Capítulo 26

Era miércoles por la noche y Nathan estaba de un humor de perros, tal y como siempre le ocurría cuando se celebraba una reunión entre La Comunidad y el Consejo de Ancianos. Odiaba esas reuniones, en las que debía sentarse sumiso y respetuoso ante aquellos que lo juzgaban y vigilaban como si fuera un reo con la condicional. Esta vez, al menos, no se había metido en ningún lio que tuviera que justificar, ni en el que su tío tuviera que dar la cara por él, recurriendo a la pura estirpe y al honor y al respeto que el apellido McMann inspiraba entre los distintos clanes de brujos, y que Nathan había heredado por parte de madre. Pero esa noche iba a ser más difícil que cualquier otra, y su familia volvería a ser la protagonista, el centro de atención. Su madre llevaba diecisiete años sin asistir a una reunión, nadie la esperaba, y el golpe de efecto que guardaba bajo la manga iba a asegurar que nadie olvidara esa noche.

Se sentó en la cama con una toalla en las caderas, apoyó los codos en las piernas y se inclinó hacia delante cubriéndose el rostro con las manos. Estaba siendo una semana infernal, y tenía pinta de terminar peor de lo que había empezado. Desde que se despidiera de Abby, el domingo anterior, apenas habían compartido unos minutos a solas a la hora del almuerzo, escondidos en el que se había convertido en su espacio secreto, la habitación junto a la piscina. Estaba preocupado por ella, convencido de que las pesadillas que sufría eran por su culpa. La relación que mantenían no era buena para ninguno de los dos, en sus sueños él era un asesino que le había mentido, manipulado y conducido a una muerte atroz. Y quizás ese fuera el reflejo de la realidad que estaban viviendo. Mentía por él, se escondía por él y vivía en constante tensión por el precio que tendrían que pagar si eran descubiertos. Así que de alguna forma, sí que la estaba empujando a un fin trágico. Era prácticamente imposible que su relación terminara bien, él lo sabía y ella también, aunque era menos doloroso engañarse.

Por segunda vez le había dado la opción de acabar con todo, de romper y que cada uno continuara por su lado. Solo de pensarlo se sentía morir, pero lo haría, la dejaría si era lo mejor para ella. Abby en un principio se había enfadado por la insistencia de él en ese tema, y le repitió mil veces durante el viaje de vuelta a Lostwick que la única cosa que nunca consideraría en su vida era la ruptura. Al final Nathan prometió que jamás volvería a insinuar algo parecido y dejaron estar las cosas.

Esa noche la vería en la reunión, y necesitaba preparase para ignorarla, nadie debía advertir ni la más mínima mirada entre ellos.

Terminó de vestirse y abandonó su habitación mientras se ajustaba la correa del reloj. Esperó a su madre con el coche en marcha. La puerta de la casa se abrió y Vivian apareció bajo el umbral; descendió la escalinata sin prisa. Nathan la observó embobado, se bajó con los ojos como platos y le abrió la portezuela. Ella agradeció su gesto cortés con una sonrisa y una caricia en la mejilla. Rodeó de nuevo el Escalade y se sentó frente al volante sin apartar los ojos de ella. Nunca le había visto ese vestido negro tan ajustado, ni los zapatos con diez centímetros de tacón con los que se movía de maravilla. El abrigo rojo a juego con el carmín de sus labios también era nuevo. Estaba, simplemente, espectacular.

—¿Pasa algo? —preguntó Vivian a su hijo al ver que no se movía.

—¡Vaya!

—Vaya —repitió ella ante un nuevo silencio, frunció el ceño y entrelazó los dedos sobre su regazo—. Espero que esa boca abierta y tu expresión de lelo se deban a que estoy guapa.

Nathan sonrió, sus ojos brillaban con orgullo.

—Guapísima.

Vivian sonrió y no pudo evitar sonrojarse. Nathan se parecía tanto a su padre que por un momento pensó que lo tenía delante. Le atusó el pelo y le acarició la mejilla.

—Anda, vamos, no quiero llegar tarde. —Se acomodó en el asiento y clavó sus fríos ojos verdes en el parabrisas—. Hoy no —añadió.

Nathan aparcó en un hueco libre cerca de la entrada a la residencia que se había acondicionado muchos años antes a las afueras de Lostwick para las reuniones. Ayudó a su madre a salir del coche y, ofreciéndole su brazo, caminaron juntos hasta la casa de dos plantas, más parecida a un modesto pabellón de caza inglés que a una típica edificación de los primeros colonos adinerados de la zona. El propietario había sido un brujo excéntrico que se había trasladado a Maine en mil ochocientos cuarenta. Descendiente de un noble irlandés, había muerto sin familia treinta y cinco años después, legando todas sus posesiones a La Comunidad.

