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Pancho Villa en la cruz

No se dispersaba aún la Convención, cuando ya la guerra había vuelto a encenderse. Es decir, que los intereses conciliadores fracasaban en el orden práctico antes que en el teórico. Y fracasaban, en fin de cuentas, porque eso era lo que en su mayor parte querían unos y otros. Si había ejércitos y se tenían a la mano, ¿cómo resistir la urgencia tentadora de ponerlos a pelear?

Maclovio Herrera, en Chihuahua, fue de los primeros en lanzarse de nuevo al campo, desconociendo la autoridad de Villa.

—Orejón jijo de tal —decía de él el jefe de la División del Norte—. Pero ¡si yo lo he hecho! ¡Si es mi hijo en las armas! ¿Cómo se atreve a abandonarme así este sordo traidor e ingrato?

Y fue tanta su ira, que a los pocos días de rebelarse Herrera ya estaban acosándolo las tropas que Villa mandaba a que lo atacasen. Los encuentros eran encarnizados, terribles: de villistas contra villistas, de huracán contra huracán. Quien no mataba, moría.

* * *

Una de aquellas mañanas fuimos Llorente y yo a visitar al guerrillero y lo encontramos tan sombrío que de sólo mirarlo sentimos pánico. A mí el fulgor de sus ojos me reveló de pronto que los hombres no pertenecemos a una especie única, sino a muchas, y que de especie a especie hay, en el género humano, distancias infranqueables, mundos, irreductibles a común término, capaces de predecir, si desde uno de ellos se penetra dentro del que se le opone, el vértigo de lo otro. Fugaz como estremecimiento reflejo de Villa, el mareo del terror y del horror.

A nuestro «buenos días, general», respondió él con tono lúgubre:

—Buenos no, amiguitos, porque están sobrando muchos sombreros.

Yo no entendí bien el sentido de la frase, ni creo que Llorente tampoco. Pero mientras éste guardaba el silencio de la verdadera sabiduría, yo, con inoportunidad estúpida, casi incitadora del crimen, dije:

—¿Están sobrando qué, general?

Él dio un paso hacia mí y me respondió con la lentitud contenida de quien domina apenas su rabia:

—Sobrando muchos sombreros, señor licenciado. ¿De cuándo acá no entiende usté el lenguaje de los hombres? ¿O es que no sabe que por culpa del Orejón (¡jijo de tal, donde yo lo agarre!…) mis muchachitos están matándose unos a otros? ¿Comprende ahora por qué sobran muchos sombreros? ¿Hablo claro?

Yo me callé en seco.

Villa se paseaba en el saloncito del vagón al ritmo interior de su ira. Cada tres pasos murmuraba entre dientes:

—Sordo jijo de tal… Sordo jijo de tal…

Varias veces nos miramos Llorente y yo, y luego, sin saber qué hacer ni qué decir, nos sentamos —nos sentamos el uno cerca del otro.

Afuera brillaba la mañana, sólo interrumpida en su perfecta unidad por los lejanos ruidos y voces del campamento; en el coche, aparte el tremar del alma de Villa, no se oía sino el tic-tiqui del telégrafo.

Inclinado sobre su mesa, frente por frente de nosotros, el telegrafista trabajaba preciso en sus movimientos, inexpresivo de rostro como la forma de sus aparatos.

Así pasaron varios minutos. Al fin de éstos el telegrafista, ocupado antes en trasmitir, dijo, volviéndose a su jefe:

—Parece que ya está aquí, mi general.

Y tomó el lápiz que tenía detrás de la oreja y se puso a escribir pausadamente.

Entonces Villa se acercó a la mesita de los aparatos, con aire a un tiempo agitado y glacial, impaciente y tranquilo, vengativo y desdeñoso.

