Capítulo 17
En la calle el aire frío los recibió colándose a través de sus ropas. Nathan la dejó en el suelo y, como si se tratara de una muñeca, le puso el abrigo, cogió el gorro de lana de unos de los bolsillos y se lo deslizó por la cabeza; después hizo lo mismo con el pañuelo, anudándolo a su cuello.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó ella, y le dio un empujón en el pecho.
—¡Au! —se quejó, esbozando una mueca.
—¿Acaso eres un cavernícola? —Se puso en jarras e intentó parecer enfadada. Él arqueó las cejas y trató de abrazarla, pero ella se zafó con el corazón latiendo apresuradamente—. ¿Y bien? Porque empezaba a pasármelo de maravilla.
Nathan se encogió de hombros y su mirada se volvió grave.
—Bailas muy bien, estabas tan... sexy, que si sigo allí cinco segundos más le atizo a alguien. ¡No te haces una idea de lo que he tenido que oír! —Dio un paso hacia ella y le rodeó la cintura con el brazo.
Abby se dejó atrapar, todo el cuerpo le vibraba con una sensación extraña y fascinante.
—¿Celoso? No sé si me gusta esa faceta tuya.
—¿Sorprendida? Yo también, y no me gusta lo que siento, creo que sería capaz de dejar manco a cualquier tipo que te toque, aunque solo sea por accidente.
Abby no pudo evitar reír, a pesar de que no estaba muy segura de si hablaba en serio o en broma. La forma en la que sus ojos negros la observaban le dijo que no bromeaba.
Nathan estrechó a Abby contra su pecho. Su aliento le entibiaba la piel, bajó la cabeza y le acarició el cuello con la nariz. Olía de maravilla. Carraspeó, intentando reprimir el deseo que le estrujaba el estómago.
—Aún es temprano, no hace mucho frío y es la primera noche sin bruma en mucho tiempo, ¿te apetece ver las estrellas conmigo? —Hizo un gesto hacia el cielo.
Abby le lanzó una mirada coqueta.
—¿Romántico? Creo que a esta faceta tuya sí que podría acostumbrarme.
Nathan le quitó el cabello de la frente y le acarició la mejilla.
—Entonces tendré que perfeccionarla —susurró. Le besó los labios, apenas un roce provocador. Sonrió al ver cómo ella permanecía de puntillas con los ojos cerrados, esperando más—. Vámonos de aquí. —La cogió de la mano y la llevó hasta el coche.
Abby se sentó encima de la manta que Nathan acababa de extender sobre la arena. La luna iluminaba el paisaje con una luz pálida y suave. El negro océano convertido en un espejo reflejaba las estrellas, miles de puntitos titilantes que se mecían al son de la marea, tan lenta y perezosa como la brisa que se movía en ese momento. Nathan se sentó junto a ella, muy cerca. Ninguno de los dos pronunció palabra alguna durante un buen rato. Se dedicaron a contemplar la belleza del paisaje que se abría a sus ojos, a disfrutar del placer de sentir sus cuerpos juntos.
—¿Tienes frío? —preguntó Nathan. Abby se había estremecido.
—Un poco —respondió, y añadió rápidamente—, pero no quiero que nos vayamos.
—¿Quién está hablando de irse? —inquirió él con una sonrisa pícara.
Recorrió el entorno con los ojos, buscando algo. Abrió un poco los brazos, y con las palmas de las manos extendidas las acercó despacio hasta unirlas. El sonido de algo arrastrándose llegó hasta los oídos de Abby. Durante un segundo se le aceleró el corazón, asustada. Entonces vio de qué se trataba y una sonrisa iluminó su rostro. Varios troncos y ramas se apilaron frente a ellos bajo su mirada sorprendida. Ladeó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Nathan, que brillaban con suficiencia y un punto de chulería con el que ella se derretía.
—Te toca —dijo él. Meneó la cabeza con un suave risa al ver como ella se encogía de hombros sin comprender—. Préndelos, ¡no querrás que lo haga yo todo!
Abby se puso colorada y se mordió el labio.
—Es que aún no sé cómo hacerlo, apenas he dado clases con Seth y...
