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Las cinco novias de Garmendia
Durante el suntuoso baile con que don Venustiano se despidió de la sociedad nogalense, alguien me había dicho:
—¿Ve usted lo lindas, lo atractivas, lo acogedoras que son las muchachas que ahora danzan ante nosotros? Pues, créamelo: casi no existen si se las compara con las del pueblecito de Magdalena. ¡Ah, aquéllas! Para describirlas no alcanzaría el lenguaje. Bástele saber que Gustavo Garmendia tuvo allá, la noche del baile, hasta cinco novias…
El coronel Garmendia acababa de morir en la campaña de Sinaloa; lo cual, dando principio al trazo legendario, acrecía el carácter de los sucesos reales en que la leyenda iba a fundarse. Pero, aparte esto, era notorio que el pueblecito de Magdalena se aparecía siempre en la imaginación de los acompañantes de Carranza, y aun en la imaginación de éste, envuelto en nubes de dorados encantos, por más que bien a bien nadie los sabía definir. «¡Ah, Magdalena!», repetían todos. Pero ¿qué pasaba en Magdalena? Y apenas si una que otra respuesta rebasaba los límites de la vaguedad ponderativa. Para los más intrépidos todo parecía reducirse a una sola circunstancia: en Magdalena pasaban de ciento las doncellas bonitas y casaderas y no había ni un varón en estado de casarse, descontados los chinos.
También es cierto que mientras estuvimos en Nogales existió un motivo constante para que las damas magdalenenses gozaran de gran relieve en la evocación revolucionaria, y era que el Primer Jefe hablaba a menudo de encontrarse en deuda con ellas. Semanas antes, cuando don Venustiano se detuvo allí al ir de Hermosillo a Nogales, ellas —tan hospitalarias, tan entusiastas— lo habían agasajado con un baile que hizo época; por lo cual él se sentía ahora obligado, para cuando regresara de Nogales a Hermosillo, a detenerse otra vez en el pueblo y corresponder a sus admiradoras con una fiesta más fastuosa aún que la otra. Creció entre nosotros el interés, ya en vísperas de partir, cuando vimos moverse con alarde, en torno del coche especial de Carranza, a los encargados de comprar y embarcar, para la fiesta en proyecto, grandes cajas de vinos —oporto, jerez, champaña, coñac— y grandes paquetes y cestas de fiambres, gelatinas, conservas, frutas frescas, frutas cubiertas, frutas secas y todo lo mejor, en fin, de cuanto pudo encontrarse en los almacenes de la inmediata ciudad fronteriza.
* * *
Llegamos allá en el atardecer de un día magnífico. Nosotros —quiero decir, nuestros jóvenes oficiales (polainas y correajes lustrosos, finos uniformes ajustados, sombreros grises de alas anchas, botones de azófar, espiguillas doradas)— saltamos de los coches rebosando optimismo. El tren acababa de correr por entre valles frescos, poblados de castaños, de encinas, de robles, y algo de ese ambiente —perfume limpio de la montaña— parecía venir en pos de nuestras personas hasta allí. Ellas, vueltas una sola sonrisa de amable acogimiento, esperaban, agrupadas en racimos copiosos, sobre el polvo vil de las entrevías. Su saludo salió a encontrarnos al camino.
Las autoridades del pueblo se acercaron a dar la bienvenida al Primer Jefe y sus ministros. La banda del Estado, mandada con anticipación por el gobernador, tocó los aires que eran nuestro himno: la Adelita, la Valentina, la Juanita. Hubo vivas y mueras, ramos de flores, serpentinas, confeti. Y entretanto, sin que nadie nos presentara, brotó la amistad.
¿Quién de entre nosotros intentó aclarar desde luego, prometiéndose tal vez mayores horizontes, cuáles éramos los casados y cuáles los solteros? Ello fue. Pero las muchachas no lo consintieron de ningún modo.
—No, no —las oímos decir en el acto, con unanimidad profusa, parlanchina—. Eso no queremos saberlo, ni nos importa. Solteros o casados, para nosotras igual valen. Ya sabemos que de los dos o tres días que van a permanecer aquí no saldrá ningún casamiento. Seamos pues buenos amigos y divirtámonos sin tomarnos demasiado en serio.
¡Sorprendente manera de hablar! Yo la encontré admirable. ¿Qué pueblecito era aquél, cuyas niñas de diecisiete y diecinueve años se expresaban con más honda sabiduría que las mujeres de treinta en los salones del gran mundo? Ellas, en el corro que nos rodeaba, se apoyaban unas en otras con aire de provocación, de desafío, e imprimían al enlace de sus brazos un vago acento de seguridad, de previa afirmación de ser ellas las que pronto mandarían y nos dominarían a su antojo. Las había rubias y morenas; de grandes ojos verdes, donde la claridad se hacía profunda; de grandes y rasgados ojos negros, donde la negrura se perdía en brillos. La tez de sus rostros, clara u oscura, era de una tersidad limpia y pareja; las frentes, despejadas; el porte, franco y resuelto; los trajes, pulcros, graciosos; bellos y bien calzados sus pies.
