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Los recursos del doctor
Hacía una hora que navegábamos proa al norte, y todavía estaba fija en mi retina la imagen de formas frondosas en que se resolvió el tránsito de la norteamericana al transponer la puerta del salón, lo que aferraba al doctor mi pensamiento. Lo imaginé en el refugio de su camarote, a solas con el fracaso de su intriga: estaría mirando por la claraboya el mar añil de La Habana y el oriente de perla de la ciudad distante; estaría contemplando, trémulo de rabia, cómo nos alejaba el Morro Castle, con el remolino de sus hélices, de aquella ciudad donde no se quedaba al fin, víctima de la estratagema de matrimonio, nuestra bella enemiga. La bella enemiga, ahora hostil como nunca, estaba a bordo; en el crepúsculo de la tarde seguían flotando sobre cubierta las crueles frases con que nos había medido, y cada palabra suya se ensanchaba, se repetía en mil ecos al rebotar en las orejas de los centenares de pasajeros que llenaban el buque. Menos mal que los amigos del doctor no comprendieron el sentido de las frases, aunque lo sospecharan. Pero yo, que sí lo comprendí, me ruborizaba aún, como al pasar ella a nuestro lado.
* * *
Horas después descubrí que la crowd, en el concepto de la espía huertista, no era tan mala como lo proclamaban sus exclamaciones, o, en todo caso, que si el concepto acerca de nosotros era pésimo, la disposición sentimental para perdonarnos parecía óptima —para perdonarnos, si no todo, casi todo.
Fue una conversación imprevista, en la hora siguiente a la de la cena. Los viajeros, fieles al rito, hacían eses recorriendo la cubierta de extremo a extremo. El doctor y sus tres amigos seguían ocultos en las entrañas del barco, calculando las posibles consecuencias de lo hecho en La Habana. Yo di dos o tres paseos y fui a tenderme sobre mi silla en un rincón solitario y umbroso. La penumbra que me rodeaba era tan suave que invitaba a asistir, como en cinematógrafo, al desfile de los pasajeros que insistían en el ejercicio peripatético. Las figuras iban sucediéndose a contrapunto de la cadencia de los golpes de mar en la proa. Pasaba, ágil y rápido como nadie, el yanqui de la litera alta de mi camarote; pasaba lenta, al paso de su hijito de tres años, la guapa española esposa del cónsul de México en Galveston; pasaba la francesísima pareja de perfumistas de Puebla, inagotable en su descaro erótico —ella, vieja, fea y ridícula; él, joven, ridículo y tonto—; pasaban grupos de yucatecos, peculiares en su andar, en su hablar y en su vestir, y hasta en ese aplomo de viajeros experimentados que demuestra que Yucatán no es península, sino isla.
Claras proximidades iluminaron con luz de luna la penumbra que me envolvía. Unas formas blancas pasaron frente a mí y vinieron a posarse en la silla contigua; me mandaron su perfume —el perfume de la espía—. Siguieron crujidos de silla, un hem-hem persistente y luego, precisas como disparos en la vaguedad de mis pensamientos, estas frases con acento y estructura netamente knickerbocker:
—No me sorprendería «si» tuviese usted la amabilidad de ayudarme a meter «mis» pies debajo de la manta.
Su inglés era de campanilleo de plata. Sumiso a él, salté de mi asiento y me incliné sobre la otra silla para hacer, en silencio, lo que la bella espía deseaba.
Ella volvió a hablar. Yo entonces respondí. Y de la conversación en que nos enzarzamos vino a deducirse —lo dedujo ella a su manera— que del grupo de los cinco revolucionarios el único imperdonable era el travieso doctor Dussart.
—¡Con él seré inexorable!
Yo intercedí, mas en vano: sus últimas palabras fulguraban como sentencia:
—No. Ninguna magnanimidad.
