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Noche de Coatzacoalcos
Próxima la caída de Victoriano Huerta, Villa nos comisionó al coronel Carlos Domínguez y a mí para que estuviésemos en la ciudad de México durante la entrada de las tropas constitucionalistas y para que después lo presentáramos cerca del Primer Jefe. La ruptura de relaciones entre éste y Villa daba tintes demasiado azarosos a aquella comisión. Eso no obstante, Domínguez y yo la aceptamos —como antes habíamos aceptado cosas más difíciles o peligrosas— y salimos de El Paso, Texas, hacia la capital de la República, por la ruta de Cayo Hueso y La Habana.
* * *
Diez días después de nuestra llegada a Cuba nos embarcamos en el María Cristina para Veracruz. Tenía aquel viaje varios puntos oscuros, y uno era el peligro de que nos aprehendiesen al hacer escala el buque en Puerto México, lugar ocupado aún por las tropas huertistas. Pero como esperar más tampoco nos pareció prudente, resolvimos proseguir la marcha, temerosos de no llegar a la capital a tiempo para cumplir las instrucciones del general Villa.
¡Con cuánto dolor nos arrancamos de en medio de nuestra existencia habanera, tan inesperada, tan grata, tan muelle después de las agitaciones políticas de los meses anteriores! Menocal, el hermano del Presidente de Cuba, y Arturo Grande, el arquitecto amigo de Domínguez, habían conseguido hacer de nuestro paso por su bello país una ilimitada perspectiva de horas amables. Ya estaba yo en el barco, y todavía sentía sobre mí la caricia de la generosa hospitalidad; ya navegábamos en mar abierto, y aún palpaba en mi entorno la atmósfera de los días perfectos: casas azules, casas aperladas, casas claras del Vedado; zaguanes umbríos, con piso de mosaico y zócalo de azulejos, en cuyo otro extremo se iniciaban, luminosos, patios medio andaluces, de mecedoras blancas y tiestos cargados de flores; mañanas magníficas del Yacht Club, entre hermosas bañistas —las más bonitas mujeres que nacen en América— y bajo un sol de vida y de lumbre; paseos vespertinos en el Malecón, con los ojos fijos en el añil del mar, mar intenso cual ninguno; y así todo lo otro, todo en el mismo grado de calidad suprema y sápida, hasta lo vulgar, como los langostinos de la acera del Hotel Telégrafo y los helados de frutas en el Prado, y hasta lo humilde, como las aguas de coco o de guanábana tomadas a la sombra de puestos callejeros.
* * *
Contra nuestros temores, en Puerto México no nos ocurrió ningún percance grave. Y esto, a pesar de que la vista de la tierra mexicana nos agitó de tal modo el alma que no supimos resistir la tentación de bajar al suelo patrio la noche que el buque estuvo allí atracado al muelle.
Para consumar aquella pequeña hazaña de furor patriótico —o de nostalgia súbita y retrospectiva— Domínguez discurrió que nos disfrazáramos convenientemente. ¿Cómo? De marinos españoles. La cosa no fue difícil gracias a la ayuda gentil de dos oficiales con quienes habíamos intimado a bordo y que nos prestaron, con audacia, parte de su ropa. ¿De qué jerarquía naval me investí yo al meterme dentro de un hermoso uniforme de anclas y dorados? No lo recuerdo. Pero el hecho es que en esa ocasión entré en territorio mexicano metamorfoseado de una guisa que a mí me parecía fantástica.
Ya era tarde cuando caminamos con andares marinos toda la longitud del muelle y fuimos adentrándonos por el pueblo. Las calles estaban negras, solas, tristes. La moribunda animación inmediata al puerto se extinguía a los pocos pasos, tras de parpadear, como llama que se apaga, en corros, más y más raros, de gentes que conversaban, sentadas en familia, a la puerta de sus hogares.
Por fin, en una plazoleta vimos unos tinglados que lograban retener, bajo el resplandor de sus luces melancólicas, algunos pequeños grupos de hombres y mujeres. Allá nos acercamos. Se trataba, al parecer, de una feria. Había un puesto de lotería, admirablemente decorado, de una manera espontánea, con filas de jarros, de vasos, de platos, de juguetes de loza y vidrio. Había dos o tres ruletas rudimentarias; tres mesas de naipes y dados; un puesto donde se tiraban argollas sobre unas tablas sembradas de monedas, y un mal figón ambulante.
