7
Martin salió a pasear aquella tarde cerca del puerto con la esperanza de encontrar a Amanda; recorrió algunos de los embarcaderos donde diariamente se congregaban grupos de turistas para realizar excursiones marítimas en los barcos que abundaban por la zona, pero ella no estaba. Después de recorrer el largo paseo marítimo, decidió subir de nuevo a lo alto del pueblo y en vez de tomar la dirección de su cabaña caminó hacia el lado contrario, hacia el magnífico palacio de color rosa situado sobre el acantilado que era visto desde todos los puntos del pueblo: la antigua residencia de la familia Osborn.
Caminaba en silencio por el verde prado que rodeaba el edificio hasta el mismo borde del acantilado y se atrevió a traspasar la reja de acceso que en aquel momento se encontraba abierta, enmarcada por un dintel que exhibía un gran letrero con el nombre de la compañía naviera Irish Star Line. Estaba cerca del palacio cuando observó que las hojas de cristal de la puerta principal se abrían automáticamente para dar paso a una sombra que se dirigía directamente hacia él. De repente se sintió descubierto, aunque pensó que podría hacerse pasar por un adinerado cliente interesado en alquilar un barco…
Estaba oscureciendo, y la penumbra le impidió distinguir con claridad el rostro de aquella silueta hasta que la tuvo cerca: era Amanda, y estaba allí, frente a él. Durante unos instantes permanecieron en silencio, estudiándose mutuamente.
—Hola, Martin. ¿Qué haces aquí? ¿Tienes algún problema?
—No. Salí a dar un paseo, y como hace varios días que no te veo pensé que, bueno… Ya he terminado de escribir el último capítulo que me contaste y estoy algo intrigado. Necesito conocer el pasado que Eva recordó y le contó a Kearan después de que Osborn le robara a su hijo…
—¿No has escrito uno alternativo?
—No. Prefiero lo que tú me cuentas.
—Bueno, aún es temprano —dijo mirando el reloj de su muñeca—, tengo tiempo de desvelarte el misterio del pasado de Eva. Creo que esta vez deberías tomar algunas notas: habrá muchos datos y fechas.
—Adelante…
Salieron del recinto y pasearon por el borde del acantilado, junto al faro, mientras Amanda iba contando su historia. Después se sentaron en un saliente de una roca hasta que cayó la noche.
Berlín, Alemania, 1934-1937
La casa situada en pleno corazón de Berlín junto al Palacio Real y a orillas del río Spree tenía tres plantas y sótano, con fachada neoclásica en piedra labrada. El propietario, Leopold Rosenberg, era un próspero empresario textil de religión judía, la tercera generación de una compañía familiar dedicada a la fabricación de tejidos. Tras heredar la responsabilidad de dirigir la fábrica, tomó con mano firme las riendas y siguió ampliando mercados importando nuevos géneros, como la seda procedente de Oriente, que le abrieron nuevos canales de ventas. Erika Rosenberg, su esposa, procedía de una familia judía ortodoxa cuyo padre era rabino de la sinagoga de Oranienburg. Los Rosenberg eran una familia acomodada, fieles devotos de su religión y muy respetados entre la alta sociedad de Berlín. Tenían dos hijos: Eva, una preciosa adolescente de rubios tirabuzones con enormes y curiosos ojos azules, y Hans, el pequeño, de cabello oscuro como su madre. Sin embargo, su apacible vida se había visto alterada en los últimos años desde la llegada al poder del Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores, cuyo líder, un desconocido de origen austríaco y de escasa estatura llamado Adolf Hitler, había sido nombrado canciller por el anciano presidente Paul von Hinderburg.
