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Horas de la Convención

Pero si como cuerpo político la Convención estaba condenada al fracaso, como espectáculo lograba a cada momento los éxitos más halagadores. Yo llegaba a mi platea exactamente con la misma curiosidad que si se tratase de una representación de Reinhardt o de cualquier otro acontecimiento teatral donde pronto hubiésemos de sentirnos, actores y espectadores, arrebatados por el ritmo envolvente de la acción —allí más aguda, más invasora de las facultades del alma, a causa de las próximas evidencias de que aquello no era verdad fingida, sino verdad realmente verdadera—. Unas veces el espectáculo se resolvía en risa; otras dejaba el ánimo perplejo, desorientado, y otras, en fin, volviéndose tortura moral, limpiaba fugazmente los espíritus al toque de cierta grandeza estética. Porque, trágico en el fondo, cuando no en la forma, aquel espectáculo tenía su catarsis, como tenía también su choque fatal de fuerzas inconciliables. Luchaban allí, a muerte, dos maneras profundas de una sola nacionalidad: de una parte, la aspiración difusa, pero desesperadamente activa y noble, a mejores modos de vida social; y frente a esto, la incapacidad inmediata, colectivamente irremediable, de sosegar las turbulencias de la aspiración transformándolas en algo vividero, coordinado y orgánico. El móvil dramático visible era la pasión política, allí suelta, sin cortapisas, autónoma; y la presencia suprema en las encrucijadas de la acción era la pistola —la pistola elevada al rango del destino en la tragedia clásica o al del carácter en el drama moderno: la pistola pronta, imperante, definitiva.

* * *

Héroe del espectáculo convencionista solía serlo Roque González Garza. Villa lo había hecho su representante personal, y, al parecer, con muy buen acuerdo, pues una vestidura así —excelente por las intenciones, ingenua de maneras— resultaba la más a propósito para ofrecer a la junta de militares un trasunto desbravado de la figura, salvaje en exceso, del jefe de la División del Norte. En Roque, además, lucían otras virtudes: era fiel hasta la muerte, derrochaba valor civil y, para el caso, abundaba en esa clase de recursos parlamentarios cuya eficacia no se embota al provocar la risa de las gentes serias y doctas.

Cierta mañana llegó Roque a la Convención persuadido a fondo de que traía en las manos la solución del dilema Carranza-Villa. Brillaba de satisfacción y de misterio, y, más que nunca deseoso de comunicarse con sus amigos de confianza, se mostraba reservado a medias. En el rincón de un pasillo nos reunió a unos cuantos anticarrancistas probados y nos insinuó la importancia de su plan, aunque no la naturaleza precisa de él.

—Será —nos dijo— el golpe definitivo: o se va Carranza o se muere como líder.

—¿Y Villa? —le preguntamos.

—Villa es lo de menos. Lo importante está en que si Carranza insiste en quedarse, se acaba.

¿Y cómo, o por qué, había de acabarse Carranza si no se iba? Eso no nos lo dijo. Con lo cual, al verlo caminar minutos después hacia el salón de sesiones, nosotros nos quedamos sonrientes e incrédulos.

Porque Roque, en fuerza de ser bueno y querer encontrarle camino a todo, sembraba a menudo, aun entre sus mejores amigos, dudas acerca de su capacidad mental. Me las inspiraba a mí igual que a cualquier otro, o más quizá que a otros, puesto que en la estimación que yo hacía de él rendían no pequeño tributo los recuerdos de su gracioso paso por otra convención política: la del Partido Liberal Progresista en 1911. Allí había hecho Roque —por sobra de buena fe, por su cándido optimismo respecto de lo sencillo y de lo sincero— cosas fantásticas y de un sabor anecdótico imborrable. ¿Cómo olvidar la tierna conducta de Roque —opuesta, por tierna, al ambiente nauseabundo de las asambleas políticas— el día que hizo crisis en el Liberal Progresista la pugna entre los partidarios de Vázquez Gómez y los de Pino Suárez? Roque oyó la bella y falsa requisitoria de Urueta contra el primero de los dos candidatos, aquella que el orador empezó con la mordacidad de esta frase exclamativa: «¡El cerebro de la Revolución!…». Escuchó luego la formidable defensa de Luis Cabrera, defensa llena de avisos prudentes y de anticipaciones del futuro. Y agitada el alma por el entusiasmo del momento, poseído de su deber, seguro de su hora, anunció que el argumento último para dirimir el conflicto estaba en ciertos documentos oficiales que él poseía y cuya lectura no podía ni debía dejarse de tomar en cuenta. Sin embargo, como no llevaba consigo aquellos papeles pidió tiempo para ir a buscarlos, y una hora después regresó, vestido de levita —chaleco blanco, sombrero alto—, y subió a la tribuna en medio de la expectación general. Estaba trémulo de emoción cuando rompió a hablar, y a tal punto, que parecía querer apaciguarse apoyando la mano derecha sobre el pecho, del lado del corazón.

