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La mesa del Primer Jefe
Sentarme a la mesa con Carranza y sus colaboradores próximos acabó por ser, mientras permanecimos en Nogales, el más trascendente de mis actos de cada día. Como fuera de tal deber, que ejecutaba de buen grado a tarde y noche, no tenía yo ocupación alguna de carácter fijo, hacia eso se orientaban mi actitud diaria y mis sentidos. Era como vivir sujeto a una función social sui generis, casi palaciega, aunque al margen del monte, y que duraba poco.
Muy de mañana despertábamos De la Huerta y yo. Despertábamos sin gran esfuerzo, pues el hotel Escobosa tenía, entre sus parvas virtudes, la no rara de embeberse —a la hora en que el sueño, fatigado de sí mismo, se hace dos veces dulce— en la más clara luz que baja de los cielos. A nuestro despertar se seguía un largo coloquio de cama a cama. Cuándo pegábamos la hebra en el punto en que quedara rota la noche anterior; cuándo abordábamos nuevo tema; cuándo nos divertíamos comentando —De la Huerta descubrió pronto mi peculiaridad de conversar dormido mejor que despierto— algunas de las cosas extraordinarias que solía yo decirle en sueños. Por fin saltábamos de la cama, nos vestíamos de prisa, bajábamos a luchar a brazo partido con el mal desayuno que Escobosa ofrecía a sus huéspedes, y cada quien tomaba su camino. De la Huerta, oficial mayor de la Secretaría de Gobernación, se iba en busca de Rafael Zubaran; yo, libre hasta la hora de comer, ocioso mientras encontraba con quién entablar plática, pasaba y repasaba por una misma acera de una misma calle o me dirigía de lleno hacia los más altos y hermosos cerros circundantes para escalarlos a título de divertimiento.
Mi simple condición de comensal de don Venustiano me pareció al principio, más que dura, insoportable: larga mañana de espera para la reunión de la comida; largo esperar de la tarde para la reunión de la cena. Yo no disponía ni del recurso de Luis Cabrera y Lucio Blanco, que organizaban ruidosos partidos de billar en el bar inmediato a la línea fronteriza —el juego de Cabrera, sabio, felino, eficaz; el de Blanco, brillante, efectista, genial a veces, a veces torpe—. Tampoco contaba, como Salvador Martínez Alomía —antes de que lo destinaran a hacer el retrato biográfico de Carranza—, con el entretenimiento de los versos. En sus ratos de ocio, Zubaran reencontraba la vida mediante su afición —arte magistral, podría decirse— por la guitarra; Ángeles, en el severo programa disciplinario de su cuerpo y su espíritu (tantas horas a caballo, tantas a pie, tantos saltos, tantas horas de estudio, tantas de meditación); Isidro Fabela y Miguel Alessio, en el secreto libar de frases y urdir de periodos para ver cuál de los dos se llevaba a la postre la palma de los oradores revolucionarios; Pani, en sus hábitos de ingeniero, capaces de sistematizarlo todo, hasta el vacío. Pero yo, yo entonces creyente fervoroso en las virtudes revolucionarias activas, no tenía defensa. Por fortuna, descubrí pronto que en Nogales de Sonora había una tienda de libros, aunque no muy buenos —descollaban entre ellos las novelas de Dumas—, y me acogí al refugio de llenar lagunas de mis trece años. Después, a fuerza de meterme en todas partes, hallé que en Nogales de Arizona existía, aun cuando no lo pareciera, una biblioteca pública, y que en esa biblioteca podían leerse hasta las obras de Plotino. De allá datan mis inmersiones temporales en la mística alejandrina y en su pureza espiritual ajena al mero conocimiento; de allá mi trato momentáneo con Porfirio y Jámblico.
