Capítulo 6
Abby pasó por secretaría y tras recoger el comprobante de asistencia y su número de taquilla, se encaminó con Diandra a su primera clase: historia. El profesor, tras mirar sus datos en la ficha, la presentó a la clase y la invitó a sentarse junto a una chica de pelo castaño y liso a la que pidió que compartiera su libro con ella.
—Hola, soy Abby —dijo al sentarse en su silla. La chica le sonrió y empujó su libro para que ambas pudieran leerlo.
—Pamela.
—Bien, ¿por dónde nos quedamos ayer? —preguntó el profesor ojeando sus papeles—. Ah, sí, hablando sobre la caza de brujas en Europa a finales del siglo quince y principios del dieciséis. ¿Alguien recuerda qué eran los «estatutos de desaforamiento»?
Diandra levantó la mano un par de filas por delante de Abby. El profesor le dedicó una sonrisa y le hizo un gesto para que respondiera.
—Unos estatutos que fueron aprobados en Aragón, España, para luchar con total impunidad contra la brujería. Los jueces estaban autorizados para perseguir a las supuestas brujas sin atender a las leyes. Se las podía someter a todo tipo de torturas, así como condenarlas a muerte sin siquiera abrir un proceso contra ellas.
—Muy bien, Diandra —dijo el profesor. Y añadió—: Para que podáis entender el grado de violencia que condujo a dicha situación hay que tener en cuenta que un gran número de las acusaciones de brujería que se presentaban eran una manera de canalizar los conflictos locales y vecinales. Muertes, enfermedades, esterilidad, malas cosechas... se atribuían a un chivo expiatorio elegido por los propios miembros de la comunidad, casi siempre mujeres.
Abby escuchaba embobada, ya había leído sobre el tema y le fascinaba. La puerta de la clase se abrió y Nathan Hale apareció en el umbral. Tal y como había ocurrido en la calle, a Abby se le aceleró el pulso, tanto que el corazón le saltaba en el pecho de forma dolorosa.
—Otra vez llegas tarde, Nathan —lo reprendió el profesor.
—Problemas con el coche —respondió. Se acercó a la mesa de este y dejó sobre ella unos folios grapados. El profesor los miró un instante.
—Este trabajo no había que entregarlo hasta el mes que viene.
—He tenido tiempo libre —respondió Nathan avanzando por el pasillo que formaban los pupitres.
Abby alzó la vista cuando él pasó por su lado. Sus ojos negros la repasaron con descaro y una sonrisa oscura curvó sus labios, que desapareció al instante, al igual que su mirada, ahora fija en algún punto al fondo. Abby miró por encima de su hombro y vio que Damien tenía la misma expresión furibunda que Nathan. Si hubieran podido lanzar rayos por los ojos, ambos estarían ardiendo.
Por fin llegó la hora del almuerzo y Abby abandonó la clase de español a toda prisa. Fue hasta la cafetería, donde había quedado con Damien y Diandra. Tomó una bandeja y se unió a la multitud que se agolpaba haciendo cola. Miró de reojo la comida, sin saber muy bien por qué decidirse. Tenía buen aspecto, aunque no dejaba de ser la comida de un comedor de instituto, y de eso ella sabía bastante. Bien, tendría que arriesgarse, y el pollo no tenía mala pinta. Abrió la boca para pedir, pero una voz se le adelantó.
—Pizza y una ensalada, por favor.
Abby supo de quién se trataba incluso antes de alzar la vista hacia él. Su voz era algo imposible de olvidar. Aquellos ojos oscuros, que le resultaban tan inquietantes, la miraron con una mezcla de curiosidad y malicia.
—Hola, soy Abby —se obligó a decir para aflojar la tensión que sentía, y sonrió con un revuelo en el estómago. Alzó un poco más la barbilla, no se había dado cuenta hasta ese momento de lo alto que era en realidad, le sacaba una cabeza.
—No deberías hablar conmigo —dijo él en tono confidencial, aunque había mofa en sus ojos. Ladeó la cabeza, como para estudiarla desde un ángulo diferente y se entretuvo en cada una de sus curvas.
—¿Por qué? —preguntó, inocente.
—A tu novio no le gusta —respondió, mirando por encima del hombro de ella.
Abby siguió su dirección y se encontró con la mirada de Damien fija en ellos dos.
—Damien no es mi novio —contestó. Un ardor se expandió lentamente por sus mejillas.
—Qué pena, hacéis buena pareja. Seguro que tendríais unos niños preciosos. —Dio un paso hacia delante y ella instintivamente se alejó otro paso, chocando con la espalda de un chico. Se inclinó y acercó la boca a su oído. El perfume de ella penetró en su olfato, olía bien, demasiado bien—. No vuelvas a hablarme —añadió con frialdad, dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.
Damien cruzó el comedor a toda prisa hasta llegar a ella.
—¿Te ha dicho algo? —La agarró del brazo para que lo mirara. Abby abrió la boca para contestar, pero su garganta parecía cerrada y se limitó a negar con la cabeza y a sonreír—. No te acerques a él, no es buena gente, y si se mete contigo... quiero saberlo. —La tomó de la barbilla—. ¿De acuerdo?