—Preparaos, señores delegados —exclamó, llenando con la voz el ámbito de un silencio profundo—; preparaos a vivir este instante solemne. Aquí —y se tocaba de nuevo el pecho—, aquí traigo las memorias de mi hermano Federico… Vais a escucharlas…

Y no se le oyó más, porque la grita que se desencadenó fue tan espantosa que lo hizo desaparecer de súbito, como si una fuerza sobrehumana lo hubiese precipitado en el Tártaro de la rechifla, de donde surgió a poco, arrugados los faldones de su traje de ceremonia, incompletos los puños de la camisa, deshecho el nudo de la corbata.

Escena de tal calibre, por supuesto, no habría de repetirse en Aguascalientes. Tres años de intensa actividad política habían transcurrido desde los albores del maderismo, tres años que para Roque —harto más despierto y sutil de lo que pudiera pensarse al principio— suponían un aprendizaje enorme. Mas, a pesar de eso, la proposición extraordinaria con que quería resolver ahora el conflicto entre Villa y Carranza —así lo vimos sus amigos en cuanto la hizo pública— guardaba estrecha afinidad con la que quiso usar tres años antes para resolver la pugna de Vázquez Gómez y Pino Suárez. Sólo que esta vez, ayudado de su experiencia, y puestas las cosas en otro plano y entre otros hombres, se acercó a la caricia de la ovación casi tanto como la vez anterior a la estrujadura de la mofa y los silbidos.

Con gran destreza exaltó Roque el profundo desinterés político del general Villa, su disposición al sacrificio máximo en aras de la patria, y acabó por entregar un pliego en el cual el jefe de la División del Norte se comprometía —resuelto a no entorpecer la magna obra revolucionaria— a quitarse la vida con su propia mano, siempre y cuando el Primer Jefe se suicidara juntamente con él.

Aquella fue la jornada máxima del villismo heroico.

* * *

Pero en materia de grandes momentos del espectáculo convencionista nada igualaba a las grandes borrascas que sabía desencadenar Antonio Díaz Soto y Gama. Se lo permitía su oratoria, de fluir continuo, y casi se lo reclamaban las doctrinas disolventes a cuya difusión se entregaba por entero, o poco menos. Díaz Soto no creía en Dios ni en el diablo, en el bien ni en el mal, en la patria ni en la familia, en lo mío ni en lo tuyo. Creía apenas en el origen misterioso, mágico, del evangelio zapatista y en la persona sobrehumana de Emiliano Zapata, a quien pintaba, entre las cumbres de las montañas del Sur, en el acto trascendente de revelar a unos cuantos adeptos el Plan de Ayala. Su visión del zapatismo se ataviaba con evocaciones bíblicas —el Sinaí, Moisés; el rayo y el trueno—, y si las cuatrocientas cabezas de la asamblea militar no se humillaban al roce de la extraña palabra, a un tiempo santa y laica, Díaz Soto flagelaba el espíritu de sus oyentes echándoles en cara su ignorancia, su inconsistencia y su servil sumisión a los prejuicios más groseros y más indignos del alma revolucionaria. Era, en una palabra, tremendo.

Un día se acordó de que había socialismo, de que Karl Marx había escrito el Manifiesto comunista y Das Kapital, y de que las patrias y otros embelecos eran mera invención de la clase explotadora para no aflojar las cadenas del proletariado. Y como los pobres generales convencionistas no sabían mucho de aquello, resolvió explicarles el asunto con la vehemencia de gesto y la calidez de palabra en él características.

