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En el Hospital Militar

Por aquellos días, el Hospital Militar de Culiacán se hallaba en condiciones pésimas. Cualquier conocedor a quien se hubiera propuesto transformarlo en una institución aceptable habría desahuciado el intento, o bien, para acometerlo, habría exigido recursos materiales en cantidad desconocida dentro de la órbita revolucionaria del constitucionalismo.

Eduardo Hay y yo —estaba visto que no éramos conocedores— no retrocedimos ante semejante tarea. La emprendimos desde luego con el aplomo característico de quienes ignoran a fondo las dificultades de sus empeños. Provistos de una voluntad enorme —o que tal se nos antojaba—, ni un segundo dudamos del éxito: nos movía la fe en las inagotables posibilidades del espíritu, dábamos rienda libre al entusiasmo.

La nuestra, por lo demás, era una actitud genuinamente mexicana —en lo bueno y en lo malo—. Porque el hijo de México (como el de toda nación que se sabe físicamente débil ante la naturaleza o ante el poder de otras naciones) compensa su debilidad refugiándose en una excesiva fe en la potencia del espíritu frente a frente de la fuerza bruta. Lo cual, si malo de una manera, es bueno de otra: malo, puesto que conduce a los fracasos y mata en la cuna todo impulso a construir sobre cimientos tangibles, seguros —¿hay algo más nuestro que la convicción de que todas las cosas pueden, en un momento preciso, surgir del seno mismo de la nada?—; y bueno, puesto que prepara las almas para las raras ocasiones —raras y decisivas— en que el desequilibrio del poder físico sí puede remediarse en virtud de un mayor aporte espiritual del lado materialmente más débil. Los mexicanos creemos, por ejemplo, que una fila de pechos heroicos es bastante para cerrar el paso a una batería de cañones de 42. ¿Quién negará que nos equivocamos? Pero, esto no obstante, es un hecho que nuestra creencia, al fin y a la postre, es lo único que nos salva.

Prendidos, pues, al lado mejor de esta fe, Hay y yo nos dispusimos a hacer prodigios y nos lanzamos a la obra: él con cierta frialdad, pese a su temperamento extremoso —con frialdad de herido de otras guerras, de hombre inclinado a mostrarse a sus anchas en el ambiente de los hospitales de campaña, de veterano resuelto a parecerlo—, y yo con inusitado ardor, con el ardor nervioso que se alimenta del estímulo de lo nuevo.

* * *

Porque fue en el Hospital Militar de Culiacán donde tuve mi primer contacto con la imaginación de las balas. Yo había creído hasta entonces —acaso por el arrastre de mis ya lejanas nociones infantiles y por alguna experiencia personal dolorosísima— que los proyectiles de las armas de fuego se mostraban dotados de cierta sensibilidad, de cierta conciencia que los mantenía, gracias a no sé qué poder misterioso, atentos siempre a su misión exclusivamente mortífera. El hombre disparaba el rifle, la pistola, la ametralladora y la bala, dócil al humano furor de matar, partía hacia el blanco, que a veces acertaba, a veces erraba, pero en cuya busca iba siempre con disposición siniestra y grave. En el Hospital Militar de Culiacán descubrí que no era así. Existían, sin duda, las balas serias, las balas concienzudas —las que matan con golpe certero o hieren con crueldad simple—; pero al lado de éstas existían también las balas imaginativas y fantaseadoras —las que apenas sueltas en el curso de su trayectoria ceden al ansia universal de jugar, y jugando jugando cumplen su cometido.

Miraba yo la doble fila de camas, los catres diseminados en las salas rebosantes de heridos, y era raro que en cada lecho (o en cada jergón, en cada silla) no descubriese la obra maestra de un entretenimiento diabólico. Las llagas más tremendas, las peores desgarraduras de la carne o pulverizaciones de los huesos me impresionaban menos por su horror que por la sugerencia del recreo destructivo que las causara. Y ocurría otro tanto con muchas heridas en apariencia simples. Por sobre aquellos cuerpos, puestos ahora a vivir en torno al solo estremecimiento de sus dolores, no había pasado una ráfaga mortal —aunque las heridas produjeran después la muerte—; había soplado un mero hálito juguetón y deportista: el deporte de afligir carne y derramar sangre, caro a la raza de las balas, como a la de los hombres.