Aquella tarde de agosto de 1934, la Staatsoper Unter den Linden ofrecía la obra Tristán e Isolda de Richard Wagner, interpretada por la Orquesta Estatal de Berlín y dirigida por el genial director Erich Kleiber. Tras el primer acto, Leopold y su esposa abandonaron el palco y salieron a los pasillos circundantes para tomar un refrigerio y alternar con amigos de los palcos vecinos. Nada más llegar, fueron abordados por los Müller, una pareja de mediana edad con los que mantenían una excelente relación comercial y personal. Gustav Müller era un importante empresario dedicado a la confección industrial de productos textiles, y era también el mejor cliente de Rosenberg. A través de generaciones habían llegado a trabar una excelente amistad entre ambas familias, a pesar de sus diferentes convicciones políticas y religiosas. Los Müller eran protestantes y habían abrazado el nacionalsocialismo de Hitler con entusiasmo. Su hijo Franz pertenecía a las Juventudes Hitlerianas, un hecho que había costado más de un disgusto a los hijos de los Rosenberg, que a veces eran objeto de burlas y chanzas por parte de éste y de sus amigos. Aquella tarde Gustav abordó a Leopold y se excusó ante las señoras argumentando que se trataba de asuntos de negocios.
—¿Qué ocurre, Gustav? Te noto un poco excitado…
—Tengo novedades. He recibido información confidencial desde un alto cargo del Gobierno. Hitler está rearmando el ejército y va a ampliarlo a seiscientos mil hombres. Tengo un cliente en Metzingen, Hugo Boss, a quien han encargado el diseño y la fabricación de los uniformes militares. Voy a poner mis talleres a trabajar para él.
—Hitler se ha arrogado demasiadas atribuciones desde que ganó las elecciones el año pasado, incluso ha enviado a campos de trabajo a sus adversarios políticos; el presidente debería pararle los pies.
—Hinderburg es un anciano senil. ¿Cuánto tiempo crees que falta para que Hitler tome las riendas y gobierne plenamente? Se le considera un héroe, acaba de salvar al país del caos deshaciéndose de los líderes de los Camisas Pardas.
—¿Tú crees que él es nuestro salvador? Pues yo opino que el Röhm-Putsch[5] ha sido una ejecución política perfectamente calculada por el partido nazi para hacerse con todas las estructuras del Estado. La salvación a la que te refieres se trata de una simple purga; las víctimas han sido asesinadas bajo un plan perfectamente organizado por Hitler para deshacerse de todos los que le alzaron al poder y que ahora le reclamaban su cuota de gobierno.
—Hitler sacará a Alemania del ostracismo que nos han impuesto nuestros enemigos.
—¿Tú también crees esas proclamas incendiarias? ¡Es una vergüenza que incluso las Cortes hayan despreciado cientos de años de tradición en la prohibición de ejecuciones extrajudiciales! Y sólo con la intención de ganarse la simpatía de Hitler —exclamó Rosenberg ladeando la cabeza en señal de desacuerdo.
—Hace quince años hipotecaron nuestro país con el Tratado de Versalles. Fue una paz vergonzosa y humillante. Los franceses se quedaron con nuestras colonias y aún estamos pagando indemnizaciones con nuestro duro trabajo. Nos robaron el carbón, y el ganado, nos quitaron nuestra flota de barcos de guerra, incluso los mercantes…
—Y también nos prohibieron fabricar material de guerra —replicó con prudencia Leopold.
—¿Sabes lo que pienso?, que la misma Sociedad de Naciones que nos marginó prohibiéndonos pertenecer a ella nos hizo un gran favor. Así podremos obrar de acuerdo con nuestros intereses sin tener que discutirlos en ningún foro internacional. Nada pueden reprobarnos porque de nada tienen que hablar con nosotros. Ahora necesito que me suministres dos toneladas de género, lana principalmente. Mi fábrica comenzará en breves días a confeccionar los uniformes y estoy organizando a los trabajadores para hacer tres turnos diarios.
—Es difícil conseguir esas cantidades de una vez. Y por otra parte, ¿cómo piensas pagarme?
—No tengo liquidez ahora. El compromiso con mi cliente es firme, pero no puedo pedirle dinero antes de presentar los primeros pedidos.
—Aún me debes las dos últimas remesas, que ascienden a cien mil marcos. No puedo abastecer tu fábrica si no me pagas. Necesito entregar un anticipo para conseguir el género.
—Es una excelente oportunidad y necesito un adelanto, por favor… —suplicaba Müller; pero en su irritada mirada no había humillación al pedir aquel dinero, sino exigencia.
—Solicita un crédito. Yo no puedo financiarte.