* * *
En los primeros accesos de furor, el doctor Dussart concibió planes tan crueles como absurdos. Los exponía, con su febril apasionamiento, en las reuniones que celebrábamos en su camarote, en las cuales, más para ponerlo en guardia que para darle pábulo, le recordaba yo la jurisprudencia norteamericana en punto a promesas de amor incumplidas.
—Echaremos —decía— el barco a pique: así se ahogará la gringa y la compañía naviera sufrirá la pena del daño que el Morro Castle nos ha hecho al retrasar su salida de La Habana.
—¡Pero doctor!
—¡Nada! El cabo Hátteras estará pronto a la vista. En bote, a nado, como se pueda, nos salvaremos nosotros. Y en cuanto a los demás, que perezcan. Miles de deudos cobrarán indemnización. ¡Que nuestro fracaso le cueste millones a la Ward Line!
Pasados dos días se aplacó, dejó de anunciar catástrofes, sonrió. Volvía a ser el mismo conspirador, animoso y rico en inventiva, que concibiera frente a Progreso el ardid de engañar a la espía con el simulacro de matrimonio.
Gesticulante y misterioso, me detuvo una mañana en el recodo de un pasillo —justamente cuando el bailoteo del barco indicaba que navegábamos a la altura del cabo Hátteras— y me dijo:
—Tengo listo ya un plan diabólico. No hundiremos el barco; no mataremos al capitán. Desembarcaremos en Nueva York tan campantes y le daremos un quiebro a la justicia de esta nación imbécil, enemiga de la libertad sexual. ¡La gringa me las pagará todas juntas!… Ya hablaremos…
Y desde esa mañana subió de nuevo a cubierta. Subió con traje de hilo crudo, con zapatos amarillos, con sombrero panameño de cinta clara, todo ello reliquias, a juzgar por el estilo francamente cubano, de lo que fue, en los días habaneros, equipo para la falsa boda con la norteamericana.
El primer encuentro entre él y ella produjo en nosotros expectación. No habían vuelto a verse desde la escena del muelle. Ahora, frente a frente otra vez, se concentraba en un momento solo —como infinito telescopio que cerrase— la historia íntegra de sus relaciones. Durante un segundo, ella pareció próxima a arrojársele encima o a estallar; él, resuelto a defenderse sin miramientos. Pero el segundo que vino en seguida pasó como esponja sobre los dos rostros y los dejó impasibles. El doctor mantuvo firme el ritmo de sus pasos. La espía, indiferente, lo dejó pasar, lo miró de arriba abajo con fingida curiosidad de gente extraña y luego, puestas sobre la borda las manos cuajadas de diamantes y perlas falsas, hundió su mirada azul en el azul de las olas.
* * *
Tres larguísimas conferencias no lograron hacer que el doctor Dussart nos comunicara los detalles de su proyecto. El camarote resonó con nuestros argumentos, pero él mantuvo su reserva. Sólo obtuvimos la confirmación de que el plan era diabólico, que no entorpecería nuestro viaje por territorio de los Estados Unidos hasta Sonora o Coahuila, y que la espía iba a convertirse de acusadora en acusada, castigo merecidísimo por estar a sueldo de Victoriano Huerta.
Tamaño misterio en hombre de suyo parlanchín nos alarmó, y aun fue causa de que en los dos últimos días del viaje sintiéramos crecer la movilidad del mar al golpe de nuestras inquietudes. Porque el doctor —no cabía dudarlo después de lo de La Habana— era capaz de los proyectos más inauditos si se le abandonaba a su acción fantaseadora.
La prudencia, pues, me indujo a intentar el arreglo por la parte contraria.
La víspera del día en que llegaríamos a Nueva York, la norteamericana y yo nos encontramos mano a mano. De pronto le dije:
—¿Por qué no hacer las paces con el doctor? Él, en el fondo, es hombre excelente y amigo como pocos.
—¿Las paces con él? ¡Nunca!
—Entonces, dejar al menos las cosas en el estado en que están.