Interpuesto entre el telegrafista y nosotros, yo lo veía de perfil, medio inclinado el busto hacia adelante. Le sobresalían de un lado, en la mancha oscura que hacía su silueta contra la luz de las ventanillas, las curvas enérgicas de la quijada y del brazo doblado sobre el pecho, y del lado de acá, al pie del ángulo poderoso que le bajaba desde el hombro, el trazo, corvo y dinámico, de la culata de la pistola. Esa mañana no traía sombrero de ala ancha, sino salacot gris, de verdes reverberaciones en los bordes. Prenda semejante, inexplicable siempre en su cabeza, me pareció entonces más absurda que nunca. Cosa extraña: en lugar de quitarle volumen, parecía dárselo. Visto de cerca y contra la claridad del día, su estatura aumentaba enormemente; su cuerpo cerraba el paso a toda luz.

El telegrafista desprendió del bloque color de rosa la hoja en que había estado escribiendo y entregó a Villa el mensaje. Él lo tomó, pero devolviéndolo al punto, dijo:

—Léamelo usté, amigo; pero léamelo bien, porque ora sí creo que la cosa va de veras.

Temblaban en su voz dejos de sombría emoción, dejos tan honda y terminantemente amenazadores que pasaron luego a reflejarse en la voz del telegrafista. Éste, separando con cuidado las palabras, escandiendo las sílabas, leyó al principio con voz queda:

«Hónrome en comunicar a usted…».

Y después fue elevando el tono conforme progresaba la lectura.

El mensaje, lacónico y sangriento, era el parte de la derrota que acababan de infligir a Maclovio Herrera las tropas que se le habían enfrentado.

Al oírlo Villa, su rostro pareció, por un instante, pasar de la sombra a la luz. Pero acto seguido, al escuchar las frases finales, le llamearon otra vez los ojos y se le encendió la frente en el fuego de su cólera máxima, de su ira arrolladora, descompuesta. Y era que el jefe de la columna, tras de enumerar sus bajas en muertos y heridos, terminaba pidiendo instrucciones sobre lo que debía hacer con ciento sesenta soldados de Herrera que se le habían entregado «rindiendo las armas».

—¡Que ¿qué hace con ellos?! —vociferaba Villa—. ¡Pues ¿qué ha de hacer sino fusilarlos?! ¡Vaya una pregunta! ¡Qué se me afigura que todos se me están maleando, hasta los mejores, hasta los más leales y seguros! Y si no, ¿pa’ qué quiero yo estos generales que hacen boruca hasta con los traidores que caen en sus manos?

Todo lo cual decía sin dejar de ver al pobre telegrafista, a través de cuyas pupilas, y luego por los alambres del telégrafo, Villa sentía quizá que su enojo llegaba al propio campo de batalla donde los suyos yacían yertos.

Volviéndose hacia nosotros, continuó:

—¿Qué les parece a ustedes, señores licenciados? ¡Preguntarme a mí que qué hace con los prisioneros!

Pero Llorente y yo, mirándolo apenas, desviamos de él los ojos y los pusimos, sin chistar, en la vaguedad del infinito.

Aquello era lo de menos para Villa. Tomando al telegrafista le ordenó por último:

—Ándele, amigo. Dígale pronto a ese tal por cual que no me ande gastando de oquis los telégrafos; que fusile a los ciento sesenta prisioneros inmediatamente, y que si dentro de una hora no me avisa que la orden está cumplida, voy allá yo mismo y lo fusilo, para que aprenda a manejarse. ¿Me ha entendido bien?

—Sí, mi general.

Y el telegrafista se puso a escribir el mensaje para trasmitirlo.

Villa lo interrumpió a la primera palabra:

—¿Qué hace, pues, que no me obedece?

—Estoy redactando el mensaje, mi general.

—¡Qué redactando ni qué redactando! Usté nomás comunique lo que yo le digo y sanseacabó. El tiempo no se hizo para perderlo en papeles.

Entonces el telegrafista colocó la mano derecha sobre el aparato trasmisor; empujó con el dedo meñique la palanca anexa, y se puso a llamar:

«Tic-tic, tiqui; tic-tic, tiqui…».

