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La pistola de Pancho Villa

La justicia revolucionaria de tramitación policiaca chocó de tal modo con mi manera de ser, que al punto resolví apartarme del organismo encargado de administrarla. Sólo una cosa temía: que mi actitud lastimara a Cosío Robelo, a quien —puesto que no existían los códigos y las garantías individuales se hallaban en suspenso— no podía hacerse, ni hacía yo, personalmente responsable de los fusilamientos sumarios. Mas pronto vi que mi temor era gratuito. El Inspector General me concedió la razón a las primeras palabras, y aun me dio a entender que con gusto imitaría mi conducta de no impedírselo sus deberes militares.

Fue entonces también cuando Cosío Robelo, aprovechando la oportunidad, me reveló el verdadero motivo de su insistencia para tenerme adscrito a las oficinas de la Inspección. Asombrado lo oía yo mientras me decía:

—¿Sabe usted por qué me empeñé tanto? Pues porque sólo así me evitaría el disgusto de aprehenderlo, cumpliendo órdenes que me dio Carranza en Teoloyucan a la vez que mi nombramiento de inspector. Ahora, por fortuna, la cosa es distinta. Gracias a los esfuerzos de Eduardo Hay, que, según parece, lo estima a usted mucho, el Primer Jefe ha revocado la orden.

* * *

Otros sucesos, ligados más con las responsabilidades futuras de la Revolución que con sus tropiezos presentes, vinieron de allí a poco a distraerme. Me interesaba, sobre todo, la lenta evolución que iba empujando a varios jefes de las fuerzas de Sonora y Sinaloa a unirse al núcleo anticarrancista.

En ese aspecto las cosas andaban ya tan maduras, que a mí se me había metido entre ceja y ceja que Villa y Lucio Blanco llegaran, aunque sin conocerse, a un acuerdo sentimental. La tendencia de ambos contra el autocratismo de Carranza —manifiesta en Villa; en Blanco todavía tácita, pero resuelta— los aproximaba, sin duda, para la acción que iba a desarrollarse inmediatamente. Mas el solo propósito común por motivos análogos en la superficie, o en el fondo, no me bastaba. Hacía falta además —tal al menos me parecía— el lazo sentimental directo, así durara apenas el tiempo preciso para ser útil.

En realidad, la cosa no era fácil, no obstante la circunstancia favorable de que Villa y Blanco no se hubiesen tratado nunca. ¿Cómo encontrar, en el orden de los sentimientos, un sincero punto de contacto entre Lucio, todo gallardía, generosidad, nobleza, y Villa, formidable impulso ciego capaz de los extremos peores, aunque justiciero, y sólo iluminado por el tenue rayo de luz que se le colaba en el alma a través de un resquicio moral casi imperceptible? Blanco era tan noble que desperdiciaba hasta la gloria —ésa fue su debilidad—; tan humano, que el horror a matar paralizó en gran parte su acción después del primer arrebato contra Huerta. Villa, al revés, no descubría en el horizonte de las tinieblas que lo guiaban más que un punto de referencia preciso: acumular poder a cualquier precio; suprimir, sin sentimentalismo ninguno, los estorbos a su acción vengadora e igualadora. No había, pues, para realizar mis deseos, otro camino que el de una sorpresa artificiosa, y eso, siempre que el movimiento partiera de Villa; de Blanco no, porque era demasiado altivo, y Villa un ex prófugo lleno de desconfianzas.

De regreso en Chihuahua se me presentó la ocasión. Domínguez y yo habíamos venido para comunicar a Villa, el resultado de nuestro viaje a México durante la toma, de la plaza por las tropas constitucionalistas. Éramos, por otra parte, portadores de una carta en la que Lucio le decía al jefe de la División del Norte que había hablado con nosotros y que nos había transmitido a fondo sus ideas respecto de Carranza y sus incondicionales.