—Te he firmado un reconocimiento de deuda por los cien mil marcos garantizándolos con mi propia casa ¿Qué quieres ahora, que te ofrezca también la fábrica como fianza? —replicó con desagrado—. Hace años hice negocios con tu padre y él sí confió en mí; ambos ganamos mucho dinero uniformando a los soldados durante la guerra. Ahora te toca a ti decidir si quieres hacer lo mismo.
—No puedo poner en riesgo mi negocio, y menos en estos momentos. Tú sabes mejor que nadie la absurda e injusta campaña que están haciendo contra nosotros. Muchos clientes han dejado de comprarme por miedo a ser represaliados, y en la puerta de mi fábrica aparecen cada día nuevas pintadas con estrellas de David e insultos hacia nuestra religión.
—¿Estás diciendo que vas a dejarme ahora en la estacada?
—Págame la deuda pendiente y te suministraré el género.
—¿No entiendes que no puedo pagarte ahora? ¿Pretendes que venda mi casa o vas a echarme de ella para cobrar tu deuda? —bramó Müller con el rostro desencajado.
—Eso es asunto tuyo. No puedo ayudarte en estos momentos.
—Hitler tiene razón. Nunca debí hacer tratos con judíos —masculló con desprecio.
Después le miró como si le viera por primera vez y se alejó de él.
Estaban en el último acto; de repente los músicos dejaron de tocar y se produjo un extraño silencio en el auditorio. El público observó el desconcierto que reinaba entre los cantantes y dirigió su mirada hacia la orquesta, sobre todo al director, que en aquellos momentos depositaba la batuta en el atril y se dirigía al escenario.
—Señoras y señores, acabamos de conocer la triste noticia del fallecimiento de nuestro querido presidente Paul von Hinderburg. En señal de duelo, hemos decidido suspender la representación. Que Dios le acoja en su gloria.
Se oyó un ruidoso murmullo entre el público, que fue abandonando el recinto.
—Se avecinan serios problemas, en breve tendremos que tomar decisiones drásticas —decía Leopold a su esposa de regreso hacia su hogar.
—No creo que Hitler sea capaz de llevar a cabo sus amenazas contra nosotros. Además, tú has combatido defendiendo al país, eres un héroe de guerra y fuiste condecorado. Nadie osaría acusarte de antipatriota.
—Somos judíos, Erika. Y ahora Hitler tomará el poder. Deberíamos pensar en serio en la posibilidad de dejar el país.
—¿Estás loco? ¡Somos alemanes! Ésta es nuestra patria.
Leopold guardó silencio y decidió no hablar a su esposa de la desagradable conversación mantenida con Müller.
Días más tarde, al regreso de la fábrica, Leopold Rosenberg escuchó una suave melodía que inundaba el ambiente de la casa. Eva era una virtuosa del piano y se sentía muy orgulloso de ella. A pesar de su edad adolescente siempre la consideró una persona mayor, madura y sensata. Era alta, como él, y tenía sus mismos ojos azules y cabello rubio. Lo único que lamentaba era que el cambio de niña a mujer le había sobrevenido demasiado pronto y parecía mayor. Hans era tres años menor, un chico feliz y risueño; sin embargo aquella tarde le halló triste y lloroso. Exhibía una mancha amarilla en la frente a consecuencia de las friegas de yodo que su madre le había aplicado para desinfectar una aparatosa herida. También llevaba el brazo en cabestrillo, y en su rostro las secuelas de un fuerte llanto que le había dejado los ojos rojos e hinchados.
—¿Qué te ha ocurrido, Hans? Parece que te han dado una paliza… —exclamó arrodillándose para ponerse a la altura de su hijo.
—Han sido Franz Müller y sus amigos. Me rodearon a la salida del colegio y comenzaron a insultarme, me lanzaron escupitajos y patadas… —Su barbilla volvía a temblar en un acongojado llanto.
—Vamos, vamos… —dijo abrazándole y dando unas palmaditas en su espalda.
—Tienes que hablar con su padre para que le castigue. ¿Por qué ha hecho esto? Antes era mi amigo, pero cuando Eva le dijo que no quería ser su novia empezó a molestarnos; yo no tengo la culpa de que a ella no le guste.