—Déjate de excusas, no necesitas clases para esto. Mira la madera. —Rodeó los hombros de Abby con el brazo y acercó la boca a su oído; bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Sabes cómo hacerlo, está dentro de ti. Mira la madera, imagina la chispa, có— mo crece la llama en tu interior, tienes que desear que arda.
Abby cerró los ojos con la respiración convertida en un jadeo. Sentir su aliento tan cerca, su voz áspera, le provocó una sensación deliciosamente ardiente, y no era la de una pila de leña precisa— mente.
—No puedo concentrarme contigo haciendo eso —musitó.
—¿El qué? —preguntó, besándola en el cuello.
—Eso —suspiró, incapaz de que su mente lograra pensar en nada que no fuera él.
Percibió su sonrisa y el suspiro de resignación que dejó escapar mientras se alejaba unos centímetros de ella. Respiró hondo un par de veces y abrió los ojos, fijó la vista en la madera y deseó que ardiera. La llamarada la cogió por sorpresa y dio un respingo hacia atrás. Con los ojos abiertos como platos empezó a reír.
—¡Lo he conseguido! —exclamó.
—Por supuesto, eres capaz de eso y de mucho más, solo necesitas creer que puedes hacerlo. Para dominar la magia, primero tienes que dominarte a ti mismo, debes perder el miedo y creer en ti —dijo él con los brazos descansando sobre las rodillas. Contempló el fuego y acercó las manos al calor.
Abby ladeó la cabeza para mirarlo, las llamas le daban a su piel un aspecto parecido al del oro y estaba guapísimo.
—Cuando estoy cerca de otros brujos siento un hormigueo en la piel, pero cuando estoy contigo, ese hormigueo se convierte en... en... —dijo ella. No encontraba la palabra adecuada.
—Un chisporroteo, como si dos cables con corriente hicieran contacto —terminó de decir él.
—¡Sí!
—A mí me pasa lo mismo cuando estoy contigo, nunca había notado algo parecido con nadie.
—¿Es por nosotros? ¿Por lo que sentimos el uno por el otro?
Él negó con la cabeza y apartó la vista de las llamas para mirarla; tenía las mejillas sonrosadas y le brillaban los ojos.
—No, nuestra piel funciona como un radar, percibimos la magia a través de ella; el hormigueo depende del poder del brujo. En algunos casos apenas la noto, pero contigo la sensación es tan intensa que abruma, es imposible de ignorar.
—Colma cada uno de tus sentidos —susurró Abby, porque así era como ella se sentía cuando estaba con Nathan. Ese chisporroteo dominaba cualquier otra sensación, hasta el punto de que creía que podría saborearlo. Nathan asintió y le rozó la mejilla. Hizo una breve pausa para recapacitar y preguntó—: ¿Quieres decir que los demás se sienten así cuando perciben mi magia?
Nathan movió la cabeza.
—No, la percepción también depende de lo fuerte que seas. La mayoría de los brujos sienten un ligero hormigueo cuando están con otros, siempre igual, con la misma intensidad, sin que influya el poder del brujo que tienen cerca. Una débil luz de señalización y ya está. —Hizo una pausa y se recostó sobre los codos—. Pero cuanto más fuerte es un brujo, más sensible es a los estímulos, se vuelve más perceptivo y la escala de sensaciones también se amplia. —Sonrió—. No sé si me entiendes.
—Sí, creo que sí, pero de ser así, si intento traducir en fuerza lo que siento, eso significaría que...
—Que estás ante un brujo muy, muy poderoso, y que yo tengo delante a la brujita más fuerte con la que nunca me he topado. —Sus ojos brillaron con malicia—. ¿Lo ves? Estamos destinados.
—Te lo tienes muy creído, ¿no? —dijo ella a modo de broma, convencida de que intentaba impresionarla.
—No, solo digo la verdad. No todos los brujos son iguales ni tienen el mismo poder. La magia puede ser muy peligrosa por el poder que encierra. Hay quienes necesitan la ayuda de conjuros, hierbas o minerales para conseguir un simple filtro, y quienes son capaces de provocar tempestades, dominar la naturaleza e incluso evitar una muerte segura, como tú.
Abby se abrazó las rodillas, incómoda. Ese episodio, más los sueños que estaba teniendo, le causaban una extraña inquietud.
—¿Sabes lo que hice?
