Capítulo 43
Desde donde estaba, Abby no podía ver de quién se trataba. A partir de entonces reinó el caos. Los cuerpos forcejeaban, se embestían y se golpeaban, se lanzaban hechizos que chocaban contra las paredes, rompiendo todo lo que encontraban a su paso. Se obligó a reaccionar; agarró el libro y el cuchillo y se tiró al suelo, gateando bajo el altar.
—Sal de aquí, ponte a salvo —oyó que le gritaba Nathan.
Se puso en pie y con el libro abrazado a su pecho trató de avanzar por el pasillo. Empezó a reconocer aquellos rostros. El señor Westwick, Sarabeth, Vivian Hale, otro hombre al que no había visto nunca, también Seth, y su padre. Su padre estaba allí; se dirigió hacia él, estaba luchando contra uno de aquellos brujos y el hombre lo tenía arrinconado. Iba a gritar su nombre cuando una imagen la desarmó. De las sombras surgió un cuerpo femenino, delgado y ágil como el de un gato, su melena roja y rizada flotaba alrededor de su cara, mientras esgrimía una daga que acabó hundiendo en el pecho del brujo que sujetaba a Aaron. Su padre aceptó la mano que la mujer le ofrecía y dejó que lo ayudara a ponerse en pie. Ambos se giraron hacia Abby.
—Mamá —susurró ella sin dar crédito, completamente inmóvil. El grimorio y el cuchillo resbalaron de sus manos.
Oyó que Nathan gritaba su nombre y vio como los rostros de sus padres se contraían con un grito. Sonó un disparo y la reverberación en la piedra le taladró los tímpanos. Se vio arrastrada hacia el suelo por un enorme cuerpo y vio la cara de Seth, el color abandonaba su rostro. Se desplomó a su lado. Abby tardó un segundo en comprender qué había ocurrido; se incorporó, arrodillándose junto a él. Vio la herida en su pecho, sangraba demasiado, y a Pamela todavía con el arma levantada. La onda expansiva de un hechizo golpeó a la chica lanzándola por los aires y la pistola cayó al suelo.
—Seth, Seth —lo llamó Abby, mientras presionaba con las manos la herida, intentando detener el flujo—. ¿Por qué lo has hecho?
El hombre abrió los ojos y la miró.
—Te lo debía —respondió, y perdió el sentido.
—No, no, no —sollozó Abby—. Me dijiste que podía pedirte cualquier cosa, sin importar qué. Vale, pues ahora cumple tu promesa, no te vayas, no te vayas —suplicó.
Nathan pensó por un momento que el disparo había acertado a Abby. Durante un segundo se quedó petrificado, pero entonces la vio moverse, y el alivio le devolvió los latidos a su corazón; y también algo más. Sus ojos se movieron evaluando la situación, y a partir de entonces el poderoso brujo que había en su interior se convirtió en dueño y señor de la situación. Mientras los atacaba se oía un tintineo, los vitrales vibraban. El sonido se convirtió en un rugido y la iglesia comenzó a temblar. El polvo caía de las vigas del techo formando una fina nieve que invadía el aire. En medio de aquella locura intentaba no perder de vista a Abby, que seguía arrodillada junto a Seth, con las manos en su pecho. Su madre se había arrodillado junto a ella y hablaban. Entonces Morgan también colocó las manos sobre el pecho de Seth, intentaban salvarlo.
En pocos segundos todo terminó. Nathan, envuelto en un halo de poder, mantenía su brazo extendido conteniendo a Mason Blackwell contra la pared, aprisionando su cuello con los dedos.
—Es curioso cómo las historias se repiten —dijo Mason, sacando un cuchillo de debajo de su capa. Nathan fue más rápido y detuvo su muñeca con la otra mano.
—¿Fue así cómo mataste a mi padre, a traición? Como un cobarde.