En la puerta de la habitación donde esperábamos ser recibidos, Villa apareció de pronto para preguntar alguna cosa a su secretario (Luis Aguirre Benavides), el cual conversaba con nosotros a fin de hacernos la espera menos larga. Empezaba septiembre y se sentía calor. Villa salió en camisa. Tenía puesto el sombrero, cosa frecuente en él cuando estaba en su oficina o en su casa. Mientras hablaba con Aguirre Benavides, su forma robusta, envuelta en caqui, se destacó con fuerza sobre la pintura blanca de la puerta. Le salían por debajo del sombrero, orlándole la frente, unos cuantos rizos medio azafranados que hacían juego con el mechón de su bigote descuidado, torpe. Pero nada resaltaba tanto en toda su figura como el enorme pistolón que le bajaba desde la cadera hasta el hondo de una funda holgadísima. Brillaban las cachas con el lustre de las cosas muy usadas, no con el resplandor afeminado de lo que sólo es para lucir. La culata le dibujaba en el costado una curva ancha, prolongada, semejante por sus dimensiones a la cola de los cometas fantásticos que suelen verse en los libros de los niños. A uno y otro lado le corría por la cintura la fila maciza de los cartuchos, grandes hasta recordar los torpedos. Simulaban una verdadera columnata de fustes de cobre sin capitel, cortados en dos por la tira oscura que los sujetaba a la canana. Debajo, las balas de acero, enormes y primorosamente pulidas, devolvían en destellos fríos la luz de las ventanas. Ante semejante espectáculo era imperativo que el sentido muscular se pusiera en juego por su cuenta y se entregara a calcular —por sí solo— la densidad, la forma, la inercia mortífera de aquellas balas de cutis fino al tacto como una caricia.

«Este hombre no existiría si no existiese la pistola —pensé—. La pistola no es sólo su útil de acción: es su instrumento fundamental; el centro de su obra y su juego; la expresión constante de su personalidad íntima; su alma hecha forma. Entre la concavidad carnosa de que es capaz su índice y la concavidad rígida del gatillo hay una relación que establece el contacto de ser a ser. Al disparar, no será la pistola quien haga fuego, sino él mismo: de sus propias entrañas ha de venir la bala cuando abandona el cañón siniestro. Él y su pistola son una sola cosa. Quien cuente con lo uno contará con lo otro, y viceversa. De su pistola han nacido, y nacerán, sus amigos y sus enemigos».

Y fue entonces cuando la idea que andaba yo buscando se me presentó:

—Para acercar a Villa y Blanco —le dije al coronel Domínguez— necesitamos que Blanco reciba, como un obsequio, la pistola de Villa. Si Villa la da, su movimiento será inequívoco, y Blanco, al aceptarla, entenderá lo que eso significa. De mi cuenta corre.

La gran preocupación de Villa era en aquellos días el nombramiento del Presidente Provisional. A primera vista parecía dispuesto a sostener a cualquiera, siempre que no fuese Carranza. Luego, mirando más de cerca las cosas, delataba interesarse por algún hombre verdaderamente suyo. Su candidato era entonces el general Ángeles, sobre quien, como podía suponerse, versó poco después nuestra plática. ¡Conjunción rara, aquella del guerrillero analfabeto y el supremo de nuestros técnicos de la guerra! Villa, irresponsable, halló en Ángeles, que vivía atormentado por la hiperestesia de su conciencia revolucionaria, un complemento al cual entendió. En esto —como en otras muchas cosas— fue superior a los líderes semileídos de Sonora —salvo Maytorena— y de Coahuila, los cuales odiaron y calumniaron a Ángeles desde el primer momento por el simple hecho de no llegarle ni a la suela del zapato en técnica y cultura. De Sonora habría de venir la escuela de ganar batallas haciendo a fuerza de oro traidores entre el enemigo, y Ángeles se hubiera dejado desollar antes que ir a supuestas victorias mediante cohechos. Ángeles había sido cadete distinguido de Chapultepec y había asimilado allí una tradición pundonorosa que vale más que muchas revoluciones juntas. Su psicología era, por consiguiente, contraria a la del carrancismo corruptor y a la de aquella parte del sonorismo que entonces hinchaba a don Venustiano en espera del momento oportuno para traicionarlo y darle muerte. Pero ese antagonismo perfecto entre la persona de Ángeles y el grupo carrancista no lo veía Villa, o fingía no verlo.

—Ángeles —le dije— vale mucho y merece mucho, pero como candidato de conciliación no es viable.

Él entonces se acaloró. Interrumpió la forma misteriosa, de conciliábulo, en que había venido desarrollándose nuestra conversación —sentado él muy cerca de nosotros, con los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos—, y se puso en pie. Hablando aún, caminó hacia la puerta, mientras nosotros lo seguíamos; de modo que los tres salimos a la antesala sin que terminara de hecho la entrevista. En la antesala estaban varios de sus subordinados y amigos más próximos, los cuales se acercaron a hablarle tan pronto como lo vieron. ¿Se había enojado? Yo tenía la impresión de que nuestros planes acababan de perecer, en el último instante, por un exceso de sinceridad. No quise, con todo eso, darme por vencido y resolví poner la situación a prueba.

—Lo de Lucio Blanco —le dije a Villa a quemarropa, sin ninguna preparación— quedaría arreglado por completo con un mero ademán afectuoso que usted le hiciese. Por ejemplo, que le mandara usted, como regalo, su pistola.

