Capítulo 9
Nathan abandonó el restaurante por la puerta trasera. Era lo más sensato en ese momento, si volvía a cruzarse con los Gossip Girl locales, terminaría por perder los estribos. Conforme pasaban los años, el odio hacia ellos crecía; la razón era obvia, ahora sabía lo que de verdad pasó. Cuando era pequeño, su madre le había ido contando la historia con cuentagotas, preparándolo poco a poco para lo que estaba por venir y para lo que tendría que soportar: el rechazo, las miradas de reproche, la desconfianza y las comparaciones. Y no tardaron en aparecer. La primera vez que respondió con un golpe a un insulto, tenía siete años; tuvieron que darle puntos en una ceja. Pero los otros dos chicos no salieron mejor parados, Rowan perdió un diente y Damien acabó con el brazo en cabestrillo. La última vez, terminaron en el hospital con heridas muy graves. Él no perdió el bazo de milagro, y Damien estaba vivo por obra y gracia de alguna divinidad.
—¡Nathan! —gritó tras él la chica morena que lo acompañaba—. Nathan, espera.
Él no hizo caso y dobló la esquina, accionó el mando a distancia del todoterreno y las luces parpadearon.
—¡¿Quieres parar?! —dijo ella, agarrándolo del brazo. Él se giro de mala gana y le sostuvo la mirada—. ¿A qué ha venido eso de ahí dentro? Has estado a punto de pegarte con Damien Dupree por esa chica. ¡Ja— más me he sentido tan humillada! —exclamó, alzando las manos.
—No digas tonterías, Rose. No es ningún secreto lo que Damien y yo sentimos el uno por el otro, esa chica no tenía nada que ver.
Ella enarcó las cejas y puso los ojos en blanco.
—¿Tonterías? He visto cómo la mirabas, ¡esa mocosa estirada te gusta!
Nathan lanzó una risa brusca, sin asomo de humor.
—Punto número uno: estás rompiendo la primera norma de nuestro acuerdo. Punto número dos: esa niñata no me interesa —dijo en tono impaciente.
Era cierto que Abby no le resultaba del todo indiferente, pero no por los motivos que ella imaginaba. De repente, recordó lo que había sentido al rozarle la piel y se le aceleró el pulso. Apretó los dientes y abrió la puerta del coche. Rose la cerró de un empujón y lo obligó a darse la vuelta.
—Punto número uno: no estoy celosa. —Empujó a Nathan contra el coche y una sonrisa seductora curvó sus labios—. Punto número dos —le metió las manos por debajo de la camiseta y le acarició el estómago ascendiendo hasta su pecho—: demuéstrame que no te interesa. Vamos a tu casa.
Él la sujetó por las muñecas.
—No.
—Pues vamos a la mía, mi madre trabaja esta noche.
—No voy a pasar la noche contigo, Rose, hoy no.
Lejos de desistir, ella se puso de puntillas y le mordió el labio inferior.
—¿Estás seguro? —Lo besó de nuevo.
—Tengo que volver a casa.
Rose se apartó y suspiró con desencanto.
—Ya, tienes que acostar a mami.
Nathan se puso rígido y le dirigió una mirada penetrante.
—Estás peligrosamente cerca de incumplir la segunda norma de nuestro acuerdo. Esta relación empieza a hacer aguas. —Abrió la puerta del coche y entró de un salto.
—Lo siento, prometo ser buena —dijo Rose con voz mimosa al percibir la amenaza de ruptura en el tono de su voz—. ¿Pasas a buscarme por la mañana?
—He quedado con Ray —respondió, mientras arrancaba el motor y aceleraba suavemente.
—Bien, pues comeremos juntos —replicó ella, y le guiñó un ojo a modo de despedida.
