Capítulo 41
Nathan tragó saliva con la garganta seca. Las rodillas se le doblaron antes de volver a soportar su peso. Apenas podía mantener la cabeza erguida, la visión se le aclaraba y oscurecía alternativamente. Decidido a mantenerse de pie, agarró con las manos las cadenas que sujetaban sus muñecas anclándolo a las paredes, y afianzó los pies en el suelo con las rodillas separadas. Recorrió con la mirada el lugar, el viejo sótano de la casa de reuniones, un sótano poco común debido a que en realidad era una amplia mazmorra. Vio a Damien en una esquina. Rowan lo mantenía parapetado tratando de contenerlo. Nathan lo miró con un odio profundo, él era el responsable de parte de los golpes que marcaban su cuerpo.
Cerca de la salida, junto a la escalera que ascendía, pudo reconocer al señor Baker, el padre de Ray, hablando con Seth. El padre de su amigo parecía conmocionado, gesticulaba deprisa, preocupado, y no paraba de señalar con la mano a Nathan. Por último, los ojos del chico se posaron en el hombre que tenía delante, cara a cara. Aaron Blackwell tenía las mangas de la camisa subidas hasta los codos, los botones entreabiertos, dejando a la vista su pecho cubierto de sudor. El pelo negro le caía sobre la frente despeinado, y su cara reflejaba infinidad de sentimientos. Lo que estaba haciendo le provocaba nauseas, remordimientos, pero debía hacerlo. Apretó los puños y dio un paso hacia Nathan. Lo miró de arriba abajo, entreteniéndose en el tatuaje de su hombro.
—¿Qué significa? —preguntó.
Nathan se encogió de hombros y el gesto le provocó calambres en los brazos. Respiró profunda y repetidamente, decidido a aguantar el nuevo golpe que seguro iba a recibir.
—¿Qué estás haciendo, Nathan? ¿Qué esperas conseguir con esto? Mira cómo acabó tu padre, ¿no has aprendido nada de él?
—Tú no le conocías, te hacías llamar a su amigo, pero no le conocías. Si no nunca hubieras dudado de él.
La desesperación empezaba a hacer mella en la voluntad de Aaron.
—¿Haces esto por venganza? Intentas vengarte de mí a través de Abby porque maté a tu padre.
—Yo jamás le haría daño a Abby, no podría.
Aaron dio un paso hacia el chico con los puños apretados.
—Entonces dime dónde la tienes. ¿Qué vas a hacer, mantenerla secuestrada para siempre para castigarme?
—¡Yo no tengo a Abby, cuántas veces tengo que repetírtelo! —gritó, lanzándose hacia delante. Las cadenas se tensaron.
—Entonces, ¿dónde está? —gritó Aaron. Ambos estaban perdiendo la poca paciencia que tenían.
—¡No lo sé, ojalá lo supiera! Pero podría encontrarla si me sueltas. Estamos perdiendo el tiempo, hay que salir a buscarla.
—Ya la están buscando.
—No solo a ella, también a Ray, a Nick... Bianca. Soy el único que puedo encontrarlos.
—¿Y eso por qué? —preguntó Aaron con el ceño fruncido. Nathan guardó silencio. No podía decir que le había hecho un lazo de sangre a Abby, eso le haría parecer más culpable, demasiado premeditado—. ¿Sabes lo que creo? —continuó Aaron—. Que tus amigos tampoco aparecen porque son ellos los que tienen retenida a mi hija, por orden tuya.
Los ojos de Nathan se abrieron como platos, sorprendidos.
—Eso no es cierto. Te estás equivocando de principio a fin, y mientras tú torturas a ese chico, alguien tiene a nuestros hijos —gritó Haden Baker, tratando de liberarse de los brazos de Seth, que impedían que se abalanzara sobre él—. Conozco a Nathan como si fuera hijo mío, te equivocas con él.
—Aquí el único que se equivoca eres tú —intervino Damien, apuntando con el dedo a Haden—. Quizá tú también estás metido en esto.
—Ten cuidado con lo que dices, hijo —gruñó el padre de Ray.
—Seth, saca a Haden de aquí —ordenó Aaron.
El hombre de la cicatriz asintió y lo empujó hacia la salida.