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Llegada la hora de la comida o la cena, me aparecía por el Cuartel General. Antes no, para no herir susceptibilidades, pues nada inquietaba tanto entonces a los más inmediatos servidores del Primer Jefe como la presencia de revolucionarios nuevos desprovistos de funciones propias: les sobrecogía el terror de verse arrancados, como por escamoteo, de los puestos que desempeñaban, para ellos importantísimos y prometedores. Lo cual, lo diré también, no quitaba para que todos ellos fueran excelentes personas: desde Jacinto Treviño, cuya paz de alma naufragaba en la cercanía de Ángeles, hasta el joven aviador Alberto Salinas, que habría sido capaz —pese a sus cualidades de buen muchacho— de estorbar el paso al propio Guynemer. Lo de Treviño respecto de Ángeles lo digo con amplia disculpa para el primero: ¿hubo acaso muchos generales de la Revolución que no sintieran celos de Ángeles?, ¿no abundaron por ventura los que se apasionaban en su contra —movidos sólo por la envidia— y aun lo calumniaban por escrito?
Para ir al refectorio salíamos del Cuartel General en apretado grupo, don Venustiano a la cabeza, y caminábamos hasta la Aduana. En tales momentos, como la noche de nuestra llegada, siempre había cornetas y tambores que tocaban la marcha de honor. Era, por lo visto, de gran interés lanzar al viento la noticia de que el jefe supremo de la causa revolucionaria y sus elegidos abandonaban la mesa de trabajo para ir a la del almuerzo o la cena. Así los humildes habitantes de Nogales se enterarían y regocijarían.
A mí aquella música me resonaba indefectiblemente a don Porfirio. (¿Para qué habitante del Distrito Federal, cuya niñez haya transcurrido de los noventas a los novecientos, Porfirio Díaz, marcha de honor e himno nacional no serán tres partes de un solo todo?). Oírla me desconcertaba. Comprendí por ella cuán lejos debía aún considerarme respecto de los usos revolucionarios, pues nada se echaba de ver que revelara en los otros miembros de la comitiva sentimientos análogos a los míos. «¿Lo ocultarían acaso?», pensaba. O bien: «¡Bah! Impresiones de político bisoño; pronto me acostumbraré a lo uno y a lo otro: a que este aparato militarista y caudillesco me parezca bien, o a disimular que me disgusta».
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Paulino Fontes —entonces lo conocí— era lo que podría llamarse el Intendente de las Residencias del Primer Jefe en Nogales. El departamento de la Aduana donde comíamos no acataba otra autoridad que la suya. Yo debo haber supuesto, desde la primera vez que entré en aquel comedor, que Fontes, futuro presidente ejecutivo de las Líneas Nacionales, era ferrocarrilero de oficio, porque en verdad que bajo su economato las cosas marchaban allí con precisión maravillosa. Nunca la llegada de un manjar se retrasaba más del tiempo justo respecto del manjar precedente, y ello con tal ritmo previsor, que los comensales éramos como otros tantos trenes encarrerados sobre una sola vía al amparo de órdenes perfectas. Un infalible reloj Waltham, de esos que ostentan una locomotora incrustada en la tapa y marcan la hora con manecillas enérgicas bajo la luz, entre clara y verde, de un vidrio grueso, parecía coordinarlo allí todo; ningún choque, ningún accidente, ningún contratiempo. Si algún invitado se aparecía tarde o surgía de súbito, Fontes miraba de llevarlo por el carril pletórico y conseguía pronto ponerlo en ruta de modo definitivo, sin trastornos para los demás ni forzamientos de velocidad perjudiciales al equipo. Para semejantes casos, Fontes empleaba —en forma de entremeses, platos sincréticos o eclécticos y otras cosas por el estilo— un amplísimo sistema de escapes, vías laterales, igriegas, maromas y demás recursos adecuados, con cuyo auxilio, y sin que nadie se enterase cómo, todos arribábamos al término de los dos viajes diarios a punto y satisfechos. «¿Llegará un día este hombre aquí tan apto —pensaba yo— a director de las Lineas Nacionales? ¿Su capacidad directiva no desmerecerá entonces de la de ahora?». Porque en Nogales, la habilidad de Fontes era tan fecunda que bien había él sabido crear para sí, a manera de rito simbólico, el acto distintivo de sus funciones: todo el servicio se hacía bajo su mando; pero él en persona pasaba la bandeja con las previas copitas de coñac. Dudo que nadie lo haya respetado tanto como yo entonces: respeto de la perfección que todo lo equipara, de la perfección que no conoce alto ni bajo, grande ni humilde.
