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Cuerda de presos
La Convención Militar, reunida en Aguascalientes, ordenó a Carranza que nos pusiera libres. Él, sin embargo, no hizo lo que le mandaban, sino que resolvió, tergiversando las órdenes, meternos en un tren y consignarnos al general Nafarrate, jefe militar de Matamoros, para que bajo su vigilancia se nos depositara en territorio de los Estados Unidos. Pretendía don Venustiano lograr así dos cosas: una, no desobedecer abiertamente a la Convención; otra, no dejarnos ir sin castigo, o mejor todavía, sin su castigo predilecto. Porque Carranza, que mataba poco, tenía en cambio la perversa afición a desterrar: a desterrar, de preferencia, a sus enemigos personales. ¿Quién, si no él, es el verdadero restaurador del ostracismo (ajeno por completo a la letra y al espíritu de las leyes mexicanas) a que tan afectos se muestran desde los tiempos de la Primera Jefatura nuestros gobiernos revolucionarios?
A nosotros, por supuesto, nos tenía sin cuidado que nos llevaran hasta la parte de allá de la raya fronteriza. Una vez en Brownsville nada nos impediría trasladarnos a El Paso, para entrar de nuevo en México por Ciudad Juárez. Y decir Ciudad Juárez era decir Francisco Villa, y decir Villa, la Convención. Pero lo que ya no nos parecía tan bien era que el general Nafarrate tuviese el encargo de recibirnos en la frontera. Su fama de general descollaba entonces demasiado alta —más como asesino que como general— para no inquietarnos. Además, una pregunta inevitable aumentaba nuestras dudas: ¿Qué razón había para expulsarnos por Matamoros, cuando Laredo estaba más cerca?
Preocupadísimos con aquel enigma, nuestra hermosa sala de la Penitenciaría se animó entonces más que de costumbre y se reconcentró luego en la meditación. Caviló don Manuel Bonilla; caviló Llorente; cavilaron Malváez y Ortiz Rodríguez; en suma, cavilamos todos, y fallamos unánimes que don Venustiano, ni más ni menos, intentaba deshacerse de nosotros por cualquiera de los recursos de que disfrutan en nuestro país los Nafarrates grandes y chicos. (Sospechas, por lo demás, no arbitrarias: Nafarrate, justamente, habría de ser, de allí a pocos meses, el encargado de fusilar a Aguirre Benavides, a Bolaños y a los demás convencionistas que se le fueron a entregar creyendo bueno el salvoconducto que les diera Pablo González).
Vistos tales temores, algunos amigos nuestros —en particular Pani y Lucio Blanco— hicieron gestiones encaminadas a que se cambiara la ruta. Pero sus esfuerzos, debía esperarse así, resultaron infructuosos. A más de terco, Carranza era autócrata, lo que cerraba en él toda puerta a la razón tan pronto como resolvía el menor punto. Pocas cosas le deleitaban tanto como verse rodeado de suplicantes, y no atenderlos. Era, en realidad, de todos los revolucionarios hasta entonces producidos por México —después los ha habido peores—, el más sinceramente, el más orgánicamente enemigo de los derechos del hombre. Me refiero, claro está, a los revolucionarios dotados de cierta conciencia de sus responsabilidades y su conducta.
* * *
Pero en fin, llegó el momento de abandonar aquella cárcel, donde gracias a las bondades del general Plank y de Martínez Urristra lo habíamos pasado sin grandes trabajos. En el fondo —y en parte acaso por las zozobras que nos asaltaban— no dejamos de sufrir en esa hora un ligero ataque sentimental. Nuestra prisión de políticos revolucionarios no había carecido de ciertas satisfacciones, de cierta novedad, de cierto aprendizaje. Habíamos, desde allí, conspirado con éxito; habíamos conocido de primera mano el mundo misterioso, a veces horrible, de las crujías; habíamos aprendido a pesar mejor, a través del trato con los huertistas presos, las relativas responsabilidades del político de segunda fila que no incurre en crímenes del orden común; es decir, habíamos aprendido a ser más tolerantes, más comprensivos, más humanos. Y todo eso nos llenaba de la melancolía de lo que no ha de volver a vivirse, sea lo que fuere.