—Tampoco. El doctor me ha engañado, me ha puesto en ridículo, me ha producido un «sufrimiento mental» hondísimo, y si es tan rico como ustedes me lo aseguraban, no veo por qué no cobrarle unos cuantos millones a cambio de todo lo que me ha hecho.
—¡Millones!
—Sí, millones. Nada más justo.
¿Hablaba en serio? La punta y el filo de su indignación codiciosa —creí notarlo— se embotaban en la envoltura de una sonrisa. Esto no obstante, quise valerme de un recurso último:
—Puesto que ésa es su actitud —concluí—, me atreveré a dar a usted un consejo. El doctor Dussart habla de defenderse, en el caso de que se le ataque, de cierta manera que él mismo califica de diabólica… Diabólica, sí, y cuando lo dice le brillan los ojos. No olvide usted que se trata de un mexicano.
* * *
Mediaba la mañana cuando el Morro Castle reveló, por varios sobresaltos entre la gente de a bordo, la cercanía de las costas de Nueva Jersey y Long Island. Se pobló el horizonte de manchas humosas —buques que iban o venían—. Se presintieron el Hudson y el East River.
Poco después se definió la línea de tierra a babor; luego, a proa; luego, a estribor. Un poco más tarde se nos acercó la lancha del práctico, mientras a bordo se apagaba la cadencia con que los barcos van dejando atrás las olas. Una pausa corta; la cadencia se reanudó.
Un enorme trasatlántico se cruzó con el Morro Castle y nos mandó la onda de su proa y los blancos reflejos de su nombre: Rotterdam. Sonaban a derecha e izquierda, como salidos del agua, toques de campana, toques melódicos, largos, tristes. Navegábamos entre boyas rojas, terminadas hacia arriba en pequeños postes que se balanceaban como péndulos inversos. Aquellas balizas, destellantes de sol de mediodía, formaban un largo callejón marino. Al fondo se alzaba, diminuta, una figura de mujer con un brazo en alto, con ropaje que parecía tocar el agua y extenderse sobre ésta; y más lejos aún, y más pequeña, se alzaba la masa de edificios apiñados entre dos brillos de agua.
Era la hora en que todos los pasajeros de un buque, listos para desembarcar, se amontonan sobre cubierta y se dirigen sonrisas, palabras y saludos de viejos conocidos; esa hora en que hasta aquellos que no cruzaron palabra en toda la travesía se tratan familiarmente.
Los tres amigos del doctor Dussart y yo nos comunicábamos nuestras impresiones. La espía yanqui, aún más hermosa que en La Habana, clavaba la mirada de sus ojos azules en un punto invisible, hacia la parte de tierra, y de rato en rato la volvía hasta nosotros, irónica e inquisitiva. Sentía, sin duda, la impaciencia de medirse, en esa hora suprema, con el doctor Dussart. Pero éste, adrede acaso, no asomaba por ninguna parte. ¿Era aquél el principio de su plan diabólico?
Ya estábamos a la vista de la estación de sanidad. Atracaban al costado del Morro Castle vaporcitos de bandera amarilla y subían por la escalera funcionarios de uniforme azul o caqui. El barco del correo se acercaba en busca de las valijas.
La espía vino a situarse a mi lado y me preguntó a sovoz:
—¿Y su amigo?
—¿Qué amigo?
—El doctor. ¿Por quién había de preguntarle?
—¡Ah! No sé. No lo veo desde anoche.
Lo cual era verdad.
* * *
Cuando estábamos todos en el salón —cada pasajero con un termómetro en la boca, como si fumáramos vidrio— apareció el doctor Dussart. Su entrada provocó risas apenas contenidas. Sonó de boca en boca el quebrarse de los termómetros; hubo quien mascara, como caramelo, las barritas cristalinas; algunos labios vertieron hilos finísimos de microscópicas esferitas de plata líquida. Y todo porque el doctor se presentaba —él sabría por qué— vestido de riguroso traje de ceremonia: levita cruzada, sombrero alto, zapatos de charol, botines de paño negro, guantes también negros y bastón de ébano con puño de oro.