—Estás ciego, Aaron. No quisiste ver entonces, cuando creíste las mentiras sobre David, y tampoco ahora, el chico es inocente —gritó Haden mientras ascendía.
Aaron le dio la espalda a Nathan y cerró los ojos, soltando el aire de forma entrecortada.
—Deja que nos encarguemos nosotros. Hablará —dijo Damien con fiereza. Aaron movió la cabeza con un gesto negativo.
—Salid de aquí.
—Pero...
—¡Ya! —gritó. Oyó un ruido, y cuando abrió los ojos de nuevo, ya no estaban. Se dio la vuelta y hubo un largo silencio mientras Nathan y él se miraban fijamente—. Me miras con lástima, ¿por qué?
Nathan se humedeció los labios y tragó saliva con dificultad. Abrió la boca para contestar pero la voz de Seth desde la escalera los interrumpió.
—Su madre está aquí.
—Dile que se vaya.
—Asegura que es importante. Que si quieres recuperar a tu hija, vas a tener que escucharla a ella.
Aaron resopló por la boca, se apartó el pelo de la frente con la mano y fue hasta las escaleras. Sin prisa subió hasta el estudio de la segunda planta, el que usaba como despacho privado para los temas de La Comunidad. No tenía ánimo para aguantar las súplicas de Vivian, no pensaba ceder. La únicas lágrimas que le preocupaban eran las que pudiera estar vertiendo su hija en ese momento. Se sentía impotente por no poder encontrarla, y a la vez culpable por haber torturado al chico buscando esa información. La imagen de David en el suelo, agonizante, regresó con fuerza. Y su hijo era tan parecido a él.
Se detuvo frente a la puerta del estudio, no quería entrar, pero se obligó a hacerlo. Sus ojos se encontraron con los de Vivian. La mujer parecía un fantasma, pálida y ojerosa. Ella desvió la vista a sus manos desnudas, a las mangas de la camisa fruncidas en los codos, y notó que contenía la respiración. Aaron también contempló sus nudillos enrojecidos y apretó los puños hasta que se pusieron blancos.
—Él no tiene a tu hija —dijo Vivian, tratando de permanecer entera.
—Yo no estoy tan seguro de eso —respondió. Rodeó el escritorio y se sentó en el sillón con descuido, las piernas abiertas y los codos sobre los reposabrazos. Se frotó la frente, cansado.
—Mi hijo no ha hecho nada.
—Vivian, no tengo tiempo ni estoy de humor, así que dime a qué has venido.
Los ojos de ella flamearon; sacó de su bolso el diario y lo tiró sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —preguntó él.
—Algo que debí enseñarte hace mucho tiempo. Necesito que me escuches hasta el final. Prométeme que vas a escuchar hasta la última palabra.
—Vivian, por favor, no quiero ser grosero, ni... por favor, no me obligues a hacer algo de lo que después me arrepentiré.
Los nervios y la tensión estaban haciendo estragos en ella; no pudo contenerse y explotó.
—¡Ya basta, Aaron Blackwell! Maldito orgulloso y arrogante, vas a escuchar lo que tengo que decir. Vas a hacerlo porque me lo debes, y vas a hacerlo por la memoria de David y por las veces que te salvó la vida. Así que prométeme que no te moverás de ahí hasta que termine.
En el silencio que se produjo a continuación, ambos se evaluaron. Vivian no apartó la vista en ningún momento, decidida. Aaron vaciló, asombrado por la reprimenda. Al final se cruzó de brazos y asintió con un gruñido.
—Bien, espero que tengas una mente realmente abierta, porque solo podrás salvar a tu hija si crees lo que te voy a contar —dijo ella—. Existe una sociedad secreta llamada La Orden...
—Vivian —la interrumpió Aaron, esbozando una sonrisa mordaz. Si esperaba que se iba a quedar allí sentado escuchando fantasías, estaba perdiendo el tiempo. Hizo ademán de levantarse.