—No, Hans; tú no tienes la culpa de nada, y Eva tampoco. Tienes que tener paciencia con esos pequeños matones.
—Menos mal que ya has regresado. —Erika apareció en el umbral desde la sala—. ¿Has visto cómo le han dejado esos gamberros? Deberías hablar con el director del colegio. No podemos tolerar esa violencia contra nuestros hijos.
Se sentaron a la mesa para la cena, aunque un profundo silencio embargaba aquella noche a todos los miembros de la familia Rosenberg. Sólo el ir y venir de la criada sirviendo la sopa y el tintineo de la cuchara contra el plato rompía el lóbrego mutismo. Eva lo rompió al fin dirigiéndose a su padre:
—¿Vas a hablar con el padre de Franz? —preguntó con timidez—. Después de atizar a Hans nos ha seguido hasta casa con su pandilla de Camisas Pardas, insultándonos y gritando que debíamos marcharnos de Alemania.
—¡Esto es intolerable! Gustav Müller debería controlar más a su hijo; se le está yendo de las manos… tienes que llamarle para contarle cómo se está comportando —replicó Erika.
—Es mejor dejarlo así. —Le dirigió una significativa mirada para que finalizara aquella conversación.
El ambiente fue enrareciéndose aún más para la familia Rosenberg: Hitler asumió tras la muerte de Hinderburg los cargos de canciller y presidente, nombrándose a sí mismo Reichsführer y estableciendo el nacionalsocialista como único partido legal, acabando de este modo con todos sus oponentes, algunos de los cuales eran miembros de su propio partido en los que no confiaba especialmente. Los organismos del Gobierno, bancos y empresas se unieron para excluir a los judíos de la actividad económica, expulsaron de los puestos de la administración a los funcionarios y despidieron a todos los profesores de universidades y escuelas públicas; también los abogados, médicos y demás profesionales liberales pertenecientes a esa religión perdieron a sus clientes arios.
El negocio de Leopold Rosenberg fue decayendo poco a poco; sus proveedores cada vez le suministraban menos mercancía y gran parte de la clientela dejó de aparecer por la fábrica. Eva y Hans se vieron obligados a renunciar a su antigua escuela y a matricularse en una especial para judíos. Crecían envueltos en miedo, obligados a colocarse en sus ropas aquel trozo de tela con la estrella de David cada vez que salían a la calle y soportando los insultos de algunos jóvenes, cuyo pasatiempo consistía en molestar a los que no profesaban su misma religión.
Una noche advirtieron el ambiente tenso en casa. Sus padres, que siempre se habían tratado con exquisito respeto, tuvieron una fuerte discusión después de la cena que se repitió durante los siguientes días; ellos les escuchaban agazapados en la balaustrada de la escalera o tras la puerta del despacho. La voz de su madre era la más clara, oponiéndose casi siempre a las sugerencias que su marido le exponía.
—… son demasiado pequeños, ¿cómo van a crecer lejos de nosotros?
—Será sólo durante un tiempo, hasta que se calmen los ánimos.
—Somos alemanes, éste es mi país, y el de ellos. Muchos han sucumbido a las presiones, pero yo no pienso dejar mi casa. Éste es mi hogar, nuestro hogar, mis hijos han nacido aquí…
—Pero en estos momentos no están seguros; nadie está seguro con un Gobierno como éste. Mis parientes les acogerán con gusto, he recibido sus respuestas. Estarán bien, cariño; no debes preocuparte por ellos…
Aquella tarde de diciembre de 1936 los Rosenberg dieron el día libre al servicio y ofrecieron una comida especial para los niños.
—Queridos hijos, vuestra madre y yo hemos tomado una decisión y, aunque al principio os parezca extraña, deberéis acatarla. Como bien sabéis, mi madre, la abuela Constance, era católica, pero al casarse con el abuelo Klaus se convirtió a nuestra religión. Yo tengo muchos primos que no son judíos y me han hecho llegar una invitación para que vayáis a visitarles; estarán encantados de recibiros…
—¿Cuánto tiempo? ¿Una semana? —preguntó Hans con ingenuidad.