Nathan esperó a que Rose subiera a su vehículo, aparcado delante del Escalade, y cuando se incorporó al tráfico, él hizo lo mismo tomando una dirección opuesta. Unos minutos después, enfilaba el camino que conducía a su casa, a las afueras de Lostwick, en medio del bosque. Un imponente edificio de piedra de dos plantas. Aparcó frente la entrada y contempló la casa. La luz del interior se filtraba a través de las ventanas del salón. Dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos; no tenía ni idea de por qué se había acercado a la chica Blackwell en el restaurante, ni de dónde había surgido esa necesidad de tocarla. Algo le estaba pasando con ella, se descubría a sí mismo pensando en ella, observándola durante las clases o a la hora del almuerzo. Y esa sensación de calma ilógica que sentía cuando la tenía cerca, chocaba con la necesidad de odiarla tanto como los odiaba a ellos. No debería haberla tocado. Ahora se maldecía por haberlo hecho, aún podía sentir el tacto suave de su piel en los dedos, y un agujero en el pecho por estar fallando a la memoria de su padre. Las punzadas de dolor regresaron a su cabeza. Suspiró y bajó del coche, subió la escalinata y empujó el portón decorado con vitrales.
Una música suave surgía del salón, eso no evitó que oyera el tintineo del hielo en el vaso y cómo crepitaba al sumergirse en el líquido; con toda seguridad, ginebra. Se encaminó a la escalera, esa noche no tenía fuerzas para verla. El encuentro con la chica Blackwell y el idiota de Damien le había puesto de mal humor. Se sentía agotado, triste, necesitaba dormir y olvidarse de todo, sobre todo de ella.
—¿Eres tú, Nathan? —La voz de su madre sonó débil, pero con ese brillo que solo tenía cuando se dirigía a él.
—Sí, mamá.
Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el pasamanos. Sin prisa fue hasta el salón. La encontró recostada en el sofá; con una manta sobre las piernas contemplaba el fuego del hogar, mientras daba un largo trago a su bebida. Ella ladeó la cabeza y lo miró, una sonrisa le iluminó el rostro.
—¡Hola, cielo, llegas pronto! ¿Qué tal está Ray? Dile que venga pronto a visitarme, ese chico me cae bien —dijo con voz somnolienta.
—Claro, se lo diré —contestó, echando un vistazo a la botella en el suelo. Dejó escapar de golpe el aire de sus pulmones, esa noche había bebido bastante. Se acercó y se sentó en el suelo, junto a ella, con la espalda apoyada en el sofá—. ¿Has cenado?
—La señora Clare me preparó algo antes de marcharse —respondió mientras le acariciaba la cabeza—. Qué mayor te estás haciendo, diecisiete años, ya eres todo un hombre. La misma edad que tenía tu padre cuando le conocí; te pareces tanto a él que es casi como estar contemplándolo. Has heredado todos sus dones, tan hermoso y poderoso, mi niño. —Se inclinó y lo besó en el hombro.
Nathan miraba fijamente al frente, respirando hondo.
—¿Por qué seguimos aquí? En esta casa, en este pueblo —preguntó exasperado. Cerró los ojos e inhaló el aire, olía a perfume y alcohol. Desde que recordaba siempre olía igual dentro de aquella casa—. Estaríamos mejor en cualquier otra parte.
Ella apuró la ginebra del vaso e hizo ademán de volver a servirse, pero él le sujetó el brazo y se dio la vuelta colocándose de rodillas para mirarla a los ojos.
—Vayámonos de aquí, mamá.
—No, jamás abandonaré mi casa, aquí conocí a tu padre, aquí me casé y aquí naciste tú. —Hizo una pausa y sus ojos se cubrieron por un velo de lágrimas—. Tú padre está enterrado en esta tierra, esperándome, y no voy a dejarlo solo. Jamás, jamás dejaré que me quiten lo único que me queda.
—Está bien, olvida lo que he dicho —susurró, abrazándola para calmar el temblor que la sacudía—. Es tarde, deja que te lleve a tu habitación.
Ella asintió con mirada ausente.
—¿Te quedarás conmigo hasta que me duerma?
—Sí —dijo él, tomándola en brazos—. Me quedaré hasta que te duermas.
Cruzaron el vestíbulo y, cuando estaban a punto de ascender la escalera, oyeron un golpe seco contra la puerta principal. Ambos miraron en esa dirección.
—¿Han llamado a la puerta? —preguntó su madre. De repente algo golpeó una de las vidrieras.