El doctor se detuvo breves segundos en la puerta y, acto seguido, avanzó, sin quitarse el sombrero, hasta donde estábamos sus tres amigos y yo. Se sentó a mi izquierda. Se descubrió. Y puestas ambas manos en el puño del bastón, que clavó verticalmente, pasándolo entre las rodillas, miró tranquilo a todo el concurso, su enemiga inclusive. Tranquilo, sí, pero con vago dejo siniestro.
Su figura pequeñita, trajeada de aquel modo tan fuera de propósito, rebosaba gracia de mono de organillo. Bastaba verlo para que continuase la catástrofe de los termómetros. Los funcionarios de sanidad sacaban de las bocas vidrio en polvo; los de la inmigración, también a punto de reír, miraban a Dussart con ojos inescrutables.
Él se inclinó hacia mí para decirme, susurrando:
—Buen efectito, ¿eh?
—Demasiado bueno; pero ¿ha perdido usted el juicio?
—Quien va a perderlo es la gringa. Si mueve un dedo la aplasto. ¡Ahora va a ver quién soy yo!
* * *
Las formalidades sanitarias y migratorias terminaron con deterioro completo de los requisitos establecidos: la ley abdicó ante la risa. Y cuando volvimos a cubierta, la popularidad del doctor no cabía en el barco. Él, empero, ajeno a tanta gloria, se mantenía silencioso y adusto.
El Morro Castle surcaba ahora aguas verdosas y sucias, sobre las cuales se alzaba un zumbido gigantesco, hecho del sonar de millares y millares de silbatos y sirenas. Cruzaban en todos sentidos los ferries oscuros. La cortina de los rascacielos, grande como montaña que cortaran a capricho las líneas rectas del hombre, cubría con sus pliegues parte del horizonte. Los puentes saltaban, de borde a borde, entre dos ciudades. La mujer de bronce —con su diadema radiante, con su brazo en alto, con su antorcha— lo señoreaba todo: agua, tierra, cielo, y nos recogía en la orla de su manto.
La espía vino a turbarme en mi contemplación:
—¿Qué se propone el doctor vistiéndose a estas horas con gusto tan ridículo? Cualquiera diría que va a un entierro.
¡Entierro! Esta palabra me iluminó. Respondí sin pestañear:
—Justamente en eso está lo grave: en lo del entierro.
—¿En lo del entierro?
—Ni más ni menos. Pero como no ha de escucharme usted, sobra que diga nada.
—¡Oh, no! Diga, diga…
—¿Para oírme?
—Sí, por supuesto.
Mi invención fue útil y caritativa. No me arrepiento de ella.
—Pues ha de saber usted —le dije— que el doctor Dussart, según él mismo cuenta, tuvo un amigo dotado de gran ascendiente sobre él. Aquel hombre, de costumbres exquisitas, pero de terribles pasiones, fue tremendo protagonista de horrendas tragedias, y siempre que relataba episodios de su vida acababa aconsejando a sus amigos que nunca olvidaran proceder como él. «Porque deshacerse de una dama —decía—, cuando la dama lo merece, no es acto punible si saben guardarse las formas. Entonces el perdón de Dios es precedido por el de los hombres. El matador de mujeres justiciero y con talento debe llegar hasta su víctima con el mismo severo ademán con que concurriría a sus funerales…».
Ella palideció y me preguntó toda nerviosa:
—¿Está usted hablando en serio?
—Ni en serio ni en broma. Pero óigame usted lo más en serio posible: más vale dejar en paz al doctor.
* * *
Bajo el amplio cobertizo del muelle, los pasajeros formamos grupos en orden alfabético. Grandes mayúsculas pendientes del techo señalaban los lugares. Yo veía desde el grupo de la G. En el grupo de la D descollaba, menudo e inquieto, el doctor Dussart. Buscando en vano, descubrí que en el grupo de la W no se veía a la hermosa norteamericana.