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Redmondtown, Irlanda, 2002

«La soledad es un lujo —se repetía Martin Conrad una y otra vez delante del ordenador—. Esto es lo que he deseado durante tanto tiempo: aislamiento y quietud para escribir una nueva novela. Esta vez voy a conseguirlo y pronto me pondré en marcha después de meses de inactividad», concluía. Pero pasadas tres semanas de intentos fallidos, la musa seguía sin aparecer. Las ideas no sólo no llegaban, sino que parecía que huyeran de él como de la peste, ya fuera cuando trataba de concentrarse, cuando leía la prensa o cuando buscaba en internet sucesos y casos extraños. Había oído hablar del síndrome de la página en blanco, que algunos escritores habían padecido a lo largo de su vida profesional, pero confiaba en que pronto pasara; miles de ideas brotaban a diario en su cabeza… pero cuando se sentaba a plasmarlas delante del portátil… entonces su mente se cerraba en banda y se negaba a procesarlas todas y cada una de ellas.

Martin Conrad había iniciado su carrera profesional en Londres como periodista en un diario de tirada nacional, y durante sus ratos libres solía aislarse para entregarse a una de sus grandes aficiones: escribir historias de ficción. Cinco años atrás había publicado su primera novela con un merecido reconocimiento por parte de la crítica, aunque fue el segundo trabajo el que le catapultó a la fama y dio un inesperado vuelco a su vida. Aquella novela era una reflexión sobre los sueños de adolescencia; contaba la historia de un grupo de jóvenes idealistas a quienes circunstancias de la vida los fueron separando para volverlos a reunir años después, ya en la madurez, permitiéndoles conocer lo diferentes que habían sido sus trayectorias y sus realidades de lo que habían imaginado cuando estudiaban en el instituto. Describía las grandezas y miserias de unos personajes complejos que, sin embargo, conseguían transmitir al lector una buena dosis de empatía.

Martin era poco dado a expresar sus sentimientos, y menos aún a hablar de las dificultades que sufrió en su solitaria y difícil niñez. Sin embargo, a través de sus personajes, conseguía dar rienda suelta a todas aquellas inquietudes… Aunque en las numerosas entrevistas que concedió tras su apabullante éxito no se cansaba de repetir que aquella historia no era en absoluto su autobiografía. Y resultaba convincente, pues exhibía tal arrogancia y tal seguridad en sí mismo que, en ocasiones, rayaba la insolencia. A partir de aquel momento, Martin logró una gran notoriedad, los críticos le ensalzaron y le describieron como un autor dotado de gran madurez, augurándole un gran futuro en aquella difícil profesión. Fue entonces cuando decidió abandonar el trabajo en el periódico para dedicarse por completo a vivir de la literatura, precipitándose en una vorágine de viajes e invitaciones a grandes eventos sociales y culturales que le llevaron a convertirse en el centro de la noticia, recibiendo elogios y agasajos dignos de una estrella. Se compró una enorme mansión y se dedicó a vivir intensamente y a salir con mujeres espectaculares.

Tras un par de años de éxito y vida disipada, Martin advirtió que la fama era efímera, y cuando estaba en lo más alto de su éxito comprendió que era hora de regresar al trabajo para mantenerse en esa cumbre en la que con tanta facilidad se había instalado. Escribió un nuevo libro, esta vez de género policíaco. Convencido de que la estela del fulminante éxito anterior le acompañaría en aquella nueva singladura, dedicó pocos meses a desarrollar aquella historia, sin pararse demasiado a profundizar en el perfil psicológico de los personajes ni a documentarse sobre casos policiales similares: estaba seguro de que las ventas se dispararían de nuevo.

Sin embargo, su intuición erró de manera estrepitosa y el resultado fue un fiasco: «Una historia increíble, en el sentido más amplio de la palabra, con personajes superficiales y un final previsible desde el primer capítulo», destacó uno de los críticos literarios más mordaces del panorama literario.