—Sí, pasé por allí minutos después, no fue difícil sacar conclusiones, y nadie salvo tú podría haber hecho algo así. Diandra y Damien no son tan fuertes, ni siquiera juntos. —Frunció el ceño, preocupado—. No debiste hacerlo, no es un juego que tomar a la ligera, tienes que tener cuidado.
—Ni siquiera sé cómo lo hice. ¿Alguna vez has hecho algo parecido?
—Solo una vez; con siete años salvé a mi perro después de un atropello, también lo hice sin pensar. Nunca se lo había contado a nadie. De hecho, lo había olvidado.
—¿Ni siquiera se lo contaste a tu madre?
El rostro de Nathan no reveló nada, pero su mirada sobre el fuego se volvió fría y oscura.
—Mi madre estaba muy enferma, no quería preocuparla. De hecho, siempre ha estado enferma.
—¿Y cómo está ahora? —preguntó Abby.
—Sigue recuperándose, a veces creo que no lo superará nunca. Demasiados recuerdos a su alrededor, y que los Ancianos me vigilen no la ayuda. No es fácil vivir así y sonreír, para ninguno de los dos.
Abby se giró para mirarlo a la cara. Su padre le había hablado de los Ancianos. Eran una especie de gobierno de brujos que asumían los tres poderes; pronto los conocería a todos, en la próxima reunión, momento que su padre aprovecharía para presentarla ante La Comunidad. Le acarició la mejilla, la barba incipiente. Lo hizo con ternura y la expresión de él se relajo bajo su mano, sonrió y ladeó la cabeza para besarla en la palma.
—¿Por qué te vigilan los Ancianos? —preguntó ella.
—Siempre lo han hecho, me temen. Todos creen que mi padre tenía magia negra, y que yo la he heredado; creen que por eso mi poder es tan grande. Acarreo el estigma de mi padre, soy alguien de quien no fiarse. —Una sonrisa irónica torció sus labios—. De pequeño me costaba controlarme, perdía los nervios con facilidad cuando «ellos» se metían conmigo. Cuando eso ocurría, alguien siempre salía herido. La última vez casi mato a una persona, y eso que apenas usé una pequeña parte de mi poder... Resumiendo, me encerrarán una temporada si vuelvo a pasarme.
—Esa persona es Damien, ¿verdad? —susurró.
Nathan asintió con la mirada perdida.
—Siempre consigue sacarme de quicio, sabe cómo hacerlo —masculló. Abby bajó la vista hacia su regazo, y él añadió—: Lo siento, es lo que hay, jamás seremos amigos, pero mantendré mi promesa y me mantendré alejado de él. No importa cuánto me provoque.
—Mi padre dice que te ha convertido en su obsesión, alguien a quien culpar.
Nathan arqueó las cejas.
—¿Hablas de mí con tu padre?
—Fue la noche que me salvaste en El Hechicero. Me dijo que te estaba agradecido por haberme ayudado, pero que no quería que volviera a acercarme a ti.
Él se incorporó y arrimó su cuerpo al de ella, y le echó el pelo tras el hombro, peinándola con los dedos.
—Me encanta que seas una hija tan obediente —dijo con sarcasmo. Una sonrisa tierna curvó sus labios.
Abby también sonrió. Cerró los ojos mientras infinidad de sensaciones placenteras descendían en espiral desde su cuello hasta sus piernas. Se le aceleró el pulso.
—¿Y por qué crees que somos así? ¿Qué hace que un brujo sea mucho más fuerte que otro?
Nathan le acarició el cuello y dejó que sus dedos vagaran hasta el hueco de la clavícula.
—Por la sangre, por la herencia que recibimos a través de ella. Por eso hay linajes que acaban desapareciendo y otros se hacen más fuertes. Las uniones con humanos debilitan la sangre, pero si se mantiene pura, el poder se incrementa con cada vástago. Si a eso le sumas que uno de tus padres, o los dos, desciende de una de las primeras estirpes de brujos, cuando la magia era energía en estado puro, el resultado son seres como tú y yo.
—¿Y crees que ese es mi caso?
—Claro, qué si no. En tu caso es posible que lo hayas heredado de tu madre; tu padre es muy fuerte, aunque no como tú. O quizá la mezcla de ambos, pero qué más da. Lo importante es quién eres tú y lo que puedes hacer.
