2
La muerte de David Berlanga
Una mañana Rodolfo Fierro llegó a la Secretaría de Guerra menos compuesto y sonriente que de costumbre. En realidad, su hermosa figura se conservaba íntegra. Llevaba, como siempre, aquel admirable par de mitasas que adquirían en sus piernas un vigor de línea único y cabal. Su sombrero tejano, de lo más fino y blanco, no había perdido, en la manera como le cubría la cabeza, un solo ápice de su aire vagamente provocativo y seguramente amenazador. Seguía su frase envolviéndose en las modulaciones de un timbre suave y rehuyendo las palabras malsonantes o soeces. Sus ojos, ligeramente turnios, miraban aún con la misma pupila afirmativa, inquiridora. Y, sin embargo, todo él parecía como circundado aquella mañana por un velo opaco: sin estarlo de hecho, se veía marchito, envejecido.
Venía a verme, igual que tantas otras veces, en busca de dinero, pues a fuer de buen general y buen revolucionario gastaba mucho. Los cientos, los miles de pesos se le escurrían por entre los dedos con más facilidad que si en cada mano tuviera una fábrica de bilimbiques. Y como desde que entramos en México la Secretaría de Guerra —esto lo sabía él muy bien— estaba obligada a ser su banco, cada dos, cada tres días se llegaba hasta mi escritorio y me decía con su voz más suave y segura:
—Quiero ponerle a usted un recibito.
—¡Imposible! —le contestaba yo siempre—. No tenemos un centavo.
Pero él, que conocía el juego, insistía con los mayores recursos de sus dulzuras verbales y acababa sacándome la autorización, por lo menos, para parte de lo que esperaba. Claro que en esto yo no hacía sino ceñirme a las instrucciones de José Isabel Robles. «A Fierro —me había dicho— necesitamos tenerlo grato cueste lo que cueste». Y, en verdad, el precio que por Fierro pagábamos no era excesivo en comparación con lo que otros costaban: tan sólo dos o tres mil pesos tres o cuatro veces por semana.
—Bueno —le pregunté esta vez, al ver que tras de saludarme no me decía nada—: ¿por cuánto el recibito?
—Por lo que guste —respondió—. Lo principal no es ahora eso… Quisiera hablarle… hablarle en lo particular…
Y, sonriendo, subrayó las últimas palabras con una mirada hacia los dos taquígrafos que se encontraban junto a mi escritorio y hacia varios militares que esperaban, sentados en el estrado de enfrente, su turno de audiencia.
Mandé a los taquígrafos que se retiraran e invité a Fierro a sentarse en una butaca inmediata a mí.
—No —observó él—. Dificulto que así pueda hablarle sin estorbos. Despache usted a aquellos oficiales o vamos a otra parte donde estemos solos de veras.
Adiviné entonces que se trataba de algo positivamente serio; de modo que, sin más explicaciones, indiqué al general villista que me siguiese fuera de la oficina. Atravesamos la antesala y el despacho del ministro, donde a esa hora no estaban más que los ayudantes; abrí la puerta, disimulada en la pared, que daba acceso a la alcoba privada, y allí nos encerramos. Me senté en una silla y ofrecí a Fierro otra. Él no la aceptó, sino que prefirió sentarse en la cama, sobre cuya colcha de raso verde arrojó el sombrero con un gesto de fatiga apenas perceptible. Miró a continuación, uno por uno, los muebles de la alcoba, la alfombra, los tapices; abrió los cajones del velador que tenía cerca, y, por fin, se puso a chupar el puro que traía en la boca, pero a chuparlo con atención tan reconcentrada, que se hubiera dicho que no pensaba más que en eso.
Yo, mientras tanto, lo estudiaba, esperando satisfacer una doble curiosidad: la que me inspiraba nuestra entrevista, impregnada ya de misterio, y la que jamás dejaba de producir en mí la presencia de aquella «bestia hermosa», según llamó a Fierro un periodista yanqui. Lo último me embargaba particularmente. Porque Fierro, que era por su gallardía física un tipo inconfundible, gozaba, además, de una leyenda terrible y fascinadora: se le pintaba como autor de proezas y crueldades tan pronto espeluznantes como heroicas. Allí, cruzadas las piernas, bellas y hercúleas, puesto el codo sobre la rodilla, inclinado el busto hasta la mano —mientras los dedos maceraban el rollo de tabaco y la boca despedía humo—, cobraba su carácter preciso, su luz propia, su irradiación exacta. Su naturaleza semisalvaje, disfrazada hasta pocos segundos antes tras la cobertura de palabras, maneras y gestos civilizados, chocaba estrepitosamente contra el ambiente de los delicadísimos muebles de caoba, y con los encajes, y con las colgaduras de brocado, como una piedra sin pulir que estuviese estropeándolo y desgarrándolo todo con sus aristas en bruto.