Martin comprobó con desaliento cómo el éxito no iba a acompañarle en este nuevo trabajo, un trabajo en el que no había puesto demasiado esfuerzo ni dedicación, confiando en que vendería más gracias a su fama como escritor que a la novela en sí. Su ánimo varió al advertir que el libro apenas duraba unas pocas semanas en las listas de superventas; y cuando la agenda de promoción quedaba vacía o su editor le informaba del exiguo número de ejemplares vendidos se volvía intratable. Había subido a la cima y de repente sentía que el suelo se movía bajo sus pies, haciéndole caer por una pendiente que se tornaba cada vez más resbaladiza.

Tras aquella debacle, Martin comenzó a sufrir claustrofobia en su propia casa, y a revisar la prensa e internet de forma obsesiva en busca de alguna reseña sobre su último libro. Para resarcirse de aquel fracaso tenía que escribir otra novela con la que recuperar su prestigio. El problema era que ahora le costaba concentrarse en encontrar otra historia que estuviera a la altura de la que tanta gloria le había dado. Había fracasado en su vida profesional, y también en la personal, y, cuando estaba a punto de tocar fondo, decidió esquivar el golpe y trepar de nuevo hasta arriba, costara lo que costase. De peores había salido a lo largo de su vida y siempre había salido adelante.

Fue entonces cuando decidió poner tierra de por medio para escapar de aquel naufragio, aferrándose a cualquier flotador, corcho o calabaza que se colocara en su camino. Dejó Londres y se instaló en Irlanda, en una cabaña situada en Redmondtown, en el condado de Cork, en el suroeste de la isla. Allí, estaba seguro, hallaría la inspiración. En aquel retiro había creado las condiciones necesarias para escribir sin interrupciones. Tenía ahora la imperiosa necesidad de conseguir un nuevo best seller y recuperar así tanto el éxito como buena parte de autoestima, que en los últimos tiempos había sufrido un enorme varapalo. De nuevo en el punto de partida: solo, aislado y con todo el tiempo del mundo para escribir una nueva novela.

Martin salía a dar largos paseos por los alrededores de la cabaña incluso bajo la lluvia, tan presente en Irlanda en cualquier época del año. Solía dirigirse al pueblo disfrutando del hermoso prado verde que alfombraba aquella vasta extensión de terreno situado a gran altura sobre el mar. Redmondtown era un lugar pintoresco, dispuesto en forma de terrazas que descendían suavemente hasta detenerse sobre el agua. Las casas victorianas pintadas en tonos terracota, ocres y azules ofrecían una imagen de colmena multicolor, dibujando perfectas hileras de tejados de pizarra negra. Estaban unidas entre sí como si se necesitaran, con el firme propósito de no rendirse, pues, si una de ellas cedía, todas caerían irremediablemente al vacío. Mar adentro, aquel precipicio vertical aparecía como una colorida máscara encaramada a una península que se adentraba con osadía en el agua para hacerle frente y gritarle: «¡Eh, aquí estoy! He penetrado en tu interior y no te temo».

En la zona alta del pueblo, las sinuosas arterias constituían un laberinto de callejones sin salida y accesos a viviendas particulares que confundían al viajero que deseaba llegar hasta el mar, cuya única orientación posible era dejarse llevar por la necesidad de alcanzar su objetivo fuera como fuera. Y como premio a su arrojo, varias calles más abajo, unas escalinatas horadadas en la roca descendían suavemente en dirección al puerto deportivo. Era un hermoso pueblo de bulliciosas calles llenas de color, pubs y tiendas de recuerdos, con su espectacular puerto donde las embarcaciones más caras y lujosas se dejaban mecer por las tranquilas aguas mientras eran motivo de admiración de los turistas que, envidiosos, se perdían entre las pintas y los excelentes frutos del mar que ofrecían los numerosos restaurantes. En las últimas décadas, el turismo había sustituido la tradicional tarea de la pesca, y ahora la mayoría de los barcos pertenecían a particulares o a empresas de recreo, que ofrecían excursiones por la bahía y brindaban la posibilidad de pescar en alta mar. El numeroso grupo de veleros amarrados en la dársena sur indicaba el próximo inicio de la semana de regatas, un acontecimiento a nivel mundial que aportaba pingües beneficios a la economía local.