—Puede que un poco más… El verano próximo, en cuanto acabe el curso en el colegio partiréis fuera de la ciudad… Bueno, y del país…
—¿Fuera de Alemania? —exclamó Eva abriendo los ojos con estupor.
—Sí. Tú, Eva, irás a Ámsterdam, a casa de mi primo Gabriel van der Waals. Es un buen hombre, regenta una librería y vive en una bonita casa. Tiene un hijo de tu edad, así que no estarás sola.
—¡Yo también quiero ir a Holanda! —Aplaudió el pequeño con entusiasmo.
—No, Hans; tú te quedarás en Alemania. Vas a ir al sur, a Friburgo.
—¿Y por qué no podemos ir juntos? Yo no quiero que Eva se vaya tan lejos.
—Nuestros parientes no pueden acogeros a los dos a la vez, sería demasiada carga para ellos… Eva es mayor, sabrá defenderse mejor en otro país y con una lengua diferente; tú te quedarás más cerca. Así podremos ir a visitarte más a menudo.
Aquella posibilidad agradó al pequeño, que ya se imaginaba viviendo una aventura en una nueva ciudad y con nuevos amigos.
—Sin embargo, hay algo que debéis tener en cuenta: ellos no son judíos, y no podéis decir a nadie que vosotros lo sois. A partir de esta noche vais a aprenderos estas oraciones —dijo pasándoles unas hojas mecanografiadas—. Todos los días voy a repasarlas con vosotros hasta que las recéis de memoria. Y hoy comeréis una cena especial: codillo al horno.
Eva miró desconcertada a su madre, y después a su padre.
—Pero…no podemos comer carne de cerdo… No es comida kosher…
—Tenéis que ocultar vuestra religión, así que deberéis actuar como ellos. No podréis rechazar ningún tipo de comida —ordenó Leopold Rosenberg.
—Y si nos dan a beber leche después de la carne… —preguntó con temor Hans.
—Pues la beberéis, sin poner objeciones —indicó su madre.
—Pero eso no está bien… —insistía Eva.
—Nuestro Dios sabrá perdonar estos pecados.
—Entonces, ¿dejaremos de ser judíos?
—Un judío será siempre judío. No lo olvidéis nunca. Pero, cuando salgáis de esta casa, estaréis más seguros si nadie sabe que lo sois. ¿Me habéis entendido? —replicó Erika Rosenberg con solemnidad—. Así nadie volverá a molestaros.
Los dos asintieron.
—Desde el momento de vuestra partida, dejaréis de ser judíos ante los demás; no volveréis a llevar la estrella de David en la ropa y os comportaréis como los cristianos. Si vuestros tíos asisten a la iglesia, vosotros les acompañaréis y rezaréis con ellos; si os sirven cerdo, o calamares, o cualquier comida prohibida, la tomaréis sin rechistar.
El fanatismo nazi seguía su curso: los Rosenberg fueron despojados de su nacionalidad a causa de las nuevas leyes antisemitas que se promulgaron desde el Gobierno con la intención de convertirles en extranjeros o expulsarles de Alemania, arrebatarles sus negocios y propiedades y obligándoles a venderlos a precios injustos.
En casa de los Rosenberg las cosas no mejoraban y los niños seguían escuchando a hurtadillas las conversaciones de sus padres, aunque sin comprender demasiado.
—Es una buena oferta, debemos aceptarla… Puede que no haya otra…
—¿A eso le llamas una buena oferta? Más bien parece una limosna…
—No me queda otro remedio. Si no vendo ahora, vendrá Müller con una orden del Gobierno para requisarla, y no voy a consentir que ese malnacido se quede con mi fábrica…
—Aún te debe mucho dinero…
—Lo sé, pero he renunciado a recuperarlo. Bastante daño nos ha hecho ya tratando de sabotear el negocio. Pero no va a lograr quedárselo. Se lo venderé a este comprador aunque sea por medio marco…
Leopold Rosenberg canceló sus cuentas de los bancos donde guardaba sus ahorros, y con el abultado montante se dirigió al domicilio de un conocido comerciante judío de joyas y piedras preciosas. Al llegar a Oranienburgstrasse comprobó con estupor la dureza a la que estaban siendo sometidos los vecinos de aquel barrio judío. La fachada de la Gran Sinagoga aparecía envuelta en pintadas obscenas e insultantes, y las pandillas de adolescentes campaban por los alrededores a la caza de alguna víctima a quien molestar y convertir en el blanco de sus burlas. Era ya noche cerrada cuando regresó a su hogar en Nikolaiviertel. El voluminoso maletín de billetes que transportaba por la mañana se había transformado en una pequeña talega de cuero repleta de diamantes que protegía con su mano dentro del bolsillo del abrigo.