Ella volvió a asentir y se dejó arrastrar por el brazo de Damien alrededor de su cintura. Rezó para no volver a cruzarse con Nathan en lo que quedaba de día, pero para su desesperación, comprobó que sus horarios eran bastante similares. Salió del vestuario, justo cuando el entrenador tocaba su silbato. Cinco chicos, entre ellos Nathan y Damien, saltaron al agua de la piscina y comenzaron a nadar como si les fuera la vida en ello.
—Odio las clases de natación. El cloro del agua me sienta fatal —dijo Pamela, mirando con tirria el agua de la piscina—. ¿Se te da bien la natación?
—Digamos que no se me da mal del todo —respondió. Observó las paredes blancas y verdes, limpias e inmaculadas, nada que ver con su antiguo instituto.
—Los cinco siguientes, a posición —gritó el entrenador.
—Nos toca —dijo Pamela. Se colocó frente a una de las calles y se ajustó el bañador.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó Abby situándose al lado de Pam. Miró al entrenador, pero este estaba tan concentrado en los chicos que no les prestaba atención.
—Fácil, es como una carrera de relevos, cuando llegue el nadador que está en tu calle, saltas y continuas, son dos largos, ida y vuelta. Gana el equipo que haga mejor tiempo —respondió Pam.
Abby tragó saliva y sacudió los brazos, se le empezaban a dormir por culpa de los nervios. Contempló la enorme piscina y al chico que se acercaba con una rapidez asombrosa, cada brazada marcaba los músculos de sus brazos y su espalda. Era todo un espectáculo verlo nadar. Se preparó para saltar, el chico tocó con la mano el borde a la vez que sacaba la cabeza del agua, cogiendo una bocanada de aire. Sus ojos se encontraron y Abby se quedó muda, instintivamente dio un paso atrás, sin poder apartar la mirada de la cara de Nathan; el agua le chorreaba desde el pelo, lo sacudió para apartarlo de su frente.
—¿A qué esperas? —le espetó él.
Abby reaccionó con un acceso de ira, se encorvó y se zambulló con gracia. Empezó a batir los brazos, ganando cada vez más terreno a los otros nadadores. Dio la vuelta y regresó, poniéndole más ganas. Tocó el borde y su relevo saltó por encima de ella.
—Bien hecho, Blackwell, eres rápida —dijo el entrenador, asintiendo con aprobación—. Le vendrían bien tus brazadas al equipo femenino.
Abby sonrió y agarró la mano que Damien le ofrecía; dejó que la ayudara a salir y que le pusiera una toalla en los hombros.
—Ha sido alucinante —exclamó el chico, frotándole los brazos—. Volabas.
La sonrisa de Abby se ensanchó y notó que se ruborizaba. Él le apartó el pelo de la cara y le dio un ligero apretón en los hombros.
El entrenador hizo sonar su silbato.
—Los del equipo, que se queden; los demás podéis marcharos —gritó para hacerse oír sobre el bullicio.
—Nos vemos en el aparcamiento cuando acabe la última clase —dijo él, y se lanzó a la piscina para continuar con el entrenamiento.
Abby asintió y se encaminó al vestuario. Para su disgusto, Nathan estaba junto a la puerta hablando con un chico rubio, se llamaba Ray, creyó recordar. Se puso rígida, consciente de lo cerca que debía pasar de él. Todo su cuerpo entró en calor de golpe. Clavó los ojos en el suelo, intentando no mirarlo. Imposible, como si de una atracción magnética se tratara, alzó la cabeza. Él la miraba fijamente; mientras asentía a algo que Ray decía, su rostro no mostraba ninguna expresión. Entonces sus labios se contrajeron con una mueca engreída.
—Tampoco me mires —le susurró, y atravesó la puerta batiente que conducía a los vestuarios.
—Idiota —masculló ella, conteniéndose para no salir tras él y estamparle un puño en plena cara.
Las clases acabaron y Abby se alegraba de estar de vuelta en casa. Se encerró en su habitación. Tiró la mochila al suelo y se dejó caer en la cama. Definitivamente odiaba a Nathan Hale, jamás en su vida había sentido algo así por nadie. Era un idiota consumado, engreído y prepotente hasta rayar lo obsceno. «No vuelvas a hablarme, tampoco me mires», le había dicho. Bien, podía estar tranquilo respecto a eso, no pensaba hablarle nunca más, ni mirarlo, para ella había dejado de existir.
Estaba tan tensa y enfadada que pensó en darse una ducha antes de ponerse con los deberes. Cerró los ojos y dejó que el agua caliente resbalara por su cuerpo. Intentó pensar en algo que pudiera relajarla, pero su mente no dejaba de rebelarse y se negaba a abandonar el único pensamiento que la ocupaba desde hacía horas: Nathan. Su mirada afilada e intimidatoria la perseguía, pero no solo porque en el fondo la asustaba y le hacía sentir una creciente sensación de alarma —Nathan era uno de esos chicos que debería llevar colgando un cartel de peligro, y contra el que cualquier padre prevendría a su hija—, sino porque sus ojos eran preciosos, enmarcados por unas pestañas largas y espesas. Sentirlos sobre ella le había provocado escalofríos.
