Capítulo 5
El silencio que normalmente reinaba en la casa se vio roto por una voz aguda que parloteaba sin parar. Abby se levantó de la cama y se asomó al pasillo con curiosidad. La voz ascendía desde el vestíbulo, el eco la distorsionaba y no podía entender muy bien qué de— cía. Se acercó a la barandilla y se arrodilló sobre la alfombra que cubría el suelo, aferrándose a los barrotes. Desde allí pudo ver a su padre. Para su sorpresa, había cambiado su habitual traje oscuro por unos tejanos y un jersey de punto que le hacían parecer mucho más joven y guapo. A su lado, una mujer rubia enfundada en un vestido azul muy ajustado gesticulaba sin dejar de hablar.
—Debes hacer algo con ella —dijo la mujer—. Lleva tres días encerrada en su habitación, ¿qué va a hacer? ¿Vivir ahí para siempre?
—Sarabeth, mi hija está atravesando una situación difícil, hay que darle tiempo —dijo Aaron, incómodo.
—La vida está llena de situaciones difíciles, esconderse nunca ha sido la solución. Sabes que esa niña debe empezar a asumir su nueva vida, comenzando por ir al instituto. No puedes mantenerla en una burbuja para siempre.
—No es lo que pretendo.
—Quizá deberías dejar que yo me hiciera cargo de ella, tengo más experiencia que tú. Para ti todo este asunto es nuevo y desconocido.
Abby se preguntó quién sería aquella mujer que se entrometía y opinaba de su vida sin siquiera conocerla. No le caía bien, parecía la dueña y señora de todo, y su padre actuaba como si estuviera acostumbrado a complacerla.
—No, Sarabeth, me he perdido diecisiete años de la vida de mi hija y no voy a perder ni un minuto más. No irá contigo, su sitio está aquí, conmigo.
Abby sonrió al escuchar las palabras de su padre y una llama de calor ardió en su pecho.
—Recapacita, como padre no tienes mucha práctica para afrontar todo lo que implica cuidar a una hija tú solo —insistió ella.
—¿Práctica? Si no recuerdo mal, ya he criado a un niño yo solo. Damien no es mi hijo, pero me he ocupado de él y lo he educado como si lo fuera —replicó él, cada vez más impaciente.
—Aaron, entiendes perfectamente lo que quiero decir. Damien... ambos sois hombres, es más fácil, pero ocuparte de una adolescente con problemas y las hormonas revolucionadas, te aseguro que no es lo mismo. ¡Que me lo digan a mí!
Abby notó una mano en el hombro; dio tal respingo que cayó hacia atrás y quedó sentada en el suelo. Diandra la saludó con la mano y una enorme sonrisa.
—¿Por dónde has...? —preguntó Abby sin apenas voz, al borde del infarto.
—Suelo subir por el arco de madera de la parte de atrás, da directamente a la terraza —susurró. Se arrodilló junto a la barandilla y observó el vestíbulo.
—¿Quién es? —se interesó Abby.
—Mi madre. —Sonrió al ver la cara de sorpresa de Abby—. Tranquila, no muerde... solo ladra, mucho. —Hizo una pausa y adoptó una expresión maternal—. Pero tiene razón, no puedes pasarte la vida encerrada en tu habitación.
Abby no contestó, se levantó y regresó malhumorada a su cuarto. Diandra la siguió y cerró la puerta una vez dentro.
—Tienes que salir, relacionarte con gente, ir al instituto. Verás como te sientes mejor. Además, mi madre es la directora, no se va a rendir así como así. —Se apoyó contra la puerta y se cruzó de brazos.
Abby no estaba tan segura de eso, ya conocía la experiencia de ser la chica nueva del pueblo, del instituto, la había vivido muchas veces, demasiadas. Y no era para nada fácil, ni le iba a hacer sentirse mejor. Al contrario, lo empeoraba todo. Ya estaba bastante desubicada intentando adaptarse a su nueva casa y su nueva familia como para tener que afrontar más cosas nuevas.
—Relacionarme con gente —repitió Abby con cierto disgusto—. ¿Qué gente? No conozco a nadie. —Suspiró, se sentó sobre la cama y se abrazó las rodillas contemplando la ventana. Solo quería seguir autocompadeciéndose dentro de aquella depresión en la que se había sumido, llorando a su madre hasta quedarse sin lágrimas.
—Me conoces a mí y a Damien, ya irás conociendo al resto. Los chicos de este pueblo son simpáticos, amables. Antes de que acabe el día te sentirás una de nosotros, te lo prometo. —Se sentó junto a ella y le rodeó los hombros con el brazo—. ¿Qué me dices? —preguntó, esbozando su mejor sonrisa.