—Me lo has prometido —le recordó ella, y continuó en cuanto él volvió a sentarse con los brazos cruzados sobre el pecho—. La Orden era un gremio que se encargaba de mantener a raya toda magia que pudiera suponer un peligro para los humanos y el anonimato de los brujos. Tenían un modus operandi algo especial, se deshacían de cualquier amenaza, incluso antes de que lo fuera. Les llegaron rumores que aseguraban que La Hermandad estaba tras los pasos de un linaje de brujas muy antiguo y poderoso. Esos rumores hablaban de una mujer llamada Moira y de su grimorio. La Orden envió a un cazador llamado Brann O’Connor a que pusiera fin al peligro que ella suponía. Moira acabó en la hoguera; el grimorio, en Roma, en el Vaticano. Y tras esto, Brann desapareció llevándose consigo algo muy valioso: la llave que rompía un hechizo, un hechizo que impedía que el grimorio pudiera abrirse.
»En 1747, un barco zarpó desde Inglaterra hasta el nuevo mundo, al puerto de Plymouth. En ese barco viajaban varias familias de brujos que huían de la caza de brujas que se había desatado en Essex. Junto a ellos también viajaba un hombre con dos bebés: un niño y una niña. Durante la travesía ese hombre, llamado Nathaniel Hale, entabló amistad con una de las familias, los Blackwell. —Hizo una pausa y vio que Aaron se removía en su asiento—. Los Blackwell no habían podido tener hijos y ya eran mayores como para mantener la esperanza de tenerlos algún día. Cuando el matrimonio bajó de ese barco, eran padres de una niña. Y los Blackwell y los Hale nunca se separaron.
El verdadero nombre de Nathaniel Hale era Brann, y la niña que les entregó a los Blackwell era la hija de Moira. Brann le juró a Moira que pondría a salvo y protegería su estirpe después de que ella muriera. Selló ese juramento con un hechizo de sangre que ha pasado a sus descendientes como un legado, y que están obligados a cumplir. Porque el linaje de Moira es la llave que abre ese grimorio. Y han cumplido su promesa desde entonces, los Blackwell han estado a salvo mientras un Hale ha estado cerca, protegiéndolos con su propia vida, tal y como hizo David. ¿Nunca te has preguntado por qué siempre estaba ahí, a tu lado? ¿O por qué su padre era la sombra del tuyo?
—Ya he oído suficiente —dijo Aaron, poniéndose en pie—. Te he escuchado y he sido muy paciente. Ahora vete.
—No he terminado.
—Sí lo has hecho, y si esperas que crea una sola cosa de las que has dicho, es porque estás aún más loca de lo que parece.
—Pues deberías creerla. Porque está diciendo la verdad —dijo una voz de mujer desde la puerta.
Aaron alzó la vista; el corazón le dio un vuelco y después se le paró durante unos largos segundos. Ella añadió:
—David Hale murió por no revelarle a La Hermandad que la llave era nuestra hija recién nacida. Y por esa misma razón, Nathan jamás le haría daño a Abby.
—Estás viva —susurró sin dar crédito a lo que veía. Ella se limitó a asentir—. ¿Por qué has hecho que todos crean que estás muerta?
—Pensaba que así protegía a Abby.
Aaron se recompuso inmediatamente. Aquella mujer era una mentirosa que había destrozado su vida, llenándola de sufrimiento, dudas y miedos. La había buscado durante años, hasta que no le quedó más remedio que rendirse. No podía volver a pasar por todo aquello otra vez, ni tampoco Abby. Qué iba a pasar con ella cuando supiera que su madre había fingido su propia muerte, causándole un dolor que jamás podría reparar.
—¿También la protegías a ella cuando desapareciste sin decirme que iba a ser padre? —inquirió con rencor.
—Sí. Sé que no lo puedes entender, pero lo hice por eso. No me conociste por casualidad en aquel aeropuerto. Soy miembro de La Orden, y vine aquí para espiar a tu familia, averiguar hasta qué punto suponíais una amenaza. Había rumores sobre uno de vosotros... pero te conocí y las cosas cambiaron... yo... yo nunca quise hacerte daño. Sabía que ibas a regalarme ese anillo y deseaba decir que sí, que me casaría contigo...
—¿Cómo sabes eso? —preguntó él. Nunca se la había contado a nadie, salvo a Abby.