—Creo que no —respondió Nathan con el ceño fruncido. Dejó a su madre en el suelo, junto a la barandilla para que pudiera agarrarse y no caer.
Fue hasta la puerta y la abrió; al otro lado no había nadie. Un ruido le hizo mirar hacia abajo, había algo sobre el felpudo. Se agachó y lo miró con atención. Era un cuervo; un poco más adelante, junto a la escalinata, había otro que aún se movía. Nathan imaginó lo que había pasado, aquellos animales debían haberse desorientado o, atraídos por la luz, habían acabado estrellándose contra la puerta.
—¿Qué es eso? —preguntó su madre.
—Nada, un par de pájaros que se han estrellado contra la puerta.
—Eso es muy extraño —dijo ella acercándose con paso vacilante.
—Eso sí que es extraño —replicó Nathan dando un paso hacia fuera para contemplar el cielo. Una enorme bandada de esos animales se había concentrado sobre la casa, girando en círculos. El ruido de sus alas inundó el silencio de la noche.
Su madre pasó junto a él y alzó la barbilla, se quedó inmóvil, contemplando con ojos desorbitados la escena. De repente los cerró y se desplomó sobre el suelo.
A la mañana siguiente, Nathan aparcó el todoterreno en la primera plaza que encontró libre en el aparcamiento del instituto. Había pasado toda la noche sin dormir, pendiente de su madre. Estaba preocupado por el desmayo que había sufrido, aunque el doctor había insistido en que se debía a sus «excesos». Paró el motor y con un bufido contempló el edificio.
—Odio este sitio —dijo Nathan, recostándose en el asiento. Se ajustó las gafas de sol y volvió a resoplar.
—Genial, ya somos dos —replicó Ray a su lado. Le dio un puñetazo afectuoso en el hombro y se apeó del coche.
Nathan lo siguió y ambos se apoyaron en el maletero. El día había amanecido despejado y el sol calentaba como si estuvieran en verano. Ray cerró los ojos disfrutando del calor sobre la piel. El pelo rubio le caía revuelto sobre los ojos, contrastando con su piel morena por horas y horas al aire libre practicando surf.
—Dicen que anoche estuviste a punto de liarte a golpes con Dupree.
—No fue para tanto.
—Mi información es de primera mano —insistió Ray; ladeó la cabeza y abrió un ojo—. ¿Qué pasó?
—Nada, en serio, iba con su chica y se puso gallito para presumir. —Le dio un codazo a Ray y empezó a andar—. Deberíamos ir entrando, ya tengo bastantes problemas como para llegar tarde otra vez.
—¿Chica? —preguntó Ray, dándole alcance—. Ni siquiera sabía que saliera con alguien ese afeminado. Por cierto... —Entornó los ojos con actitud interesante—. ¿Quién era la chica que te acompañaba? Mi padre dice que estaba cañón.
Nathan puso los ojos en blanco.
—Creo que voy a tener que escoger otro sitio para mis citas. —Sonrió, se acomodó la mochila y enfundó las manos en los bolsillos de su cazadora.
—Eh, yo no tengo la culpa de que mi padre tenga el mejor restaurante de todo Maine, claro que, siempre puedes largarte al chino de la esquina. —Se adelantó un par de pasos para ponerse frente a Nathan y continuó andando de espaldas—. Venga, suéltalo, ¿quién era la chica? ¿Está buena?
—¡Eh, Nathan!
Se giraron hacia la voz. Rose corría hacia ellos dando saltitos, vestida con su uniforme de animadora. Se lanzó al cuello del chico y lo besó en los labios durante un largo segundo. Se apartó con una mirada llena de intenciones puesta en sus ojos.
—Hola, guapo, recuerda que tienes una cita para comer, conmigo —puntualizó, arrugando la nariz con un mohín coqueto. Volvió a besarlo, apretándose contra él—. Estoy ansiosa —susurró, y se alejó contoneando las caderas al encuentro de sus amigas.
Ray, boquiabierto, observó como la chica desaparecía por la puerta principal. Se giró hacia Nathan con el ceño fruncido y cara de «no me lo puedo creer».
