Capítulo 34

Abby observó a través del parabrisas del Camaro de Gale el hotel donde el chico se hospedaba. Tuvo que apretar los labios para no echarse a reír. Era la construcción más cursi que había visto nunca. Paredes blancas de madera con las ventanas y las puertas en color rosa y amarillo pastel. Se levantaba en medio de un frondoso jardín rodeado por una valla blanca que contenía a un numeroso ejercito de enanos con gorro rojo, cervatillos de porcelana y una fuente decorada con palomas. Se bajó del coche y la estudió con más atención. Del porche pendían maceteros con plantas colgantes y un pequeño columpio con corazones tallados mecido por la brisa.

—En el anunció no había foto —dijo Gale a modo de excusa, intuyendo los pensamientos de Abby.

Ella apretó los labios; al final no pudo contenerse y rompió a reír.

—¿Pero qué clase de sitio es este? —preguntó.

—Una casa de huéspedes, solo que... —Hizo una pausa y se alborotó el pelo, un poco avergonzado—. Sus clientes habituales suelen ser recién casados en luna de miel, o parejas que buscan un sitio romántico para celebrar sus aniversarios. Te juro que cuando llegué y lo vi, me quedé muerto. Pero ya había transferido el dinero de la reserva.

Abby rio con más fuerza.

—Espera a ver la habitación, hay querubines pintados en las paredes —comentó Gale, y ella soltó una nueva carcajada que la obligó a doblarse por la cintura y a sujetarse el estómago.

—Venga, vamos. Me cambio de ropa y volvemos, quiero la revancha. ¡Es increíble cómo juega tu amiga al futbolín! —exclamó muerto de risa mientras empujaba la puerta principal.

Guardaron silencio al cruzar el vestíbulo, y se lanzaron escaleras arriba antes de que alguien los viera. Gale estaba seguro de que a la dueña de la casa no le haría ninguna gracia que dos menores se encerraran en una de sus habitaciones.

Una vez en el cuarto, Abby miró alucinada las paredes. Su amigo no había exagerado respecto a los querubines, una bandada de cupidos volaba entre nubes sobre el papel pintado, apuntando con sus diminutos arcos a unos corazones flotantes. Una enorme cama con dosel, vestida de satén blanco, presidía la estancia. Los almohadones de color gris perla y rosa pastel hacían juego con las cortinas y las alfombras. Lámparas doradas y una chimenea decorada con volutas y hojas de acanto completaban el cuadro. En cierto modo, hasta era bonito, tenía un aire romántico, antiguo, que le hacía pensar en las novelas de Charlotte Brontë.

—Aún no entiendo cómo esa camarera me ha caído encima —dijo Gale, despegando la camiseta de su cuerpo con leves tirones—. Tendré que darme una ducha. ¿Te importa?

—No, adelante —respondió Abby, y se llevó una mano a la nariz para taparla con los dedos como si fueran una pinza—.O acabarás atrayendo a todos los insectos del pueblo, apestas a azúcar.

Gale sonrió y desapareció tras la puerta. Abby paseó por la habitación, incapaz de quedarse quieta. Ahora que no tenía que disimular ante sus amigos, dio rienda suelta al torbellino de pensamientos que embotaban su mente. Ella sí que entendía cómo la camarera había derramado un par de litros de refresco sobre su amigo. Había sentido la magia y también su procedencia. Desde luego que no esperaba un comportamiento tan infantil por parte de Nathan, las pataletas no iban con él.

Se masajeó las sienes, obligándose a recordar sus sueños. Los «recuerdos» estaban fragmentados en su mente, y se agitaban de un lado a otro como chispazos intentando unirse. Se llevó la mano al colgante; en sus pesadillas pertenecía a Moira, pero era Brann quien lo llevaba al cuello. Él se lo quitó o la engañó para hacerse con el medallón... no tenía ni idea, no lo recordaba. Ahora ella lo había recuperado gracias a Nathan, el supuesto descendiente de Brann. Se cubrió la cara con las manos, no tenía idea de qué hacer. Había levantado muros para circundar el terror que la invadía, y ahora debía dejarlos caer y enfrentarse a él de golpe.

Se humedeció los labios secos y trató de reflexionar con lógica sin dejarse dominar por la histeria. Un sollozo de frustración surgió de su garganta, era inútil que tratara de engañarse. Todo era cierto, demasiadas coincidencias como para ignorarlas. Formaba parte de un juego mortal y maquiavélico sobre el que no tenía control, y lo único que de verdad cobraba relevancia para ella eran las palabras de Nathan en el bar: «Solo te he mentido una vez, y fue cuando te dije que no te quería.»