—Yo no maté a tu padre. Si no me falla la memoria, fue él —respondió, y sus ojos se posaron en Aaron—. Hola, hermanito, veo que has recuperado lo que perdiste —dijo, dedicándole una sonrisa de desprecio a Morgan—. Señorita Wise.
—¿Wise? —repitió ella—. Creo que te equivocas, es señor Wise. ¿Qué se siente al saber que lo has tenido durante tanto tiempo tan cerca, Mason? —preguntó ella.
Los ojos de Mason se abrieron por la sorpresa y miraron a Aaron. El hombre asintió con una sonrisita y le dio la espalda, dirigiéndose al encuentro de su hija y de Seth. Deseaba con todas sus fuerzas acabar con la vida del que había considerado su hermano, pero el privilegio no le correspondía a él. Se detuvo un momento y se giró.
—Nathan —lo llamó. El chico apenas ladeó la cabeza, pero sabía que le prestaba atención—. Lo siento, no puedo enmendar nada de lo que ha pasado hasta ahora, pero puedo darte esta satisfacción.
El chico asintió.
—No necesito más —respondió. Clavó sus ojos en las dos ge— mas verdes que eran los ojos de Mason, tragó saliva y su mano se convirtió en pura luz. Se inclinó un poco sobre su oído—. Nos veremos en el infierno —susurró, y con un fuerte gritó, le golpeó el pecho. Mason abrió los ojos desmesuradamente, una parte de él pensó que era a David a quien tenía delante. La luz entró en él, destelló un momento a través de sus ojos y en ellos se apagó la vida. Nathan lo soltó, y el cuerpo cayó al suelo como un trapo. Él también se dejó caer; quedó de rodillas con el rostro enterrado entre las manos, al límite de sus fuerzas.
Abby logró que el alma de Seth no abandonara su cuerpo. Entonces se puso en pie y buscó a Nathan. Nerviosa, recorrió el entorno medio derruido. Lo divisó de rodillas a un lado del altar, bajo el retablo, con los hombros hundidos.
—Nathan —gritó con una mezcla de alivio y angustia. Echó a correr por el pasillo central hacia él.
Aaron avanzaba por el corredor, se le iluminó la cara al verla y a punto estuvo de abrir los brazos para recibirla, pero se dio cuenta de que ni siquiera lo había visto, pasó por su lado como una exhalación, saltando por encima de los cuerpos de dos brujos de La Hermandad. Ladeó la cabeza y sonrió; solo una mujer había corrido hacia él con esa expresión en el rostro, y ahora la tenía delante, a pocos metros de distancia. Dudando si debía acercarse o sería rechazada, mientras colocaba unos mechones de pelo tan rojos como el fuego tras su oreja.
Nathan se puso en pie y fue al encuentro de Abby, y se fundieron en un abrazo. Él la besó en la sien, apretándola tan fuerte que sus labios se pusieron blancos. Se quedaron así unos instantes, sin dar crédito a que, después de todo, estaban realmente allí, vivos y juntos.
—Has venido —dijo ella, contemplando su rostro.
—¡Claro que sí! ¿Lo dudabas? —dijo Nathan, frunciendo el ceño. Le acarició la mejilla con el pulgar.
—Pero ha sido por ese hechizo. Si te hubiera ocurrido algo, yo... ¡Ojalá haya una forma de deshacerlo! —sollozó, apretando los labios para que la barbilla le dejara de temblar.
Él sonrió; la sostenía por los hombros y volvió a atraerla para abrazarla.
—Ese hechizo no me obliga a quererte. Y estoy aquí porque te quiero, porque estoy enamorado de ti. Perderte no era una opción. —Le acarició la espalda. Ella se acurrucó en su pecho y sintió sus lágrimas en la piel—. No llores —susurró.
—Pensaba que no volvería a verte.
—Esa tampoco era una opción —dijo él.
Abby sonrió y enterró la nariz bajo su cuello, aspirando su olor.
