Capítulo 10

—¿No tienes hambre? —preguntó la señora Gray a Abby.

—¿Qué? —Apartó la vista de la encimera y miró el plato. Había separado las verduras en montoncitos sin siquiera darse cuenta de que lo había hecho. Dejó el tenedor y meneó la cabeza—. La verdad es que no.

—¿Estás bien, cielo? Estás muy pálida —dijo la señora Gray, sentándose junto a ella. Le puso una mano en la frente para tomarle la temperatura.

—Estoy bien, solo un poco cansada.

—¿Quieres que llame a tu padre?

—¡No! Estoy perfectamente, y esa cena es importante, no vamos a estropeársela por una tontería —dijo Abby, intentando parecer despreocupada. Sonrió, y eso pareció convencer a la señora Gray, que volvió a ponerse en pie mientras le acariciaba la mejilla.

—Está bien, pero si te notas enferma dímelo enseguida, ¿de acuerdo?

Abby asintió y se levantó del taburete, recogió sus deberes de español esparcidos por la mesa y tomó una botella de agua de la nevera.

—Me voy a la cama, buenas noches.

—Buenas noches, cielo.

Abby entró en su habitación y cerró la puerta; el reloj de su mesita marcaba las nueve y veinte. Se puso el pijama e intentó estudiar un rato. Al cabo de una hora desistió, no conseguía concentrarse. Había demasiado silencio, su padre estaba en una cena de trabajo, Damien había quedado con Rowan y Edrick para ver una película y la señora Gray hacía rato que se retiró a su habitación.

Se tumbó en la cama y permaneció quieta. No importaba cuánto se esforzara en apartar el recuerdo de lo sucedido esa mañana entre Nathan y ella, este se negaba abandonarla. Lo revivía una y otra vez, cada palabra, cada gesto... y su mirada fría y acusatoria.

Una vez en el baño, se había venido abajo. Humillada y dolida, las lágrimas habían aflorado sin ningún tipo de consuelo durante un buen rato, hasta que Pamela entró a buscarla muy preocupada. Tras verla en esas condiciones, la chica se había empeñado en llevarla a la enfermería. El resto del día había transcurrido como en una especie de juego de espías, en el que había tratado por todos los medios de no encontrarse con Nathan. Por suerte, los viernes era el único día en el que solo compartían un par de clases.

Suspiró, ladeó la cabeza y contempló la fotografía sobre la mesita, una instantánea de ella y su madre en su primer día de colegio. Intentó recordar, había sido en algún pueblecito de Oregón, pero no recordaba el nombre, aunque sí el momento exacto en el que fue tomada aquella fotografía, delante de la caravana en la que vivían entonces. Si cerraba los ojos, aún podía recordar a la mujer rubia, la vecina, mirándolas a través del objetivo de una vieja Pentax, mientras sujetaba entre los labios rojos de carmín un cigarrillo.

Cada día la echaba más de menos, necesitaba sus conversaciones con ella, poder hablar de cualquier cosa. A su madre podría hablarle abiertamente de Nathan, y de sus dudas, de sus sentimientos, y ella le guardaría el secreto para siempre. Se incorporó, decidida a terminar con los pensamientos tristes antes de acabar de nuevo llorando. Sus ojos necesitaban una tregua, o las manchas oscuras que se habían instalado bajo ellos se quedarían para siempre.

Tomó el libro sobre los fundadores de Lostwick y continuó leyendo. De repente un nombre llamó su atención: Nathaniel Hale. Se sentó y continuó la lectura con más avidez, el nombre aparecía muy a menudo. Había llegado en el mismo barco que arribó a Plymouth en 1647 con el resto de las familias. En las páginas siguientes no dejó de encontrar menciones al apellido Hale que, en infinidad de ocasiones, estaban relacionadas con los Blackwell. Fue hasta las páginas finales, miró las fechas y continuó buscando. Unos cien años después, los Hale y los Blackwell seguían apareciendo juntos en los acontecimientos ocurridos en Lostwick.