El palacio del acantilado ocupaba una vasta extensión y estaba situado en la parte más alta del pueblo, como un centinela vigilante ante la llegada de piratas y vikingos que siglos atrás arribaron a aquellas costas. Desde el mar se erigía, orgullosa, la fachada rectangular pintada en rosa pálido, con amplios ventanales y rodeada de balaustradas en mármol blanco. El anterior propietario hizo restaurar el palacio en el primer cuarto del siglo XX para convertirlo en un ostentoso hogar. Después, con el paso de los años, su situación económica fue menguando y, tras su muerte, los herederos decidieron desprenderse de él. Lo compró una acaudalada familia que realizó una amplia y costosa restauración e instaló allí la central de su compañía naviera, la Irish Star Line, propietaria de barcos de transporte, pesca y turismo en el condado de Cork. Las oficinas de la firma ocupaban la planta baja del palacio y las dos siguientes conservaban su estado original y constituían la residencia particular de los dueños.

El techo del amplio vestíbulo albergaba una lámpara de cristal de Bohemia de dos metros de diámetro; el suelo estaba revestido con mármol italiano y las paredes cubiertas por valiosos cuadros. El mobiliario también estaba en consonancia con el edificio, con cómodos sofás de asientos ovalados forrados en seda natural. Las altas y espaciosas puertas daban acceso a la zona donde se ubicaban los despachos de la naviera, los cuales conservaban la esencia pero no la antigüedad del palacio, pues estaban adaptados para el ejercicio de la actividad y dotados con las últimas novedades en tecnología y sistemas de comunicación.

Aquella lluviosa mañana, Amanda Coleman llegó a su despacho situado junto al del presidente de la compañía naviera. Encendió el ordenador y revisó los correos electrónicos. Después clicó en la estrella de Favoritos para leer la prensa, tan sólo los titulares de un par de diarios nacionales y también uno internacional, el Washington Post. De su pasado en Estados Unidos sólo tenía bonitos recuerdos de los años universitarios. El fracaso de su matrimonio había quedado atrapado en una nebulosa del subconsciente, a pesar de ser reciente. La memoria es sabia y selectiva, se decía a veces. Sin embargo, no conseguía olvidar el rostro de su ahora ex marido, a pesar de llevar seis meses sin tener contacto con él. Tampoco podía desterrar de sus recuerdos la humillante indemnización a modo de rescate que tuvo que pagar la familia Coleman para deshacerse de él. Si hubiera sabido en aquel momento todo lo que acababa de conocer ahora, las cosas habrían sido muy diferentes. Ella no habría obrado con tantos escrúpulos como su padre…

Amanda sacudió la cabeza para espantar sus malos pensamientos y cerró el portátil. Tenía que ir al faro a inspeccionar desde lo alto la zona elegida por la Irish Star Line para construir los nuevos embarcaderos donde atracar sus barcos cuando se realizara la ampliación del puerto de Redmondtown. La zona era de aguas profundas y estaba situada al abrigo de una pequeña bahía con excelentes accesos desde la carretera principal procedente del pueblo. Tras haber obtenido todos los permisos, pronto iban a iniciarse las obras, y Amanda tenía programadas varias reuniones en los días siguientes con los arquitectos y responsables de la empresa constructora. La lluvia había cesado, pero no quiso salir sin su impermeable de color verde oliva. Estaba habituada a aquel cielo gris lleno de matices y a los rayos de sol que tímidamente se asomaban durante un rato para ofrecer una luz de esperanza.