Villa me miró, miró a Domínguez y contestó con voz un poco vacilante, mientras se desabrochaba el cinturón:

—Oiga, pues eso creo que me parece bueno.

Luego, en medio de un silencio general, me entregó la pistola, con canana y todo. Al sentir en mis manos aquel peso, tibio aún, me estremecí, y se lo pasé inmediatamente a Domínguez. No parecía sino que el contacto de la pistola me quemaba. Villa, entretanto, agregó:

—Nomás dígale al general Blanco que la cuide, porque es pistola muy chiripera.

Pero antes de terminar la frase se le demudó el rostro. Se llevó las dos manos a las caderas con un movimiento brusco. Se revolvió mirándonos a todos, e impulsado como por el instinto se puso de espaldas contra la pared.

—¡A ver! —dijo con precipitación—. Déme alguien una pistola, que estoy desarmado.

Y era tal su zozobra al pronunciar aquellas palabras, que me figuré que iba a arrojarse sobre Domínguez para quitarle la pistola que nos diera un minuto antes. Sin saberlo, acababa yo de lograr algo que nadie intentó jamás con Pancho Villa: desarmarlo. «¡Desarmarlo!».

Él se había dado cuenta de su imprudencia y había reaccionado en el acto con toda la brusquedad de su larguísima historia de fiera perseguida, acosada durante años por los rurales. ¿Cuánto tiempo haría que Villa no se encontraba así, inerme en medio de un grupo de hombres con armas, varios de ellos extraños a su sensibilidad y a sus intereses? Él, que nunca echó mano de la pistola sino para volverla a la funda tras de liquidar el conflicto, había caído, por sorpresa, en la puerilidad de entregar las armas a un hombre casi desconocido, al mismo que dos minutos antes había suscitado su enojo rebatiendo sus ideas.

Al oír la petición de Villa, varios de los presentes sacaron su pistola y se la ofrecieron. Luis Aguirre Benavides le dijo, alargándole la suya:

—Yo le daría ésta, general; pero es muy chica, y escuadra por añadidura, que usted conoce poco.

—¡Bah! Pues ¿y cuál no conozco yo bien? —observó él, tomándola.

Era, en efecto, una pistola escuadra de calibre 32. Villa la empuñó sonriente —parecía que la contrariedad de verse sin armas se le había ya desvanecido— y tiró del cierre haciendo saltar uno a uno todos los cartuchos. Conforme caían al suelo, Aguirre Benavides iba recogiéndolos, y luego, juntos todos, se los entregó a Villa. Éste los volvió ágilmente al cargador; metió el cargador en la culata; cortó un cartucho y, apuntándome a la frente, me dirigió esta frase:

—Ahora dígame cualquier cosa.

La boca del cañón estaba a medio metro de mi cara. Veía yo brillar por sobre la mira los resplandores felinos del ojo de Villa. Su iris era como de venturina: con infinitos puntos de fuego microscópicos. Las estrías doradas partían de la pupila, se transformaban hacia el borde de lo blanco en finísimas rayas sanguinolentas e iban desapareciendo bajo los párpados. La evocación de la muerte salía más de aquel ojo que del circulito oscuro en que terminaba el cañón. Y el uno y el otro no se movían ni un ápice: estaban fijos, eran de una pieza. ¿Apuntaba el cañón para que disparara el ojo? ¿Apuntaba el ojo para que el cañón disparase? Sin apartar de la pistola la vista, me percaté de que Aguirre Benavides sonreía tranquilo y seguro, de que los militares presentes observaban fríos y curiosos y de que Domínguez, a mi lado, respiraba apenas.

No sé qué fue entonces mayor en mí, si el temor o la indignación. Sin embargo, dominé mis dos sentimientos —creo que con buen éxito absoluto— y en el acto le contesté a Villa muy reposadamente:

—¿Y qué quiere usted que le diga? ¿Algo bueno o algo malo?

—Lo que le nazca del corazón.

—Pues que no vaya también a ser ésta una pistola muy chiripera —le dije.

Pero Villa ya no me oía. Miró a Domínguez y fue dejando caer lentamente el brazo, mientras preguntaba:

—Bueno: ¿y cuál es el más valiente de los dos?

Como acababa yo de padecer un miedo horrible, respondí sin titubeos:

—Domínguez.

Y Domínguez, que con justicia tenía muy alta idea de su inmenso valor, dijo:

—Ninguno.

—Pues ¡qué se me hace —replicó el guerrillero— que es más valiente el civil que el militar!

Aquella observación, inexplicable e injusta, nunca se la perdonó Domínguez a Villa, ni creo que jamás me la haya perdonado a mí.