Abby cerró el libro convencida de que esa familia Hale era la misma a la que pertenecía Nathan. Siete familias habían viajado juntas en aquel barco, y las siete habían fundado Lostwick tres siglos antes, durante los cuales habían permanecido juntas y unidas, convirtiendo la colonia en una ciudad próspera.

Apagó la luz y se dejó caer en la cama. No serían una secta, pero desde luego lo parecían.

De repente oyó un ruido en la ventana, ladeó la cabeza y vislumbró una sombra al otro lado del cristal. Se levantó de golpe con el corazón desbocado y un susto de muerte. Encendió la luz y se encontró con la sonrisa traviesa de Diandra.

—¿Qué haces ahí? ¿Por qué no usas la puerta como todo el mundo? —preguntó mientras abría la ventana y la dejaba pasar. Se asomó para ver por dónde había subido y sus ojos se abrieron como platos—. ¿Cómo has conseguido subir sin matarte?

—Chss... ¡Quieres dejar de hacer preguntas! Van a oírnos. —Se acercó a la puerta y escuchó. Cuando se hubo asegurado de que todo seguía tranquilo, se volvió hacia Abby. Vio el libro sobre la cama—. ¿Qué estabas haciendo? Yo tengo uno igual, el de mi familia.

—Intentaba averiguar cosas. ¿Puedo hacerte una pregunta? —Diandra asintió—. He leído que los Hale eran una de las fami-lias que fundaron Lostwick. Si todos son tan amigos de todos, ¿por qué no estaban la otra noche en la cena que dieron los Davenport?

Diandra frunció los labios con una mueca de fastidio.

—Créeme, no quieres hablar de algo tan aburrido ahora. ¡Tengo un plan mucho mejor!

—¿De verdad no puedes contestar a algo tan sencillo?

—¿Si contesto me harás un favor?

Abby asintió, a sabiendas de que prometerle algo así a Diandra podría ser peligroso.

—Vale. Hace unos años, los Hale tuvieron algunas diferencias con el resto, eso es todo; yo ni siquiera me acuerdo, era un bebé.

—¿Y por esas diferencias es por lo que no os lleváis bien con Nathan?

—Oh, no, otra vez ese nombre. Olvida el tema, por favor. ¡Nos vamos de fiesta! —susurró sin poder disimular lo excitada que estaba.

—Nos van a pillar —dijo Abby una hora después desde el asiento trasero del taxi.

—Tranquilízate, ¿vale? Tu padre y mi madre están en esa cena aburrida, volverán muy tarde, y Helen duerme tan profundamente que no se despertaría aunque explotara una bomba en su habitación —masculló Diandra a su lado—. Iremos y volveremos sin que nadie se entere.

—Ya has hecho esto otras veces, ¿verdad?

—Alguna —respondió, esbozando una sonrisa maliciosa—. No irás a decirme que tú nunca has sido mala, aunque solo haya sido un poquito.

Abby negó con la cabeza.

—No, no tenía amigas como tú, que me secuestraran de casa por una ventana —respondió con los ojos en blanco.

—Reconoce que es excitante saltarse las normas de vez en cuando. ¿O es que temes que Damien se enfade si se entera de que has salido sin él?

—Entre Damien y yo no hay nada.

—Aún —matizó con un aleteo de pestañas—. Está loco por ti y lo sabes.

—Aún... no sé cómo he dejado que me convencieras de esto —dijo Abby, cambiando de tema.

—Ya verás, lo vamos a pasar genial. ¡Haz esto por mí! —rogó con otro aleteo de pestañas.

—¿Y tengo que ir así vestida? —Abby volvió a mirarse la ropa con el ceño fruncido. Diandra le había enfundado casi a la fuerza un vestido blanco de estilo ibicenco demasiado corto, bajo una chaqueta de piel marrón a juego con un cinturón que lo ceñía a sus caderas acortándolo aún más. Las botas hasta la rodilla terminaban de darle un aspecto de estrella del pop que no iba del todo con ella.

—Venga, no te quejes, debemos parecer mayores, y estás muy sexy. Confía en mí.