Abby sonrió. Nathan daba la impresión de no preocuparse mucho por buscar respuestas y averiguar el porqué de las cosas, y se preguntó qué habría de verdad tras esa fachada de indiferencia y chulería.
—Tú aseguras que soy muy fuerte, pero yo no me siento así.
—Eso no es malo; estar muy seguro de uno mismo puede hacerte bajar la guardia, cometer errores.
—¿Y tú por qué eres tan fuerte?
—La familia de mi madre pertenece a una casta muy antigua, casi todas las uniones han sido entre brujos y la sangre se mantiene más o menos intacta. Pero ella asegura que es el linaje de mi padre el que me da la fuerza, dice que su descendencia es pura desde sus inicios, inicios que se remontan a la magia original cuando el mundo se creó. A mí me da igual lo que crean, no me preocupa si es pura, si es blanca o es negra, soy como soy y me gusta. —La abrazó con más fuerza y apoyó la barbilla en su hombro, rozándole con la nariz la mejilla.
—¿Te gusta ser el chico malo, un mujeriego y un broncas? —lo cuestionó ella.
Nathan torció el gesto y dejó de acariciarla, echó el torso hacia atrás apoyándose en las manos y la miró muy serio.
—¿Crees que es eso lo que soy?
Abby se dio la vuelta y se puso de rodillas frente a él, quedando entre sus piernas estiradas.
—¡No! Pero es así como te muestras ante los demás.
Nathan entornó los ojos y la contempló en silencio unos segundos. La recorrió de arriba abajo, aprendiéndosela de memoria. La luna se reflejaba en su piel haciéndola aún más pálida, preciosa como el alabastro, en contraste con su pelo castaño, casi negro. Podía sentir el corazón de ella latiendo deprisa, a la par que el suyo, sincronizados. La realidad se abrió paso como una luz brillante. Se había enamorado de ella como jamás pensó que lo haría de nadie.
—Ante ti, no —susurró. Con inesperada rapidez, la agarró del abrigo y tiró hacia él. Abby le cayó encima, otro movimiento y se colocó sobre ella. Sonrió—. No quiero seguir hablando de esto, no es este el recuerdo que quiero llevarme de esta noche.
Abby tragó saliva. Sentir su peso sobre ella era una sensación de lo más excitante. Sin pensarlo, lo agarró del cuello de la cazadora y lo atrajo para besarlo.
Una hora después, Nathan detenía el coche a unas decenas de metros de la casa de Abby. Sabía que era arriesgado, que podían verlos, pero era demasiado tarde como para dejarla en el sendero y que cruzara sola el bosque.
Contempló su propio rostro serio en el espejo retrovisor. No quería ponerse de mal humor por lo complicada que era su relación, no ahora que tenía que despedirse de ella después de haber pasado las mejores horas de toda su vida. Tumbados junto al fuego, se habían besado entre caricias y susurros hasta sentir los labios entumecidos. No habían pasado de ahí, de los besos, pero el placer que había sentido no tenía comparación con nada que hubiera experimentado antes yendo más allá. Con ella se estremecía y el deseo cobraba un nuevo significado.
Ahora tenían que despedirse, ocultos, escondiéndose, mirando por encima del hombro cada cinco segundos. Quería hacer algo tan sencillo como acompañarla a la puerta de casa, darle un beso bajo el umbral y decir: «Hasta mañana, paso a buscarte», y no podía.
La miró a los ojos y sonrió con tristeza, la misma que reflejaba la mirada de Abby. De repente se llevó las manos al cuello y se quitó la cruz.
—Era de mi padre; este colgante ha estado en mi familia desde siempre, ahora quiero que lo tengas tú. —Miró el intrincado diseño, la cruz celta armada en un círculo con un nudo en el centro.
—No puedo aceptarlo.
—Claro que puedes. Además, así te acordarás de mí cada vez que lo mires.
—No necesito eso para acordarme de ti —dijo Abby, moviendo la cabeza.
—Si lo llevas contigo, yo siempre sabré dónde encontrarte y que estás bien —explicó mientras se lo ponía al cuello.
—¿Cómo?
