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Una forma de gobierno
No habían errado en cuanto a su interés los generales que abandonaron a Eulalio Gutiérrez en manos de Zapata y Villa y se fueron, contra todas las esperanzas revolucionarias, a seguir prestando su apoyo al ex Primer Jefe. El grupo convencionista representaba el sentido de las responsabilidades morales de la Revolución, y era, por eso mismo, el verdadero peligro para los carrancistas corruptos y ambiciosos. ¿Podían, pues, seguir éstos ninguna política más hábil que la de dejar a sus enemigos verdaderos en condiciones de anularse pretendiendo imposibles? Porque era un imposible que los convencionistas conservaran su prestigio mientras, para poder someter a Carranza, transigían con Villa y Zapata; y era otro imposible —éste mayor— que los convencionistas luchasen a un tiempo contra carrancistas, villistas y zapatistas y los vencieran a todos sin otras armas que la bondad de sus intenciones. Y entre imposible e imposible, la disgregación vendría tras de unas cuantas sacudidas infructuosas, y, con ella, lo que los carrancistas anhelaban: campo libre a la lucha por el poder, posibilidad de convertir en nuevo caudillaje, disfrazado de reivindicaciones socializadoras, la revolución nacida contra el caudillaje de antes, aquél, a su vez, disfrazado de liberalismo económico y científico.
Eulalio, que no se mamaba el dedo, se dio exacta cuenta de la situación en que nos encontrábamos; le bastaron tres o cuatro semanas de estancia en el poder (o lo que fuera) para confirmarse en su primitiva idea de que nada podía hacerse, por de pronto, salvo ganar tiempo, y buscar el medio de escapar de Villa sin caer en Carranza. Pero esperar quería decir defenderse —defenderse del amago más próximo, que era el de Villa y Zapata—, por donde nos fue preciso desarrollar una de las políticas más incongruentes de cuantas pueden concebirse: contribuir a que nuestros enemigos declarados —los carrancistas— vencieran a nuestros sostenedores oficiales —los villistas y zapatistas— a fin de que eso nos librara un tanto de la presión tremenda con que nos sujetaba el poder más próximo.
Robles, Aguirre Benavides y yo aplicábamos el procedimiento, desde la Secretaría de Guerra, con una eficacia fría cuyos buenos resultados corrían parejos con los disgustos y peligros que nuestro esfuerzo nos deparaba. Me los deparaba, sobre todo, a mí, que sin ser militar, ni tener escolta, ni rodearme de oficiales que me cuidaran, hube de habérmelas con la malquerencia de innumerables jefes y jefecillos zapatistas, para quienes aparecía yo como el torpe autor de sus derrotas. Y esto en los días de la más completa inseguridad personal: cuando la ciudad de México preguntaba todas las mañanas —como tantas otras veces en nuestra larga historia de crímenes políticos— qué asesinatos se habían cometido la noche anterior, y cuando todas las noches estimaba hacederos los asesinatos más crueles y alevosos.
Robles me había dicho:
—Contra Villa, como usted comprende, nada lograremos por ahora. ¿Para qué nos necesita, como no sea para bandera? Pero con los zapatistas las cosas cambian. Si le piden a usted dinero, déselo, déselo cuidando nomás que no se lleven más de la cuenta; pero si le piden armas, o parque, o trenes, ni tan siquiera agua les dé.
Y había que ver cómo se me encrespaban algunos subordinados de Zapata —por lo común generales de calzón y blusa, de carabina en bandolera, de cananas cruzadas sobre el pecho— y cómo otros explotaban económicamente la situación: éstos, generales de pantalón de charro, de guayabera de dril y de pistola en funda con bordados de plata.