Separadamente, cada herido era revelador de la existencia de una categoría particular de balas, de una personalidad actuante en cada proyectil en el momento mismo de causar la herida. Juntos todos los heridos, su agrupamiento abarcaba, como en museo, como en panorama, la gama matizada de esas categorías, de esas personalidades. Las balas que vaciaban un ojo —como la que hirió al mayor Esteban B. Calderón— y luego seguían su curso sin tocar ninguna otra parte del cuerpo así herido, eran evidentemente proyectiles risueños, proyectiles que gozaban ejercitando su tremenda capacidad de mal, pero que no la agotaban, a fin de dejar viva a la víctima y obligarla a oír durante años el silbido de su carcajada. Las balas que primero arrancaban de sobre el cráneo mechones de cabello, y luego, para sembrar los pelos otra vez, abrían un surco a lo largo de la espalda, eran balas propensas a recrearse en un virtuosismo excesivo. Las balas que de una parte rozaban la yema de un dedo o afilaban el corte de una uña, y de la otra destrozaban una clavícula o pulverizaban un codo, eran balas que se complacían en afinar hasta la sutileza su capacidad activa y en robustecerla hasta el estrépito. Las balas que mutilaban una oreja rebanándole cuidadosamente el lóbulo; que luego alojaban el lóbulo bajo la carne de la nuca, y que por último iban a incrustar la piel de la nuca en el talón, eran balas traviesas, balas que se entretenían en cambiar de sitio cuanto hallaban al paso y que describían, para lograr mejor su objeto, trayectorias inverosímiles entre los puntos más irrelacionados. Las balas que penetraban por la frente, pero que en vez de perforar el cráneo se deslizaban entre el hueso y la piel y al fin huían por la coronilla, eran balas de dinamismo alegre, inclinadas a poner a prueba sus más rápidos esguinces.

Con estas balas, de arte a veces rondeño, a veces florido y de coloratura, se mezclaban, además, las que se servían de su virtud imaginativa con ánimo de deformar o hacer sufrir. Éstas se gozaban menos en el carácter seguro o elegante de su manera, que en el alcance de su acometida. Eran las balas que desnarigaban o desquijeraban; las que multiplican ociosamente los escapes purificadores del organismo; las que perforaban el vientre para producir peritonitis; las que dejaban en el cerebro un eterno estrépito de cataratas o un resplandor irresistible, más intenso que si el sol estuviera dentro de los ojos; las que creaban, en fin, para toda la vida, focos de frío, de quebrantamiento, de dolor, o inercias penosas en los órganos de función más necesaria, más constante. ¡Aquel soldado que nunca se podría sentar! ¡Aquel otro, que para comer habría de completarse la cavidad de la boca con la palma de una mano! ¡Aquel que no podía doblar la rodilla izquierda ni poner recta la derecha! ¡Aquel a quien las más leves variaciones de temperatura se le acumulaban, con sensación de brasa o de témpano de hielo, a lo largo de la espina!

Y no faltaban tampoco las balas que herían con el ridículo, las que chasqueaban al héroe. Algunas, que se hubiese dicho apuntadas al corazón, se contentaban con llevarse el botoncito de la tetilla izquierda y con pasar después, dejándola desprendida, pero intacta, por debajo de la tetilla derecha. A este género de balas pertenecía la que dio en el muslo del general Obregón: la bala lo buscó y lo alcanzó; mas, en lugar de hacer la herida opulenta que el general revolucionario anhelaba como timbre indeleble de su heroísmo, le produjo, apenas, en el tejido de la piel un moretón despectivo. El desaire fue tan claro que Obregón mismo lo comprendió, por lo que se puso sin tardanza a desvirtuar la burla —incapaz de callar que una bala le había tocado el cuerpo—, haciendo según su costumbre: situándose muy por encima de los acontecimientos. Durante varios días no dejó de decir a todas horas:

—¡Pero qué ridícula ha estado mi herida!