En el fondo, Abby sabía que antes o después debería abandonar la burbuja, no le iban a permitir esa actitud durante mucho más tiempo. Y quizá Diandra tuviera razón, esta vez no estaba sola, y ocupar la mente con deberes y exámenes podría ayudarla. Si continuaba pensando en todos los porqués relacionados con su madre que la atormentaban, iba a terminar por volverse loca.
Unos minutos después, ambas bajaban las escaleras preparadas para ir al instituto. Aaron y Sarabeth continuaban hablando en el vestíbulo.
—Y está lo otro, ¿cuándo piensas contárselo? Porque es evidente que no lo sabe y un descuido podría resultar desastroso —declaró ella.
Diandra carraspeó avisando de su presencia. Aaron y Sarabeth se volvieron hacia la escalera. Hubo un momento incómodo en el que él le lanzó una mirada recriminatoria a la mujer por su falta de cautela al hablar sobre ciertos temas.
—¡Listas para ir a clase! —anunció Diandra, como si ese fuera el acontecimiento del año.
A Aaron se le iluminó la cara con una sonrisa de descarada admiración, al ver descender a Abby con su mochila al hombro. Pero la sonrisa se desvaneció en cuanto Sarabeth abrió de nuevo la boca.
—¡Vaya, por fin nos conocemos! Soy Sarabeth, y conociendo a mi hija, ya te habrá hablado de mí. —Se acercó a ella—. Sabes que puedes contar conmigo para todo lo que necesites, todo. —La tomó por la barbilla, al tiempo que se esforzaba en dibujar una sonrisa que pretendía ser maternal, aunque a Abby le dio escalofríos—. Cosas de chicas... de chicos. Considérame una amiga, ¿de acuerdo?
Abby asintió completamente ruborizada sin saber muy bien qué hacer o decir, y se limitó a abrazarse los codos y a sonreír tímidamente.
Damien apareció en el vestíbulo cargando con su mochila y una bolsa de deporte. En la mano llevaba una pelota de baloncesto a la que no dejaba de dar vueltas. De pronto el chico se quedó paralizado, miró a Abby y enarcó las cejas, sorprendido de encontrarla allí, dispuesta a salir. Pensaba que nunca abandonaría su cuarto. Le dedicó una sonrisa y la miró de arriba abajo, estaba preciosa con el pelo suelto. Apartó la vista de golpe al percatarse de que Diandra reía por lo bajo mofándose de él.
—Estooo... necesito dinero para el almuerzo y también para gasolina —dijo a Aaron.
—Claro —respondió él. Sacó dinero de su bolsillo y le dio un par de billetes. Entonces se acercó a Abby y puso otro en su mano—. Ten, para el almuerzo. Llama a casa si necesitas algo o tienes algún problema o si no te encuentras bien. Estaré aquí todo el día. —Entonces miró a Diandra—. Diandra, si...
Diandra puso los ojos en blanco y lo interrumpió.
—Sí, cuidaré de ella, no la perderé de vista y convertiré en sapos a todos los príncipes que se le acerquen.
Aaron dejó escapar una leve carcajada.
—Bien, eso me tranquiliza. Iré a por el coche.
—¡Qué! ¿Vas a acompañarla? —exclamó Diandra—. ¿Quieres hundir su reputación el primer día?
Aaron parpadeó desconcertado. Por lo visto, que un padre acompañara a su hija al instituto ya no estaba bien visto. Cruzó la mirada con Abby, y ella se encogió de hombros completamente azorada.
—No, claro que no. En qué estaría pensando —respondió él, y su sonrisa se ensanchó aún más.
Abby también sonreía sin apartar los ojos de su padre. De repente se vio arrastrada por el brazo de Diandra, que tiraba de ella hacia la calle. Apenas si pudo despedirse con un gesto de la mano. Afuera, Damien las esperaba junto al coche en marcha. Diandra se dirigió a su sitio habitual, el asiento del pasajero, pero el chico le cortó el paso con disimulo y de forma galante le abrió la puerta de atrás. Por un momento ella pareció sorprendida. El entendimiento iluminó su rostro y empezó a reír.
—¡Venga ya! —le espetó. Bajó la voz y añadió—: No eres su tipo.
—Solo intento ser amable.
—¿Seguro? Porque sería... —hizo una mueca de espanto— incesto.
—No es mi hermana —masculló Damien, molesto.
Diandra soltó una risita maliciosa.
—¡Te has picado! ¡Te gusta de verdad! —Guardó silencio en cuanto Abby llegó hasta ellos y subió al asiento de atrás sin decir nada más.
Damien rodeó el coche sin quitarle los ojos de encima a Diandra, consciente de que le había dado un motivo más para mortificarlo. Ella podía ser tan molesta como incondicional y leal, y Diandra era la persona más leal que conocía, y también cotilla. No quería imaginar las mofas que tendría que soportar a partir de ahora.
