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Un Ministro de la Guerra

Carranza y sus generales huyeron hacia Veracruz, y Eulalio Gutiérrez, con la Convención a cuestas, dispuso el traslado de su gobierno a la capital de la República.

Fue entonces cosa de ver, por nuestra parte, la precipitación con que se lanzaron por todas las vías férreas los interminables cordones de nuestros trenes militares y civiles, movidos de pronto no por urgencias guerreras o políticas, sino por nuestra ansia alborozada de ir a tomar posesión del magnífico despojo que los carrancistas nos abandonaban en su huida: la ciudad de México. Nosotros presentíamos (y aun sabíamos de fijo, por cálculos no muy aleatorios) que el gobierno de Eulalio fracasaría; pero sabíamos también que en el deporte mexicano de la guerra civil, la ciudad de México —acaso por estar en el fondo de un valle maravilloso— hace el papel de las copas en los torneos atléticos: quien la tiene saborea el triunfo, se siente dueño del campeonato político, mantiene su récord por encima de los demás, así esté expuesto a perderlo a cada minuto en manos de los audaces que quieran y sepan arrebatársela.

* * *

Los comienzos de mi estrecha amistad con José Isabel Robles datan de aquel viaje a la conquista de la capital de la República. Robles, más firme que nunca en su propósito de llevarme consigo, me había destinado a bordo de su coche especial el gabinete contiguo al suyo; de donde resultó que durante varios días no nos separásemos sino para dormir. Aquel contacto, para mí al menos, fue revelador —revelador y propio para cimentar una estimación grande e inteligente.

Porque, visto de lejos, el general José Isabel Robles era el centauro: la encarnación, un tanto mitológica, de las virtudes guerreras primitivas y ecuestres. Pero visto de cerca, descubría en el acto, bajo la epidermis de su incultura, cierta austera sobriedad, cierta sensibilidad fina, que en cualquier otro hubieran parecido cualidades adquiridas, y que en él, aunque evidentemente espontáneas, producían el efecto de levantarlo sobre sí mismo. El héroe, semifabuloso, de las cargas de caballería —aquel que no concebía yo sino lanzado al frente de su brigada de jinetes: fiero el gesto, caído el sombrero a la espalda, amenazadores el brazo y la pistola— se transformaba entonces, sin quererlo, en un personaje suave, tranquilo, juicioso; en un hombre perfectamente dispuesto a considerarlo todo con serenidad y a resolver choques y conflictos sin más ímpetu que el de los impulsos justicieros.

Este doble aspecto suyo se me mostró en plena fuerza la tarde en que lo sorprendí leyendo nada menos que las Vidas paralelas. Y digo que lo sorprendí, porque estaba él tan absorto en su lectura, que no advirtió mi presencia hasta mucho tiempo después de acercármele, lo cual lo dejó bastante confuso.

—¡Buen libro ése, general! —le dije maquinalmente, atendiendo, más que a mis palabras, al hecho insólito de que un subordinado de Villa leyera a Plutarco, el moralista, y lo leyera con todas las potencias de su alma.

—¿Verdá que sí es un buen librito? —me respondió.

Pero yo, lleno aún de asombro, no entré en explicaciones. Él siguió diciendo:

—Me lo encontré en Torreón, al otro día de dejar la plaza los federales. Aguirre Benavides y yo entramos en una casa donde había muchos estantes con muchos libros. Por curiosidad me puse a hojear algunos: estaban unos en español, otros en idiomas extranjeros. Y el caso es que, al cabo de abrir no sé cuántos, que no comprendí o no me gustaron, topé con éste y me lo guardé. Desde entonces, en cuanto tengo un campito, lo saco y lo leo… Lo que siento ahora es no haber cogido los otros tomitos, porque eran varios… ¡Quién hubiera vivido en aquellos tiempos de Grecia y Roma!

—Para un hombre, general, todos los tiempos son iguales.

—No, licenciado, no lo crea. Mire, sin ir más lejos: ahora que estábamos en el alboroto de la Convención yo pensaba a cada rato: «De todos estos discurseadores no se saca un Demóstenes, y por eso andamos como andamos…».

Bastaba penetrar este aspecto oculto —grave, nada pintoresco— de la personalidad de Robles para explicarse su ascendiente sobre Villa. Se comprendía entonces por qué el jefe de la División del Norte, salvaje de obra y palabra en el trato con todos sus subordinados —menos con Ángeles, por quien sentía admiración supersticiosa—, guardaba hacia Robles consideraciones de padre a hijo. Era que Robles, valiente sin freno en la hora heroica de exponer el pecho, y austero después hasta la virtud, resultaba a los ojos de Villa dos veces perfecto. Y eso lo hacía intocable, eso acreedor a privilegios. A Robles, su jefe le permitía hablar, aconsejar, reprender y aun protestar en situaciones en que a todos los otros imponía silencio. La pistola chiripera del general Villa, lista siempre a castigar en todos hasta la sospecha más leve, hasta la menor torpeza, hubiera perdonado en Robles verdaderas deslealtades. Era una pistola que había aprendido a inclinarse ante él, según se puso de manifiesto cuando Obregón había estado a punto de morir fusilado por Villa. Porque Obregón salió entonces vivo de los dominios del guerrillero por algo más que el simple accidente de que dos o tres generales villistas se propusieron salvarlo: se salvó porque vino en su auxilio la fuerza moral de Robles, el mérito intacto, el indiscutible ascendiente de formas de nobleza para las cuales se volvía sensible la balanza rudísima donde Villa pesaba sus responsabilidades.