—¿Estás de broma? ¿Rose? —preguntó molesto. Nathan se encogió de hombros—. ¡Vamos, tío, tú no necesitas un polvo tan fácil como ese!
—¡Y a ti qué más te da con quién salgo! Además, solo quiero que me acompañe a ese estúpido baile.
—Para esa chica eres un trofeo. Cuando te canses de ella, no podrás dejarla así como así. Te sigue los pasos desde primero.
—Haré que ella me deje a mí.
—Estás mal de la cabeza —dijo Ray, mientras sacaba un caramelo de su bolsillo y se lo echaba a la boca. Le ofreció otro a Nathan, pero este negó con la mano—. No soy un experto, pero... ¿qué tenía de malo Emma? Has cortado con una chica de último curso, lista, preciosa, con unas piernas de infarto que estaba loquita por ti, ¿para salir con Rose?
—Ese es el problema, que yo le gustaba de verdad y ya conoces mi norma.
—Nada de establecer lazos emocionales —dijo Ray poniendo voz grave de tipo duro. Suspiró y detuvo a su amigo con una mano en el pecho—. Tienes que cambiar el chip. —Le dio un golpecito con el dedo en la frente—. Vas a acabar solo y amargado, si no lo estás ya.
—Ya has visto a mi madre, no quiero que nadie acabé así por mí. Ella murió el día que lo hizo él.
—Hay un fallo en tu plan maestro, genio. Un día te enamorarás y yo estaré allí para verlo y decir: «Te lo dije». De verdad, ¿por qué te empeñas en parecer tan capullo?
—Puede que... —dejó asomar su sonrisa de pillo— porque lo soy.
—Si tú lo dices. El problema es que yo sé cómo eres. —Algo por encima del hombro de Nathan llamó su atención, y añadió—: Así, lo único que haces es darles la razón a ellos. —Señaló con un leve gesto el aparcamiento.
Nathan miró en la misma dirección y una rabia glacial petrificó su expresión. La «pandilla feliz» acababa de llegar. Diandra abría la comitiva con Holly y Peyton. Tras ellas, Rowan y Edrick tenían algún tipo de discusión; Damien y Abby iban los últimos, caminando muy juntos. Los observó tras los cristales de sus gafas de sol, mientras marchaban hacia la entrada. Él era la viva imagen de la felicidad, sonriendo de oreja a oreja por algo que ella decía. De repente echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que hizo que ella también empezara a reír con ganas. Cerró los ojos, aquel sonido le erizó el vello, devolviéndole la misma sensación que había tenido la noche anterior cuando la había tocado. Conocía cada matiz de aquella risa, a pesar de que era la primera vez que la oía. El dolor regresó y tuvo que masajearse las sienes. La confusión se esfumó cuando volvió bruscamente al presente.
—¿Ella es la chica? —había preguntado Ray.
—Sí, previsible, ¿no? Esa unión debe contar con todas las bendiciones; papá Blackwell estará orgulloso.
—La verdad, no me sorprende, y viven juntos. —Dejó escapar una risa floja—. Y viendo la forma en la que él la mira, esa unión dará muy pronto pequeños retoños. Les preparará papá la cama —continuó Ray. Nathan lo fulminó con la mirada—. ¿Qué? Menuda cara has puesto, si no te conociera, pensaría que estás celoso.
—Si vuelves a insinuarlo, te atizo. De todos ellos, esa engreída es a la que menos soporto.
Ray levantó las manos pidiendo una tregua. Sacudió la cabeza y empujó a su amigo para que continuara andando.
—Entre los NO-MA se dice que es adoptada, una obra de caridad de Blackwell.
—Ya, y tú te lo crees.
—No, solo hay que verla, se parece a él. En La Comunidad se rumorea que esa chica no tiene ni idea de quién es su padre ni de las cosas que han pasado aquí. He oído que la encontró hace un mes, cuando ella perdió a su madre. Por lo visto, no sabe nada de nada. Esperan el momento oportuno para... ya sabes, hacerle la revelación —dijo en tono misterioso.