—Lo siento, Abby, lo siento muchísimo, todo lo que pasó. ¿Podrás perdonarme?
—No tengo nada que perdonarte. Intentabas protegerme —murmuró contra su hombro; se le hizo un nudo en la garganta.
Él suspiró.
—Alejarme de ti es lo más duro que he hecho nunca... jamás volveré a hacerlo. Te lo prometo.
—Lo sé. —Se separaron un poco y él apoyó su frente en la de ella, mientras le acariciaba el rostro y le atusaba el cabello—. Todo ha valido la pena, cada instante, si podemos estar ahora así.
—Ha valido la pena —repitió él. Sentía las miradas sobre ellos, su madre, los padres de ella... no le importó. Con lentitud la tomó del rostro. Inclinó su cabeza y la besó, sus labios se detuvieron un instante y dibujaron una sonrisa sobre la de ella—. Te quiero, Abby, en esta y en cada una de nuestras vidas.
Ray apareció junto a ellos, cargaba con el peso de Nick sobre sus hombros. Bianca caminaba a su lado con una ligera cojera y una marca púrpura en el cuello.
—¿Estáis bien? —preguntó Nathan.
—De maravilla, tío. ¿Y vosotros?
Nathan asintió, esbozando una sonrisa, y palmeó el hombro de su amigo.
—Llévalos al hospital —dijo mientras evaluaba con la mirada el estado de sus amigos.
Nathan y Abby recorrieron con sus ojos el interior de la iglesia. Los cuerpos inertes de los brujos de La Hermandad yacían sobre el suelo de piedra. Por suerte, sus padres y amigos estaban bien. La mayoría tenía heridas y contusiones, unas más graves que otras, pero ninguna que pusiera en peligro sus vidas. Hasta Seth había comenzado a recuperarse. Cogidos de la mano se acercaron al brujo.
—¿Cómo estás? —preguntó Abby.
El hombre la miró y sonrió. Asintió levemente con la cabeza.
—Saldré de esta gracias a ti. Gracias, gracias por salvarme la vida.
Abby le dedicó una sonrisa y lo besó en la mejilla. Entonces vio a su padre caminando hacia ella, y sin poder contenerse se lanzó a sus brazos.
—¡Papá!
—Tranquila, todo ha terminado —dijo él, acunándola entre sus brazos. Clavó sus ojos en Nathan—. Gracias —susurró.
El chico hizo un gesto, aceptando su gratitud. Y se dispuso a ayudar a los demás a borrar las huellas de lo que allí había ocurrido, mientras daba instrucciones para que Pam y el profesor, atados y amordazados, fueran trasladados a un lugar seguro donde el Consejo se haría cargo de ellos.
Abby recogió su grimorio del suelo y salió de la iglesia, aspiró el aire frió de la noche y contempló las estrellas con el libro abrazado a su pecho. Un graznido sonó sobre su cabeza, miró al tejado y vio a los cuervos posados sobre él, también en los árboles, observándola.
—Abby —dijo Morgan. La chica se estremeció y muy despacio se giró hacia su madre—. Tenemos mucho de que hablar. Sé que, probablemente, en este momento me odies por haberte hecho algo así, pero... si me escuchas, es posible que me llegues a comprender.
Abby miró fijamente a su madre. Jamás había experimentado un dolor tan grande como el que sintió al creer que ella había muerto. Incluso después de saber que le había mentido y manipulado su vida, y que ni siquiera era quien decía ser, no había dejado de quererla. Había soñado con que regresaba y que estaría ahí, junto a ella, en los momentos más importantes de su vida. Su deseo se había cumplido y allí estaba. Y por encima del miedo, el rencor y las preguntas, un único sentimiento se impuso. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y un violento temblor recorrió su cuerpo.
—¡Mamá! —sollozó, lanzándose a sus brazos.
—Tranquila, pequeña, mamá está aquí y jamás volverá a dejarte.