El taxista las miró a través del retrovisor y sonrió.

—¡Eh, amigo, los ojos en la carretera! —le espetó Diandra. El hombre sacudió la cabeza y encendió la radio.

—Bien, y ya que no hay vuelta atrás, dime ¿adónde vamos? —preguntó Abby, mirado por la ventanilla. Llevaban unos veinte minutos circulando por una carretera que serpenteaba junto al mar.

—Vamos a El Hechicero, un sitio genial, un antro con buena música en directo, billar, futbolines y chicos mayores. Suelen frecuentarlo muchos universitarios —comentó entusiasmada.

—¿Todo esto es por un chico?

—¡Sí! Y es guapísimo, lo conocí la semana pasada en la playa. ¿Recuerdas a aquellos tipos de la camioneta con matrícula de Arizona que hacían surf? —Abby asintió, recordaba vagamente haber visto a unos chicos con tablas el domingo anterior—. Bien, pues el moreno con el tatuaje en la espalda, ¡amor a primera vista! —Se recostó en el asiento con un mohín de disgusto—. El único problema es que tuve que decirle que estaba a punto de cumplir los diecinueve.

—Y si este encuentro evoluciona a algo más serio, ¿cómo piensas decirle que en realidad eres una menor de diecisiete años por la que podría ir a la cárcel?

—Estará tan enamorado de mí que será una anécdota sin importancia.

—Sigo sin entender qué hago yo aquí.

Diandra la miró como diciendo: «¿Estás de broma?»

—Me encanta ese chico, pero no soy ingenua. Nunca vendría a un sitio como este yo sola.

El taxi se detuvo frente a un edificio con aspecto de antiguo almacén; tenía un rótulo luminoso en la entrada con las palabras EL HECHICERO que apenas si se podían leer por la cantidad de bombillas fundidas que tenía.

Diandra le pagó al taxista y se bajaron del coche. Cruzaron el aparcamiento y se pusieron a la cola, que discurría hasta la entrada. Pagaron treinta dólares al taquillero, un tipo con barba y una chaqueta de motero llena de insignias de Harley Davidson.

—El nivel ha subido esta noche —dijo él, echándoles un minucioso vistazo.

—Gracias, guapo —respondió Diandra con una sonrisa coqueta.

Al entrar, las recibió un ambiente oscuro, cargado de humo, en el que el olor a cigarrillos se mezclaba con el de la carne asada y la cerveza. Estaba lleno de gente y apenas si pudieron llegar a la barra.

—¿Dónde está tu chico? —preguntó Abby.

Diandra se puso de puntillas y observó a la multitud.

—No lo veo, pero ya debe de estar aquí, seguro que en alguna de las mesas de billar. Ven, vamos a buscarlo —dijo Diandra cogiéndola de la mano para no perderla.

—Ve tú, paso de que me estrujen —dijo, mirando con estupor a la gente—. Mientras, voy pidiendo algo.

—Vale, pero no te muevas de aquí, ¿de acuerdo?

Abby alzó la mano con un gesto de solemne promesa y observó que Diandra se perdía entre la masa humana. Se apoyó en la barra, y el camarero apenas tardó un segundo en atenderla.

—Hola, preciosa, no te había visto nunca por aquí. —Se inclinó sobre la barra y le miró las piernas—. Me acordaría. —Una sonrisa pícara dejó a la vista un diente con incrustaciones de diamantes—. ¿Qué te pongo, además de a mil?

Abby sonrió ante el intento del chico.

—Una Coca-Cola, por favor.

—Marchando una Coca-Cola para la princesa —dijo mientras cogía un vaso y lo llenaba hasta arriba; lo empujó hacia ella—. A esta invito yo.