Su tío Russell, hermano de su madre, les esperaba junto a la puerta. Saludó a Nathan con un apretón de manos y una sonrisa paternal, y besó a Vivian en las dos mejillas.

—¿Están todos? —preguntó Vivian a su hermano.

—El último acaba de llegar —contestó Russell haciendo un gesto casi imperceptible con la barbilla.

Vivian miró por encima de su hombro y vio a Aaron Blackwell bajando de su vehículo, acompañado como siempre de Sarabeth Devereux y su hija Diandra, y el hijo de los Dupree. Una quinta persona llamó su atención, una jovencita de larga melena oscura y aspecto tímido.

—¿Quién es?

Russell se inclinó sobre su hermana con disimulo.

—Según parece es la hija de Aaron, la tuvo con esa mujer, la periodista. ¿Cómo se llamaba?

—Michelle Riss —respondió Vivian en un tono de voz glacial.

—Esa. Por lo visto la chica ha venido a vivir con su padre tras el fallecimiento de su madre. Debe haber toda una historia detrás, por los cuchicheos que circulan ahí dentro. Supongo que sabremos más esta noche, cuando la presente al Consejo —comentó Russell. Tomando a su hermana del codo, la obligó a apartar la mirada de los recién llegados.

—¿Cuánto tiempo lleva en Lostwick? —preguntó Vivian, incapaz de disimular el creciente malestar que se estaba apoderando de ella. Las señales, su presentimiento, todo tomaba forma.

—Algo más de un mes.

Vivian miró a su hijo mientras cruzaban el vestíbulo.

—¿La conoces?

—¿A quién? —preguntó a su vez con indiferencia.

—A esa chica, a la hija de Blackwell.

Nathan se encogió de hombros sin interés.

—Va a alguna de mis clases, pero nunca he hablado con ella —contestó. Fingió indiferencia y continuó andando bajo la atenta mirada de todos los presentes.

La presencia de Vivian estaba despertando un gran revuelo. Los rumores sobre ella y su encierro habían sido la comidilla durante años y los rumores sobre su salud y cordura habían crecido hasta convertirse en historias cargadas de mucha imaginación. Aunque muy pocos sabían la verdad, el auténtico porqué de su ausencia social durante tanto tiempo.

Entre saludos y cumplidos se fueron abriendo paso a través de los asistentes. Visto desde fuera, todo indicaba que allí se celebraba algún tipo de fiesta; desde dentro era la forma de mantener unidos y en contacto a los pocos clanes de brujos que habitaban en la zona. Todos parecían encantados con su presencia, a excepción de las familias originales, su resentimiento era palpable tras la sorpresa inicial.

Llegaron hasta la sala donde se reunía el Consejo. Solo los miembros y algunas personas más, de cierta influencia, podían entrar en aquella habitación donde se tomaban decisiones, se juzgaban delitos o se formulaban peticiones; si bien los asuntos realmente importantes o que debían ser tratados con cierta confidencialidad se celebraban a puerta cerrada. Todos los ojos se posaron en ellos.

Sin perder la sonrisa, y como si nunca hubiera faltado a una reunión, Vivian fue hasta el sillón que siempre había ocupado.

—Señores —dijo en voz alta a modo de saludo, e inclinó la cabeza ante la otra mujer que formaba parte del Consejo—. Nora.

Vivian se sentó cruzando las piernas con elegancia a la altura de los tobillos y entrelazó las manos en su regazo; no pudo evitar mirar el lugar que su marido había ocupado durante años. Russell se colocó tras ella, con la mano sobre el respaldo. En ese momento, Aaron Blackwell entro en la sala con su hija, seguido de Sarabeth. Como líder del Consejo, ocupó su lugar en el centro. Sus ojos se cruzaron un instante con los de Vivian; ninguno de los dos dijo nada.

—Me alegro de veros a todos aquí —dijo Aaron con una sonrisa, y su mirada voló sin pretenderlo hacia Vivian; ella le observaba fijamente con el rostro inexpresivo—. Por suerte, son pocos los temas a tratar en este cónclave y todos ellos positivos, así que pronto podremos disfrutar de la comida y de un tiempo de buena conversación, incluso de una partida de ajedrez —comentó, dedicándole una venia a un hombre de avanzada edad que se sentaba a su derecha. El hombre respondió con otra venia aceptando la proposición—. Bien, empecemos. ¿Quién solicita la palabra?

El padre de Sarabeth, un hombre fornido y con el pelo cubierto de canas, se puso en pie. No se dejaba ver a menudo, pasaba largas temporadas en el sur, donde su salud no se veía tan resentida como por el clima frío y húmedo de Lostwick.