De pronto me miró a los ojos y me dijo:
—Acabo de matar a David Berlanga… y créame que lo siento.
—¡A David Berlanga!
La imagen de aquel noble muchacho, toda abnegación y sinceridad, desinteresado, valiente, generoso, surgió ante mí. Me pareció verlo alzando el rostro pálido, la cabeza de cabellos largos y lacios, en el espacio que mediaba entre mí y la figura, ahora resueltamente brutal y sanguinaria, de Rodolfo Fierro. Lo recordé entregado, pocas semanas antes, a denunciar con denuedo ante la Convención Militar de Aguascalientes todas las mezquindades y corrupciones que corrían, como arroyos de cieno, por debajo de muchos hombres de la Revolución. Rehice de un solo trazo la órbita completa de su carrera de revolucionario joven, siempre postergado, siempre perseguido en secreto por los habilísimos inmorales que lograban escalar y conservar altos puestos a punta de intrigas, falsedades y traiciones. Y bajo la mirada del matador de hombres que tenía yo delante, experimenté de súbito un impulso horrible, una vaga inclinación a volverme yo también asesino, como tantas otras gentes cuyo aire había estado respirando los últimos meses, y a manchar con sangre humana la rica alfombra de aquella estancia. Ignoro si fue el instinto del bien, o la cobardía, o el extraño dejo de súplica que nimbaba la fijeza con que los ojos de Fierro estaban clavados en los míos; pero el caso es que la volición profunda que iba a hacerme echar mano a la pistola varió de curso y se transformó en estas tres palabras, que eran ya, íntima y tácita, la aceptación de lo irremediable:
—Y ¿por qué?
—Por orden del Jefe.
Y entonces Fierro me lo contó todo.
* * *
«Berlanga —prosiguió— estuvo a cenar anteanoche en Sylvain. En otro de los gabinetes reservados cenaban asimismo, con varias mujeres, algunos de los ayudantes del Jefe. Ya sabe usted lo que ocurre en esos casos: se come mucho, se bebe demasiado, y luego, a la hora de pagar, el dinero falta. No me refiero a Berlanga, sino a los oficiales del Jefe. Pues bien: cuando les presentaron a los oficiales la cuenta, ellos se limitaron a firmar un vale por el importe y la propina. El mesero no se conformo con aquello y quiso rehusar el vale, pero no sabiendo cómo hacerlo fue a pedir consejo a Berlanga, a quien por lo visto conocen bien en Slyvain. Al enterarse del caso, Berlanga se indignó: se soltó a vociferar contra los militares que desprestigiaban la bandera de la Revolución; dijo que la División del Norte estaba llena de salteadores, que los villistas no sabíamos, triunfar sino para el robo, y cuando se cansó de gritar y echar pestes contra las fuerzas de mi general Villa, hizo efectivo el vale de los oficiales, para que el mesero no sufriera la pérdida, y para guardar el documento —declaró— como prueba de la conducta de las tropas del Jefe.
»Los oficiales, por supuesto, oyeron cuanto Berlanga había dicho y fueron con el chisme ayer en la mañana. Como era de esperarse, mi general Villa se puso furioso.
»—A esos perritos —dijo— que andan ladrándome y queriendo morderme el calcañar voy a aplastarlos así.
»Y alzó el pie y lo dejó caer con una furia que yo mismo no le conocía. Acto seguido me llamó aparte y me ordenó en voz baja:
»—Esta noche me saca usted a Berlanga de donde esté y me lo fusila.
»Y yo, ¿qué podía hacer salvo cumplir las órdenes? Órdenes de éstas, además, nunca me habían sorprendido ni molestado: va para años que estamos haciendo lo mismo, como usted sabrá. Ahora, muerto Berlanga, es cuando la cosa empieza a pesarme; porque, ¡palabra de honor!, Berlanga era hombre como pocos: lo ha demostrado en el fusilamiento. Jamás seré yo capaz de matar a otro como él, así me pase a mí el Jefe por las armas.
»De acuerdo con lo mandado me puse a buscar a Berlanga a eso de la medianoche o la una de la mañana. Metí en dos automóviles un grupo de dorados y anduve, seguido de ellos, por diversos sitios. Luego me dirigí a Sylvain. Acabé por suponer que Berlanga estaría allí, porque recordaba haber oído decir a los oficiales, cuando hablaban con mi general Villa, que en Sylvain cenaba él las más de las noches.
»En efecto, cuando llegué al restaurante allí estaba. Al acercarme a su sitio vi que hacía rato había acabado la cena: se conocía en el puro que fumaba, quemado ya en más de la mitad y al parecer, buenísimo, pues la ceniza, como enorme capullo, se mantenía todita pegada a la lumbre. Le dije que de orden de mi general Villa tenía encargo de hacerlo que me acompañara, y que sería inútil toda resistencia porque venía yo con fuerzas bastantes para hacerme obedecer.