Gale salió del baño completamente vestido, aunque descalzo. Se sentó junto a Abby, sacó unas zapatillas de la bolsa y comenzó a ponérselas.

—Me gustaría volver —dijo de repente, poniendo una mano temblorosa sobre la rodilla de la chica—. Y lo haré si tú quieres.

Abby miró la mano, y después sus ojos de un color miel oscuro.

—No vives precisamente en el pueblo de al lado, para volver de vez en cuando —dijo ella, soltando una carcajada sombría.

—No me importa, en avión tardaría mucho menos que en coche.

—Gale, las cosas han cambiado bastante desde la última vez que hablamos. Yo he cambiado —respondió Abby, temiendo una declaración romántica.

—Lo sé, puedo verlo en tus ojos, están más tristes —susurró. Le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo besándola en la sien.

Ella se dejó, necesitada de ese abrazo protector. Entonces él deslizó los labios hasta su mejilla, y tampoco se movió.

La puerta de la habitación se abrió de golpe y Nathan apareció a través de ella como una nube oscura de tormenta. Abby se puso en pie como si un resorte la hubiera empujado hacia arriba, y casi estuvo a punto de tirar a Gale de espaldas.

—¡Sal fuera! —le dijo Nathan a la chica.

—Pero... ¿quién eres tú? —acertó a preguntar Gale tras el sobresalto.

—Eso no te importa —le espetó Nathan, y centró de nuevo su atención en Abby—. Sal fuera, tenemos que hablar.

—No le hables así —ordenó Gale, apuntándole con el dedo a modo de aviso mientras se acercaba para plantarle cara—. Largo de aquí.

Abby logró ponerse en medio y detuvo a Gale con una mano en el pecho.

—No pasa nada, le conozco, y solo quiere hablar. Espera aquí, ¿vale? —le pidió. Salir fuera con Nathan no era lo más sensato, pero no hacerlo podría provocar que los chicos llegaran a las manos. Y eso no iba a permitirlo. Gale no tenía ni una posibilidad frente a Nathan. Lo sabía.

—¡No! —negó en tono rotundo Gale. No le gustaba el aspecto amenazador del chico, ni sus formas.

—Por favor, solo será un momento —insistió ella con mirada suplicante.

Gale asintió sin estar muy convencido, sin apartar en ningún momento la vista del intruso.

Abby siguió a Nathan y salió al pasillo, cerrando la puerta tras de sí.

—¿Qué haces aquí? ¿Te has propuesto seguirme toda la noche? —le espetó.

—¿Qué demonios estás haciendo en esa habitación con él? —bramó él a su vez sin miramientos.

—Es evidente, ¿no crees? Intento seguir adelante y rehacer lo poco que queda de mi vida —contestó en tono amargo.

—¿Con ese?

—A ese, como tú dices, lo conozco mucho más que a cualquiera de aquí. Durante un año fue mi mejor amigo y si no hubiera acabado en este pueblo asqueroso, se habría convertido en algo más —explicó, intentando parecer orgullosa, y entornó los párpados.

—Pues si ese «algo más» se atreve a ponerte una mano encima, se las verá conmigo, y no le va a gustar lo que pase después.

Todo en él era amenazantemente siniestro en ese momento y no hablaba en broma. Abby lo sabía, y reaccionó con rabia, celos y el deseo irrefrenable de herirle, de hacerle sentir mal.

—No tienes ningún derecho a inmiscuirte en mi vida, ya no. ¿Por qué tú puedes salir con quien te dé la gana y yo no? ¿Cuántas veces lo has hecho tú con Rose desde que rompiste conmigo?

—Ninguna —respondió sin dudar, y era completamente sincero.

Enterarse de aquello aturdió a Abby un momento. Tras un mes no le había puesto ni una mano encima a «miss caliente».

—Da igual, esto no es asunto tuyo.

La expresión de Nathan se suavizó; alzó las manos en un gesto de súplica.

—No quieres estar aquí, no quieres a ese chico.

—¡Márchate!

—No.

—¿Y qué piensas hacer, eh? —Sabía que lo estaba provocando.

—Quédate aquí con él y lo verás —dijo, recuperando la actitud amenazante mientras daba media vuelta.