—Creo que deberíamos ser considerados y atender primero aquello que ha traído a la señora Hale hasta aquí. Debe ser importante si ha salido de su encierro de tantos años y ocupa un lugar que no le corresponde, ¿no lo cree el Consejo así?

Hubo gestos y murmullos de asentimiento, la curiosidad se había adueñado de todos ellos. Nathan, desde una de las esquinas donde se había colocado intentando pasar desapercibido, se puso tenso y se irguió con los puños apretados, clavando una mirada asesina en el hombre. Vivian esbozó una sonrisa taimada, sus ojos verdes recorrieron la sala y con premeditada lentitud se puso en pie.

—Gracias, Orson, es todo un detalle por tu parte —lo tuteó Vivian—, pero no hay nada que tratar respecto a mí, estoy aquí porque mi linaje y mi apellido me lo permite, al igual que todos vo— sotros.

Un tic contrajo la mandíbula de Orson y su mirada se recrudeció.

—Si la memoria no me falla, ese honor fue declinado por su parte a favor de Russell hace diecisiete años, cuando tuvo lugar la trágica muerte de su esposo. Y no es recuperable —dijo Orson con tacto, aunque el comentario destilaba veneno. No podía hablar abiertamente sobre lo que pasó entonces, ese tema solo lo conocía el Consejo y aquella reunión estaba abierta a otros brujos que nada sabían al respecto.

—Oh, tranquilo, no estoy aquí como McMann.

—Entonces, no lo entiendo, ya que el apellido Hale tampoco tiene posición en este Consejo —intervino Nora.

—Sí, por supuesto —replicó Vivian y, mirando por encima de su hombro, dedicó una sonrisa a su hermano—. Pero tampoco estoy aquí como Hale.

—¡Oh, por favor, dejémonos de juegos! Es evidente que lo que se dice es cierto, no está cuerda —espetó Orson.

Nathan reaccionó al desprecio, se lanzó hacia delante, la magia se arremolinaba en sus manos dispuesto a atacar. Una mano lo detuvo agarrándolo por el hombro, y se giró de malos modos para ver quién lo sujetaba. El padre de Ray le hizo un gesto para que se calmara y continuó con la mano sobre él.

—Orson —dijo Aaron, y esa única palabra hizo que el hombre se sentara—. Te importaría explicarte, Vivian —añadió con paciencia.

—Estoy aquí como única descendiente de mi madre y de la familia Venturi, fundadora de una de las comunidades más antiguas del nuevo mundo. Mi abuela ya era uno de los Ancianos antes de casarse con mi abuelo. Su lugar me pertenece.

—Tiene razón —dijo un hombre enjuto y con gafas, con aspecto de ratón de biblioteca—. El Consejo, desde hace siglos, siempre ha estado formado por trece miembros, ese círculo lo completaban los Venturi, pero desde que Paola murió al dar a luz a la madre de Vivian, nadie lo ha ocupado. Es legítimo lo que pide.

Hubo murmullos que se alargaron hasta que Aaron los acalló con un gesto.

—Bien, aun así, y después de tanto tiempo, creo que debería someterse a votación. La estabilidad de este Consejo es vital y los cambios pueden afectar a ese equilibrio.

—¡Por supuesto, debemos votar! —dijo Orson con soberbia.

—Eso sería un insulto a mi hermana y también a mí —intervino Russell—, no olvidéis que esa misma sangre corre por mis venas.

—Russell, por favor —dijo Vivian, tranquilizando a su hermano—. No tengo ningún inconveniente en que se someta a votación.

Las manos se alzaron una tras otra, y la decisión de que Vivian ocupara un lugar en el Consejo se tomó con siete votos a favor y cinco en contra. Vivian sonrió para sí misma, Russell había hecho bien su trabajo. Nathan observó toda la escena con disgusto, no estaba de acuerdo con la decisión de su madre, al igual que tampoco entendía en qué iba a cambiar aquello el pasado de su padre. Honor, respeto, reconocimiento, en los últimos días ella había repetido esas palabras hasta la saciedad, y Nathan llegó a pensar que su madre trataba más de convencerse a sí misma que a él por tanta insistencia. La observó detenidamente, su rostro no mostraba regocijo por haber conseguido su propósito, ni siquiera prestaba atención al asunto que se trataba en ese momento. Había otro tipo de emoción en su expresión, sus ojos estaban fijos en un punto en la sala; él miró en esa misma dirección intentando averiguar qué era aquello que tanto llamaba su atención, y se quedó helado al comprobar que era a Abby, sentada en un banco en la primera fila, a quien observaba con demasiado interés y hostilidad.

Apenas media hora después, la reunión del Consejo había finalizado y La Comunidad al completo se encontraba repartida en las habitaciones que componían la planta baja, charlando animadamente en grupos, mientras los más pequeños correteaban de un lado a otro.