Media hora antes de la salida vino Plank al departamento que ocupábamos Domínguez, Malváez y yo, y nos dijo:
—Nafarrate es un bandolero: mucho cuidado con él. Por las dudas, aquí les traigo sus pistolas. Ocúltenlas lo mejor que puedan y guárdenme el secreto. Si lo sabe don Venus, me destituye.
Y rio con su reír azul, de niño rubio y sonrosado.
Portar pistola en aquellas circunstancias no dejaba de ser arma de dos filos. Igual podían servirnos nuestros revólveres para la defensa, que de pretexto para que nos aplicaran la ley fuga u otra ley de tipo análogo. Con todo, el consejo de Plank nos pareció bueno y lo seguimos. Plank, que había sido siempre excelente amigo, entonces era más que eso: nos avisaba como hombre experimentado, como revolucionario conocedor. Fue él también quien nos sugirió no salir de México solos, sino acompañados de nuestras familias.
—Mientras más mujeres y niños, mejor —decía—. Así quedará perfectamente establecida su actitud sumisa: no diga luego Nafarrate que se amotinaron y hubo necesidad de liquidarlos.
* * *
Salimos de la Penitenciaría, al atardecer, con no poco ruido y sorpresa para el barrio. El gentío plazuelero se agolpaba más mientras menos a su gusto se explicaba todo aquel movimiento de soldados y civiles en intimidad promiscua y rara. Como que la cosa, en cuanto espectáculo, no estaba desprovista de interés, de cierto profundo interés característicamente mexicano. Había dispuesto Carranza que nos llevaran a pie hasta la estación de Colonia, y para mayor lujo y seguridad —lujo no sé si nuestro o suyo— vino a buscarnos una escolta buena como para veinte reos. Asomados por vez última a nuestro gran balcón central, la habíamos visto acercarse, seguida de la plebe. Cuando bajamos ya estaban formados los soldados a la derecha de la puerta, en la calle. Allí efectuó Plank la entrega material de nuestras personas al capitán comisionado para conducirnos. Éste, por hacer algo, nos miró primero y luego nos contó, como reses, Señalándonos con el dedo mientras decía:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Pero en cuanto se quedó oficialmente con nosotros ya no supo qué hacer. Parecía azorarlo el tener que conducir entre filas a nueve presos que no daban la impresión de tales; parecía no alcanzarle el ánimo para imponerse de buenas a primeras a gente a la que de antemano se sentía sumiso. Todo se le iba en decir, dirigiéndose a nosotros:
—Bueno: ahorita nos formamos y echamos a andar.
Total: que no daba ninguna orden.
Era un hombre ya viejo, de aire humilde, casi servil. Su uniforme —como de la época— ostentaba más mugre y remiendos que atributos marciales. Lo cual le sentaba muy bien, porque, salvo la pistola y las tres barras en el sombrero de alas anchas, nada marcial había en su persona: ni en sus palabras, ni en su ademán.
Por tercera o cuarta vez repitió:
—Bueno, horitita mero nos formamos y ganamos pa’ la estación.
Pero lo que hizo fue meter mano en el bolsillo, sacar un cigarro y encenderlo.
Evidentemente, no se atrevía con nosotros: nos le presentábamos como un caso nuevo cuyo ensayo retardaba. En su modesto papel de custodio de presos políticos le pasaba lo que a nuestros Napoleones antes de que las batallas se definan por sí solas: se hacía bolas con su pequeña tropa. Soldados y presos nos le enredábamos entre los dedos como los soldados a los generales de la estrategia rudimentaria: los de «Fulano por la derecha, Mengano por la izquierda, yo por el centro, y malhaya el que se raje».
