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Una noche de Culiacán
Mucho tiempo después habrían de contarme, a propósito del general Juan Carrasco, la graciosa salida suya que me lo hizo simpático para siempre. (Viniendo una vez de Guadalajara a México, un oficial de su estado mayor le preguntó, al pasar el tren sobre el puente del río Lerma: «¿Qué río es éste, mi general?». A lo que Carrasco respondió: «Éste, hijo, es el río Grande. Lo llaman así porque se le cuenta entre lo muy, muy enorme del mundo. Según creo yo, sólo el Mesesipe le supera»). Pero la verdad es que ya entonces me interesaba el guerrillero sinaloense como tipo representativo de uno de los aspectos de la Revolución.
Por aquellos días, su nombre sonaba a menudo cerca de nosotros. Aparte sus acciones guerreras, no había quien no hablara en Culiacán de los entusiasmos prolongadísimos con que celebraba él los últimos triunfos revolucionarios, muy en particular el de la toma de la capital del estado por nuestras fuerzas. Cierta mañana lo vi pasear por las principales calles en entera concordancia con lo que de él se decía. Iba en carroza abierta, terciada la carabina a la espalda, cruzado el pecho de cananas y acompañado de varios oficiales masculinos y uno femenino y notorio: la famosa Güera Carrasco. Detrás del coche, a la buena usanza sinaloense, una charanga hasta de cuatro o cinco músicos se afanaba por seguir el paso de los caballos, sin dar por ello reposo a sus instrumentos. Y lo más curioso era que los miembros de la murga, visiblemente rendidos por el doble ejercicio, mostraban menos fatiga que el séquito y el general. El contraste me impresionó y me hizo detenerme para mirar más a mis anchas el espectáculo y sus personajes.
De éstos, sin duda, el central era Carrasco. Con su esbeltísimo talle, con su cabeza pequeña y su rostro broncíneo, de facciones angulosas, su gran figura dominaba la escena. La Güera —se comprendía en seguida— se esforzaba a su vez por ocupar sitio y llamar la atención; pero en este punto, Carrasco la traía hecha añicos. Él, pese al cansancio que parecía doblegarlo —y sin pretenderlo ni saberlo quizá—, acaparaba las miradas del público: todos se volvían a ver su cara partida en dos por la línea negra del mugriento barbiquejo y velada a medias por el ala oblicua del sombrero, puesto con garbo.
—Con éste —dijo a mi lado una voz— son tres los días que lleva así mi general Carrasco.
—¿Tres? —inquirí volviéndome, y deseoso de saber más.
—Tres con sus noches —me contestaron—. En lo cual, sí hay pecado, más ya por el poco tiempo que por el mucho. ¿Ve usted cómo anda ya mi general a estas horas? Pues le quedan aún cinco o seis días de horizonte risueño. Ahora, que no es de día, sino de noche, cuando el verlo da gusto.
—Y ¿por qué de noche?
—¡Ah, porque entonces se le juntan sus soldados!
* * *
Esa noche misma, sonadas las diez, me propuse asistir a lo que el desconocido había ponderado tanto en la mañana. Dejé a Miguel Alessio Robles preparando el discurso que diría al día siguiente ante la tumba de Garmendia, y me eché a la calle en busca de la parranda de Carrasco y su tropa.
A semejante hora, en el Culiacán de aquellos días, era insólito encontrar gente por las calles. Apenas si en la proximidad del mercado se veía discurrir a unos cuantos trasnochadores en busca del clásico plato de pollo, servido a la luz humosa de velones y linternas. Era el Culiacán desierto de los días siguientes al sitio; el de las casas abandonadas; el de las tiendas vacías por el saqueo doble —saqueo de los federales al emprender la fuga; saqueo nuestro al entrar, urgidos también nosotros por las necesidades terribles de cada minuto—. Y la desolación, pavorosa en el día, pero semioculta entonces bajo el manto admirable de una naturaleza rica y desbordante en pleno invierno, se alzaba durante la noche, del fondo mismo de las sombras, invisible y real, imponderable e inmediata. Bastaba el recorrido de unas cuantas calles para perder las pociones diurnas, para sentirse vagando en el interior de un cuerpo a quien el alma hubiese sido arrancada, para escuchar, como venido de lo más hondo del enorme ser muerto, el latir de las propias arterias, allí brújula única, contacto único con lo vivo. En medio de la más completa soledad del campo o de la montaña siempre se oye de noche, o se presiente, una palpitación vital; en medio de la ciudad en ruinas, las tinieblas son lo más cercano al desvanecimiento del último soplo en la nada. Aun los súbitos fulgores de vida se desnudan entonces de su apariencia auténtica, se vacían de su contenido: el perro famélico que pasa de pronto, pasa como el espectro del perro; la voz lejana nos hiere como un eco —con la mortal deshumanización de la voz en el eco—; el bulto que boga un instante en el espacio iluminado bajo el remoto farol es el aparecido del bulto, participa de la inconsistencia de lo plano, carece de su tercera dimensión. Y una imagen se agita entonces en la memoria, se apodera del espíritu y le comunica su estremecimiento: se ve a Eneas abrazando en vano la sombra de Anquises bañada en lágrimas que no mojan.