El instituto de Lostwick era un edificio de ladrillo rojo con grandes ventanas blancas, tenía dos plantas y estaba rodeado de árboles y césped. Damien aparcó el coche en una plaza libre del estacionamiento, frente a la entrada, demasiado bien situada como para considerarlo una casualidad cuando el resto estaba casi completo.
Abby llenó de aire sus pulmones, intentando tranquilizar los nervios que le estrujaban el estómago. Se bajó del coche con las piernas temblando como si fueran de gelatina y contempló el edificio. No conseguía recordar cuántas veces había pasado por esa misma situación, estar allí, parada frente a un nuevo instituto, con nuevos compañeros y nuevos profesores; preparándose para sufrir el estigma de ser la alumna recién llegada, deseando encajar y no sentirse sola. Aunque esta vez la soledad no era tan aplastante, miró a Damien y Diandra, que volvían a pincharse. Sonrió mientras sacudía la cabeza.
—¿Qué te parece? —preguntó Diandra contemplando el edificio. Y añadió—: Hasta tiene piscina.
—Es bonito.
—¿Bonito? Eso lo dices ahora. —Le guiñó un ojo y esbozó una sonrisa maliciosa—. Este lugar es un centro de tortura. ¡Exámenes, exámenes, no piensan en otra cosa!
Mientras Damien sacaba sus cosas del maletero, Abby miró a su alrededor intentando familiarizarse con el lugar. El instituto era mucho más pequeño que los centros a los que ella había asistido hasta ahora. Los alumnos iban y venían o se concentraban en círculos para conversar, aunque la mayoría se apiñaba frente a la puerta del edificio principal e iban penetrando en su interior sin prisa. Continuó su escrutinio y vio que una pareja se besaba a escasos metros de allí; apartó la vista de inmediato al notar que habían dejado de hacerlo para mirarla con curiosidad. El chico le dedicó una sonrisa pícara y la chica, algo molesta por el gesto, reclamó su atención volviendo a besarlo.
Otro grupo de adolescentes cruzó el aparcamiento en su dirección, iban riendo y empujándose; todo aquel que se cruzaba con ellos, los saludaba con una sonrisa de oreja a oreja. Abby los contempló mientras se aproximaban. No perdió detalle de los gestos, las poses, la confianza en sí mismos que irradiaban, como si el mundo fuera suyo y cada molécula de aire les perteneciera. «Los populares a escena», pensó con sarcasmo. Nunca había congeniado con ese tipo de grupos; de hecho, siempre huía de ellos como de la peste, su habilidad para convertirse en blanco de sus burlas rozaba la perfección. Para su sorpresa y sofoco, se detuvieron junto a ella.
—Ey, ¿qué tal? Habéis llegado temprano —dijo un chico rubio de rostro infantil, aunque su cuerpo lo era todo menos eso: kilos y kilos de puro músculo se adivinaban bajo su camiseta. Abrazaba a una chica pelirroja que lo miraba con total adoración.
Damien chocó su puño con el del chico.
—Abby tiene que pasar por secretaría para recoger su horario y el número de su taquilla.
El chico clavó su mirada en ella, como si no se hubiera percatado de su presencia hasta ese momento.
—Hola, soy Rowan —dijo, examinándola de arriba abajo. Esbozó una sonrisa lenta—. Sí que es guapa —añadió, y clavó sus ojos en los de Damien.
Un coro de risitas contenidas surgió del grupo mientras Damien se ruborizaba. Ya empezaba a arrepentirse de haberle hablado de ella.
—Sí que lo es, le viene de familia —replicó Diandra con suficiencia. Rodeó los hombros de Abby con el brazo y le dio un ligero achuchón—. Abby, estos son: Josh, Edrick, Peyton y Holly. —Abby los saludó con la mano—. Chicos, ella es Abby Blackwell, una de los nuestros. —Puso un énfasis deliberado en sus palabras.
Uno a uno le fueron dando la bienvenida. Estaban siendo muy simpáticos, le hacían cumplidos sobre su ropa, su pelo, hasta por lo estupendo que era su padre, al que todos parecían conocer muy bien. Por el contrario, ninguno de ellos habló de su madre, ni una sola pregunta al respecto. Algo le dijo que los chicos habían hecho algún tipo de pacto respecto a ese tema. Si era así, ella lo agradecía de todo corazón.
Segundos después se encaminaron a la entrada.
—¿Qué has querido decir con eso de que soy una de los vuestros? —preguntó Abby a Diandra. Dio un salto para evitar un charco de barro en el césped y se recolocó la mochila.