* * *
No eran pocos los revolucionarios jóvenes y apuestos de que proveía su séquito don Venustiano. Así y todo, a cada uno de ellos podía corresponderle en Magdalena, repartiendo las posibilidades a prorrata, un número de novias exactamente igual al que había hecho clásico la tradición de Gustavo Garmendia.
Fue la regla de ellas la que se impuso en el reparto: nació por doquiera un profundo impulso a ser buenos amigos y a divertirse sin tomar las cosas demasiado en serio. Burla burlando, raro era quien a los dos días del arribo no se hallaba ya sujeto a más compromisos que los que podía cumplir. Bajo el tupido follaje de la placita (corrían las primeras horas de la noche; tocaba la banda) las voluntades coincidían y se aunaban. Los sitios más frecuentados eran unas calles de árboles, largas y umbrosas, en cuya perspectiva lejana se quebraban entre las ramas los rayos de un farol. Allí —fácil pureza original de lo desinteresado, de lo atélico— se trababa el juego sin principio ni fin, porque aquello no conducía a nada ni se proponía nada diverso de sí mismo. Y como, al menos en cuanto se refiere a ellas, se trataba de seres perfectamente honestos, las artes del juego de amar con que las parejas se entretenían se relacionaban menos con las verdaderas lides amorosas que con el aroma de esas lides. En eso están acordes todos los testimonios. El mundo de las vírgenes de Magdalena era un paraíso con Evas y sin Adanes, al cual los Adanes podían llegar de pronto, pero siempre en días anteriores a aquel en que la malicia descubrió, para moverse y fascinar, el cuerpo de la serpiente.
De súbito se nos nubló el paraíso, aunque sí por nuestra culpa, no en nuestro daño. Una tarde llegaron de Hermosillo Enrique C. Llorente y no recuerdo quiénes más, en compañía de nutridos y hermosos grupos de muchachas pertenecientes a las mejores familias de la capital del estado. Porque Carranza, que aplicaba hasta en los fandangos, a que era tan afecto, el principio de dividir para reinar, sin duda había querido que al baile de Magdalena asistieran representantes de la sociedad de Hermosillo, pues así la alta tensión aumentaría los resplandores. Las señoritas de Magdalena, en efecto, al ver que se les ponía delante una falange de competidoras, se encresparon, con lo que vendrían a beneficiarse el Primer Jefe y su comitiva. Porque ellas no culpaban, por la ofensa que se les infería, a los métodos políticos de la Revolución, sino al modo de ser hermosillense; y, en vista de ello, se lanzaron sin pérdida de tiempo a un duelo terrible que demostrara cómo las suyas eran las mejores armas. ¿Ciertamente lo eran? Los más gallardos de nuestros oficiales probaron las armas de ambos lados y quedaron indecisos. «Deleite —decían— contra deleite».
Carranza nos reunió la noche del baile y nos dijo, momentos antes de que la fiesta empezara:
—Éste es un sarao de carácter oficial, y para nosotros significa más por los deberes que supone que por el esparcimiento. Nuestra verdadera intención se reduce a lograr que las señoritas y señoras de Magdalena, donde se nos recibe con tanto cariño, queden contentas de nosotros, esto es, de las consideraciones y galantería que venimos a brindarles. Una recomendación concreta les hago: que ninguna señora, joven o vieja, bonita o fea, se crea olvidada; todas deben recibir frecuentes invitaciones, ya sea para bailar, ya para ir a la mesa, de tal modo que se sientan solícitamente atendidas. Yo mismo, según ustedes verán, procederé con igual criterio…
Don Venustiano no bailaba —o bailaba poco—; pero se sentía siempre en su elemento si frecuentaba el trato de las damas. Su resistencia en punto a bailecitos y bochinches no conocía término. A las cuatro o cinco de la madrugada apenas si el tono de las venillas de su nariz, ligeramente más violáceo, denunciaba, en contraste con el tono de la piel, levemente más pálida, toda la fatiga de la noche. Cortejaba a las señoras con tacto finísimo; a las señoritas las protegía paternalmente. Durante los interminables bailes de la Revolución, que empezaban a las nueve de la noche para no concluir hasta las seis de la mañana, hacía continuas visitas al buffet, acompañando cada vez a una señora diferente, y rato a rato, del brazo de alguna, paseaba por la sala. Entonces —aunque sin olvidar jamás que él era el Primer Jefe— cambiaba sonrisas de inteligencia con sus subordinados, hasta con los más jóvenes o más modestos, y abarcaba el conjunto en amplias miradas de simpatía satisfecha.