Prendido a aquellas imágenes lúgubres ambulé más de una hora por las calles solitarias y oscuras. Conforme me alejaba del centro, las tinieblas se hacían más profundas, el silencio más mate. Llegó un momento en que me perdí, y anduve un rato a tientas. Luego un fugaz resplandor lejano me sirvió de norte, y poco después empecé a seguir, a grandes rasgos, las someras indicaciones de mi sentido de orientación, ya con ánimo de retirarme a casa. Porque mi largo caminar acabó por antojárseme inútil y desprovisto de sano propósito. A lo mejor, el holgorio nocturno de Carrasco y sus tropas era mera invención del desconocido de la mañana.
Eso pensaba yo cuando oí, tamizado por la oscuridad, un levísimo rumor de voces. Se le sentía venir de la parte hacia donde yo caminaba… Seguí andando… A los pocos pasos escuché varías detonaciones que dominaron aquel rumor, ya más próximo, pero aún confuso, zumbante. Me detuve. No se veía nada: la negrura de la sombra me tocaba el rostro. Los disparos, a juzgar por la opacidad de las detonaciones, se habían producido dentro de una casa. Su sucesión había sido uniforme y rapidísima. «De una misma pistola —me dije— y de una misma mano». Y esperé quieto.
El rumor de las voces no cesaba. A poco otra serie de detonaciones —ésta también regular y rápida— volvió a cubrir los demás ruidos. Eran disparos de otro calibre… Las voces, como ola que sube, arreciaron entonces y se enhebraron en un grito agudo, carcajeante, que tras varías notas guturales —seguidas, menuditas— se ensanchó en un ¡ay! casi sin aliento y vino a terminar en una expresión ronca y obscena… Aquello me hizo comprender: eran Carrasco y su gente. Y entonces me dispuse a oír con toda la concentración que nos embarga en las sombras.
Para mi oído, ya que no para mis ojos, el grito acababa de señalar el punto de donde antes partieran las detonaciones. La casa de los disparos estaba en la acera por donde yo iba, probablemente a doscientos o trescientos pasos. Vacilé un punto sobre lo que me convenía hacer. ¿Me acercaba más a la casa? ¿Retrocedía? Por lo pronto resolví cruzar hacia la acera de enfrente, y, al hacerlo, descubrí que por ese sitio la calle venía a convertirse en lodazal, más que en lodazal, en río de fango que se tragaba mis pies hasta el tobillo. Así y todo, anduve poco a poco, y después de marearme varias veces con el vértigo de la sombra, logré tocar la pared opuesta. Allí, al parecer, no había acera: el mar de lodo llegaba hasta fundir su negro profundo con el tono pardo, discernible apenas, de los muros de las casas. Era absurdo seguir caminando en tales condiciones; pero como no se veía gota, resultaba quimérica la busca de mejor sendero. Por allí continué.
Conforme me acercaba al lugar de las detonaciones y el grito, las voces —no menos confusas que antes, no menos indescifrables— ganaban el volumen. «Deben ser muchos», iba yo diciéndome, cuando tropecé con algo —al parecer con las piernas de un cuerpo recostado contra la pared— y me fui de bruces hacia el lodo. Pero al extender los brazos en el curso de la caída, mis manos, abiertas en anticipación del suelo, dieron milagrosamente en la ropa de otro cuerpo, al que me agarré. Este segundo cuerpo estaba a pie firme, según noté en seguida, y fue a sus piernas a lo que me mantuve asido mientras mis rodillas se posaban en el lodo con fresca blandura. Mi salvador invisible pareció entender lo que me pasaba, pues sentí una mano fuerte que me cogía por una axila, que me ayudaba a enderezarme y que, por último, me soltaba un instante para convertirse en brazo echado sobre mis hombros, brazo cariñoso, brazo que me apretaba el cuello con inesperado afecto, sensación que se desvaneció en mí en el acto para resolverse en la de un olor humano desagradabilísimo y a vueltas con el tufo del mezcal. Entonces hice un vigoroso movimiento para soltarme de aquel cuerpo que se me juntaba; pero como el brazo me sujetó con mayor fuerza, y al mismo tiempo una puerta de la acera de enfrente dejó escapar un rayo de luz, me torné inmóvil. El que me abrazaba dijo:
—¡Anda, pos y que te me queres ir!…
La luz de la puerta nos estaba dando de soslayo. Quise ver quién me tenía cogido y levanté la vista. Mi apresador era un soldado andrajoso. El sombrero de palma, le caía hasta media nariz, al grado de que el ala tocaba, ancha y colgante, el cuello de una botella que tenía empuñada con la otra mano y apoyada, por el fondo en el ángulo que las dos cananas le hacían sobre la camisa mugrienta. Muchos sombreros como el suyo iluminaban en aquel instante el estrecho paralelogramo de luz vaciado en la calle por la puerta a medio abrir; y a un lado y otro del espacio luminoso —en la penumbra primero, luego en los confines de las tinieblas— se perfilaban sobre una masa informe más y más sombreros del mismo tipo. Imposible calcular su número: igual podían ser doscientos que cuatrocientos o mil. Mientras veía esto, vi asimismo, por encima de toda aquella muchedumbre, que bajo la horca luminosa de la puerta salían a la calle varias figuras de hombres, entre ellas una de silueta alta e inconfundible: era Carrasco… La puerta se cerró.