El candor patriótico de no sé quién (de Ángeles, o de algún otro revolucionario no iniciado en los sacros misterios de la Internacional) había puesto en la tribuna una bandera mexicana sujeta a su asta y dispuesta de modo que su cercanía mantuviese vivo el patriotismo oratorio. Los tres colores de Iguala y el águila precortesiana presidían tutelarmente a cuanto en esa tribuna se pensaba y se expresaba. Por momentos la voz del orador, o la brisa que hacían sus ademanes, agitaba los pliegues de la enseña patria, como para incorporarla a su timbre, como para sumarla a su gesto. Había también algunos que, absortos en la lucubración interna de su pensamiento, acercaban la mano a la tela, con inconsciente deseo de acariciarla o para dar calma a los nervios librándolos de la ociosidad del tacto. Y había también quienes hacían entrar la bandera en sus discursos con el propósito manifiesto de atraerse al auditorio, de entusiasmarlo, de enardecerlo.

Hasta esa mañana, Díaz Soto no dio nunca señales de percatarse, en el curso de sus peroraciones, de que tal bandera estuviese allí. Pero esta vez, mientras ordenaba sus ideas para empezar a hablar, tomó la tela por una de las puntas, la levantó ligeramente, y al fin la dejó caer, al tiempo que iniciaba la primera frase. El tema central de aquel discurso no lo recuerdo, por más que los periodos principales versasen, como de costumbre, sobre el ideal zapatista y la necesidad de hacerlo bajar desde las montañas meridionales hasta las llanuras del centro y el norte de la República —dicho todo ello con la elocuencia pirotécnica y reiterativa en que Díaz Soto era maestro—. El caso es que hubo un bello trozo, de grandes rasgos históricos, donde se hacía ver cómo era uno el género de los hombres, uno su origen, uno su destino. Hubo otro por donde desfilaron, ante los ojos encandilados de los convencionistas, los grandes guiadores de la humanidad, la procesión magnífica de los maestros que no incurrieron en las distinciones de nacionalidad, ni de color, ni de raza: Buda, Jesucristo, San Francisco, Karl Marx y Zapata. Y luego, en el paroxismo de la elocuencia militante y arrebatadora, vinieron otros periodos —éstos los más brillantes— destinados a denunciar la perversa división de los hombres en pueblos y naciones, a vituperar los imperios, a negar y escarnecer la patria y las patrias y a abominar de todos los emblemas pueriles que los hombres inventan para odiarse entre sí y combatirse.

En esta última parte de su discurso, quiso Díaz Soto unir el acto a la teoría, para lo cual, cogiendo la bandera mexicana que tenía al lado, la hizo objeto de múltiples apóstrofes y exclamaciones y preguntas retóricas.

—¿Qué valor —decía, estrujando la bandera y recorriendo con la vista palcos y butacas—, qué valor tiene este trapo teñido de colores y pintarrajeado con la imagen de un ave de rapiña?

Nadie, naturalmente, le contestó. Él tornó a sacudir el lienzo tricolor y a preguntar, o exclamar:

—¡Cómo es posible, señores revolucionarios, que durante cien años los mexicanos hayamos sentido veneración por semejante superchería, por semejante mentira!…

Aquí los militares convencionistas, cual si fueran librándose poco a poco de la magia verbal del orador predilecto de Zapata, empezaron a creer que veían visiones, y, segundos después, vueltos del todo en sí, se miraron unos a otros, se agitaron, iniciaron un rumor y en masa se pusieron en pie cuando Díaz Soto, a punto ya de arrancar la bandera del asta —tamaño era su ahínco—, estaba dando cima a su pensamiento con estas palabras:

—Lo que esta hilacha simboliza vale lo que ella, es una farsa contra la cual todos debemos ir…

Trescientas pistolas salieron entonces de sus fundas: trescientas pistolas brillaron por sobre las cabezas y señalaron, como dedos de luz, el pecho de Díaz Soto, que se erguía más y más por encima del vocerío ensordecedor y confuso. Flotaban principios, finales, jirones de frase; sonaban insultos soeces, interjecciones inmundas…

—Deje esa bandera, tal por cual…

—… Zapata, jijo de la…

—Abajo…, bandera…, don…

En aquellos instantes, Díaz Soto estuvo admirable. Ante la innúmera puntería de los revólveres, bajo la lluvia airada de los peores improperios, se cruzó de brazos y permaneció en la tribuna, pálido e inmóvil, en espera de que la tempestad se aplacase sola. Apenas se le oyó decir:

—Cuando ustedes terminen, continuaré.