Capítulo 24
Raymond era un pueblo precioso de algo más de cuatro mil cuatrocientos habitantes asentado a orillas del lago Sebago. Ese día, sus calles estaban atestadas de turistas, cazadores y pescadores que aprovechaban los últimos resquicios de buen tiempo. Abby y Nathan pasearon por sus muelle ajenos a las personas que les rodeaban, conversando sobre cosas sin importancia que no les recordaran el mundo del que trataban de huir por unas horas.
—No imagino qué se debe sentir al vivir así —dijo Nathan entrelazando sus dedos con los de ella—. ¿En cuantas ciudades has vivido?
—Hace años que perdí la cuenta. No solíamos quedarnos más de cuatro o cinco meses en un mismo lugar. Normalmente, mi madre buscaba ciudades y pueblos grandes, supongo que para pasar más desapercibidas. El lugar donde más tiempo estuvimos fue Nueva York, casi año y medio. Por primera vez tuve amigos de verdad y pude ir a un baile de fin de curso, tuve mi primera fiesta de pijamas... incluso pude hacer planes para las vacaciones.
Se quedó callada, recordando con un atisbo de tristeza todos aquellos momentos. Tomó aire de forma entrecortada y añadió con una sonrisa.
—Pero ahora tengo más de lo que he soñado jamás: una familia que me quiere, amigos, y sobre todo a ti. El mejor novio del mundo.
Nathan le rodeó los hombros con el brazo.
—Un novio que se muere de hambre. Sé que no suena muy romántico en este momento, pero me muero por un burrito.
A media tarde decidieron regresar a la cabaña dando un pequeño rodeo para que Abby pudiera ver algo más del lugar. Pese a haber vivido en la mayor parte del país, ella nunca había estado en la zona de los lagos de Maine. Su madre siempre evitó la costa noreste. Lo más cerca que habían estado de allí era Nueva York, y solo porque le resultó imposible decir no a ese trabajo que iba a salvarlas de la ruina más absoluta. Ahora Abby sabía por qué nunca habían pasado de allí. Ir más arriba las habría acercado demasiado a Lostwick.
Intentaba no hacerlo, pero le resultaba imposible no plantearse una y otra vez las mismas preguntas ¿Qué había empujado a su madre a marcharse tal y como lo había hecho? ¿Por qué tantas mentiras? ¿Por qué la alejó del que debería haber sido su mundo? No tenía ni idea de las respuestas, y conforme pasaba el tiempo, menos esperanzas albergaba de conocerlas. La única persona que podía darle sentido a todo estaba muerta.
—¿En qué piensas? —preguntó Nathan.
Sentado sobre un árbol caído observaba a Abby con atención. La chica estaba de pie, contemplando las aguas azuladas del lago, casi negras por la noche que se abría paso. Llevaba un rato absorta en sus pensamientos y él no había querido interrumpirla, en parte porque no sabía si debía, y porque observarla se estaba convirtiendo en uno de sus pasatiempos preferidos, ya fuera en el instituto durante las clases que compartían o durante el almuerzo, o cuando sin apenas darse cuanta acababa oculto en alguna sombra al otro lado de la calle del café donde ella solía pasar algunos ratos con sus amigas. O las veces que haciendo caso omiso a la cautela, había entrado en el jardín de los Blackwell para ver su silueta a través de la ventana de su dormitorio.
Abby se giró y esbozó una sonrisa de disculpa.
—Pensaba en mi madre.
Nathan se levantó, se acercó a ella y la rodeó con sus brazos.
—Lo que buscas no está aquí dentro —dijo, apoyando su frente en la de ella, y presionó levemente para que supiera que se refería a su cabeza.
—Lo sé, pero no puedo evitar pensar en ello, en el millón de hipótesis que se me ocurren que podrían explicar por qué hizo todo lo que hizo.
—Te entiendo, pero obsesionarte buscando esas respuestas no va a ayudarte. A veces no queda más remedio que pasar página y continuar, por muy duro que sea.
—Lo sé, pero será difícil. Murió el día de mi cumpleaños.
