Haplo! —Alfred acercó la boca a su oído y le cuchicheó en tono urgente—. ¡Haplo! ¿Puedes escucharme? —Mirándolo con ansiedad, lo vio asentir en un débil gesto y experimentó una oleada de alivio—. ¡Haplo, dime! ¿Qué te ha sucedido? ¿Es una enfermedad? ¿Una herida? ¡Responde! Yo… —Tomó aire antes de continuar la frase, pero en su mente no había existido nunca la menor duda acerca de su decisión—, yo puedo curarte…
¡No! —Sus labios resecos apenas podían moverse pero Haplo consiguió articular la palabra; luego, logró juntar fuerzas para añadir en voz alta—: No quiero… deber mi vida… a un sartán.
Tras esto, enmudeció y cerró los ojos. Un espasmo convulsionó su cuerpo y le arrancó un grito agónico.
Alfred no había previsto aquella respuesta y no supo cómo reaccionar a ella.
—¡No, no, nada de eso! ¡Soy yo quien te la debo a ti! —No era un argumento de peso, pero fue lo único que se le ocurrió a la vista de las circunstancias—. ¡Tú me salvaste del dragón! En Ariano…
Haplo tomó aire con un jadeo, abrió los ojos, alargó la mano y asió por la ropa a Alfred.
—Calla y… escucha. Hay una cosa que…, que puedes hacer por mí, sartán. ¡Prométemelo! ¡Júralo!
—Lo…, lo juro —respondió Alfred, sin saber qué más decir. El patryn estaba al borde de la muerte.
Haplo tuvo que hacer una pausa para hacer acopio de las escasas fuerzas que le quedaban. Se pasó la lengua, muy hinchada, por los labios cubiertos de una extraña sustancia negruzca.
—No permitas… que me resuciten. Quema… mi cuerpo. Destrúyelo. ¿Entendido?
Sus ojos se abrieron y miraron fijamente a Alfred. Este movió la cabeza lentamente, en gesto de negativa.
—No puedo dejarte morir.
—¡Maldito seas! —exclamó Haplo con un jadeo. Su mano, sin fuerza, soltó la túnica. Alfred trazó las runas en el aire e inició su cántico. Ahora, el único interrogante, el único temor que albergaba su corazón era si su magia funcionaría en un patryn.
Detrás de él, como un eco de sus propias palabras, oyó que una voz repetía en un murmullo la misma frase. «¡No puedo dejarte morir!», y entonaba unas runas. Concentrado en su magia, Alfred no prestó atención.
—¡Maldito seas! —repitió Haplo.