Al fin nos impacientamos. Domínguez cruzó con nosotros unas cuantas palabras, y, sin más ni más, se dirigió al capitán en estos términos, ricos en fantasía:
—¿Sabe usted que soy coronel?
—Sí, mi coronel.
—¿Está usted al tanto de lo que manda la Ordenanza para casos como éste? Hablo de mis prerrogativas, de mi grado, de mis derechos…
—Sí, mi coronel.
—Entonces, mi capitán, no se extrañará usted de que tome, sin perjuicio de mi condición de detenido, el mando de la escolta.
—A sus órdenes, mi coronel.
Y dicho y hecho. Domínguez tomó el mando, y lo tomó para no soltarlo ni un minuto. Decidido a ejercerlo más en firme empezó disponiendo que trajeran ocho o diez automóviles de alquiler. Luego nos acomodó a los presos en unos coches, a los soldados en otros —él y yo con el capitán—, y de ese modo emprendimos la marcha hasta la estación de Colonia.
* * *
Todavía entonces, México no era la ciudad hondamente triste que conocieron años posteriores. Su paseo nocturno de San Francisco conservaba bastante de la placidez mansa —pero sólida, a pesar de todo— de 1905 y 1906. Al rodar lentamente por la avenida, nuestros autos se inundaron —como en ola de marea que alcanza de pronto— en la orla de una existencia brillante y bulliciosa. Después del largo encierro fue como sentir caldeado el rostro por el aire del mar o de la montaña.
Pasamos frente a los escaparates de La Esmeralda, cuajados de pedrería, y ello nos obligó a dedicar a Alfredo Breceda un piadoso recuerdo. La verja de la Profesa —y, detrás, el templo colonial— desfiló a nuestro lado con quietud elocuente. De coches y autos salieron hacia nosotros, de cuando en cuando, miradas y sonrisas conocidas. Pasó El Globo, con su interior luminoso de pastelería parisiense, de donde brotaron fugaces reflejos de grandes frascos llenos de almendras, breve visión de parroquianos y empleadas acarameladas. Iturbide… San Francisco… La Imperial… Guardiola… Luego el raudo correr del coche a lo largo de la Alameda, fresca en el anochecer de sus sombras, manchada a trechos de verde claridad…
* * *
Lucio Blanco y otros amigos nos esperaban en la estación y, con ellos, nuestras familias, prestas ya a acompañarnos. En junto, íbamos a formar toda una caravana.
El tren —tren ordinario— estaba ya repleto de viajeros. Domínguez indicó al capitán que subiera a los coches a dar orden de que se nos hiciera sitio. Y el capitán, enérgico ahora que obedecía a otro, mandó desalojar un vagón de primera clase, «para necesidades del servicio». Protestaron los pasajeros, hubo ruido y escándalo, pero en cinco minutos se desocupó el coche y nosotros —escolta, presos y familias— subimos a instalarnos. Nuestros treinta soldados, en el acto, saturaron la atmósfera con su olor de costumbre. Para las señoras aquel ambiente resultó insoportable. Domínguez lo advirtió y se propuso remediar el mal desde luego. Sin mucho trabajo consiguió del capitán tamaña modificación en los planes del viaje, que nos dispusimos a inaugurar una manera insospechada, y peculiarísima, de ser conducidos, en cuerda de presos. «Por necesidades del servicio» la escolta iría distribuida en los vagones de segunda, salvo su jefe, que seguiría al lado nuestro.
Salió el tren. Íbamos asomados a las ventanillas para despedirnos de Lucio Blanco, que enarbolaba, por sobre la multitud del andén, su fusta de puño de oro… Al rebasar mi coche la parte cubierta percibí el son de una música. Escuché atento: al otro lado de la pared tocaban La Golondrina… ¿Lucio? Sí, de fijo eran cosas de Lucio: había mandado que se pusiera allí una de sus bandas para decirnos adiós al estilo revolucionario, al estilo de los buenos revolucionarios.