—Y qué, eso no cambia nada. ¿Ahora tiene que darme pena la huerfanita? Su familia destrozó a la mía. Mi padre nunca hizo las cosas que ellos afirman y cuando iluminen la mente de esa niñata, me mirará de la misma forma que lo hacen todos —dijo con rabia, de nuevo a punto de explotar.
—Tranquilo, Nat. Lo sé, mi familia está de tu parte; mi padre nunca creyó esa patraña, nunca dudó de tu padre.
—Los quiero a todos lejos de mí, sobre todo a ella.
Empujó la puerta de entrada y la mantuvo abierta para que Ray pasara. Enfilaron el pasillo, en ese momento atestado de chicos que abrían y cerraban taquillas preparándose para la primera clase.
—Pues te deseo suerte —dijo Ray, señalando con la cabeza un punto en el pasillo. Empezó a reír por lo bajo—. Desventajas de no llegar tarde. Nos vemos luego.
Nathan cerró los ojos y se pellizcó el caballete de la nariz, convencido de que le habían gafado. Pensó en darse la vuelta y esperar a que el pasillo estuviera despejado, pero entonces volvería a llegar tarde y no podía permitirse otro castigo que le bajara la nota. Un buen expediente era su pasaporte para una universidad al otro lado del país y no iba a perder la posibilidad de largarse lo más lejos posible de aquel pueblo.
Caminó por el pasillo sin quitarle los ojos de encima a su compañera de taquilla, que parecía tener algún tipo de problema con el candado. Lo agitaba y tiraba de él tan frustrada que no se percató de que él se había detenido a su lado. Abrió la suya, sacó un par de libros de su mochila y los dejó dentro. La oía maldecir y forcejear, y sin querer se encontró a sí mismo sonriendo. De repente, la taquilla de ella se abrió con uno de aquellos tirones, con tanta fuerza que le golpeó en la cara.
—¡Ay, Dios, lo siento! —exclamó Abby—. ¿Te he hecho daño? ¿Estás bien?
Se quedó de piedra cuando el chico se quitó la mano de la cara y pudo ver a quién había golpeado. Que él prácticamente la asesinara con la mirada no ayudó a que la situación mejorase, y a punto estuvo de darse la vuelta y salir corriendo.
—Lo siento mucho, es que no sé qué le pasa a este candado, se atasca, he tirado y... no lo he hecho a propósito, de verdad, ¿estás bien? —se disculpó Abby, intentando que no le temblara la voz. Tenerlo cerca la ponía al borde del infarto. Por un lado le daba miedo y por otro, hacía que su estómago se encogiera con millones de mariposas.
Nathan apretó los dientes y un destello airado iluminó sus ojos negros como la obsidiana.
—¿Lo haces a propósito? —le preguntó con mal carácter.
—¿El qué? —preguntó ella a su vez, confundida.
—Estropearme el paisaje cada vez que me doy la vuelta y te encuentro ahí —le espetó, cerró de un manotazo su taquilla y echó a andar hacia el aula.
Abby necesitó un segundo para volver a moverse. Un nudo en la garganta la ahogaba mientras intentaba contener las lágrimas, parpadeó para alejarlas; imposible. Echó a correr en dirección al baño, tan nerviosa que le temblaban las rodillas bajo el peso de su cuerpo. Pasó entre la gente sin detenerse, ni siquiera cuando Pamela, su compañera de pupitre, la llamó desde la puerta del aula. En aquel momento solo quería desaparecer. Se dijo que no debía importarle nada de lo que Nathan hiciera o dijera, pero no era así, le dolía que la tratara de aquella manera.
Nathan observó el pupitre vacío. Abby no había asistido a la primera clase y parecía que también iba a saltarse la segunda. Se encorvó sobre la mesa y escondió el rostro en sus manos, estaba seguro de que él tenía mucho que ver con esos novillos. Un segundo después de dejarla plantada frente a su taquilla, la había visto pasar corriendo hacia el baño. No estaba seguro, pero habría jurado que iba sollozando. De repente, algo parecido a la preocupación pulsaba en su interior, y no le gustó la sensación. ¿Qué demonios le ocurría con ella? Solo era una Blackwell, alguien a quien detestar.