Aquello estaba inscrito en sus genes, se decía a sí misma mientras caminaba hacia el faro, recordando la desagradable experiencia junto a su ahora ex marido. Tom procedía de una familia de cobardes. Su abuelo había traicionado a su propia gente cuando envió de forma consciente y premeditada a muchos inocentes a una muerte segura con el único fin de salvar su pellejo. Después vivió con aquella carga durante toda su vida. Pero vivió. Gracias a él, muchos no tuvieron la misma suerte.

Tom Wieck también poseía ese perfil egoísta, aunque adornado con otros defectos como el narcisismo o la ingratitud. Amanda estaba segura de que él habría actuado igual que su abuelo en circunstancias parecidas, incluso con menos presión, y de que no habría sufrido los remordimientos que acosaron a Erich Wieck el resto de su vida, durante la cual trató de reparar el daño que había causado a sus víctimas.

Martin salió aquella mañana a recorrer el borde del acantilado y se dirigió hacia el pueblo. El faro quedaba de paso y estaba situado en el saliente de un precipicio que se cortaba bruscamente y ofrecía desde la lejanía la ilusión óptica de estar flotando en el aire. Aquel lugar estaba situado en el extremo meridional de la isla de Irlanda y ofrecía unas magníficas vistas del océano que, a lo lejos y sin obstáculos que perturbaran su serena fiereza, exhibía un final semicircular que impedía divisar el continente europeo. Martin pensaba que su huida de Londres para instalarse en aquella cabaña quizá había sido un error. En la última semana se había dedicado a visitar los pubs y las tabernas locales y a entablar amistad con los habitantes del pueblo, sobre todo hombres de avanzada edad a quienes les pedía que le contaran historias interesantes sobre sus familias o acontecimientos sucedidos en la zona. Pero la inspiración no llegaba por mucho que se esforzase.

Martin intentaba armar el inicio de una historia durante su paseo: la aparición de un hombre asesinado en un callejón, en cuyo bolsillo sólo había una llave y el nombre de un hotel. Pero pronto abandonó esa idea. «Estos misterios están ya demasiado trillados en las series de televisión, debo pensar en algo más original», se dijo.

De repente, una sombra extraña captó su atención a lo lejos, junto al faro; desde aquella distancia sólo podía distinguir una figura humana de color verde, que avanzaba en dirección al abismo caminando con gran decisión. Parecía como si estuviera tomando impulso para saltar. Martin echó a correr hacia allí, temeroso de no poder impedir la tragedia que creía estar a punto de presenciar. Durante unos segundos la silueta se detuvo en el límite, como si en aquel último instante la idea de saltar le pareciera inútil y una última mirada hacia abajo le hubiera devuelto la cordura.

—¡Por favor, no lo hagas…! —gritó al llegar al faro, jadeando por la carrera y provocando un fuerte sobresalto a la sombra que aún permanecía allí, inmóvil, mirando hacia las rocas situadas a decenas de metros bajo sus pies.

Martin avanzó unos pasos más hasta situarse frente a la silueta de una mujer envuelta en un impermeable verde, con melena rizada y pelirroja, de grandes ojos verdes y rostro lleno de pecas.

Amanda estaba tan ensimismada que no advirtió la desesperada carrera de Martin, y sólo cuando oyó los gritos a su espalda se volvió para toparse con un rostro descompuesto que parecía suplicarle algo. Se trataba de un hombre alto y atractivo de unos treinta y tantos. Vestía de manera informal, con vaqueros y camiseta. Quizá era un turista, pues no le había visto nunca en el pueblo. Su rostro más bien cuadrado albergaba unos profundos ojos castaños. El pelo, corto y recio de color rubio ceniza, estaba dividido en dos partes por una raya en el lado izquierdo. Tenía la barba corta y no demasiado espesa, algo desenfadada e informal, un rasgo muy a la moda entre algunos actores de la gran pantalla. La joven reparó en su mirada de angustia mientras se acercaba lentamente hacia ella y alargaba la mano para tomar la suya.