Eva se había convertido en una bella adolescente, y cuando cumplió los dieciséis años estrenó sus primeros zapatos de tacón. Muchas de sus amigas los usaban desde los quince, pero en ese aspecto su madre era muy estricta, y Eva tuvo que esperar un poco más. Hans había heredado los rasgos de Erika —cabello y ojos oscuros y nariz un poco ancha—, también la sensibilidad por las artes. Le gustaba la poesía, la música y, sobre todo, pintar. Solía dibujar en su cuaderno el rostro de su hermana mientras ella recibía lecciones de piano. Él la acompañaba a la casa del profesor de música, pues su madre temía que sufriera algún asalto durante el trayecto.
Aquella tarde regresaban de allí cuando un coche se detuvo bruscamente a su lado. Los dos hermanos observaron, horrorizados, cómo un grupo de jóvenes ataviados con uniformes pertenecientes a las Juventudes Hitlerianas descendían y se dirigían entre risas hacia ellos, acorralándoles contra la pared. Uno de ellos parecía investido de más autoridad, pues calzaba botas negras altas sobre un pantalón largo del mismo color, una chaqueta marrón de estilo militar, corbata y gorra de plato. Fue al alzar su visera negra cuando Eva descubrió unos ojos fríos y desalmados en un rostro que le era familiar…
—¡Caramba! Mirad a quien tenemos aquí. Si son los hermanos Rosenberg —dijo acercándose lentamente hacia ellos—. Hacía tiempo que no nos encontrábamos, y veo que te has convertido en toda una mujer… —dijo alargando su mano para tocar el rostro de la joven.
Eva intentó repeler aquel contacto mientras su hermano trataba de interponerse entre ellos. Pero aquel matón alzó la mano y le propinó un fuerte puñetazo en plena boca que le hizo trastabillar y caer hacia atrás. El resto del grupo comenzó a reír a carcajadas mientras el pobre Hans yacía en el suelo, humillado y dolorido.
—Eres una mala persona, Franz Müller —replicó Eva mirándole a los ojos—. Algún día pagarás por todo el daño que estás haciendo…
—¿Y quién va a castigarme? ¿Tu dios judío? —dijo lanzando una sonora risotada y acercándose peligrosamente a ella.
El resto de los acompañantes hicieron de coro a su líder. Entonces posó su mano sobre el abrigo de Eva y comenzó a manosearla mientras ella luchaba con todas sus fuerzas para zafarse de él. De repente el joven dejó de reír y sujetó las manos de Eva con una de las suyas contra la pared. Apretó su cuerpo contra ella y comenzó a morderle el cuello.
—¿No te gusta, judía? —dijo acercando su rostro al de Eva—. Pues tú tampoco me gustas ya —dijo en su oído.
Después la lanzó contra el suelo sobre su hermano, que aún no había podido incorporarse.
—¡Vamos, Franz, déjanos jugar un poco con ella, no te la quedes para ti solo! —vociferaban sus compañeros.
Eva consiguió levantarse, y en un arranque de furia se lanzó contra él con ímpetu, levantando su rodilla y propinándole una patada entre las piernas —en el sitio que su hermano le había enseñado a inmovilizar al enemigo—, con tanta fuerza que le hizo caerse hacia atrás con el rostro desencajado y gritando de dolor. Los demás jóvenes asistían desconcertados a aquel espectáculo, dudando entre castigar a la aparentemente frágil muchacha o asistir a su jefe de grupo. Aprovechando la confusión, Eva tomó a Hans de la mano y escaparon corriendo hacia su casa.
