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Después de una batalla

Otras veces no era Iturbe, sino Diéguez, quien nos invitaba a recorrer la ciudad, si bien en tales casos, más que a la ciudad misma, nos dedicábamos a los alrededores, de preferencia a los sitios que fueran poco antes escenario de los combates con las tropas de Huerta. Para esos paseos renunciaba yo temporalmente a mis modestos pantalones de revolucionario civil y a mi sombrero suave y acudía a los breeches de caqui, a las polainas de cuero de cerdo y al sombrero tejano de alas y copa un tanto vergonzantes.

El general Diéguez teñía nuestro grupo con un intenso color de jovialidad. Vestido todo de blanco —salvo los zapatos y las polainas, que llevaba de cuero negro, como la mayoría de los jefes y oficiales de sus fuerzas—, venía en nuestra busca risueño y hablador. Y apenas echábamos a andar, daba señales de ir poniendo, tenso para el resto del día —llegaba por nosotros en las primeras horas de la mañana—, el hilo de la plática. Su cutis oscuro y requemado por el sol se plegaba en multitud de arrugas prematuras conforme lo envolvía la animación de la charla, charla que en gran parte era sólo suya. Y ésta, gracias al influjo de una profunda simpatía personal, nos absorbía, nos arrancaba al paso sin brío de nuestras cabalgaduras, mientras no nos parábamos a observar, por indicaciones de él, algún detalle del camino.

Sus comentarios lo revelaban ingenuo; sus preguntas, cándido. Había en su temperamento cierto impulso afectuoso que de rato en rato lo hacía inclinar la cara, al tiempo que hablaba, hacia sus interlocutores. Entonces, la mirada del oyente descubría de cerca, en el espectáculo que era el rostro del general, una nueva versión de lo que éste venía diciendo, o una versión complementaria. Hacían polígonos de elocuencia, en torno de dos ojos como de gato, las resquebrajaduras de la piel. Un bigote muy varonil vibraba al soplo de las palabras y dejaba entrever, y cubría de nuevo, los amarillentos brillos de la dentadura. Y aun solía la atención del interlocutor, mirando con mayor fijeza, distraerse del significado de las frases y dejarse arrastrar por las peculiaridades fisonómicas que se le colocaban delante: por el rayo del sol que, al soslayo, entraba por las córneas de los ojos del general y salía de ellas enriquecido con las tonalidades del iris; por la multitud de puntillos negros, como rociada de pólvora, que se esparcían sobre aquel rostro, franco, hecho a la vez en armonía y contraste con la albura del uniforme que bajaba desde el cuello.

¿Había alguna relación entre esos puntitos negros y la costumbre y perfume que eran en Diéguez característicos? Yo, tan pronto como me le acercaba, me complacía en creerlo así, para lo cual —acaso contra toda evidencia— me daba a elaborar las más extrañas teorías dermatológicas. Porque el general Diéguez olía siempre a café: no al café que se está tostando y moliendo, sino a un café antonomástico, esencial, eterno. Y tal perfume se explicaba por la costumbre suya de beber ese líquido a todas horas: en su casa, en su oficina, en campaña. Llevaba constantemente, suspendido de una correa que le bajaba del hombro derecho a la cadera izquierda, un frasco pequeño, chato, envuelto en forro de piel, en el que no faltaba nunca la cantidad de extracto necesaria para el día. De cuando en cuando —inconscientemente a veces, como quien sin darse cuenta saca un cigarro del bolsillo y lo enciende— cogía el frasco con la mano izquierda, lo destapaba y se lo llevaba a los labios para dar rápido sorbo. Luego, mientras volvía el frasco a su sitio, chascaba dos o tres veces la lengua y se relamía, revelando por indicios haber entrado de nuevo en su ser, haber reconquistado su naturaleza. De este modo, el café —que era su tabaco, su coca, su droga excitante y vital— lo tenía saturado desde la frente hasta las uñas. El tinte propio de su sustancia predilecta lo recubría de una pátina de extraño matiz —con remusgos más oscuros en el borde de los labios y las comisuras de la boca—, la cual, al concentrarse en una infinidad de grumos negros en los poros del cutis, le aplicaba el rostro.

* * *

Diéguez no hacía nunca gala de valiente, pero sus maneras recordaban al militar. No era fanfarrón, no era farsante. Era modestísimo en la importancia que concedía a sus cualidades guerreras; y quizá por eso mismo gustaba a fondo del ejercicio de las armas, a que lo habían arrastrado sus ideales políticos. La primera vez que salimos en su compañía se empeñó en recorrer los parajes donde poco antes se libraran los combates para la toma de Culiacán, y nos describió estos últimos con tal lujo de detalles que no parecía que a él le hubiese correspondido desempeñar entonces sólo un papel subalterno, aunque distinguidísimo, sino el de general en jefe y, a la vez, el de cada uno de los oficiales y soldados que se batieron. Desde la junta de generales y jefes celebrada en el Palmito para acordar el plan de ataque, hasta la irrupción de las fuerzas de Blanco en la ciudad la madrugada siguiente a la noche en que huyeron los federales, no había circunstancia que él ignorase ni callase. Y hacía el relato de la batalla en estilo rico en colores y observaciones concretas, no en el lenguaje seco de quien se interesara sólo por lo militar. Hablaba con los ojos y el corazón abiertos a lo expresivo tanto como a lo técnico, haciendo brotar del fondo de lo marcial las visiones que le habían parecido patéticas o cómicas. Las patéticas, es cierto, no las lloraba, pero las impregnaba de emoción, de emoción visible en el fulgor de los ojos; las otras las reía cordialmente.