Se envolvió en su albornoz y salió del baño dispuesta a hacer los deberes sin más distracciones. Se paró en seco al encontrar a su padre en la habitación, estaba dejando unos paquetes envueltos en papel de regalo sobre la cama.
—¡Vaya, me has pillado! —dijo él, un poco azorado.
Abby miró los regalos y después a su padre.
—¿Son para mí? —preguntó, sorprendida.
—Sí. —Hubo una pausa—. ¿No piensas abrirlos?
Abby sonrió y algo cortada se acercó a la cama. Tomó el más pequeño y rasgó el papel. Sus ojos se abrieron como platos al ver un teléfono móvil de última generación.
—¡Es genial! —exclamó.
—Pensé que necesitarías uno. Diandra no puede vivir sin el suyo, y creo que Damien tampoco, viendo las facturas —respondió con una sonrisa—. Bueno, abre el otro.
Abby se sentó en la cama y colocó el paquete sobre sus piernas. Arrancó un enorme lazo rosa y rasgó el papel. Se llevó una mano a la boca en cuanto el ordenador portátil quedó al descubierto.
—Lo de la otra noche... no es que me importara que usaras el mío, es solo que... trabajo con él y guardo datos muy importantes, facturas... es mejor que tengas uno propio.
—Gracias —susurró Abby con un nudo en la garganta.
Se miraron en silencio unos segundos.
—¿Qué tal el primer día de instituto? —preguntó él, acabando con el peso de la pausa.
—Bien, los profesores son amables y he hecho unos cuantos amigos.
—Me alegro de oír eso. Supongo que tendrás deberes. Nos vemos cuando termines. —Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. De repente se detuvo—. Me he tomado la libertad de dejarte unos libros sobre tu escritorio. Son muy antiguos y en ellos se recoge la historia de nuestra familia. Puede que te interesen.
—¡Sí, claro, me interesan! —dijo con sinceridad; deseaba saber cosas sobre sus raíces.
Aaron le sonrió. Abby lo contempló mientras salía, tenerlo cerca le hacía sentir bien. Notaba un calor especial en el pecho, una llamada que surgía desde lo más profundo de su ser. Sin pensarlo, se puso en pie, guiándose solo por su instinto.
—¡Papá! —Lo alcanzó en la escalera. Él se paró en seco y se giró con los ojos abiertos como platos, tan sorprendido que no parpadeaba. Abby se acercó y lo abrazó—. Gracias.
Él la envolvió con sus brazos y la apretó muy fuerte durante unos segundos. Se separó un poco para mirarla a los ojos, pero sin soltarla.
—Me has llamado papá.
—Sí, bueno, lo he dicho sin pensar... —dijo con la voz entrecortada.
—Me gusta. —Esbozó una sonrisa que le iluminó la cara—. Anda, ve a hacer los deberes, pronto cenaremos.
Abby asintió y dio media vuelta, vaciló un momento.
—La otra noche, en el cementerio, eso que dijiste sobre el cristal a punto de romperse y... No, no entiendo qué querías decir.
—Lo sé. Tendremos esa conversación muy pronto, ¿de acuerdo?
Abby asintió con la cabeza. Tenía montones de preguntas, dudas, estaba impaciente por saber qué había pasado entre sus padres, cómo se habían conocido en realidad, cuánto tiempo habían estado juntos, hasta que... su madre se había ido sin despedirse; pero no quería estropear ese momento. Se ajustó el albornoz y terminó de subir la escalera.
—Abby —Su padre la llamó.
—¿Sí? —Se asomó a la barandilla.
Él subió un par de peldaños con las manos en los bolsillos.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—¡Claro!
—¿Recuerdas qué te ocurrió en el accidente? ¿Cómo pudiste salir ilesa de ese coche? Vi cómo quedó.
—No, no consigo recordar qué ocurrió, todo está muy confuso. Es como si mi mente hubiera creado una ilusión para esconder lo que de verdad pasó.
—¿Una ilusión? ¿Qué clase de ilusión?
Abby se encogió de hombros y se abrazó los codos.
—Puede parecer extraño, pero fue como si mi cuerpo se convirtiera en humo, atravesé el coche y quedé suspendida en el aire. Desde donde estaba vi cómo sucedía todo, después me desmayé. —Levantó los ojos de suelo y se encontró con los de su padre fijos en su rostro. Estaba muy serio, fruncía el ceño, preocupado—. Aunque supongo que lo que en realidad pasó fue que, en algún momento, salí despedida del coche y tuve buena suerte al caer. Era mi cumpleaños, quién sabe. —Esbozó una triste sonrisa.
Su padre le devolvió la sonrisa.
—Vístete, cogerás frío —se limitó a decir.