Leopold Rosenberg presintió peligro al conocer el incidente protagonizado por sus hijos y decidió adelantar la partida a aquella misma noche. Llamó a sus colaboradores de confianza y Erika preparó los equipajes mientras les aleccionaba sobre cómo debían actuar a partir de aquel momento. Leopold había conseguido nuevas documentaciones para sus hijos y antes de separarse de ellos los reunió a los dos.
—Hijos míos, la hora de la partida ha llegado. No debéis contar a nadie quiénes sois, ni dónde está vuestra casa. A partir de ahora diréis que sois huérfanos y que vuestros familiares os han acogido en su hogar. Entre el equipaje hay dos cosas de las que nunca deberéis desprenderos: la primera es esta Biblia cristiana; en ella están escritos vuestros nuevos nombres, y en el interior de las guardas he escondido varios documentos. Ahí están vuestras verdaderas identidades y la dirección de la casa en la que vais a estar cada uno. En la de Eva está la de Hans y viceversa. Pero no debéis abrirla hasta que yo os lo ordene, y, sobre todo, no mantendréis ningún contacto entre vosotros. ¿Habéis entendido bien?
—Pero ¿por qué tenemos que irnos solos? ¿Por qué no nos vamos todos ahora? —protestó Eva.
—Tengo algunos asuntos pendientes aún, pero no debéis impacientaros, pronto se solucionarán y volveremos a reunirnos. Mientras tanto no debéis enviarnos cartas ni llamarnos. Ya buscaremos la manera de haceros llegar noticias nuestras.
—Papá, tengo miedo… —La barbilla de Hans se agitaba y unas gruesas lágrimas descendían por su infantil rostro. Erika abrazó a su hijo tratando a duras penas de contener su propio llanto.
—Pronto estaremos juntos otra vez —dijo su madre—. Serán sólo unos días, o unas semanas como máximo. Te prometo que volveremos a vernos, hijo mío…
—Hay algo más —prosiguió Leopold—. He preparado un regalo para vuestros anfitriones: es un pañuelo de seda, pero en los extremos —dijo acercándolos a los niños para que lo tocaran con sus manos—, hay una especie de botones en su interior. Apenas se notan, pero están ahí. Son diamantes, y debéis entregarlos a vuestros tíos en señal de agradecimiento por su acogida. También os he preparado otro puñado de diamantes, los he escondido en el forro de estas mochilas de cuero que siempre llevaréis con vosotros. Pero nadie, absolutamente nadie, debe saber que los tenéis, ni siquiera vuestros nuevos familiares. Debéis guardarlos hasta que volvamos a reunirnos. Tened cuidado, son nuestro único capital. Sólo haréis uso de ellos en caso de extrema necesidad ¿Entendéis qué quiero decir?
Los chicos asintieron con la cabeza, aunque estaban convencidos de que serían sus padres los que se encargarían de recuperarlos y ponerlos a buen recaudo cuando se reunieran de nuevo.
La noche había caído hacía rato, y el ruido de un motor rompió la silenciosa armonía de la calle.
—Ya están ahí, te toca a ti, Hans —ordenó Leopold después de asomarse a la ventana tras el visillo.
Bajaron los peldaños de la casa. Un coche oscuro se detuvo y el conductor saludó con una reverencia a los Rosenberg. Después de darles el último abrazo, Hans montó en el asiento posterior y se asomó con lágrimas en los ojos por la luna trasera; el coche se puso en marcha y Hans advirtió cómo su familia se iba haciendo cada vez más pequeña hasta que desapareció de su vista.
Media hora más tarde, una vieja camioneta con el rótulo de una marca de sopa de carne aparcó frente a la casa. Estaba cargada de cajas en la parte posterior y su conductor, un hombre de unos cincuenta años de cabello canoso cubierto con un viejo sombrero de fieltro, realizó un gesto con la cabeza a modo de saludo mientras fumaba un cigarro.
—¡No quiero irme! Por favor, papá, no me obligues a marchar. Quiero quedarme con vosotros —imploraba Eva, presa de una crisis de llanto.