Nathan arrugó el ceño con una mueca de pesar.
—¡Una coincidencia horrible! Lo siento, Abby.
—Sí, el uno de septiembre. A partir de ahora va a ser un día un poco agridulce.
—¿Has dicho el uno de septiembre? —preguntó Nathan con los ojos como platos. Ella asintió, y él no pudo contener una risotada, asombrado—. ¡Mi cumpleaños es el uno de septiembre!
—¿Te estás quedando conmigo?
—¡No, mira! —Sacó su cartera del bolsillo trasero del pantalón y le enseñó su permiso de conducir.
Abby miró la fecha, y después a Nathan, a los ojos. Sonrió al ver que él enarcaba las cejas con una mirada enigmática. Se estremeció por la coincidencia y una llama prendió en su pecho.
—¿Otra señal del destino? —preguntó, derritiéndose bajo aquellos ojos negros.
Él sonrió como un lobo, mientras volvía a guardar la cartera.
—¿Cuántas más necesitas para convencerte de que fui hecho para ti? —preguntó, rodeando de nuevo la cintura de Abby con las manos. La estrechó hasta que el aire no pudo circular entre ellos. Su cuerpo era pequeño, suave y perfecto, hecho para reposar entre sus brazos—. Trata de pasar página, Abby.
—¿Tú lo has conseguido? ¿Has conseguido pasar página?
Él se encogió de hombros y esbozó una leve sonrisa.
—Lo intento, aunque es difícil. Todo lo que me rodea se empeña en recordarme el pasado, un pasado que ni siquiera conozco pero que pesa sobre mí hasta asfixiarme. —Hizo una pausa y suspiró—. Yo tenía dos meses cuando mi padre murió. No lo cono— cí, no sé nada de él, y tienes razón, no estaba allí para saber qué paso. Mi apellido es una carga demasiado pesada si vives en Lostwick.
—Y a pesar de eso, nunca has dudado de él, de tu padre.
—No, no me importa lo que digan los demás. Le siento dentro de mí; sé la clase de persona que era y no era un asesino.
Abby apoyó las manos en el pecho del chico. A pesar de las varias capas de ropa que llevaba, sentía cada línea de su torso.
—¿Por eso quieres irte de Lostwick, para pasar página?
—Es la única forma que tengo de conseguirlo. Tengo que alejarme de todo lo que me recuerde estos años en los que he sido un paria sin haber hecho nada para merecerlo.
Abby miró hacia otro lado.
—¿También tienes que alejarte de mí?
Él inclinó la cabeza y soltó un suave gemido. Le acarició el cuello, deslizó los dedos hasta su barbilla y la alzó para que lo mirara a los ojos.
—No, tú eres lo único bueno que me ha pasado. No iba por buen camino, me estaba convirtiendo en un idiota sin sentimientos, y tú estás cambiando eso.
—¿Y qué vamos a hacer? No podemos estar así para siempre.
—No te preocupes por eso, pensaré en algo. Encontraremos la forma de estar juntos, aunque la solución sea desaparecer para siempre. —Movió la cabeza mientras miraba al cielo y tragó saliva antes de añadir—: No dejaré que te aparten de mí. No puedo perderte.
Abby cerró los ojos y enterró el rostro en su pecho.
—Si no nos dejan otra opción, lo haría, me iría contigo, dejaría a mi padre... Aunque no quiero llegar a ese extremo —musitó.
Él la estrechó con ternura, como si fuera el objeto más frágil y valioso del universo.
—Encontraremos la forma de estar juntos y no hacer daño a nadie, te lo prometo. Ahora olvídate de eso, ¿vale? —Levantó las cejas con un ruego. Abby asintió—. Bien, porque estamos aquí, solos, y deberíamos aprovecharlo.
—¿Y en qué estás pensando?
—Se me ocurren muchas cosas, como... besarte y volver a besarte, y después seguir besándote y...
—¿Besarme otra vez? —intervino ella con una sonrisa coqueta.
—No lo había pensado, pero ya que lo dices. —Clavó los ojos en sus labios y el tono de su voz se tensó—. Sí.