—Pues lo que he dicho, que eres una de nosotros —respondió. Abby frunció el ceño dando a entender que seguía sin entenderlo. Diandra se quedó pensando un momento, buscando la forma de explicarse—. Verás, nuestras familias están aquí desde siempre, desde el principio. Nuestros antepasados fundaron Lostwick y siempre hemos vivido aquí. Están los Devereux. —Hizo una reverencia, volviendo a presentarse—. Los Dupree. —Señaló a Damien—. Los Davenport. —Hizo un gesto hacia Rowan y su hermana Peyton—. Los Sharp. —Apuntó con el dedo a Holly y Edrick, el hermano de esta—. Y los Westwick —dijo, posando sus ojos en Josh—. Somos como una gran familia, nosotros somos amigos, nuestros padres lo son, nuestros abuelos lo fueron... ¿entiendes?
—Sí, aunque ha sonado a que formaba parte de alguna secta o algo así, por eso he preguntado. Porque no sois una secta ni nada de eso, ¿verdad? Os relacionáis con los demás, ¿no?
—¡Por supuesto! Tengo muchos más amigos. ¡Qué cosas tienes! —replicó Diandra entre risas, y empezó a recitar los nombres de todos aquellos con los que se iban encontrando, demostrando así lo amplio que era su círculo de amigos.
Abby también rio, algo avergonzada por haber tenido esa ocurrencia. De repente, una sensación extraña le recorrió el cuerpo. Miró por encima de su hombro y vio un Cadillac Escalade negro de cristales tintados entrando en el aparcamiento. El gigantesco todoterreno se detuvo a pocos metros de donde ella se encontraba, y un chico bajó de él. Era muy alto, de pelo oscuro que se le rizaba en las puntas a la altura de las orejas, con la piel dorada y un cuerpo que quitaba el hipo. Sacó una mochila del asiento de atrás y se la echó al hombro mientras se encaminaba a la entrada principal del instituto.
Abby se dio cuenta de que era incapaz de apartar la mirada de él, y conforme se acercaba, pudo ver con más claridad su rostro. El corazón empezó a latirle con fuerza y un impulso que no lograba explicar se apoderó de ella.
—¿Y quién es ese? —preguntó a Diandra.
Esta siguió la mirada de Abby y su expresión risueña se transformó en una máscara que no dejaba entrever ninguna emoción.
—Nathan Hale —respondió, y clavó sus ojos escrutadores en el rostro de Abby—. Conozco esa mirada.
—¿Qué mirada? —Se ruborizó hasta las orejas.
—Esa que dice: «¿De verdad es tan guapo o solo estoy alucinando?» —respondió. Abby se sonrojó todavía más. Diandra continuó—: No dejes que su cara de ángel te engañe.
—No me parece un ángel —dijo Abby casi sin pensar. Al contrario, ese chico encendía todos sus avisos de peligro.
De pronto sus ojos se encontraron con los de él y el tiempo se detuvo. Eran inaccesibles, acerados y fríos, tan negros que parecían un abismo a punto de tragárselo todo. Él esbozó una sonrisa lenta, burlona, demasiado maliciosa como para no tenerla en cuenta. Entonces, cogió la capucha de su chaqueta y se cubrió la cabeza, ocultando su rostro a Abby.
—Me alegro, porque es tan guapo como peligroso, y es muy, muy guapo. Hazme caso, no te conviene relacionarte con él —le aconsejó Diandra.
—¿Por qué es peligroso? —preguntó sin dejar de observar al chico. Caminaba de una forma tan segura y descarada que era imposible no hacerlo.
Diandra también lo observó alejarse, pero de una forma muy diferente a como lo hacía Abby; su cuerpo, tenso por la ira, destilaba hostilidad.
—Donde haya un lío o una pelea, allí estará Nathan. Es chulo, es creído... un macarra —respondió taladrándolo con la mirada.
Una chica lo saludó desde la puerta y corrió hacia él, se le lanzó al cuello de un salto. Él no le devolvió el abrazo, pero tampoco la rechazó, y entró en el edificio con la chica abrazada a su cintura.
—¿Es su novia? —Abby no pudo reprimir la pregunta, a pesar de que estaba demostrando más interés del que debía, después de que Diandra hubiera dejado claro que Nathan no le caía nada bien.
—¡No, Nathan nunca ha salido en serio con nadie! —exclamó, poniendo los ojos en blanco—. Pero siempre tiene alguna «amiguita» a su alrededor deseosa de complacerlo. Confía en mí, no te acerques a Nathan. Además, él y Damien prácticamente se odian.
—¿Se odian? —preguntó, incrédula.
—Sí, por lo que es mejor que no tengan ningún motivo que los enfrente. La última vez no acabó muy bien, para ninguno de los dos.