Abby le agradeció la invitación con una sonrisa, tomó el vaso y se giró hacia la gente que se contoneaba al ritmo de Hinder. Reconoció a algunos chicos de su instituto, un par la saludaron desde lejos y ella les devolvió el saludo bastante más animada que cuando había llegado. Aquel sitio no estaba tan mal. Continuó observando, intentando adivinar la silueta de Diandra entre la gente que jugaba en las mesas. Una chica morena apoyada en un taco de billar llamó su atención. ¿De qué le sonaba aquella cara? La chica se inclinó sobre el tapete estudiando las bolas. Abby se quedó helada y el corazón le dio un vuelco. Nathan estaba al otro lado de la mesa, sujetando otro taco. Golpeó la bola blanca y esta golpeó a su vez las dos que quedaban, colándolas en las troneras.

La chica empezó a dar saltitos y lo abrazó por el cuello. Le hablaba al oído, deteniéndose de vez en cuando para depositar un beso en su cuello o en su mandíbula. Él sonreía, pero era una sonrisa tensa, desprovista de cualquier entusiasmo.

Abby apartó la vista cuando él se giró hacia ella, como si hubiera presentido que lo estaban observando. Con el corazón latiendo a mil por hora, se alejó un poco.

—¿Quieres algo más, preciosa?

Abby se volvió hacia el camarero y negó, alzando su vaso para que pudiera ver que aún estaba lleno. El chico apoyó los codos en la barra y la miró con atención.

—Tú no eres de por aquí.

—No.

—¿Vives en Lostwick? Muchos de los que vienen son de ese pueblo, gente legal.

—Sí, vivo allí desde hace poco.

—¡Pues bienvenida! Me llamo Nick. ¿Y estos ojos tan bonitos cómo se llaman? —preguntó mientras le estrechaba la mano con un ligero apretón.

Abby abrió la boca para contestar, pero una voz se le adelanto.

—Se llaman «no te importa». Nick, déjala en paz o le diré a tu novia que andas tonteando con niñas.

Abby apretó los dientes, molesta por el comentario. Así que pensaba que era una niña.

El camarero empezó a reír, y chocó su puño con el de Nathan a modo de saludo.

—Ni se te ocurra decirle nada a Bianca, esa fiera es capaz de darme una paliza —respondió—. Quédate un rato y echaremos una partida cuando acabe mi turno. —Golpeó la barra con la palma de la mano y se alejó para atender a nuevos clientes.

Abby pensó que aquel era el momento ideal para escabullirse.

—Bonito vestido —dijo Nathan.

Abby se detuvo, sabía que a continuación vendría el desprecio, pero esta vez no iba a dejar que le afectara, lo encajaría con una sonrisa y lo dejaría allí plantado con un palmo de narices. Giró sobre sus talones y lo enfrentó. Se encontró con su sonrisa indolente. Iba vestido de negro, como era bastante habitual en él, a juego con su pelo y sus ojos; el único punto de color lo ponía una cadena con una extraña cruz de plata que colgaba de su cuello, y un anillo en su mano derecha en el que no se había fijado hasta ahora.

—¿Qué se te ha perdido a ti aquí? —preguntó él, frunciendo el ceño, y volvió a contemplarla sin ningún disimulo, entreteniéndose demasiado donde terminaba su vestido y continuaban sus piernas.

—Nada, he venido con Diandra.

—Entonces la pregunta es qué se os ha perdido a vosotras aquí.

Dudó antes de responderle.

—Que yo sepa, este lugar es público, puedo estar aquí si me da la gana —contestó alzando la barbilla, dispuesta a demostrarle que no iba a intimidarla. Aunque el corazón le latía tan rápido y fuerte que creía que él podría oírlo—. Si te estropeo el paisaje, date la vuelta y cambia de vistas.

Nathan la miró a los ojos y sintió que una de sus defensas se venía abajo, estaba arrepentido por haberle hablado de una forma tan cruel esa misma mañana. Las duras líneas de su rostro se suavizaron, era imposible negar lo evidente, Abby era preciosa y tenía algún tipo de efecto sobre él, aunque no pensaba admitirlo ni bajo amenaza de muerte.

—Este no es sitio para ti y menos con esa ropa.