Se inclinó muy despacio y posó sus labios sobre los de ella. El latigazo lo dejó sin aire en los pulmones. Abby se llevó la mano a la boca.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó. Había sonado como un chispazo, y así lo había sentido. Al entrar en contacto sus labios, una fuerza extraña había surgido de ella y descargado sobre Nathan.
—Dímelo tú, ha salido de ti —respondió él, lamiéndose los labios. Una sonrisa traviesa se dibujó en su cara al ver la expresión estupefacta de Abby, y aclaró—: Es tu magia.
—¿Mi magia?
—Sí. No la estás usando, ¿verdad? No la liberas.
—Cuando uso la magia pasan cosas raras, cambio, los pesadillas aumentan. Me asusta un poco, prefiero no hacerlo.
—Tienes mucho poder, estás nerviosa y preocupada y eso te hace acumular tensión. Necesitas liberar toda esa adrenalina o acabarás haciendo que algo explote. Así no vas a subirte al coche, y mucho menos entrar en la casa —declaró, cruzándose de brazos.
—¡Venga ya! ¿Estás de broma? —Le apuntó con el dedo en un gesto infantil.
—Ya has visto lo que ha pasado. ¿O vas a decirme que eso lo ha provocado mi encanto...?
Abby se sonrojó, no descartaría del todo esa opción. Cuando Nathan la besaba o la acariciaba, una llama ascendía en sus entrañas y su calor la consumía con tanta intensidad que la abrumaba. El tacto de su piel o su olor la transportaban a un estado de deseo desconcertante; pero él tenía razón, y ella lo sabía, a veces tenía la vaga ilusión de que sus dedos desprendían una tenue luz azulada, pequeños rayos que chisporroteaban de un dedo a otro como una bola de plasma. Y eso siempre ocurría cuando la ansiedad la dominaba, ya fuera por las pesadillas o por el miedo a que la separaran de Nathan o a tener que usar la magia en las prácticas. Y sí, también cuando él la besaba y su corazón se desbocaba sin control, cortándole la respiración, entonces sentía esa presión en el pecho que se extendía por el resto de su cuerpo empujando hacia fuera.
—Ven, vamos a solucionarlo —dijo Nathan tomándola de la mano.
—¿A solucionarlo?
—Sí, no quiero que me electrocutes cada vez que intente besarte.
Abby bajó la cabeza avergonzada y caminó sin protestar, preguntándose a qué se referiría Nathan con lo de solucionarlo. Avanzaron entre los árboles durante unos minutos; entonces él se detuvo y estudió el entorno. En ese punto del bosque no había tanta maleza, parecía como si recientemente se hubieran talado algunos árboles enfermos. Había gruesas ramas y troncos limpios de corteza apilados en varios montones.
Nathan hizo un gesto con la mano y uno de los troncos se elevó en el aire con la ligereza de una pluma, flotó unos metros y lo depositó frente a Abby, que lo miraba embelesada con una sonrisa de admiración. La sonrisa se desvaneció de sus labios cuando Nathan señaló con la barbilla el tronco.
—¿Quieres que yo...?
—Sí, adelante.
—Nunca he hecho que un objeto levite. Bueno, sí, unas hojas —admitió, y empezó a hablar atropelladamente mientras daba pasos hacia atrás—, pero ni siquiera era consciente de lo que hacía, fue espontáneo y no he vuelto a intentarlo.
—¡Eh, tranquila! —dijo él, cogiéndola otra vez de la mano—. Tienes que descargar esa tensión y la única forma es usando tu poder. Si fueras una simple humana, podrías solucionarlo corriendo unos cuantos kilómetros y te desharías de toda esa adrenalina, pero en nuestro caso solo funciona a medias y en unas pocas horas estarías igual. Confía en mí, sé de lo que hablo, estás saturada y empeorará.
—Pero es imposible que levante ese tronco del suelo, es enorme.
Nathan le tomó el rostro entre las manos y le dedicó una sonrisa indulgente.