—Debes hacerlo, cariño. Es lo mejor para todos. Pronto, muy pronto, volveremos a reunirnos y nos iremos a vivir a Francia. Siempre te gustó París, ¿verdad? —decía Leopold mientras abrazaba a su pequeña.
Eva asintió con la cabeza.
—Debes tener paciencia, ya queda poco; en cuanto vendamos la casa iremos a buscaros.
Eva montó en la destartalada camioneta sin dejar de fijar la vista en sus padres. Habían avanzado unas decenas de metros cuando oyó el ruido de otro vehículo que frenó bruscamente en la puerta de su casa. Lo que la oscuridad de la noche no le dejó ver fue cómo varias sombras embutidas en largos abrigos de cuero negro y armadas con potentes metralletas descendían y se introducían en el interior de su hogar.
Eva viajó en silencio al lado de aquel desconocido, recorriendo durante toda la noche los más de quinientos kilómetros que separaban Berlín de la frontera con Holanda; tomaban carreteras secundarias y caminos llenos de polvo y baches para evitar toda clase de encuentro con las autoridades. Al amanecer llegaron a la comarca de Grafschaft Bentheim, donde los oficiales de la frontera se acercaron a la camioneta y solicitaron los documentos. El conductor mostró el suyo y Eva les entregó su nueva identidad: ahora se llamaba Eva Beckmann y tenía domicilio en Ámsterdam. Durante el camino su acompañante le había ordenado no abrir la boca en caso de cruzarse con alguna patrulla. Si llegaban al extremo de tener que dar explicaciones, él informaría de que estaba empleada en el almacén de dónde provenía la carga. Pero no fue necesario: el joven soldado que acudió a su encuentro lanzó una rápida ojeada al documento y empleó más tiempo en recrearse en el juvenil rostro de Eva que en leer sus datos. Después de unos tensos minutos hizo un gesto con la cabeza ordenando que siguieran adelante.
Eva apuntó en su cuaderno la fecha de la llegada a su nuevo país de acogida: el 26 de febrero de 1937. Tenía dieciséis años.
—¡Vaya! Esto sí es una historia potente —concluyó Martin mientras anotaba en un pequeño cuaderno la última fecha tras escuchar el relato de Amanda—. Mucho mejor de lo que habría podido crear yo. Es cierto el axioma de que la realidad siempre supera la ficción. ¿Y sus padres? ¿Qué pasó con ellos?
—Jamás volvió a tener noticias suyas. Desaparecieron, como otros tantos millones de inocentes durante aquellos años de locura nazi, entre judíos, gitanos y disidentes políticos.
—¿Y su hermano, Hans Rosenberg?
—Aún es pronto para hablar de él.
Amanda se incorporó para regresar y caminaron en silencio el tramo desde el acantilado hacia el palacio. Al llegar a la verja de entrada, un coche les cegó con sus potentes luces y se hicieron a un lado. Al llegar a su altura el conductor bajó el cristal de la ventanilla para saludarles.
—Hola, Martin. Es un placer verte de nuevo.
—Hola, señor Coleman.
—Llámame Nicholas, por favor. ¿Quieres cenar con nosotros? —Después miró a su hija—. Amanda, acompáñale al interior.
Martin miró a Amanda esperando su aprobación, pero percibió en ella un rictus de incomodidad y prefirió no forzar la situación.
—Se lo agradezco, Nicholas, pero tengo trabajo pendiente esta noche.
—Como quieras —dijo continuando su camino.
Martin quedó mirando el coche mientras accedía al interior y después se dirigió a Amanda.
—Tu padre es muy amable.
—Sí, se preocupa mucho por mí. Y tú le caes bien.
—Entonces ¿cuál es el problema? Porque me ha parecido que no deseabas que aceptara su invitación…
—Prefiero que vengas más adelante, cuando la novela esté más avanzada. Todavía es pronto para desvelar todos los enigmas.
—¿Hay enigmas en la historia que tengan relación contigo o tu familia? —preguntó intrigado, tomando un mechón de su melena y colocándoselo detrás de la oreja.
—Sí, hay algunos. Cuanto más rápido escribas, antes los conocerás…
Amanda se acercó a él y besó su mejilla para despedirse. Después le dio la espalda y cruzó la verja. Martin sonrió complacido.