—¿Qué? No soy la única que viste así —replicó, molesta por su actitud machista; desde luego el chico lo tenía todo. El local estaba lleno de mujeres ataviadas con mucha menos ropa que ella. Al menos su aspecto era decente, no se podía decir lo mismo de su novia, que no les quitaba los ojos de encima.

—No, no eres la única, pero tú no eres como ellas. Hazme caso, este sitio no es para ti. —Se dio cuenta nada más decirlo, en realidad no era como ninguna de aquellas chicas, no se parecía a nadie que hubiera conocido antes; tenía algo que la hacía única, única para él. Apartó la vista de ella, desconcertado—. Ten cuidado —dijo dando media vuelta.

—¿Es una amenaza? —gritó Abby para hacerse oír por encima de la música. No es que se lo hubiera parecido, más bien había sonado a preocupación, solo que, viniendo de él, eso no tenía sentido.

Nathan ladeó la cabeza y la miró, transcurrieron dos segundos en silencio.

—No.

Abby no apartó los ojos de la espalda de Nathan hasta que desapareció entre la multitud. Si él había cambiado de táctica para torturarla con más saña, le estaba funcionando a la perfección. Intentaba volverla loca, cambiando de personalidad como lo haría una veleta azotada por el viento; y ahora ya no sabía a qué atenerse cuando se topara con él. Dio un trago a su Coca-Cola e intentó pensar en otra cosa que no fuera el psicópata de Hale.

Una mano se alzó a lo lejos, saludándola de forma efusiva. Abby vio la enorme sonrisa de Pamela y le devolvió el saludo. Habían congeniado desde el primer día, convirtiéndose en compañeras inseparables de pupitre.

—¡Hola! —gritó Pamela mientras se acercaba esquivando la marea de cuerpos danzantes—. No sabes cómo me alegro de verte aquí.

—¿Con quién has venido? —preguntó Abby.

—Con un chico. —Se encogió de hombros, ruborizada—. Pero está más interesado en el billar que en mí, iba a dejarlo plantado cuando te he visto. ¿Y tú?

—Con Diandra. —También se encogió de hombros y sonrió—. Otro chico, creo que me ha dejado plantada por él.

Pamela se aclaró la garganta.

—Te he visto con Nathan, he pensado que estabais juntos, que habíais venido juntos —dijo, midiendo las palabras.

Abby abrió los ojos con cara de susto.

—¡No! ¡Qué va! Ni siquiera sé por qué se ha acercado a mí.

—Bueno, parecía bastante interesado en ti, en... la conversación.

Abby puso los ojos en blanco, como si fuera la cosa más absurda del mundo.

—Créeme, ese tío no está interesado en mí, no soy su tipo.

—Pues para no ser su tipo, no te quita los ojos de encima —dijo Pamela, inclinándose sobre su oído, e hizo un gesto con la barbilla.

Abby miró en esa dirección y se encontró con la mirada del chico fija en ella. A pesar de haber sido sorprendido no se inmutó y en ningún momento apartó la vista. Ella sí lo hizo, se sentía como un bicho al que estaban diseccionando. Dio un trago a su refresco.

—Seguro que espera que me atragante con el limón y no querrá perdérselo.

Pamela rompió a reír por la ocurrencia, le quitó a Abby el vaso de las manos y le dio un sorbo.

—¿Qué os pasa a vosotros dos?

—Ojalá lo supiera, se comporta así conmigo desde que llegué a Lostwick —respondió, volviendo a tomar el vaso—. No se lleva bien con mis amigos, así que, supongo que será por eso.

Ya, dime con quién vas y te diré cómo eres comentó Pamela, recurriendo al refrán.

—Sí, eso debe pensar.

De repente, Abby notó que alguien la cogía por el codo y la hacía girar con una violenta sacudida. Se encontró frente a frente con la chica morena que salía con Nathan.

Rose la agarró muy fuerte, clavándole las uñas en el brazo.

—Escúchame bien, zorrita. Nathan está conmigo, así que sácatelo de esa cabecita si no quieres que lo haga yo —le advirtió con una expresión rabiosa, la miró de arriba abajo con desprecio y le dio un golpe en la mano en la que sostenía su refresco.

