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Primer vislumbre de Pancho Villa
Ir de El Paso, Texas, a Ciudad Juárez, Chihuahua, era, al decir del licenciado Neftalí Amador, uno de los mayores sacrificios —¿por qué no también una de las mayores humillaciones?— que la geografía humana había impuesto a los hijos de México que andaban por aquella parte de la raya fronteriza. Mas es lo cierto que esa noche, al llegar de San Antonio, Pani y yo sufrimos la prueba con un fondo de alegría donde retozaban los misteriosos resortes de la nacionalidad: entregándonos a la íntima afirmación —allí palpable, actuante, profunda— de que habíamos nacido dentro del alma de nuestra patria y de que habríamos de morir en ella.
El espectáculo de Ciudad Juárez era triste: triste en sí; más triste aún si se le comparaba con el aliño luminoso de la otra orilla del río, extranjera e inmediata. Pero si frente a él nos ardía la cara de vergüenza, eso no obstante, o por eso tal vez, el corazón iba bailándonos de gozo conforme las raíces de nuestra alma encajaban, como en algo conocido, tratado y amado durante siglos, en toda la incultura, en toda la mugre de cuerpo y espíritu que invadía allí las calles. ¡Por algo éramos mexicanos! ¡Por algo el resplandor siniestro de las escasas lámparas callejeras nos envolvía como pulsación de atmósfera que nutre!
Neftalí Amador, a un tiempo ruidoso y afónico, nos guiaba. Sus pasos eran nerviosos y breves. Hablaba sin parar, enhebrando palabras planas, palabras olorosas a chicle, que hacía salir a fuerza entre sus quijadas rígidas. En las esquinas, mientras se detenía un instante a mirarnos de frente, las luces nocturnas le reverberaban en el rostro, picado de viruelas. Luego cruzábamos el arroyo, y, al hundírsele los pies en el fango, decía, como en soliloquio y con repetición periódica:
—Esto es un potrero. Cuando la Revolución gane lo limpiaremos. Haremos una ciudad nueva; nueva y mejor que la de la otra orilla del río.
Caían de las puertas, hasta el barro público, aspas de luz que mitigaban apenas la sombra. Pasaban tranvías. Pululaban gentes y bultos como de gentes. A veces, sobre el fondo de rumores en castellano —suave acento del Norte— estallaban frases en inglés de cowboy. Tocaba la música infernal de los orquestriones; olía a lodo y a whisky. Transitaban, rozándonos, prostitutas feas —feas y dolientes si eran mexicanas; feas y desvengonzadas si eran yanquis—, y todo esto entre tabernas y cafés que transpiraban escándalo y ruido de máquinas jugadoras.
Nos detuvimos breve rato frente a las puertas de una sala amplia, donde cien o doscientas personas, sentadas a unas mesas, se inclinaban atentas sobre unos cartones llenos de signos. Voces roncas gritaban números en inglés y español.
—Son los quinos —dijo Amador.
Pasos después nos paramos a la entrada de un largo pasillo en cuyo fondo brillaban, entre grupos de mujeres y hombres, superficies verdes y montones de fichas rojas, azules, amarillas. Aquel sitio parecía muy espacioso.
—Es el póker… Es la ruleta… Son los dados… Son los albures y el siete y medio.
Y tras de lanzar estas palabras —así, en pelotón—, Neftalí Amador calló varios segundos y continuó luego, como si respondiese a reflexiones interiores:
—Sí, sin duda: tráfico innoble, pero insustituible a la hora de los pocos recursos. Llegado el momento lo suprimiremos. ¿Qué digo? Lo perseguiremos. Ahora no… Y menos mal que mientras tanto son los yanquis quienes lo sostienen. Aquí llegan con su dinero y nos lo dejan para que compremos treinta-treintas y parque. ¡Algún día habían de servir a la buena causa!… Aunque ahora caigo en que, comprándoles a ellos las armas, vuelven a llevarse al fin el dinero que momentáneamente nos dejan… Claro que nos quedan, por lo menos, las armas… Tampoco, porque las destruimos, y, peor aún, nos destruimos con ellas…
Amador consumió con su discurso la calle más populosa y menos mal alumbrada, pero acto seguido inició nuevo monólogo para la calle inmediata. Saltaba ágilmente de uno a otro de los temas que le brindaba nuestro camino. Pani y yo lo oíamos sin responderle casi; mirábamos a derecha e izquierda, o más exactamente, entreveíamos a derecha e izquierda, o más exactamente, entreveíamos, en busca de los sitios que Amador señalaba.
Íbamos ahora sobre aceras más primitivas que antes, junto a paredes cuyos tonos claros endulzaban la sombra. En la acera de enfrente se veían edificios bajos, chatos, con ventanas y puertas de rudos ángulos rectos. Parecían casas mesopotámicas de hacía cinco mil años; casas de Palestina de hacía tres mil. Sus masas sólidas guardaban respecto de los nubarrones, inciertos en la tiniebla del cielo, igual proporción que la cerca de un parque respecto de las grandes copas de los árboles inmediatos.