—Porque de todo hubo —decía— en la toma de este pueblo de Culiacán, como de todo hay siempre en cualquier combate para los ojos que saben ver. ¿Gracioso entre lo gracioso? La espantada del mayor Alfredo Breceda durante una de las falsas alarmas a que dieron lugar los movimientos del enemigo antes de que empezáramos a dominarlo.

Y nos contaba el episodio. Breceda (en otra parte he consignado este curioso hecho de armas tal cual me lo refirieron los capitanes del ensueño) se había incorporado en aquellos días a las tropas sinaloenses, ansioso de combatir y de cubrirse de gloria. A la estrella que ya decoraba su sombrero de rebelde —y que, al decir unánime, se debía a méritos no precisamente catalogables entre los de campaña— quería él añadir otra estrella más, acaso dos, éstas sí puras y refulgentes desde el origen. Semejante aspiración, noble en un todo, ¿habría podido no parecer plausible? El mayor Breceda fue objeto de la simpatía general y probó el gozo de verse alentado por sus compañeros y superiores. Se le ayudó, se le distinguió. Obregón mismo, a fin sin duda de darle amplias oportunidades desde el principio, resolvió tomarlo bajo su mano: se hizo acompañar de él, como si fuera uno de los oficiales preferidos, mientras anduvo reconociendo las posiciones de los federales.

En aquella empresa, mucho del éxito iba a depender, naturalmente, de la calidad de las armas. Breceda lo sabía bien, y, atento al logro, llegó provisto de buen número de ellas: todas nuevas, todas finísimas, todas pulidas y a punto. En esto de armarse fue tan prolijo que no se olvidó ni de la cocina de campaña: la que trajo consigo podía equipararse, por la eficacia, a todo lo demás. Era un aparato de última invención, extrasimple, extrarrápido, en el cual lo mismo se pasaba por agua un par de huevos, dándoles la sazón exacta de los dos o los tres minutos, que se asaba un pavo o se ponía el dorado más uniforme a la costra azucarada de un flan.

Las bellas cualidades de sus armas fueron para Breceda, en los días previos al ataque, fuente de no escaso renombre. Sus rifles y pistolas conocieron la fama antes de disparar; su equipo inquietó a los curiosos del campamento. La cocinilla sobre todo —aquella cocinilla a la que tantas satisfacciones debían ir añejas, y que hacía pensar en la máxima de que el soldado bien alimentado y bien curado es el de las victorias— no cesó de atraer el halago y la alabanza hacia su dueño.

Por desgracia, las cosas cambiaron de aspecto cuando de los preparativos del ataque se pasó al ataque en toda su fuerza; cuando la acción bélica relegó al olvido cuanto no fuera guerrear, incluso el supremo y más prometedor de los artes culinarios. El mayor Breceda empezó entonces a perder el sentido preciso de sus armas; no acertó a servirse de ellas con claro juicio, pese a la perfección de los rifles y las pistolas —perfección que, como visual que va del alza a la mira, estaba apuntando al blanco, al objeto—, y cayó en error. Y así fue como una mañana, al intentar los federales una salida por la parte del ferrocarril, Breceda, con su cocinilla en hombros —como si ella fuese el más precioso de los útiles militares—, emprendió la carrera. Magnífica carrera, digna —cuando la contaban quienes de cerca la presenciaron— de todo un cantar épico; carrera con altos, con invocaciones, con ritmo trascendente. El general Diéguez la hacía vivir con su elocuencia risueña, aunque no cruel, y le comunicaba cierto sabor cadencioso, melódico, como de romance de ciego, intercalando de trozo en trozo este estribillo:

—Hasta Navolato no pararon el mayor Breceda y su cocina.

Y a lo último añadía, como para disculparse de su poca caridad:

—Y no es que los demás nos hayamos portado como héroes. No había cómo ni por qué. La tal salida no valía la pena de moverse. Nuestros soldados se replegaron unos cuantos pasos sin dejar de combatir… Pero el mayor Breceda, armado de su cocina, no paró hasta Navolato.

* * *

Ya en los cerros la charla de Diéguez cobraba tono muy distinto. Recorríamos de un extremo a otro el lomerío que prolonga el cerro de la Capilla. Descubríamos restos de las trincheras construidas por los federales. Nos movíamos entre árboles de ramas desgajadas por el fuego de los cañones, entre pedazos de proyectiles, entre rastros de sangre. Y a la vista de todo aquello, el general Diéguez se enardecía en el recuerdo como semanas antes en el combate. Nos hablaba de sus batallones 4.º y 5.º como de dos entidades dotadas de alma, como de dos adalides en el momento de asestar los más tremendos golpes. Nos hacía asistir, con lucidez extraordinaria, al asalto de los dos fortines: el que tomó el 4.º y el que tomó el 5.º, y cuya resistencia mantuvo en jaque a sus tropas, con diversas alternativas, por más de treinta y seis horas.

Pero al llegar a este punto de su relato, Diéguez dejaba siempre fuera su actuación personal, brillante como había sido, para que el sitio lo ocuparan otros. Alababa la conducta de sus subordinados, la del mayor Calderón, la del mayor Ríos, y evocaba, trémulo, la bizarría de Gustavo Garmendia. Porque fue allí, junto a una de aquellas rudimentarias defensas de ladrillo, donde Garmendia tropezó con la muerte.

—Venía como los bravos —decía Diéguez—: a la cabeza de sus hombres y seguro del triunfo. Estaba a unos cuantos metros del fortín; los defensores flaqueaban visiblemente. Entonces él, para abreviar la lucha, se lanzó al asalto; pero, atleta hasta el fin, salvó de unos cuantos brincos el espacio que lo separaba de la posición enemiga y llegó a ella solo, o casi solo… Una bala le alcanzó la pierna al saltar sobre el parapeto… Murió en las angarillas que le improvisamos con unas cuantas ramas…