La bebida se derramó salpicando al chico que estaba justo al lado de Abby.

—¡Pero qué...! —exclamó el muchacho sacudiéndose la ropa.

—Ha sido ella —dijo Rose forzando un mohín inocente, y dio media vuelta, despidiéndose con una mueca burlona.

—Lo siento mucho, ha sido un accidente... —empezó a decir Abby, intimidada por la mirada enfadada del chico.

—¿Un accidente? ¿Sabes lo que cuesta esta chaqueta? Trescientos pavos ¿Tienes trescientos pavos? —Se inclinó sobre ella amenazante, hasta acorralarla contra la barra. Abby negó—. Pues busca la forma de conseguirlos. No me pienso ir de aquí sin mi chaqueta.

—De verdad que lo siento, pero no ha sido culpa mía.

—Déjala, ella no ha sido —intervino Pamela.

—Tú cierra el pico, estoy hablando con tu amiga —dijo él, una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro—. Estás buena, a lo mejor podemos llegar a un acuerdo —dijo, y acercó la nariz a su cuello—. Hueles bien.

—¡Apártate de mí! —dijo Abby. Se revolvió intentando zafarse, empujándolo en el pecho para quitárselo de encima.

—Ya la has oído —dijo Nick tras la barra, y mostró sin prisa el bate de béisbol que sujetaba en la mano.

—Tranquilo, amigo, aquí no pasa nada.

—Ni va a pasar, así que toma esto y lárgate. —Sin soltar el bate, puso una cerveza sobre el mostrador—. Invita la casa.

El chico cogió la cerveza y le dio un trago; después la alzó a modo de brindis y saludó a Nick con suficiencia. Lanzó una nueva mirada a Abby con un mensaje muy claro: «Esto no acaba aquí.» Dio media vuelta y se marchó.

—Ni se te ocurra salir de aquí sola, ese tipo no es de fiar. Cuando quieras marcharte, dímelo, te acompañaré a tu coche —dijo Nick muy serio—. ¿De acuerdo?

Abby asintió, todavía con el susto en el cuerpo.

—¿Estás bien? —preguntó Pamela. Abby movió la cabeza afirmativamente, aunque le temblaban las rodillas—. Rose es idiota, siempre hace cosas por el estilo.

—¡Genial! Parece que tengo un don para atraer a gente con problemas mentales. —Sacudió la mano, la tenía pegajosa por el refresco derramado—. Voy un segundo al baño.

—¡No, ya has oído lo que te ha dicho el camarero!

—Solo voy al baño. —Se puso de puntillas y recorrió con la mirada la multitud—. Y parece que ese tipo se ha largado. Tranquila, apenas tardaré un segundo.

—El baño está por allí, por ese pasillo. Date prisa —dijo Pamela, mirando a su alrededor, incómoda.

Abby entró en el aseo. Tuvo que esperar un par de minutos a que uno de los lavamanos quedara libre. Abrió el agua y se lavó las manos a conciencia, después se refrescó la cara y se quedó mirando su reflejo en el espejo, preguntándose qué demonios hacía allí. Iba a tener unas cuantas palabras con Diandra por haberla dejado plantada, y desde luego, ya podía ir buscándose a otra compañera de fuga.

Salió del lavabo y empezó a esquivar la larga cola que se había formado. Chocó contra alguien.

—Perd... —La palabra se atascó en su boca, porque una mano sudorosa se la había tapado, otra mano le rodeó la cintura y tiró de ella apretándola contra un cuerpo que olía a sudor, cerveza y perfume masculino.

«El chico de la barra», pensó Abby con horror.

—Tú y yo tenemos algo pendiente —dijo una voz en su oído.Se vio arrastrada por el pasillo hasta una puerta al final de él.

Empezó a retorcerse, intentando liberarse del abrazo, pero era demasiado fuerte. Rezó para que alguien se diera cuenta e hiciera algo. Nadie se fijó en ellos y si lo hicieron, miraron hacia otra parte.