A poco andar, nuestros pies no tocaron ya acera ninguna; el alumbrado se redujo a la luz furtiva de una que otra ventana o puerta; el silencio empezó a nacer de los ladridos de los perros y de la lejana tristeza de canciones a la vez apagadas y audibles. A ratos, para mayor seguridad en la marcha, apoyaba yo la mano en la pared que pasaba junto a mí: entonces sentía las asperezas de los adobes descubiertos, carcomidos, y las piedrecitas de sus junturas.
—En 1911 —decía la voz de Amador— se libró por este sitio, durante el ataque maderista, uno de los combates más reñidos. Cuentan que por aquí empezaron los revolucionarios a perforar las paredes para avanzar dentro de las casas… Tamborrell, ni quien lo niegue, era todo un hombre, era un gran militar…
Y luego, tras pausa corta, añadió, dirigiéndose a mí particularmente:
—Él, lo mismo que antes el padre de usted, murió con el heroísmo del deber cumplido, que es el más duro de todos los heroísmos, pues está hecho de melancolía, no de entusiasmo…
Caminamos algo más y llegamos, por fin, a un paraje que daba, en la negrura confusa de la noche, la sensación de encontrarse junto al río, hacia la parte donde la ribera y el extremo de la ciudad se tocaban. Se presentía una esquina. Amador interrumpió su charla y advirtió:
—Aquí es; aquí a la vuelta.
Y diciendo esto nos tomó la delantera cosa de dos pasos y se irguió ligeramente con aire de quien encabeza un grupo. Su tosecita carraspienta vino a sustituir sus palabras.
A la vuelta de la esquina, en efecto, casi tropezamos con una guardia de rebeldes. Estaban a ambos lados de la puerta de una de las primeras casas: unos en cuclillas, adosados contra la pared; en pie los otros. Entre las hojas de la puerta, a medio abrir, se colaban débiles fulgores, los cuales, difundiéndose en penumbra tenue, comunicaban a los cuerpos de los soldados cierta visibilidad de formas monstruosas. Sobre todos ellos pesaba, achaparrándolos, el ala de sombreros enormes. Cada uno parecía tener sobre el pecho diez, veinte cananas con centenares y centenares de cartuchos. Sus piernas, de pantalón estrecho, se enarcaban con retorcimientos de acordeón escuálido. Sobre sus espaldas, entre sus manos, cerca de sus pies, brillaban los cañones de los rifles y se precisaban, lustrosas, las manchas negras y triangulares de las culatas.
En cuanto sintieron nuestros pasos, se incorporaron con rápido bailoteo de brillos y sombras entre los macilentos rayos de luz que los doraban. Uno, rastreantes los miembros, pesado el cuerpo bajo el rifle y las cananas, se destacó en nuestra dirección. El sombrero, desmesurado, hacía marco a su rostro oscuro y quebraba el perímetro del ala —vuelta hacia arriba por delante, caída por detrás— contra el rollo enorme del sarape, que traía, a manera de bufanda, enrollado de hombro a hombro.
Preguntó con voz ronca:
—¿Pa dónde jalan, pues?
Amador se fue hacia él con andares de confianza, casi de familiaridad, y le contestó en tono que, queriendo ser afable, sólo resultó opaco:
—Somos amigos. Estos señores, revolucionarios también, llegan ahora de México y quieren ver al general. Los traigo yo: el licenciado Neftalí Amador… Uno de ellos fue ministro del señor Madero…
—Ministro, no —interrumpió Pani—: subsecretario…
—Eso es, subsecretario —corrigió Amador, y se enzarzó en mil explicaciones inútiles.
Habíamos venido a quedar frente a la puerta. Los soldados, sin moverse de su sitio, oían el parlote de Amador con la solicitud del que no entiende, aunque comunicando a su manera ese dejo de altanería humilde propio de nuestros revolucionarios victoriosos.
—Conque el licenciado Amador y dos menistros…
—Justamente. El Subsecretario de Instrucción Pública en el gabinete del Presidente Madero y director general…
—¡Onde le digo yo todo eso!
—Bueno, pues sólo lo otro: el licenciado Amador y un ministro del señor Madero.
—¿Un menistro o dos menistros?
—Es igual: uno o dos…
Se entreabrió más la puerta para que el soldado pasase, y luego se cerró por completo. Al minuto siguiente la tornaron a abrir:
—Pos que pasen, si son los que dicen…
Pasamos. La puerta daba inmediatamente a una pieza baja, cuadrada, de piso de tierra apisonada y húmeda. La medioalumbraba una lámpara de petróleo que esparcía su luz y su humo desde lo alto de un montón de monturas y cajones arrinconados. La pieza, al parecer, era una simple accesoria.
Traspuesto el umbral, Amador había girado sobre su izquierda, escurriéndose por entre una de las hojas y el cuerpo del soldado. Pani le seguía. Yo era el último. Luego, a los cuatro o cinco pasos, nos encontramos los tres en el rincón opuesto al de la lámpara: era el más oscuro de todos. Pancho Villa estaba allí.