—Ir de matón conmigo no te va a funcionar, a mí no me impresionas. —Usó la palabra para hacerle daño porque sabía que le dolería. Pero ella también se sentía tan dolida y asustada porque el destino y las circunstancias los habían apartado a ambos. Ser mezquina la aliviaba.

Nathan se giró con un rictus de furia deformando su cara, respirando con rapidez y los brazos rígidos a los costados.

—¿Matón? ¿Es así como me ves ahora?

—¿Y qué es esto que estás haciendo si no?

—Evitar que te arrepientas el resto de tu vida. Yo sé lo que es estar con alguien que no te importa, créeme, no quieres eso —respondió, y desapareció escaleras abajo.

Nathan subió hasta su coche, aparcado a unos metros de la casa de huéspedes. Le hervía la sangre, la imagen de Abby a punto de besar a ese chico se había grabado a fuego en su cerebro. Ni siquiera soportaba la idea de que la tocara; besarla iba más allá de su propio dominio y aún no entendía qué le había obligado a detenerse antes de partirle la cara. Transcurrieron diez minutos y su tensión fue en aumento. La percepción del lazo de sangre que había usado unos minutos antes para encontrarla aún persistía en él, y podía notar las sensaciones de Abby en su propia piel. La nube oscura de rabia que la rodeaba en ese momento.

De repente la puerta del pequeño hotel se abrió y Gale apareció con la cabeza baja. Llevaba una bolsa de viaje colgada del hombro, y cruzó la calle hasta el Camaro aparcado en frente. Nathan vio un destello en su mano y pudo distinguir la pulsera de plata que Abby había llevado desde que la conoció. No le fue difícil llegar a la conclusión de que era un regalo del chico, y que ahora se había convertido en una despedida. La tensión de su cuerpo se relajó mientras el Camaro se alejaba; suspiró y dejó caer la cabeza hacia atrás, aliviado, aunque aún no sabía muy bien de qué.

Espero unos minutos, pero Abby no salió. Se bajó del coche y regresó a la habitación. No debía, pero tenía que asegurarse de que ella estaba bien.

—¿Has olvidado algo? —preguntó Abby. Sentada aún en la cama, se giró y se encontró con Nathan ocupando el umbral—. ¿Qué haces aquí? Ya se ha marchado.

—Lo sé.

Transcurrieron unos segundos en los que ninguno dijo nada. Abby rompió el pesado silencio.

—Así va a ser siempre, ¿no? Mientras viva en este pueblo contigo será así. Nunca volverás conmigo pero tampoco dejarás que haya nadie más —susurró, intentando que no le temblara la barbilla.

—Sí.

—¿Por qué me haces esto?

Nathan apretó los párpados y soltó el aire que contenían sus pulmones con una brusca exhalación.

—Porque no soporto la idea de que estés con nadie más —respondió.

—No puedes pedirme que pase el resto de mi vida sola —le rogó.

—Lo sé, pero al menos no te vayas con el primero que pase. Siente algo por él. Cuando eso ocurra, si te enamoras de otro que de verdad te merezca, lo aceptaré y te dejaré en paz. —Le dolió pronunciar cada palabra, pero era sincero.

Un nuevo silencio más largo que el anterior, y ninguno parecía dispuesto a marcharse. De algún modo, ambos sabían que aquella sería la última vez que estarían tan cerca el uno del otro. Era inútil e infantil seguir con los reproches y las amenazas, lo único que estaban consiguiendo era herirse.

—¿De verdad me harías daño? —preguntó Abby con un escalofrío.

Nathan levantó la vista sorprendido.

—¿Me crees? —preguntó a su vez. Abby asintió y esbozó una mueca de pesar que llenó sus ojos de lágrimas—. No podría evitarlo aunque quisiera. Intento averiguar qué es esa llave para destruirla, pero mis recuerdos son insuficientes. Estoy buscando la forma de romper el hechizo, pero no sé cómo... Así que si te conviertes en algún tipo de peligro, si La Hermandad te descubre y viene a por ti, te haré daño y eso me mataría a mí también —respondió.

—¿Y por qué iban a venir a por mí, si ya tienen el grimorio?

—Porque solo una Wise puede leer los hechizos y llevarlos a cabo. Te necesitan, aunque primero necesitan la llave para abrirlo, pero mientras no la encuentre... lo siento.

—Bien, entonces tendré cuidado, estaré alerta y... no sé qué más puedo hacer. —Parpadeó para alejar las lágrimas y tragó saliva.