Domínguez y yo nos detuvimos frente al puesto de las argollas con auténtica curiosidad de forasteros. Diez o quince individuos de aspecto estrafalario despilfarraban allí su dinero, jaleados por el dueño del puesto y su mujer. Ésta, sobre todo, parecía tener un enorme poder persuasivo para convertir en actores a los espectadores simples, pues era la que más monedas de cobre extraía de todos los bolsillos. Descollaba entre los que jugaban un hombre joven, de camisa amarilla, sin chaqueta, sin cuello, sin corbata, de pantalón blanco, polainas negras, pistola en la cadera y cinto repleto de cartuchos. Estaba jugando con verdadero encarnizamiento, con furia, pero tan torpemente, que todas las argollas, apenas salidas de su mano, brincaban sobre la roja tela de las monedas con mayor brío que si fueran de goma.
El juego aquel, aunque difícil en extremo, parecía facilísimo a primera vista. A los tres minutos de mirar, Domínguez y yo ya teníamos argollas en la mano y nos ensayábamos a nuestra costa. Domínguez, resuelto a ganarse algo, tiraba con gran cuidado: trataba de descubrir una técnica, esbozaba métodos, los cambiaba. Yo, que tenía por algo menos que imposible el prodigio de circunscribir cualquiera de las monedas en una argolla, tiraba por tirar. Y así fue como uno de mis tiros se quedó, casualmente, sobre un décimo de plata. Sorprendidos los feriantes por habilidad tamaña, el juego se interrumpió unos segundos. La mujer del puesto se acercó a mí y me entregó, sonriendo, el dinero que había yo ganado, y, entretanto, el hombre de la camisa amarilla y la pistola estuvo mirándome, miró a Domínguez y se volvió después a decir algo, en voz baja, al compañero que tenía cerca.
Minutos después, jugando con la misma indiferencia, volví a acertar. Pero ahora la casualidad llevó la argolla de la suerte hacia una moneda de veinticinco centavos, ya no de diez. Hubo gran sensación. La mujer se acercó de nuevo a pagarme, aunque ya no sonriendo como antes, sino de visible mala gana. Y el de la pistola, tras de fijar en mí la vista una vez más, ahora con alguna impertinencia, dijo a su amigo en voz bastante alta para que lo oyésemos:
—¡Habían de ser gachupines!
No nos costó trabajo interpretar tales palabras. Era evidente que, en parte por nuestros uniformes de marinos españoles, y en parte por haber ganado mientras los demás perdían, no contábamos ya con la simpatía general del concurso. Optamos, pues, con prudencia, por cambiarnos del puesto de las argollas a una de las próximas mesas de dados y baraja.
Cerca de esta mesa no había nadie, salvo la vieja que la cuidaba, medio dormida a la luz de su farol.
—Para esto tengo yo mucha suerte —me aseguró Domínguez, echando mano al cubilete y los dados.
Al vernos, la vieja se despabiló, y se alegró casi al oír que Domínguez le preguntaba:
—¿De cuánto es la apuesta, señora?
—De lo que guste, señor —contestó—. Nomás sin pasarse de dos reales.
Domínguez se puso entonces a perder con ahínco, y lo hizo tan a conciencia, que la vieja se dio a animarlo a voces, con la evidente intención de aprovecharse de nosotros y atraer mayor clientela a su puesto:
—¡Ora viene la suya, ora viene la suya! ¡Con un siete que echen se lo llevan todo!
A los gritos, en efecto, acudieron tres o cuatro de los feriantes del puesto de las argollas, entre ellos el de la pistola y la camisa amarilla.
Domínguez siguió jugando y perdiendo. El de la pistola estuvo alerta a los dados unas cuantas jugadas; se convenció luego de la mala suerte de Domínguez, y creyendo, sin duda, muy fácil ganar con sólo hacer el juego contrario, metió mano en el bolsillo. Pero es el caso —caprichos de la fortuna— que más tardó él en arriesgar sus décimos y sus pesetas que la suerte de Domínguez en cambiar. Ahora parecía que mi amigo sacaba del cubilete los números que le venían en gana.
Los tres primeros golpes adversos los soportó nuestro contrincante sin pestañear, oculta su psicología detrás de una sonrisita irónica que comunicaba más brillo a su tez oscura y sudorosa. En seguida, picado porque Domínguez no erraba jugada, se fue ensombreciendo. Por último, se entregó a un juego irremediablemente absurdo —tan absurdo que la vieja del puesto, a cada tirada de Domínguez, ya no hacía sino dar a éste parte del dinero que apostaba el otro y embolsarse ella lo demás.