»—¿Resistencia? —me contestó—. ¿Qué se adelanta en estos casos con la resistencia?
»Llamó al mesero; pagó el gasto; se puso el sombrero —cuidando, mientras hacía todo esto, que sus movimientos no desprendieran la ceniza del puro—, y salimos.
»No volvió a dirigirme la palabra hasta que estábamos entrando por la puerta del cuartel de San Cosme.
»—¿Aquí es donde me van a encerrar? —me preguntó.
»—No —le respondí—. Aquí es donde lo vamos a fusilar.
»—¿A fusilar?… ¿Cuándo?
»—Ahora mismo.
»Y no pidió más explicaciones.
»Bajamos de los autos y entramos en el cuerpo de guardia. A la luz de la mala lámpara que allí ardía me fijé con cierta curiosidad en el aspecto de aquel hombre a quien íbamos a pasar por las armas sin más formalidades ni historias. Lo hice casi mecánicamente, y ahora lo deploro, porque Berlanga empezó entonces a interesarme. Seguía tan tranquilo como cuando lo levanté de su mesa: no le había cambiado ni el color de la cara. Con la mayor calma que he visto en mi vida se desabotonó el chaquetín. Sacó de uno de los bolsillos interiores un librito de apuntes y un lápiz. En el librito escribió varias líneas, que deben haber sido muchas, puesto que tardó algo y yo no vi que levantara el lápiz del papel, ni que se detuviera, sino que escribió de corrido, como si supiera de antemano cuanto tenía que poner. En una hoja que arrancó del libro anotó otra cosa. Se quitó del dedo una sortija; sacó de los demás bolsillos algunos objetos; y, dándomelo todo, hasta el lápiz, me dijo:
»—Si es posible, le agradeceré que le entregue estas cosas a mi madre. En este papel he puesto el nombre y la dirección… Y estoy a sus órdenes.
»Su rostro se conservaba impasible. Su voz no acusaba el más leve rastro de emoción. Se abrochó el chaquetín, pero no de manera inconsciente, sino con pleno dominio de lo que estaba haciendo y atento todavía, como durante todas las operaciones anteriores, a que no se desprendieran las cenizas del puro. Éstas, en el tiempo transcurrido, habían crecido muchísimo: el capullo blanco era ya bastante mayor que la base de tabaco que lo sustentaba.
»Salimos de la habitación.
»El ruido de nuestros pasos al cruzar los patios del cuartel me sonó a hueco, a raro, a irreal; aún lo traigo metido en las orejas como un clavo. Las caras apenas nos las veíamos, porque era poca la luz.
»Pasada una puerta, después de otras muchas, nos detuvimos; hice formar el pelotón de los dorados frente a una pared y me volví hacia Berlanga, como para indicarle que todo estaba listo. Él entonces pareció fijar en mí la vista unos instantes; luego inclinó la cabeza hasta cerca de la mano en que tenía el puro, y por fin dijo, contestando a mi actitud:
»—Sí, en seguida. No lo haré esperar…
»Y durante algunos minutos, que para mí no duraron casi nada, siguió fumando. A despecho de las tinieblas vi bien cómo apretaba cuidadosamente el puro entre las yemas de los dedos. Se adivinaba que, ajeno casi a su muerte inminente, Berlanga se deleitaba deteniéndose, a intervalos, para contemplar el enorme capullo de ceniza, cuyo extremo, por el lado de la lumbre, lucía con un vago resplandor color de salmón. Cuando el puro se hubo consumido casi por completo, Berlanga sacudió bruscamente la mano e hizo caer la ceniza al suelo, cual brasa a la vez brillante y silenciosa. Luego tiró lejos la colilla, y con paso tranquilo, ni precipitado ni lento, fue a adosarse contra el muro… No se dejó vendar…».
* * *
—Ha sido un crimen horrible —le dije a Fierro tras una larga pausa.
—Sí, horrible —contestó, y se entregó de nuevo a la maceración de su tabaco, si bien ahora más ahincadamente que antes, obsesionado, atento al proceso formativo de la ceniza.
—En realidad —agregó a poco—, yo no soy tan malo como cuentan. También yo tengo corazón, también yo sé sentir y apreciar… ¡Qué hombre más valiente Berlanga! Y ¡qué fuerte! Mire usted —y me mostró el cigarro—: desde esta madrugada ando empeñado en fumarme un puro sin que se le caiga la ceniza, pero no lo logro. Los dedos, que no gobierno, se me mueven de pronto y la ceniza se cae. Y eso que no es malo el tabaco, yo se lo prometo. En cambio él, Berlanga, supo tener firme el pulso hasta que quiso, hasta el mismo instante en que lo íbamos a matar…