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Una vez estábamos de sobremesa —como de costumbre, quince o veinte personas—: Carranza, Zubaran, Ángeles, Pesqueira, Fabela, Pani, De la Huerta, Treviño, Espinosa Mireles… Con eficacia insuperable, Fontes convertía los más desordenados apetitos en meros ejercicios de eutrapelia. Todos nos sentíamos gozosos; aquella mañana, la banda militar había recorrido dos veces el pueblo y celebrado al toque de diana dos triunfos de nuestras fuerzas, uno en Chihuahua, otro en Tepic. Con este motivo, Carranza se puso a pontificar, según su hábito, y acabó a las pocas palabras estableciendo como hecho inconcuso la superioridad de los ejércitos improvisados y entusiastas sobre los que se organizan científicamente. Afirmación semejante tenía que sonar a herejía en los oídos de cualquier militar entendido, y así pasó entonces. Ángeles dejó que don Venustiano terminara de hablar, y luego, muy dulcemente en la forma, pero vigorosísimo en el razonamiento, esbozó la defensa del arte militar como algo que se aprende y se enseña y que se practica mejor cuando se ha estudiado bien que cuando se ignora. Carranza, empero, que solía mostrarse tan autócrata en la charla como en todo lo demás, interrumpió a su Ministro de la Guerra sin miramiento ninguno y concluyó de plano, sin apelación, como Primer Jefe, con un juicio absoluto. «En la vida, general —dijo—, sobre todo para el manejo de los hombres y su gobierno, la buena voluntad es lo único indispensable y útil».
Ángeles dio un nuevo sorbo a su taza de café y no añadió una sílaba. Los demás guardamos silencio, dejamos flotar en ámbito infinito las palabras concluyentes del Primer Jefe. «¿Se quedará esto así? —pensé—. Imposible; alguno va a hablar ya y a poner los puntos sobre las íes».
Por desgracia, harto más de un minuto transcurrió sin que ningún labio chistara. Don Venustiano, callado también, disfrutaba a pequeños tragos el placer de mandar hasta en nuestras ideas; acaso se recreara en nuestro servilismo, en nuestra cobardía. Yo… ¿Hice bien yo? ¿Hice mal? Yo sentí vergüenza; me acordé de que estaba en la Revolución —para lo cual había tenido que romper antes con todo un programa de vida— y me sentí arrebatado por un dilema: o no tenía razón de ser mi rebelión contra Victoriano Huerta, o era imperativo sublevarme allí también, así fuera tan sólo de palabra.
El silencio en torno de la mesa seguía firme, más firme acaso que segundos antes. ¿Eso iba a arredrarme? No. Me eché de cabeza en la pequeña hazaña con que de seguro se me clasificaría al punto del lado de los heterodoxos y levantiscos del campo revolucionario, con que se me clasificaría allí para siempre y sin remedio.
—¡Lo que son las cosas! —dije sin ambages y mirando de frente hasta el fondo de los ojos dulzones del Primer Jefe—. Yo pienso exactamente lo contrario que usted. Rechazo íntegra la teoría que hace de la buena voluntad el sucedáneo de los competentes y los virtuosos. El dicho de que las buenas voluntades empiedran el Infierno me parece sabio, porque la pobre gente de buena voluntad anda aceptando siempre tareas superiores a sus fuerzas, y por allí peca. Creo con pasión, quizá por venir ahora de la escuela, en la técnica y en los libros y detesto las improvisaciones, salvo cuando son imprescindibles. Políticamente, desde luego, estimo que para México la técnica es esencial, por lo menos en tres puntos fundamentales: en Hacienda, en Educación Pública y en Guerra.
Mi salida causó, más que sorpresa, espanto. Don Venustiano me sonrió con aire protector, tan protector que al punto comprendí que no me perdonaría nunca mi audacia. Salvo Zubaran, que me dirigió una mirada de inteligente simpatía, Ángeles, que me miró con aprobación, y Pani, que se entendió conmigo mediante sonrisas enigmáticas, nadie levantaba los ojos de sobre el mantel. Y sólo Adolfo de la Huerta, echando la cosa un poco a juego, vino en mi apoyo, o con más exactitud: en mi auxilio. Se empeñó en borrar o suavizar la mala huella que mi soberbia pudiera haber dejado en el espíritu de Carranza; lo cual hizo, a riesgo de malquistarse él, noble y valientemente, dejándose llevar de su disposición conciliadora.