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El buen humor de las balas no era obstáculo para que los heridos se nos agravaran y se nos muriesen. A la inversa. Porque ellas, aun poseídas de la más festiva imaginación, realizaban su obra con una eficacia de que nosotros carecíamos en la nuestra. El Hospital Militar de Culiacán era hospital porque reventaba de heridos. Omitida esta circunstancia, iguales títulos había para llamarlo hospital que para llamarlo de cualquier otro modo. ¿De qué servían allí la ciencia de los médicos ni el desvelo de los enfermeros? Todo se hacía añicos contra la impreparación y la miseria. Eran insuficientes las camas; no bastaba la ropa; faltaban medicinas; se economizaba el algodón; la asepsia no se practicaba porque no había lo necesario; los instrumentos quirúrgicos, limitados, incompletos, inservibles, retardaban las operaciones o las malograban.

Aquella situación era tan bochornosa para el Ejército Constitucionalista, que Iturbe, pese a la flema con que sabía afrontar los peores ratos, casi no la sufría. Mañana a mañana, la visita al hospital lo sacaba de quicio. En cada palabra afectuosa que dirigía a los soldados dolientes se transparentaba esta pregunta: «¿Cómo puede ser éste el tratamiento que se merecen los soldados de un ejército vencedor?». Y hecha cien veces la pregunta en esa forma, la respondía horas después, entrando, a su manera, en consideraciones que podían resumirse —aunque él no las formulara en tales términos— en un pensamiento por este estilo: «Entre las nociones militares típicamente mexicanas descuella la que reduce todo ejército a un grupo de hombres desnudos a quienes se arma, si se puede, con fusiles, y si no se puede, con lo que se tenga a la mano. ¿Equipo? ¿Para qué equipo? Sin capote, sin zapatos, el soldado mexicano atravesará sierras y soportará inviernos para ir en busca del enemigo. ¿Avituallamiento? ¿Para qué avituallamiento? Sin pan ni agua las tropas mexicanas cruzarán desiertos interminables (así las de Santa Anna) y librarán en seguida, vacío el vientre, seca la lengua, batallas de La Angostura. ¿Estado Mayor? ¿Para qué Estado Mayor? Cualquier genio inculto se improvisará en director de operaciones y hablará de ir hasta Washington con cincuenta mil hombres. ¿Ambulancia? ¿Para qué ambulancia? Resignados, sufridos, heroicos, los soldados nuestros se desangrarán, se infectarán, se morirán en el campo faltos de auxilio, como se desangró el pudonoroso coronel que cumplió con su deber en Malpaso, o como murió Gustavo Garmendia cerca del cerro de la Capilla».

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No fue mucho, en verdad, lo que Hay y yo conseguimos hacer en favor del Hospital Militar culiacanense. Cogimos, de donde los hubo, colchones y almohadas. Asaltamos dos o tres casas particulares para aumentar la provisión de sábanas, fundas y demás ropa. Llevamos a cabo, entre los restos de tiendas que aún sobrevivían —por el barrio del mercado— al desastre de la guerra civil, una batida en forma, la cual se tradujo, tras de enormes esfuerzos, en no muchos cobertores y unas cuantas colchonetas. Pero después de todo esto, el renglón más grave quedaba en pie: el de los bisturís, el de las tijeras, el de las estufas de esterilización y las cajas de instrumentos. Y nada de esto había en Sinaloa ni en Sonora. Lo había —como los rifles y los cartuchos con que nos matábamos— en los Estados Unidos, sólo que allá no dejaban tomarlo gratuitamente, sino que lo vendían, y lo vendían a cambio de oro. Ese oro, ¿podíamos tenerlo? Iturbe entró con nosotros en una larga plática y resolvió que sí: lo tendríamos, por lo menos en parte, a pesar de que las tropas no estaban al corriente en sus haberes, y a pesar de que nuestros bilimbiques valían todavía menos que los de Carranza.