Estaba Villa recostado en un catre, cubierto con una frazada cuyos pliegues le subían hasta la cintura. Para recibirnos se había enderezado ligeramente. Uno de los brazos, apoyado por el codo, le servía de puntal entre la cama y el busto. El otro, el derecho, le caía a lo largo del cuerpo: era un brazo larguísimo. Pero Villa no estaba solo. Junto a la cabecera, otros dos revolucionarios se mantenían sentados, de espaldas a la luz, sobre cajones puestos de canto. Guardaban la actitud de quien de súbito interrumpe una conversación importante. Ninguno de los dos se movió al entrar nosotros ni dio señales sino de cierta vaga curiosidad, lo cual se echaba de ver en la manera como ambas cabezas, semiocultas por los sombreros tejanos, habían girado hacia la puerta al sentirse ruido.
Amador pronunció frases de presentación tan sinuosas como largas. Villa lo escuchó sin parpadear, un poco caída la mandíbula e iluminado el rostro por dejos de sonrisa mecánica que parecía nacerle de la punta de los dientes. Luego Amador se calló en seco, y Villa, sin contestar, mandó al soldado que acercara sillas; pero como, por lo visto, sillas apenas había dos, sólo dos trajo el soldado: las ocuparon Pani y Amador. Yo, a invitación del guerrillero, me había sentado ya al borde del catre, a un dedo del cuerpo que lo ocupaba. El calor de aquel lecho penetró mi ropa y me llegó a la carne.
Era evidente que Villa se había metido en la cama con ánimo de reposar sólo un rato: tenía puesto el sombrero, puesta la chaqueta y puestos también, a juzgar por algunos de sus movimientos, la pistola y el cinto con los cartuchos. Los rayos de la lámpara venían a herirle de frente y a sacar de sus facciones brillos de cobre en torno de los fulgores claros del blanco de los ojos y del esmalte de la dentadura. El pelo, rizoso, se le encrespaba entre el sombrero y la frente, grande y comba; el bigote, de guías cortas, azafranadas, le movía, al hablar, sombras sobre los labios.
Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en su cubil; pero de fiera que se defiende, no de fiera que ataca; de fiera que empezase a cobrar confianza sin estar aún muy segura de que otra fiera no la acometiese de pronto queriéndola devorar. Tal actitud contrastaba, por lo menos en parte, con la de los otros dos revolucionarios —¿Urbina? ¿Medina? ¿Herrera? ¿Hipólito?—, los cuales, al parecer, se encontraban muy tranquilos, cruzada una pierna sobre la otra, el cigarro de hoja en una mano e inclinado el busto hacia adelante con tendencia a poner el codo sobre la rodilla y sobre el puño la barba.
—¿Y cómo no le metió usted un balazo a ese jijo de la tiznada de Victoriano Huerta? —dijo Villa a Pani en medio del relato que éste hacía de la muerte de Madero.
Pani estuvo a punto de reír o sonreír. Pero se recobró en el acto y, penetrado de la verdadera psicología del momento, contestó muy serio:
—No era fácil.
A lo que replicó Villa, después de reflexionar un segundo:
—Tiene razón, amiguito: no era fácil. Pero ¡vaya si lo será!
Y de este modo, por más de media hora nos entregamos a una conversación extraña, a una conversación que puso en contacto dos órdenes de categorías mentales ajenas entre sí. A cada pregunta o respuesta de una u otra parte, se percibía que allí estaban tocándose dos mundos distintos y aun inconciliables en todo, salvo en el accidente casual de sumar sus esfuerzos para la lucha. Nosotros, pobres ilusos —porque sólo ilusos éramos entonces—, habíamos llegado hasta ese sitio cargados con la endeble experiencia de nuestros libros y nuestros primeros arranques. Y ¿a qué llegábamos? A que nos cogiera de lleno y por sorpresa la tragedia del bien y del mal, que no saben de transacciones; que puros, sin mezclarse uno y otro, deben vencer o resignarse a ser vencidos. Veníamos huyendo de Victoriano Huerta, el traidor, el asesino, e íbamos, por la misma dinámica de la vida y por cuanto en ella hay de más generoso, a caer en Pancho Villa, cuya alma, más que de hombre, era de jaguar: jaguar en esos momentos domesticado para nuestra obra, o para lo que creíamos ser nuestra obra; jaguar a quien pasábamos la mano acariciadora sobre el lomo, temblando de que nos tirara un zarpazo.
* * *
Horas después, al atravesar el río hacia territorio de los Estados Unidos, no lograba yo liberarme de la imagen de Villa, tal cual acababa de verlo; y a vueltas con ella vine a pensar varias veces en las palabras que Vasconcelos nos dijo en San Antonio: «¡Ahora sí ganamos! ¡Ya tenemos hombre!».
¡Hombre!… ¡Hombre!…