Entre un rimero de papeles y el brazo de Villa veía yo los nudillos superiores de la mano del telegrafista, pálidos y vibrantes bajo la contracción de los tendones al producir los suenecitos homicidas. Villa no apartaba los ojos del movimiento que estaba trasmitiendo sus órdenes doscientas leguas al norte, ni nosotros tampoco. Yo, no sé por qué necesidad —estúpida como las de los sueños—, trataba de adivinar el momento preciso en que las vibraciones de los dedos deletrearan las palabras «fusile usted inmediatamente». Fue aquélla, durante cinco minutos, una terrible obsesión que barrió de mi conciencia toda otra realidad inmediata, toda otra noción de ser.

* * *

Cuando el telegrafista hubo acabado la trasmisión del mensaje, Villa, ya más tranquilo, se fue a sentar en el sillón próximo al escritorio.

Allí se mantuvo quieto por breve rato. Luego se echó el salacot hacia atrás. Luego hundió los dedos de la mano derecha entre los bermejos rizos de la frente y se rascó el cráneo, como con ansia de querer matar una comezón interna, cerebral —comezón del alma—, y después volvió a quedarse quieto. Inmóviles nosotros, callados, lo veíamos.

Pasaron acaso diez minutos.

Súbitamente se volvió Villa hacia mí y me dijo:

—¿Y a usté qué le parece todo esto, amigo?

Dominado por el temor, dije vacilante:

—¿A mí, general?

—Sí, amiguito, a usté.

Entonces, acorralado, pero resuelto a usar el lenguaje de los hombres, respondí ambiguo:

—Pues que van a sobrar muchos sombreros, general.

—¡Bah! ¡A quién se lo dice! Pero no es eso lo que le pregunto, sino las consecuencias. ¿Cree usté que esté bien, o mal, esto de la fusilada?

Llorente, más intrépido, se me adelantó:

—A mí, general —dijo—, si he de serle franco, no me parece bien la orden.

Yo cerré los ojos. Estaba seguro de que Villa, levantándose del asiento, o sin levantarse siquiera, iba a sacar la pistola para castigar tamaña reprobación de su conducta en algo que le llegaba tanto al alma. Pero pasaron varios segundos, y al cabo de ellos sólo oí que Villa, desde su sitio, preguntaba con voz cuya calma se oponía extrañamente a la tempestad de poco antes:

—A ver, a ver: dígame por qué no le parece bien mi orden.

Llorente estaba pálido hasta confundírsele la piel con la albura del cuello. Eso no obstante, respondió con firmeza:

—Porque el parte dice, general, que los ciento sesenta hombres se rindieron.

—Sí. ¿Y qué?

—Que cogidos así, no se les debe matar.

—Y ¿por qué?

—Por eso mismo, general: porque se han rendido.

—¡Ah, qué amigo éste! ¡Pos sí que me cae en gracia! ¿Dónde le enseñaron esas cosas?

La vergüenza de mi silencio me abrumaba. No pude más. Intervine:

—Yo —dije— creo lo mismo, general. Me parece que Llorente tiene razón.

Villa nos abarcó a los dos en una sola mirada.

—Y ¿por qué le parece eso, amigo?

—Ya lo explicó Llorente: porque los hombres se rindieron.

—Y vuelvo a decirle: eso ¿qué?

El qué lo pronunciaba con acento de interrogación absoluta. Esta última vez, al decirlo, reveló ya cierta inquietud que le hizo abrir más los ojos para envolvernos mejor en su mirada desprovista de fijeza. De fuera a dentro sentía yo el peso de la mirada fría y cruel, y de dentro a fuera, el impulso inexplicable donde se clavaban, como acicates, las visiones de remotos fusilamientos en masa. Era urgente dar con una fórmula certera e inteligible. Intentándolo, expliqué:

—El que se rinde, general, perdona por ese hecho la vida de otro, o de otros, puesto que renuncia a morir matando. Y siendo así, el que acepta la rendición queda obligado a no condenar a muerte.

Villa se detuvo entonces a contemplarme de hito en hito: el iris de sus ojos dejó de recorrer la órbita de los párpados. Luego, de un brinco, se puso en pie para acercarse al telegrafista y ordenarle, gritándole casi:

—Oiga, amigo; llame otra vez, llame otra vez…

El telegrafista obedeció:

«Tic-tic, tiqui; tic-tic, tiqui…».