Así las cosas, llegó un instante en que el de la pistola no pudo aguantar tamaña situación, y hablando entonces de un extremo a otro de la mesa dijo a uno de sus compañeros:
—¡Qué bueno que en ganando la Revolución vamos a acabar con todos los gachupines!
Al oír aquellas palabras, Domínguez, muy reposadamente, dejó el cubilete sobre la mesa, recogió su dinero y, mirando por primera vez al rostro del hombre de la pistola, le dijo, tomándolo por un brazo e iniciando un movimiento como para invitarlo a caminar hacia el otro lado de la plaza:
—Perdóneme una palabra.
—¡Donde guste y como guste! —contestó el otro echando a andar.
Todos entonces —el de la pistola y sus amigos, y Domínguez y yo— nos dirigimos hacia el sitio más oscuro entre los inmediatos a la feria. Ya ahí, Domínguez, encarándose con nuestro enemigo, le habló en términos tan propios del caso como éstos:
—Oiga usted —le dijo—: en primer lugar, no somos gachupines, aun cuando así lo parezca por esta ropa con que nos hemos disfrazado; somos mexicanos y pertenecemos, sépase, a las fuerzas de mi general Francisco Villa, de quien llevamos una comisión secreta a la ciudad de México. En segundo lugar, todavía no nace el hijo de la tostada que nos insulte a nosotros sin más ni más. Conque ahora mismo se traga usted sus impertinencias o nos fajamos aquí a bofetadas o a tiros, como mejor le guste.
Cuando el feriante de la pistola oyó el nombre del jefe de la División del Norte se quedó seco de sorpresa. No era, sin embargo, cobarde del todo ni tonto, pues a la arremetida de Domínguez, vigorosa en extremo, respondió con tono firme, si bien conciliador:
—Si no son ustedes gachupines, me quiebro y no he dicho nada; pero si lo son, lo dicho se dijo y venga lo que venga.
—Pues ya ha oído usted que no lo somos —replicó Domínguez, menos airado que antes.
—¿Y eso cómo lo sé yo? —insistió el de la pistola, que buscaba una retirada honrosa—. Porque si es cierto que sirven ustedes con mi general Villa, pelear ahora sería traicionar la causa; pero si no es cierto, yo no puedo quedar deshonrado.
Aquí intervine yo.
—¿Quiere usted ver documentos? —le dije—. Venga conmigo al barco y se los enseñaré. Se convencerá de que…
—¿Papeles? ¿Para qué valernos de papeles? De a leguas conozco ahora que lo que me dicen es la mera verdad. Perdonen la ofensa pasada y ténganme por amigo y correligionario. Yo también ando en la Revolución; yo también porto armas. Soy el general Pérez. Vine de incógnito a este puerto al desempeño de una comisión de mí mismo… Este otro compañero es el coronel Caloca, jefe de mi estado mayor, y este otro es el capitán Moreno, asistente mío y hombre de todas mis confianzas.
Hechas las paces, el general Pérez, encantado de haberse encontrado con dos representantes de Villa, nos invitó a cenar en el figón de la feria. Allí, en torno de una mala mesa, nos sentamos los cinco —el general, el jefe de su estado mayor, su asistente, Domínguez y yo—. Y como si fuéramos amigos viejos, felices de hallarse reunidos otra vez, comimos y bebimos cuanto la figonera quiso darnos. Después de la tercera botella de cerveza, el general Pérez nos contó la historia de sus campañas y algo de su biografía. De cuando en cuando parecían inquietarle otra vez nuestros uniformes de oficiales de la marina mercante española: nuestras gorras azules con una culebrilla dorada y el distintivo de la Compañía Transatlántica, nuestros trajes blancos con botonaduras de brillante azófar y espiguillas, como la de la gorra, en la costura de los puños. Pero, en fin de cuentas —allá por la sexta o séptima botella de cerveza—, el general se tranquilizó de manera definitiva gracias a uno de esos milagros peculiares del lenguaje. Se acostumbró a decirnos, cada vez que se dirigía a uno de nosotros, «Mi jefe», y subordinándose así de palabra, su subconsciente se reconcilió con una situación que a la conciencia le resultaba insoportable en un plano de igual a igual. El instinto sumiso del general Pérez, paladín de las libertades, era más fuerte que su instinto de odio.