—Porque puedo ver cosas con solo tocar a las personas. Su futuro. Vi el futuro de nuestra hija, supe quién iba a ser, por eso me fui. También vi este momento. Aaron, por favor, créeme, ese chico no tiene a nuestra hija, la tiene La Hermandad. Saben que ella es una Wise, y si tú sigues aquí, si no han venido también a por ti, es porque creen que lo es por línea materna. Eso aún nos da ventaja.
—Esto es una locura. Se acabó. Fuera. Las dos.
—Aaron, piensa, recapacita —suplicó Vivian. Mi hijo quiere a Abby, está tan desesperado como tú por encontrarla.
—Cuando Abby desapareció, Nathan estaba en Filadelfia. Él solo seguía un rastro, tratando de encontrar a esos brujos antes de que ellos vinieran aquí a por ella, solo que ya era tarde. Yo misma le hice regresar esta mañana. Confía en mí.
—¿En quién debo confiar? ¿En Michelle, en Grace? ¿Alguno de esos es tu verdadero nombre?
—Morgan, mi verdadero nombre es Morgan.
—Pues Morgan, sal de mi vista. ¡Seth! ¡Seth! —gritó Aaron. El hombre apareció como una exhalación y se quedó de piedra al ver a Morgan—. Sácalas de aquí, no puedo perder más el tiempo, he de encontrar a mi hija.
—No des un paso, Seth. Me lo debes —le ordenó Morgan, apuntándole con el dedo. El hombre vaciló. Por un lado le debía lealtad a su amigo, pero por otro se sentía culpable respecto a la mujer. Ella aprovechó su indecisión y enfrentó de nuevo a Aaron—. Sé que es difícil, pero debes confiar en mí. Es Mason quien tiene a Abby, y hará lo que sea para conseguir abrir ese libro. Se la llevará de aquí y no volveremos a verla.
—¿Mason? ¿Te refieres a mi hermano? Mi hermano está muerto.
—Yo también, ¿no es así? —replicó ella. Vio en la mirada del hombre que había captado el mensaje, y por un momento la duda asomó a sus ojos. Lo aprovechó—. No fue David quien los asesinó esa noche, sino Mason. Lo hizo después de robar el grimorio de Moira y descubrir que David guardaba la llave. Ahora quiere volver a intentarlo; ¿quién más debe morir?
—Aaron, si quieres recuperar a tu hija, suelta a Nathan, él es el único que puede encontrarla —dijo Vivian. Él negó de nuevo—. Si Abby está en peligro, nada, ni siquiera esa celda, podrá retener a mi hijo. Te he avisado, lo que ocurra a partir de ahora será responsabilidad tuya. —Dio media vuelta y abandonó la habitación.
—Aaron, por favor, si alguna vez sentiste algo por mí, abre la tumba de tu hermano. Comprueba que está vacía.
Mientras Aaron caminaba entre las lápidas del cementerio con Morgan y Seth tras él, no daba crédito a lo que estaba a punto de hacer. Profanar el cuerpo de su hermano era una prueba de voluntad y fe para él, en una mujer que le había mentido en todo.
Se paró frente a la lápida. Si Mason no estaba allí, eso significaría que todo era cierto y que no había acabado con la vida de su propio hermano aquella noche. Lanzó una mirada fugaz por encima de su hombro a las tumbas de los otros brujos que habían muerto, sus amigos. Sus ojos se cruzaron con los de Morgan, tan grises y brillantes que parecían perlas. Suspiró, obligándose a ignorar que lo que había sentido por ella cuando la conoció, seguía más vivo que nunca en su interior, y se concentró en lo que tenía que hacer.
El viento sopló a su alrededor, ascendiendo. Los árboles comenzaron a mecerse, las hojas susurraban sacudidas por aquella brisa sobrenatural. La tierra vibró, el sonido de algo que reptaba bajo su pies llegó hasta sus oídos. El suelo comenzó a abrirse y el ataúd emergió empujado por las raíces de los árboles. Aaron lo miró fijamente, la respiración le silbaba en la garganta, mientras su pecho subía y bajaba. Dio la orden y la tapa se abrió. La visión lo sacudió como la descarga de un rayo. Se quedó allí, mirando fijamente el interior vacío. De repente, una bola de fuego apareció en su mano y con un grito de furia la lanzó contra la caja, que comenzó a arder con violencia mientras él daba media vuelta y se alejaba de allí.