—Si me disculpáis, necesito refrescarme un segundo —anunció Vivian.

Nathan y ella se habían retirado a un rincón junto a Ray y los padres de este para hablar con tranquilidad alejados de las miradas curiosas.

—Te acompaño —dijo Nathan de inmediato.

—Tranquilo, cariño, solo voy un momento al baño —susurró.

Le acarició la mejilla a su hijo con ternura y desapareció entre la gente. Subió la escalera y giró a la derecha, avanzó por el pasillo, pasó de largo al llegar al baño y se detuvo frente a una puerta blanca. Miró un lado y a otro, no había nadie a la vista. Entró en la habitación y cerró la puerta tras ella, se acercó a la mesa a toda prisa, mientras sacaba de su bolso un mapa doblado y el péndulo. Pensó un momento en las palabras que debía pronunciar, las que había encontrado en el diario, no podía equivocarse. Puso el péndulo, que contenía la antigua sangre de la bruja, en el centro del mapa que había conseguido de la zona. Lentamente, para que no oscilara, lo alzó un palmo y recitó los versos. El colgante comenzó a girar, primero despacio, para ir ganando velocidad con mucha rapidez. La fuerza de la atracción la cogió desprevenida y la cadena se le escapó de las manos. La punta del péndulo se clavó en la mesa, atravesando el mapa. Vivian lo levantó con cautela, y miró el punto perforado. Inspiró profundamente hasta llenar sus pulmones de aire y lo soltó muy despacio, el péndulo marcaba el lugar exacto de la casa.

De vuelta a casa, Nathan no dejaba de lanzar miradas fugaces a su madre. Ella no había dicho ni una sola palabra y no apartaba la vista de la ventanilla. Había cambiado en las últimas semanas, tanto que apenas la reconocía. La forma en la que se había desenvuelto durante la reunión, el encanto con el que sonreía y respondía a los cumplidos, la forma en la que encandilaba a cuantos se habían acercado para saludarla, lo habían dejado sorprendido. Irradiaba confianza y seguridad, no quedaba nada de la mujer débil y deprimida que conocía. A pesar de lo mucho que se alegraba de aquellos cambios, no podía evitar sentirse descolocado, era como tener a una extraña ante los ojos.

—Buenas noches, mamá —dijo Nathan a su madre, frente a la puerta de su habitación, y la besó en la mejilla. Continuó andando mientras se quitaba la chaqueta.

—¿Por qué no me dijiste que la hija de Blackwell estaba en Lostwick? —preguntó ella muy seria.

Nathan se detuvo con un vuelco de estómago, se pellizcó el caballete de la nariz y se giró muy despacio.

—No pensé que fuera importante, y a ti no es que te guste hablar de ellos, precisamente —respondió, y conforme lo hacía, se dio cuenta de que no había preguntado sobre por qué no le había contado que Aaron tenía una hija, sino por el hecho de que estuviera allí. Frunció el ceño con un interrogante, pero descartó la idea de inmediato. Estaba paranoico y eso le hacía ver mensajes donde no los había.

—Ya —replicó Vivian. Forzó una sonrisa que se desvaneció inmediatamente mientras observaba con atención a su hijo, intentando leer en su rostro.

Nathan se removió inquieto por el examen. Bufó llevándose la mano al pelo.

—No te lo dije porque solo me acuerdo de que existe si me la cruzo en clase, no es alguien en quien piense cuando estoy en casa, ¿vale? —dijo a la defensiva.

Vivian sonrió.

—Me alegro de oírlo, no olvides lo que su familia nos hizo. —Giró el pomo de la puerta y la empujó—. Nathan —lo llamó volviendo al pasillo, el chico se detuvo y la miró por encima del hombro—. He pensado que quizá no sea tan mala idea vivir en otro sitio, podría llevar mis asuntos aquí desde cualquier otro lugar, y tú llevas tanto tiempo pidiendo que nos marchemos... Tienes razón, esta casa es demasiado grande para los dos. Creo que ha llegado el momento de cambiar de aires —comentó sin apartar sus ojos de los de él, y, sin más, entró en el dormitorio cerrando la puerta tras ella.

Nathan maldijo con la sangre hirviendo en sus venas. Se pasó las manos por el pelo y por la cara de forma compulsiva, sin dejar de moverse. No iba a ir a ninguna parte, no ahora. Se frotó las manos contra los pantalones, le picaban, casi no podía soportarlo. Estaba tan enfadado que apenas era capaz de controlarse. Las alzó a la altura de su cara, los dedos empezaban a iluminarse y corrió hasta el baño para meterse bajo la ducha fría. La última vez que se sintió así le pegó fuego al antiguo granero.