Pasaron unos cuantos segundos. Villa, sin esperar, interrogó impaciente:

—¿Le contestan?

—Estoy llamando, mi general.

Llorente y yo tampoco logramos ya contenernos y nos acercamos también a la mesa de los aparatos. Volvió Villa a preguntar:

—¿Le contestan?

—Todavía no, mi general.

—Llame más fuerte.

No podía el telegrafista llamar más fuerte ni más suave; pero se notó, en la contracción de los dedos, que procuraba hacer más fina, más clara, más exacta la fisonomía de las letras. Hubo un breve silencio, y a poco brotó de sobre la mesa, seco y lejanísimo, el tiqui-tiqui del aparato receptor.

—Ya están respondiendo —dijo el telegrafista.

—Bueno, amigo, bueno. Trasmita, pues, sin perder tiempo, lo que voy a decirle. Fíjese bien: «Suspenda fusilamiento prisioneros hasta nueva orden. El general Francisco Villa».

«Tic, tiqui; tic, tiqui…».

—¿Ya?

«Tic-tiqui, tiqui-tic…».

—… Ya, mi general.

—Ahora diga al telegrafista de allá que estoy aquí junto al aparato esperando la respuesta, y que lo hago responsable de la menor tardanza.

«Tiqui, tiqui, tic-tic, tiqui-tic, tic…».

—¿Ya?

—… Ya, mi general.

El aparato receptor sonó:

«Tic, tiqui-tiqui, tic, tiqui…».

—… ¿Qué dice?

—… Que va él mismo a entregar el telegrama y a traer la respuesta.

Los tres nos quedamos en pie junto a la mesa del telégrafo: Villa extrañamente inquieto; Llorente y yo dominados, enervados por la ansiedad.

Pasaron diez minutos.

«Tic-tiqui, tic, tiqui-tic…».

—¿Ya le responde?

—No es él, mi general. Llama otra oficina…

Villa sacó el reloj y preguntó:

—¿Cuánto tiempo hace que telegrafiamos la primera orden?

—Unos veinticinco minutos, mi general.

Volviéndose entonces hacia mí, me dijo Villa, no sé por qué a mí precisamente:

—¿Llegará a tiempo la contraorden? ¿Usté qué cree?

—Espero que sí, general.

«Tic-tiqui-tic, tic…».

—¿Le responden, amigo?

—No, mi general, es otro.

Iba acentuándose por momentos, en la voz de Villa, una vibración que hasta entonces nunca le había oído: armónicos, velados por la emoción, más hondos cada vez que él preguntaba si los tiquis-tiquis eran respuesta a la contraorden. Tenía fijos los ojos en la barrita del aparato receptor, y, en cuanto éste iniciaba el menor movimiento, decía, como si obrara sobre él la electricidad de los alambres:

—¿Es él?

—No, mi general: habla otro.

Veinte minutos habían pasado desde el envío de la contraorden cuando el telegrafista anunció al fin:

—Ahora está llamando. —Y cogió el lápiz.

«Tiqui-tic-tiqui, tiqui-tiqui…».

Villa se inclinó más sobre la mesa. Llorente, al contrario, pareció erguirse… Yo fui a situarme junto al telegrafista para ir leyendo para mí lo que éste escribía.

«Tiqui-tic-tiqui, tiqui-tiqui…».

A la tercera línea, Villa no pudo dominar su impaciencia y me preguntó:

—¿Llegó a tiempo la contraorden?

Yo, sin apartar los ojos de lo que el telegrafista escribía, hice con la cabeza señales de que sí, lo cual confirmé en seguida de palabra.

Villa sacó su pañuelo y se lo pasó por la frente para enjugarse el sudor.

* * *

Esa tarde comimos con él; pero durante todo el tiempo que pasamos juntos no volvió a hablarse del suceso de la mañana. Sólo al despedirnos, ya bien entrada la noche, Villa nos dijo, sin entrar en explicaciones:

—Y muchas gracias, amigos; muchas gracias por lo del telegrama, por lo de los prisioneros.