—Es muy fácil y yo te voy a ayudar —susurró. La rodeó hasta colocarse a su espalda, apoyó las manos en su cintura y se inclinó para hablarle al oído—. ¿Recuerdas cómo hiciste arder la hoguera en la playa? —Ella asintió—. Pues debes hacer lo mismo, solo que ahora tienes que desear que se eleve, tienes que visualizarlo en tu mente.
Abby soltó el aire de sus pulmones de forma entrecortada; suspiró de nuevo, tratando de controlar la respiración. Miró fijamente el tronco y deseó moverlo... Nada. Lo intentó otra vez, entrecerrando los ojos como si así pudiera conseguir que su concentración fuese mayor, pero el tronco continuó en el suelo sin moverse un ápice.
—No puedo hacerlo, es imposible —se quejó. Intentó darse la vuelta, pero Nathan se lo impidió sujetándola con más fuerza.
—Para ti no hay nada imposible, créeme, te falta confianza y estás demasiado asustada, nada más.
—No puedo evitarlo, tendrías que ver cómo me miran durante las prácticas. Desde lo que pasó con Seth... —guardó silencio con un nudo en la garganta.
—Pero ninguno de ellos está aquí, solo tú y yo, y yo no te temo, al contrario, confío en ti. Puedes hacerlo. —Abby movió la cabeza, negándose a continuar. Nathan le rozó la mejilla con los labios—. La magia es un don, no puedes renegar de lo que eres solo porque ellos son más débiles y no comprenden lo que posees. ¡Eres una bruja, usa tu magia!
Abby hizo un puchero. Nathan parecía tan seguro de ella, convencido de que era capaz de cualquier cosa que se propusiera, que se obligó a intentarlo.
—Soy una bruja —repitió ella con los ojos cerrados.
—Sí, lo eres. Así que ahora eleva ese tronco.
Nathan no perdió de vista el tronco, sintiendo en su propia piel la inquietud que destilaba la de Abby, cómo intentaba poner en marcha su cerebro. El problema era que no debía usar la cabeza, sino el corazón, debía apartar la lógica, librarse de cualquier duda o pensamiento racional y liberar sus impulsos. La rodeó con el brazo y posó la palma de su mano abierta sobre el pecho de ella, encima de su corazón.
—Tienes que usar esto.
Abby apretó los párpados y respiró hondo, inhaló varias veces y deseó que aquel maldito tronco se alzara del suelo. Sintió un hormigueo en la piel, notó como el pelo se le electrificaba y flotaba ingrávido; esa sensación era nueva.
—Abre los ojos —oyó susurrar a Nathan, y a pesar de no poder verlo, lo notó sonreír.
Abrió los ojos lentamente, la sorpresa la dejó helada un instante. Después, una amplia sonrisa cargada de orgullo se dibujó en su rostro. El tronco flotaba a un par de metros de altura. Entonces se percató de que no era lo único que levitaba. Troncos, ramas, piedras, hojas... estaban suspendidos en el aire, tan estáticos e inanimados que parecían una pintura. Ladeó la cabeza y miró a Nathan, él la observaba encantado y torció la boca con un gesto malicioso, sexy, que hizo que ella se derritiera. De repente todo se vino abajo, soltó un grito y apenas tuvo tiempo de cubrirse la cabeza con los brazos mientras cerraba los ojos. Los abrió al no sentir ningún golpe, ni tampoco el sonido de los objetos al estrellarse contra el suelo. Nathan los controlaba, la tomó del brazo y la apartó; un tronco enorme flotaba sobre su cabeza. En ese momento, dejó que cayeran con todo su peso.
Se miraron un instante, él estaba muy serio, aunque su mirada desprendía un brillo socarrón y enseguida dibujó una sonrisa en sus labios. Abby se cubrió la cara con las manos y empezó a reír con ganas. Sabía que ese instante en el que había perdido la concentración podía haberle costado caro, pero lo había conseguido y se sentía bien, mejor que bien.
—¡Lo he logrado! —exclamó con ojos brillantes. El rubor le coloreaba las mejillas, sentía la adrenalina recorriendo su cuerpo de forma frenética.
—Sí, aunque has estado a punto de aplastarnos a ambos. La pró— xima vez intenta mantener el hechizo hasta el final.