Durante los días en que los zapatistas pugnaban por arrojar de Puebla a las fuerzas de Alvarado, yo agoté todos los recursos imaginables para no proveerlos de armas, cartuchos ni locomotoras. Como ni Robles ni Aguirre Benavides se aparecían mucho por su oficina, a falta de ellos me asediaban a mí los señores jefes de operaciones del Ejército Libertador del Sur. Entraban a verme seguidos de sus numerosos estados mayores: se rompía la penumbra de mi despacho con las manchas, holgadas y claras, de los calzones sin pretina; hacían rumor suave los huaraches; desfilaban, como grandes ruedas sobre carril invisible, los enormes sombreros anchos, que producían al moverse brisa de aire confinado, impuro. Yo los hacía sentarse sin distinción de categorías y me enzarzaba con ellos en intrincadísimas disquisiciones sobre el arte moderno de batallar con cartuchos y sin cartuchos, con fusiles y sin fusiles, con trenes y sin trenes. Todo iba muy bien mientras los convencía de que la fábrica de armas, y la de explosivos, y la de municiones no producían ni la centésima parte de lo que necesitábamos, o cuando les hacía comprender por qué el general Villa era, dentro de nuestra alianza, el único capacitado para proveerlos de cuanto podían; pero si se percataban de mi deseo de no ayudarlos, o lo sospechaban siquiera, me ponían en terribles aprietos y armaban formidables escándalos. Un grupo de ellos, desencantado de no obtener lo que quería, se vengó de mí bailando en la sala de espera, con pavor de las cincuenta personas allí presentes, algo que podría llamarse la «danza del rifle y la pistola». Y éstos fueron de los más mansos; que otros, sin andarse por las ramas, sencillamente me amenazaban de muerte, como el general que me pedía trenes para ir en socorro del pueblo de Amozoc, atacado por los carrancistas. Yo le aseguraba que no disponíamos de locomotoras; él afirmaba que sí, que las había visto en tales y tales estaciones, y cuando, por fin, a manera de arreglo, le ofrecí una muy vieja y casi inservible —tan vieja que todavía quemaba leña—, eso lo exasperó tanto, que me dijo con mucha calma:
—Bueno, patrón: me llevo ésa. Pero, ¡ay jijo de la guayaba si me redotan!… Porque entonces vengo y lo tizno…
Al oír la injuria, eché mano a un pisapapeles de cristal que estaba sobre mi mesa e hice ademán de arrojarlo a la cabeza del jefe zapatista, mientras preguntaba lleno de ira:
—¿Hijo de qué?
—De nada, patroncito, de nada; no se acalore; nomás fue un decir. Pero de lo demás no me rajo: si me redotan, vuelvo, vuelvo y lo raspo.
Y es verdad que regresó, si bien no a «rasparme», ni en seguida de la toma de Amozoc por Cesáreo Castro, sino después de que Puebla había vuelto a caer en manos de las tropas carrancistas: es decir, cuando otros quince o veinte generales se creían también con derecho a imaginarnos autores de la pérdida de esta otra plaza, y no sin razón. Porque hay que convenir en que, desde su punto de vista, tenía que parecer inexplicable, o atribuible sólo a nuestra torpeza, el hecho de que cediéramos terreno en vez de ganarlo. ¿Entreveían ya, aunque sin dar forma al pensamiento, que estábamos obrando más como aliados de Obregón que como aliados suyos?
* * *
Contra los villistas, según decía Robles, nada podíamos intentar. Pero ellos sí se atrevían a hacerlo todo, incluso a reírse del mismo gobierno que aparentaban sostener con sus armas. Lo que no estaba muy claro era qué suma de conciencia o inconsciencia ponían en semejante conducta. ¿Tenían la noción de su sometimiento teórico a la autoridad convencionista, o su noción era que esta autoridad existía sólo como el acojinado de la celda de un loco: para suavizar los golpes de su frenesí? De cualquier manera, el caso es que Villa, Urbina, Fierro y demás grandes figuras de la División del Norte se comportaban ahora, en la ciudad de México, exactamente igual que antes, y que sus desmanes, por una ilusión de perspectiva, resultaban infinitamente más violentos y escandalosos. En el pequeño panorama urbano y civil descollaban, con estruendo, sucesos hechos a la medida de las montañas y el campo.
Así, verbigracia, las extralimitaciones de Villa en el terreno amoroso perdían en la ciudad de México su robusta armonía montaraz, hasta convertirse a veces en delicadísimas cuestiones internacionales. Su doctrina, según la predicaba a sus propios hombres, era muy simple.