Nathan sonrió. Se inclinó sobre Abby y abrió la guantera, sacó una pequeña navaja y, sin dudar, se hizo un corte en la mano.
—Pero ¿qué haces? —preguntó, impresionada por el gesto.
Él no contestó, untó el dedo índice en la sangre y dibujó una pequeña triqueta bajo la clavícula de Abby, mientras musitaba las palabras adecuadas. Entonces volvió a tocar la herida y depositó una gota en el colgante.
—Necesito una gota de tu sangre —dijo él, mirándola a los ojos.
Una voz interior le dijo que aquello no era una buena idea, que se estaba precipitando. Ella le tendió la mano sin dudar. Nathan tomó su dedo índice y con la punta de la navaja le hizo un pequeño corte. Una gota roja y brillante brotó de él. La miró un segundo; si lo hacía no habría vuelta atrás, pero quería hacerlo aunque fuera egoísta. Llevó el dedo de Abby hasta el colgante y lo presionó contra él; la sangre de ambos se unió sobre la superficie. Cerró los ojos y formuló el conjuro en su mente. Las marcas de su sangre fueron absorbidas por el cuerpo de Abby. El colgante flotó un par de segundos iluminado por una luz blanca, la luz se apagó y cayó de golpe sobre la piel, tan caliente que casi quemaba.
—Hecho —añadió él—. Mi sangre está en ti y el medallón es el talismán que mantiene la magia del hechizo, ahora...
Ella gimió, notando la conexión que acababa de establecerse entre ellos sonrió y sostuvo el colgante entre los dedos.
—Un lazo de sangre —susurró.
Nathan frunció el ceño, sorprendido. Apenas hacía unos días que ella sabía que era bruja, aún no podía controlar con seguridad un simple fuego. ¿Cómo era posible que conociera un hechizo que solo unos pocos podían realizar con éxito? Bien hecho, ese hechizo establecía una unión tan fuerte que podías rastrear tu propia sangre en la otra persona, te permitía sentir sus emociones y su energía a varios kilómetros.
—¿Seth ya te ha enseñado lo que es un lazo de sangre?
—¡No! —respondió. Se le aceleró la respiración, se sentía extraña. Apretó el colgante en su mano.
—¿Y cómo sabes que es eso lo que he hecho? —preguntó sin poder disimular su contrariedad. Los lazos, los amarres, ese tipo de cosas había que aprenderlas, practicarlas, conocer las palabras exactas que dieran fuerza al hechizo.
Abby parpadeó y negó con la cabeza. Se miraron fijamente. Entonces, Nathan recordó que a él tampoco se lo había enseñado nadie.
—No tengo ni idea, simplemente lo sé —respondió ella algo aturdida y temblorosa.
Nathan la abrazó. Estuvieron así unos minutos sin decir nada, pensativos. Finalmente Abby alzó la mirada para verle la cara y esbozó una sonrisa tristona.
—Tengo que irme.
—Humm, no —ronroneó él, apretándola más fuerte, mientras se preguntaba si existiría algún conjuro para detener el tiempo. Si no, debería crear uno. Sonrió.
Abby vio encendida la luz del salón, cruzó el vestíbulo y se asomó a la puerta. Su padre estaba recostado en el sofá. En el televisor, las secuencias de El hombre tranquilo se sucedían sin volumen. Él ni siquiera miraba la pantalla, estaba concentrado en sus manos. Ella entró y se acercó a él, que continuaba absorto. Se quedó muda al ver la fotografía entre sus dedos. Su madre y su padre, tumbados sobre la hierba en lo que parecía un picnic, riendo a carcajadas.
—Aquel día hacía un frío insoportable, la hierba estaba helada, pero se empeñó en comer en el bosque... dos días después, ambos teníamos la gripe —dijo Aaron.
Abby rodeó el sofá y se sentó a su lado. Su padre se incorporó un poco y dejó sobre la mesa la copa de vino que sostenía.
—¿Lo has pasado bien? —preguntó él.
—Sí —respondió; miró la fotografía con un nudo en el estómago. La cogió con timidez cuando él se la ofreció. Hacían una pareja preciosa, tan guapos. Era imposible no apreciar el brillo de sus ojos y la felicidad de sus rostros. No pudo evitar emocionarse mientras la miraba—. Sigues pensando en ella, ¿verdad?