—No te preocupes, voy a marcharme. Cuanto más lejos esté de ti, más a salvo podré mantenerte. No voy a conformarme así como así con este destino.

Abby notó cómo se le partía el corazón una vez más. Quiso preguntarle que cuándo se iría, adónde, que si volvería. Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y por primera vez desde que él había entrado en la habitación, ladeó la cabeza y lo miró a los ojos. No era el momento de ese tipo de preguntas, sino el de una despedida.

—Vale, entonces va siendo hora de que nos digamos adiós de una vez y para siempre.

Tomó su bolso y se puso en pie, se acercó a Nathan con timidez sin apartar la vista de sus ojos de un negro líquido, y se detuvo al pasar por su lado. Se puso de puntillas con un nudo en la garganta y rozó con los labios su mejilla.

—Adiós —susurró sobre su barba incipiente, demorándose en el momento.

Nathan cerró los ojos al sentir su aliento, el pulso se le aceleró a medida que se daba cuenta de la presencia del cuerpo de la chica rozando el suyo. Sin pensar en lo que hacía, solo en el impulso, movió la cabeza muy despacio, acariciando con su mejilla la de ella. Entonces sus labios se encontraron, apenas un roce, suave, tímido. Seguido de otro un poco más intenso. Y sin apenas darse cuenta, sus bocas se unieron con avidez, dando rienda suelta al hambre y la necesidad que sentían el uno por el otro. Incapaces de renunciar a ese momento, apretaron sus cuerpos como si soltarse significara precipitarse a un abismo. Manos que se deslizaban sobre la piel, roces que provocaban sensaciones indescriptibles.

—Abby —susurró Nathan sobre sus labios. Trató de apartarla, intentando adivinar sus deseos.

Abby no dijo nada, no podía, pero sabía lo que deseaba sin ninguna duda. Empezó a desabrocharle los botones de la camisa y se la apartó de los hombros. Sus ojos se posaron en el tatuaje, deslizó la mano sobre el dibujo, recorriendo con las puntas de los dedos las líneas. Ya lo había hecho antes, con la misma intimidad. Alzó la mirada y se encontró con sus ojos de un negro imposible fijos en su cara. Se puso de puntillas y volvió a besarlo, tirando hacia abajo de la camisa. Nathan la ayudó sacando los brazos, cogió la prenda y la arrojó a un lado. Él le sacó la camiseta y los labios del chico volaron hasta su cuello. De repente la levantó del suelo y ella le rodeó la cintura con las piernas, fue hasta la cama y se dejó caer con ella encima. Las luces de las lámparas desaparecieron y una vela prendió, iluminando la habitación con una tenue y titilante luz que se reflejaba en sus ojos mientras se miraban. Y fue perfecto, como tener el cielo entre los brazos, pero con la amargura de un adiós.

Abby abrió los ojos de golpe, ladeó la cabeza sobre la almohada y vio a Nathan de espaldas sobre la cama y con el rostro vuelto hacia ella. Dormía profundamente y su respiración tranquila hacía subir y bajar su pecho desnudo con lentitud. Abby se giró, colocándose de lado con una mano bajo el rostro, y con la otra acarició la mandíbula de Nathan. Posó un tímido dedo en sus labios y después se lo llevó a la boca, devolviendo así el beso. Lo quería tanto, iba a echarlo tanto de menos, que su corazón jamás podría recuperarse. Sabía que iba a aferrarse a los recuerdos, sobre todo al de esa noche, y que viviría el resto de su vida solo para él, para no olvidar ni una caricia, ni una sensación, ni un te quiero susurrado desde lo más profundo del corazón.

Se levantó y se vistió, intentando no hacer ruido; con los zapatos en la mano se dirigió a la puerta. Agarró el pomo y lo giró, la puerta chirrió un poco y se volvió para asegurarse de que él no se había despertado. Tarde. Sus ojos negros se abrieron y se posaron en ella, pero no dijo nada, ninguno dijo nada. Se contemplaron con una intensidad dolorosa durante unos instantes. Finalmente, Abby salió de la habitación y cerró la puerta con decisión. Mientras abandonaba el hotel y recorría la calle oscura y desierta, sacó el teléfono móvil de su bolso y marcó el número de Pamela. Los tonos se sucedieron hasta que una voz preocupada contestó al otro lado.

—¿Dónde estás?

Entonces, Abby rompió a llorar.