—No hagan nunca —decía— violencia a las mujeres. Llévenlas a todas al altar, que al fin y al cabo los matrimonios por la Iglesia no obligan a nadie, y de ese modo no se privan ustedes de su gusto ni las desgracian a ellas. Ya me ven a mí: tengo mi esposa legítima ante el juez del Registro Civil, pero tengo otras, también legítimas, ante Dios, o, lo que es lo mismo, ante la ley que a ellas más les importa. Ninguna, pues, tiene de qué esconderse ni de qué avergonzarse, porque la falta o el pecado, si los hay, son míos. Y ¿qué mejor camino que este de la conciencia tranquila y el buen entendimiento con todas las hembras que se le antojan a uno? Los obstáculos y reparos de los curas no les desazonen, que amenazando con echar bala todo se arregla.
Mas no siempre procedía Villa con estricto apego a sus propias normas, o no siempre las usaba con el exquisito tacto que requería el aplicarlas. De ahí el tremendo escándalo que provocó uno de aquellos días al pretender casarse, a su modo, con la cajera del Hotel Palacio —aunque, en absoluta verdad, el escándalo tuvo mas de apariencia que de hecho, como se pondrá en limpio el día que pueda discurrirse sobre estos asuntos sin herir honorabilidades ajenas. Aquél fue magno escándalo para unos cuantos timoratos y para gente sencilla que sabe poco del corazón femenino en general y menos todavía del femenino y francés en particular. Dentro del conjunto de sucesos de que eso formaba parte, la importancia de lo ocurrido resultaba minúscula. Cosas mucho peores hacía Villa a todas horas, y Fierro, y Urbina.
Las del compadre Urbina eran extraordinarias por la habilidad metódica y los bellos rasgos, en ellas evidentes, de bandidaje organizado en gran escala. Tenían, además, la virtud de echar por tierra el falso supuesto —inventado por los carrancistas para justificar de su parte atropellos análogos— de que villismo y zapatismo fueran movimientos de reacción sostenidos por los extranjeros ricos y el clero. Porque era sólo contra los ricos, extranjeros y nacionales, contra quienes se enderezaban las actividades del compadre Urbina. Esa suerte de exacción que se nombra con los eufemismos de «préstamo forzoso» o «subsidio de urgencia», pero que no es sino robo impune cuando razones imperiosas no lo justifican, lo practicaba él con perfección muy superior a la de todos los generales que en aquellos días lo emularon. Su visión para escoger víctimas era certera; sus maniobras, silenciosas cuanto infalibles. No fallaba golpe; no tenía que recurrir a grandes alardes de fuerza externa para sacar el dinero: todos le pagaban al contado, peso sobre peso, «corriendito», como decía él. Obraba de acuerdo con planes de conjunto: barrio por barrio, manzana por manzana, calle por calle, casa por casa, preparándolo todo de modo que, una vez tendidos los cordones de sus guardias invisibles, ningún pájaro se le escapaba de la red. Y eso lo hacía el compadre Urbina —gozándose quizá en su virtuosismo— a la luz del sol, en los propios despachos de los interesados, a medio metro del bullicio de las calles, entregadas a su trajín de todos los días; pero lo hacía con tan poco ruido y tan sin desplantes, que la gente no se enteraba.
Nos enterábamos nosotros, quiero decir, los que veíamos desde lo alto del gobierno; si bien nosotros, por nuestra misma impotencia, estábamos obligados a callar, como callaban casi todas las víctimas, éstas temerosas de atropellos mayores.
¡Terribles días aquéllos, en que los asesinatos y los robos eran las campanadas del reloj que marcaba el paso del tiempo! La Revolución, noble esperanza de cuatro años antes, amenazaba disolverse en mentira y crimen. ¿De qué servía que un pequeñísimo grupo conservara intactos los ideales? Por menos violento, ese grupo era ya, y no dejaría de ser, el más incapaz para la lucha; lo cual, por sí solo, convertía a la Revolución en un contrasentido: el de encomendar a los más egoístas y criminales un movimiento generoso y purificador por esencia.