—Cada día.
—¿Y nunca has tratado de rehacer tu vida? No sé, conocer a otras mujeres. Creo que no tendrías problemas con eso —musitó, y sintió cómo le ardían las mejillas.
—He conocido a otras personas, pero nadie con quien deseara pasar mi tiempo.
—Pero llevas mucho tiempo solo, te mereces ser feliz.
—Te tengo a ti, así que ya no estoy solo. ¡Y soy muy feliz así, gracias! —Su cara se iluminó con una sonrisa.
—Sabes perfectamente lo que quiero decir.
—¿Intentas hacer de casamentera conmigo?
—No —negó con una tímida carcajada.
—No te preocupes por mí, en serio, estoy bien. —Le acarició el brazo y tomó la copa para dar un sorbo a su vino. Miró a Abby—. ¿Y yo debo preocuparme por ti? ¿Hay algún amigo especial?
—¡No, no hay ningún chico! —respondió de inmediato. Su corazón se aceleró hasta niveles de taquicardia. Se mordió el labio y regresó al tema que le interesaba—. ¿Es cierto que os conocisteis en el aeropuerto de Boston?
Su padre asintió, distraído en la imagen que evocó su mente. Michelle sentada en una silla, abrazándose los codos por el frío. Y su sonrisa de agradecimiento cuando él se quitó el abrigo y le cubrió los hombros con él.
—Sí, yo tenía que coger un vuelo a Houston, pero cayó una gran nevada y cancelaron todos los vuelos. Estaba a punto de coger un coche para regresar a Lostwick cuando la vi. Apenas llevaba ropa de abrigo y le ofrecí el mío. Empezamos a hablar y me contó que había encontrado un trabajo en Cleveland, y que lo perdería si no se presentaba en el periódico a primera hora de la mañana.
—Y lo perdió —dijo Abby.
—Y lo perdió. Me cautivó desde el primer instante, así que en cuanto supe que no tenía familia y tampoco un lugar al que regresar, le propuse que viniera aquí, a Lostwick. Ella aceptó. Parecía feliz aquí, se adaptó de inmediato, hizo amigos y empezó a trabajar en el periódico local. Todos la adoraban, sobre todo mi hermano Isaac; creo que la convirtió en su amor platónico. —Sonrió con la mirada perdida al recordar las cenas con Michelle y sus hermanos en ese mismo salón—. Era reservada y no solía hablar sobre su vida anterior. Yo intuía que para ella no había sido fácil, y nunca la presioné a ese respecto. Fueron los mejores ocho meses de mi vida... hasta que desapareció.
Abby no apartó los ojos del pálido rostro de su padre en ningún momento, sentía tanta pena por su tristeza...
—¿La buscaste? —preguntó, poniendo su mano sobre la de él, intentando reconfortarlo con aquel gesto.
—Durante años, contraté detectives, usé la magia... Lo dejaba todo cada vez que surgía una pista, pero nunca me condujeron a tu madre. Un día dejé de buscar, tenía una comunidad que me necesitaba y una vida que intentar vivir. También a Damien, él necesitaba un padre, y yo lo había acogido con todas las consecuencias. —Hizo una pausa—. Pero nunca la olvidé, y si hubiera sabido que tú existías, nunca habría abandonado esa búsqueda. Puedes tenerlo por seguro.
—Lo sé, papá. No dejo de preguntarme quién era ella en realidad.
—Yo también, pero créeme, dudo que algún día lo sepamos. Tu madre y tú sois una hoja en blanco para el mundo, se dedicó a conciencia a borrar cualquier huella de estos diecisiete años. He llamado a los colegios a los que has asistido, a todos los lugares y personas que recuerdas, y nadie sabe nada; muchos ni os recuerdan.
—Entonces no le demos más vueltas, será lo mejor —dijo Abby—. Es tarde, y la película hace rato que terminó. Deberíamos dormir.
Su padre le acarició la mejilla y le sonrió con ternura.
—Ve tú, yo subiré en cuanto acabe mi copa de vino. Nunca he desperdiciado un buen Chardonnay.
Abby asintió, lo besó en la mejilla y se puso en pie. Antes de salir lanzó una mirada fugaz a su padre; volvía a contemplar la fotografía.