Abby le dio un golpe en el pecho.
—Ha sido culpa tuya, tonto. Si no me miraras así cuando intento concentrarme.
—¿Así, cómo? —preguntó, adoptando de nuevo la misma mirada sugerente. Le puso un mechón tras la oreja.
—Esa mirada —respondió, tragando saliva. Deslizó las manos por su pecho, lo agarró de la nuca y lo atrajo hacia ella.
—¡Espera, espera! —La detuvo por los brazos, con la respiración agitada, antes de que sus labios entraran en contacto—. No voy a besarte hasta asegurarme de que no me vas a dejar frito.
Abby dio un paso atrás, sin saber muy bien si enfadarse o reír. Optó por la segunda opción viendo su cara.
—¿Y qué sugieres? ¿Que haga flexiones mentales con los troncos?
—No, eso es para niños, pasaremos a algo más serio. Tienes que aprender a defenderte, yo lo considero mucho más importante que hacer filtros y encantamientos.
—¿Defenderme? ¿De quién? Mi padre dice que hace tiempo que los brujos no corren peligro en Lostwick, ni en ninguna otra ciudad.
—Eso no significa que el peligro no exista, y debes saber defenderte... o atacar.
Abby se estremeció al recordar la noche en la que aquel tipo la atacó en El Hechicero. Si pensaba en ello, aún podía sentir sus manos y su aliento sobre ella. Sintió nauseas.
—Vale. Enséñame.
Nathan sonrió, encantado. Sin apartar los ojos de Abby alzó la mano con la palma hacia arriba. Una pequeña luz apareció sobre ella, que fue creciendo hasta convertirse en una esfera que giraba sobre sí misma a gran velocidad. Era de un blanco translúcido y parecía estar hecha de humo y electricidad. De repente, el tronco volvió a elevarse, Nathan lanzó aquella cosa, y en el aire no quedó más que una nube de polvo.
—¡Vaya, eso ha sido impresionante! —exclamó ella con una profunda inspiración.
—Inténtalo tú.
Abby miró al chico con serias dudas, él puso los ojos en blanco y frunció el ceño, impaciente. «Está bien, soy una bruja y puedo hacerlo», pensó. Puso la palma de la mano hacia arriba y la contempló fijamente, imaginó la esfera. Dio un respingo cuando la luz apareció en su mano. Miró a Nathan y después otra vez su mano, una sonrisa nerviosa iluminó su cara. La esfera empezó a crecer y a crecer y a crecer...
—¿Qué hago?
—Tienes que lanzarla.
—¿Lanzarla? ¿Adónde? —preguntó ansiosa. La bola tenía el tamaño de un balón de futbol y giraba muy deprisa lanzando destellos.
—A cualquier parte —la urgió Nathan. La chica acababa de generar una fuerza asombrosa y no sabía controlarla, debía deshacerse de ella antes de que le explotara en la mano. Ella agitó el brazo y la esfera osciló emitiendo chasquidos—. A cualquier parte menos a mí —aclaró medio en broma dando un salto atrás. No quería intervenir, quería que lo solucionara ella sola, pero si no lo lograba en cinco segundos tendría que hacerlo.
Abby asintió con determinación, cada vez más nerviosa. Buscó con la mirada un objetivo, vio la roca e imaginó que lanzaba una piedra. La esfera escapó de su mano con la velocidad de un proyectil. Cerró los ojos y se cubrió los oídos al escuchar la explosión. Los abrió casi con miedo y encontró la roca reducida a un montón de arenisca.
—¡Sí, lo he hecho, lo he hecho! —gritó entusiasmada, y se lanzó al cuello del chico, abrazándolo muy fuerte. Él la estrechó y soltó de golpe el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta; bajo la ropa estaba sudando a mares—. Enséñame más.
Nathan la apartó un poco para verle el rostro, ella tenía las mejillas arreboladas y le brillaban los ojos.
—Creí que habías dicho que no te gustaba usar la magia —la cuestionó, arrugando los labios con un mohín.