La oscuridad me cegaba ahora más que antes. La multitud en cambio, gracias a la acción de un nuevo sentido, se volvió para mí más perceptible. Dentro de su contorno, que yo no veía, pero que sentía, se formó un alma de unidad colectiva: la muchedumbre se incorporó y comenzó a agitarse como un cuerpo solo, a ondular, a mecerse, a bambolearse, todo en el corazón de un ruido espeso y opaco. Porque persistía el rumor, bajo e impreciso, de las voces, como antes. Los movimientos no se resolvían en choques, o ahogaban los choques en el colchón de lodo. Pero el temblor que sometía ahora el total de la masa a una sola voluntad era evidente: uno como fluido corría de cuerpo en cuerpo. Se esbozó primero una onda hacia la parte donde estábamos yo y el bruto que me sujetaba cada vez con más fuerza. Luego la ola refluyó. Luego me di cuenta de que se iniciaba un avance lento: tan leve que, más que avanzar, revelaba la intención previa de avanzar.
Conforme nos movíamos noté que poco a poco iban surgiendo, a la espalda del grupo formado por mí y mi apresador, y a ambos lados, otros grupos que nos apretaban y empujaban. Eran parejas, como la nuestra, o racimos de tres, de cuatro, de seis hombres enlazados entre sí. De nuevo intenté escapar, esta vez casi con furia; mas mi compañero, con presteza de músculos muy superior a la mía, me apretó el cuello. Para mí, la lucha resultaba difícil, imposible, porque él se hallaba en la fase de la embriaguez en que la agilidad precisa de los movimientos se hace insuperable, y, además, porque era grande y fuerte. Mi nuevo forcejeo le provocó una risita baja, orgullosa y contenida, aunque reveladora de todo menos de maldad. Aquello, por lo visto, le divertía. Poco a poco fue acercándome a la cara, sin duda para demostrarme su actitud benévola, la mano con que tenía cogida la botella. Sentí contra mis labios el extremo frío y pegajoso de la boca de vidrio y por dos o tres segundos me escurrió sobre el pecho el mezcal. Luego apartó de mí la botella y bebió él a grandes tragos.
La mole humana que formábamos se movía mientras tanto hacia el extremo de la calle. Unas siluetas altas, como de hombres a caballo, formaban el centro en torno del cual nos arremolinábamos. La más alta de ellas debía ser la de Carrasco. De tarde en tarde bajaban de allí voces con entonación de autoridad, aunque para mí inarticuladas, indistintas, como todas las otras; pues —cosa rara, fantástica— en medio de aquel gran mar de gente no había logrado oír, hasta entonces, otras palabras inteligibles que las que dijo al principio el hombre que me tenía preso. La expresión de toda esa multitud no rebasaba los susurros, los murmullos: murmullos de canciones, susurros de frases. Sólo a ratos un grito estridente lo dominaba todo: luego el zumbido de colmena recobraba su siniestro imperio. A veces también, las rápidas series de los fogonazos nos envolvían en un resplandor rojizo e intermitente que moría con la última detonación. E igual que los disparos, los gritos eran a manera de remate de vagas aspiraciones, que se manifestaban cuando los murmullos caóticos, acordados en cierto modo, lograban, en su musitación, vaga semejanza con cantos.
¡Extraña embriaguez en masa, triste y silenciosa como las tinieblas que la ocultaban! ¡Embriaguez gregaria y lucífuga, como de termites felices en su hedor y en su contacto! Era, en pleno, la brutalidad del mezcal puesta al servicio de las más rudimentarias necesidades de liberarse, de inhibirse. Chapoteando en el lodo, perdidos en la sombra de la noche y de la conciencia, todos aquellos hombres parecían haber renunciado a su humanidad al juntarse. Formaban algo así como el alma de un reptil monstruoso, con cientos de cabezas, con millares de pies, que se arrastrara, alcohólico y torpe, entre las paredes de una calle lóbrega en una ciudad sin habitantes…
Al llegar a una esquina mi compañero y yo, pude escapar. ¿Cuánto tiempo me sujetó aquel abrazo hediondo? ¿Me sujetó una hora? ¿Dos? ¿Tres? Cuando me arranqué de él sentí quitárseme de encima una opresión mayor —corporal y moral— que si todo el espacio negro de la noche, convertido en dragón inmenso, hubiese estado pesando sobre mis hombros.