De lo anterior, sin embargo, no ha de colegirse que Robles, fuera de los combates, perdiese en un todo su virilidad de corte primitivo. Llegado el caso sabía imponerse y dominar, en la paz como en la guerra; sabía ser, pese a su mediana estatura y a sus escasos músculos, capataz de cuadrilla, contramaestre de bergantín. Sólo que en él la violencia dominadora se teñía entonces —antes que de exceso de brutalidad— de ponderación justiciera: de algo que, sin restarle dureza ni eficacia al castigo, anticipadamente lo purgaba de las posibilidades del odio.

* * *

Así ocurrió en San Luis Potosí la tarde de nuestra salida para México. Uno de los oficiales del estado mayor andaba, desde hacía horas, medio borracho y en ánimo de armar pendencia con varios de sus compañeros. Robles, que lo supo, mandó arrestarlo. Pero el oficial, en vez de someterse, se parapetó pistola en mano detrás de uno de los pilares de la estación y, más rijoso que antes, amenazó con defenderse, a tiros, de todo el que se le acercase. En otras circunstancias, su actitud resuelta quizá no hubiera detenido el cumplimiento de la orden; pero allí, llenos los andenes con la gente que esperaba la salida del tren de pasajeros, los oficiales encargados de la aprehensión creyeron más prudente rehuir la batalla que provocar una catástrofe.

Esto pasaba a eso de las cuatro de la tarde, cuando nuestros trenes, dispuestos ya, sólo esperaban la presencia del general Robles para emprender la marcha. Desde esa hora hasta las seis, momento en que por fin llegaron Robles y el grupo de personas que nos acompañarían hasta Querétaro, el oficial ebrio se constituyó en amo y señor de la estación y sus alrededores: abrazaba y besaba mujeres, injuriaba hombres, y tan pronto como percibía el menor intento de que se le fuera a sujetar, o creía percibirlo, se colocaba, con malicia de alcohólico, en condiciones de dejar tendido al primero que diera un paso. Mientras tenía el cañón de la pistola en posición horizontal no había quien se moviera en cien metros a la redonda.

Robles llegó bien enterado de lo que pasaba; pero al contemplar por sus propios ojos el espectáculo que estaba dando su gente, su cólera no tuvo límites. Yo lo vi pasar junto a mí, pálido el rostro y trémulo el puño con que tiró del barbiquejo para asegurarse el sombrero. Su negro bigotillo contrastaba con la blancura de la piel y le brillaba sobre ella casi tanto como los ojos, que echaban chispas.

Se fue de frente hacia el grupo de oficiales que le quedaba a mano. A uno de ellos, que traía sable, le arrebató la hoja, mientras decía con voz de trueno:

—¡Nadie se mueva!

Y luego, llevando apercibida el arma en posición de quien va a cintarear, no a herir, avanzó con paso rápido hacia el oficial rebelde. Éste, al ver que por fin se atrevía alguien a aceptarle el reto, alzó el brazo armado con la pistola y apuntó. Los otros oficiales, sin moverse de su sitio, gritaron:

—¡No, Martínez, que es el general!

Martínez abrió entonces tamaños ojos, vaciló un segundo y adelantó dos pasos con ademán de querer entregar la pistola. Robles, sin embargo, no se detuvo por eso, sino que, totalmente llevado del impulso de su justicia castigadora, llegó hasta el oficial y le descargó el golpe en las espaldas.

El oficial hundió la cabeza entre los hombros y se encogió de dolor. Robles le asestó en seguida nuevo cintarazo:

—¡De rodillas inmediatamente! —le decía al tiempo de pegarle.

El oficial, sintiendo el segundo golpe, se engarabató, mas no obedeció la orden.

Robles volvió a pegar y a mandar:

—¡De rodillas, miserable!

Y el oficial, aún en pie, se llevó a los ojos, doblado el codo sobre la frente, el brazo en cuya mano brillaba la pistola. Estaba palpitante de dolor; sollozaba. Dijo a media voz:

—¡Ya, mi general!

Y también de la fila de oficiales salieron voces compasivas:

—Sí, mi general: perdónelo usted.

Pero Robles, lejos de escuchar las súplicas, iba animando el furor vengativo de sus cintarazos. A cada golpe repetía:

—¡De rodillas!… ¡De rodillas!…

Y así continuó hasta que Martínez, vencido por el dolor que le destrozaba los riñones, y la espalda, y el cuello, cayó de hinojos y se tendió luego, desmayado, en el piso de piedra de la estación.

Cuando Robles subió al tren, ya había recobrado su talante risueño, tranquilo. Pero había dejos de amargura en la voz con que me dijo al sentarse junto a mí:

—Ya ve usted las cosas que estamos obligados a hacer. Esto no se parece a nuestra lectura de anoche.

Y en verdad que no se parecía, pues la anterior noche habíamos estado leyendo en Plutarco la vida de Cicerón.