En el baile de Magdalena se portó como patriarca vigoroso y munífico, como cabeza de gens que cuida del bien espiritual y físico de su prole. Las propias disidencias de los partidos, que enturbiaban ya nuestra atmósfera política, no lograron estropear la buena disposición de su ánimo. Esa noche supo ser hasta tolerante, cosa increíble. Escuchó con gran paciencia el discurso —demasiado enérgico para entonces, demasiado franco, demasiado previsor— en que Juan Sánchez Azcona abogaba por la cooperación de todos los elementos revolucionarios. No dio señales de percibir el enojo que poco después produciría en muchos el discurso de Fabela —aquel discurso que ha hecho famosa la metáfora de la «barba florida» y el apostrofe de: «Pero ¡qué mucho, señor, que los hombres te sigan y te acaten, si las damas, según lo estamos viendo!…»—, frases que algunos de los presentes, justo es decirlo, no entendieron entonces, ni han entendido nunca, sino al margen de las verdaderas intenciones de Fabela, buenas sin duda en aquellas circunstancias. Porque la plenitud vital de que el Primer Jefe hizo derroche esa vez estaba en consonancia con lo que Fabela decía o insinuaba. Se trataba tan sólo de dejar complacidas a las damas de Magdalena, y Fabela se expresó en términos que ellas aplaudieron con rabia y que a muchas, a las más audaces o imaginativas, deben haber henchido el pecho con hondas emociones mientras veían ante sí al robusto varón cuya barba, blanca y larga, resplandecía, más que como signo de decrepitud, como gala ostentosa de reciedumbre. Yo creí notar que la señora que en aquellos momentos se apoyaba en el brazo de don Venustiano se sintió irresistiblemente atraída hacia él al influjo de las palabras del orador.
Como Fabela en su discurso, en los actos cumplimos todos: señoritas y señoras quedaron satisfechísimas. A la hora del champaña parecía concentrarse en Magdalena la totalidad de las fuerzas creadoras del Universo. Y luego, si sobrevino la dispersión, no fue por nuestra culpa. Don Venustiano, ahuehuete añoso cuyas raíces se tendieran a distancia enorme, estaba, a las seis de la mañana, firme en su puesto. A Lucio Blanco no le sorprendió que un rayo de sol entrase por la ventana del buffet y viniera a terciar en la conversación que aún sostenía con la bella hija del alcalde, conversación en que ambos seguían con igual desparpajo y frescura que si en ese instante la empezaran: ni uno ni otro se rendían. Enrique C. Llorente no se cansaba de seguir haciendo estragos con sus grandes bigotes inflexibles y con la hermosísima onda de su cabellera —«ala de cuervo»—, que tan bien coronaba su gentil figura. Martínez Alomía demostraba, andando, que la languidez tropical y costeña se ensambla a maravilla con el brío preciso del Norte. Rafael Zubaran, con su habla fácil e insinuante, con sus modales perfectos, con su ironía sutil, no encontraba barreras. Y así los demás: hasta los que menos se señalaban, por muy jóvenes o muy menudos, todos cumplíamos, bien charlando, bien bailando incansablemente bajo la dirección tácita de Carlos Domínguez, que era el bailarín máximo, aquel cuyo brazo daba origen a rivalidades y celos, el que trajo a los campamentos constitucionalistas, desde París, el tango argentino y el pañuelo a lo príncipe de Gales. El diminuto Alberto Salinas se condujo como los de mayor estatura. A despecho de sus compromisos internacionales (pues él era el comisionado para festejar a la hija, azafranada y pecosa, de no sé qué personaje yanqui, huésped de don Venustiano) supo hacerse notar entre las señoritas vernáculas y agradarlas.
Propiamente, el baile de Magdalena no acabó: se fue apagando hasta el último destello, hasta la crepitación última. Los músicos dejaron de tocar cuando, ya avanzado el día, no hubo un solo pie que siguiera el ritmo de los valses, cuando la sala resonó largo tiempo vacía de parejas y llena de música.
Pasadas las ocho me dirigí al hotel. Todavía cruzaban por las calles figuras femeninas arrebujadas en seda, con abanicos de pluma, con zapatillas de raso. De nuestros jóvenes oficiales, los más concienzudos no liquidaban aún la lista de sus citas: estaban prendidos a las rejas.
* * *
Al otro día salimos hacia Hermosillo. En masa vinieron las muchachas a despedirnos en la estación, y no ocultaron su enojo al ver que con nosotros subían a los coches las señoritas hermosillenses. Ya en marcha el tren, mientras los más nos agolpábamos en plataformas y ventanillas para prolongar la despedida, oímos que nos gritaban:
—¡Adiós, adiós! Y otra vez vengan solos…
Esa noche, acaso para consolarnos, dimos rienda suelta a las confidencias; empezó la elaboración del recuerdo. Y —¡cosa extraña!— de cuanto oí se colegía que las cinco novias de cada uno de mis amigos eran justamente —extraordinaria casualidad que iba repitiéndose con cada uno— las cinco novias de Gustavo Garmendia.