—Contigo es divertido, y es más fácil. —Pestañeó expectante, esperando a que él sugiriera un nuevo reto, pero lo que hizo fue acariciarle los labios con el pulgar.
—Casi ha anochecido, deberíamos volver —susurró.
—Enséñame más cosas.
—No hay nada que te pueda enseñar, sigues sin entenderlo. Todo está dentro de ti —susurró él, y volvió a acariciarle los labios, muy despacio.
Abby se estremeció.
—¿Intentas averiguar si aún soy peligrosa? Solo hay una forma de saberlo —lo retó, imaginando por su mirada qué estaba pensando. Él sonrió ante la invitación—. ¿Tienes miedo?
Nathan negó, moviendo la cabeza. Apartó los mechones oscuros de la cara de Abby y, lentamente, incapaz de detenerse, acercó su boca a la de ella y la besó con el pulso atronándole en las venas.
El primer gruñido sonó tras ellos, abrieron los ojos de golpe y se giraron en redondo. Frente a ellos, un lobo de ojos amarillos no les quitaba la vista de encima. La maleza se agitó con un ruido deslizante y de entre las sombras surgieron más de aquellos animales. Formaron un semicírculo frente a ellos.
—Nathan —susurró Abby muerta de miedo.
—Chsss... no te muevas —dijo con un hilo de voz, sin perder de vista a los lobos.
—Podemos usar la magia para ahuyentarlos —musitó. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza.
El lobo que estaba al frente, el que parecía el líder, estiró sus labios por encima de unos dientes afilados, y volvió a gruñir lo que parecía una amenaza. Abby tuvo la sensación de que había entendido cada palabra.
—Son demasiados —respondió Nathan. Con movimientos lentos y controlados, consiguió esconder a Abby tras su espalda, sin dejar de apretar su mano.
Los animales se fueron acercando muy despacio, observándolos con cautela mientras olisqueaban el aire. Abby soltó un gritito cuando uno de aquellos animales llegó a su altura y la miró a los ojos.
—No creo que quieran hacernos daño —musitó él sin perderlos de vista, girando sobre sus pies a la vez que los animales se movían alrededor de ellos.
Nathan contó doce, sus pelajes iban desde el negro más absoluto al blanco níveo. Estaba desconcertado, nadie había visto lobos en esa zona, ni siquiera se habían oído rumores, y una manada tan grande era imposible que pasara desapercibida. Los lobos continuaron avanzando, dejando a los chicos atrás, se situaron formando una línea, una barrera entre ellos y el bosque. Comenzaron a gruñir con el lomo erizado y la vista fija en algún punto en las sombras, se movían inquietos, amenazantes, lanzando dentelladas al aire. Nathan notó un pequeño empujón en la pierna, el corazón le dio un vuelco cuando su mirada se encontró con la de un lobo de piel rojiza, vio en ella entendimiento y algo parecido al aprecio. El animal le olisqueó la mano y le dio un ligero lametazo con su lengua áspera.
De repente el animal se inclinó hacia delante con las orejas agachadas y gruñó. Lanzó un aullido agudo y profundo, y se lanzó a la carrera con el resto de la manada tras él. Corrieron entre los árboles sin dar tregua a la figura encapuchada que los acechaba, evitando cada uno de sus ataques. Ramas de gran tamaño se desprendían de los árboles cortándoles el paso. Rocas que impactaban contra sus cuerpos con la velocidad de un proyectil. Ninguno se detuvo para socorrer a los caídos, la presa era más importante. Los graznidos de los seres alados resonaron sobre sus cabezas. El alfa de la manada miró hacia arriba mostrando los dientes; el precipicio estaba cerca, si su presa conseguía llegar hasta allí, los cuervos tendrían que encargarse.
Nathan apretó con más fuerza la mano sudorosa de Abby, la chica temblaba de forma compulsiva. Se miraron preguntándose si había sido real.
—Larguémonos de aquí —sugirió. Dio media vuelta y, sin dejar de mirar hacia atrás, corrió hasta el coche manteniendo siempre a Abby por delante de él. Aún sentía el aliento de la bestia en sus dedos.