—¡Por favor! No lo hagas… —repetía suplicante, convencido de que ella estaba a punto de cometer una locura.

—¿Hacer qué? —preguntó, atónita ante la escena que estaba protagonizando.

—Ésta no es la mejor forma de solucionar los problemas. Te aseguro que siempre hay una luz al final…

Amanda comenzó a caminar lentamente hacia él y percibió en su rostro un gesto de alivio.

—Eso está mejor… Mucho mejor —susurró, emitiendo por primera vez una tímida sonrisa—. ¿Has visto? No es tan difícil. Debes tener fe. Todos los problemas tienen solución…

Amanda se olvidó por completo de sus problemas sentimentales; la rabia que había sentido minutos antes dio paso a un desconcierto mayúsculo.

—¿Eres sacerdote?

—No —respondió veloz—. Pero puedo ofrecerte mi hombro para que descargues tu dolor. A veces, hablar con un extraño sobre los problemas ayuda a verlos de otra forma y a no darle la importancia que crees que tienen…

A Amanda empezaba a divertirle aquella ambigua situación.

—Gracias, pero yo no…

—Eres joven, y muy bonita; estoy seguro de que tienes un gran futuro que merece ser vivido. Sólo tienes que darte una nueva oportunidad.

—De acuerdo —dijo, renunciando a sacarle de su error.

—Mi nombre es Martin Conrad —dijo ofreciendo su mano y esperando una cara de sorpresa al escuchar su famoso nombre.

—Yo soy Amanda —respondió la joven sin inmutarse—. ¿Estás de paso en el pueblo?

—No, vivo cerca de aquí, en la cabaña del lago.

—En… la cabaña del lago… —repitió Amanda con mirada curiosa—. Bueno, ha sido un placer, Martin —dijo con intención de marcharse.

—Espero que no vuelvas a intentar un disparate como el que ibas a cometer. ¿Me lo prometes?

—Tienes mi palabra —dijo alzando su mano con solemnidad, tratando de contener la risa.

—¿Volveré a verte? —preguntó mientras ella se alejaba.

—Es posible, este pueblo no es demasiado grande.

Ella se volvió para mirarle por última vez.

—Mañana estaré aquí, a esta misma hora.

Definitivamente, el mal humor de Amanda había desaparecido con aquel estrambótico encuentro. La brisa húmeda del mar anunciaba una nueva borrasca. Se cubrió la cabeza con el gorro del impermeable cuando sintió las primeras gotas de lluvia en su rostro plagado de pecas.

El refugio que Martin había alquilado para su retiro estaba situado junto a un lago en la zona más alta del acantilado, aislado y rodeado de una frondosa vegetación que sólo permitía el acceso por una vereda constreñida de árboles de hoja caduca. En aquellos días desapacibles de primavera habían multiplicado las ramas y sus copas se inclinaban hacia el centro para unirse en un pintoresco abrazo que ofrecía al visitante un pasadizo similar al de la nave de una iglesia gótica, umbría y con un penetrante olor a hierbas aromáticas.

El ambiente del interior de la cabaña era acogedor y envolvente. A pesar de la llegada del mes de abril, la temperatura invitaba a seguir quemando troncos en la chimenea, enmarcada por la misma piedra natural que cubría las paredes. La estancia era amplia, con grandes ventanales diseñados para atrapar los rayos del sol que hacían un tímido acto de presencia durante el frío y húmedo invierno. Un sofá en tonos cálidos se situaba frente al hogar, acompañado de dos mecedoras y una mesa de madera labrada en el centro. Tras el sofá, y junto al pasillo de la entrada principal, una barra de mampostería rodeaba la cocina y la separaba del resto de la estancia.

La gran ventana situada frente a la puerta principal estaba orientada hacia el este y surtía de luz la sala desde el amanecer. Allí se sentaba Martin a escribir, en una mesa cuadrada colocada estratégicamente para recibir aquella claridad y contemplar el sereno paisaje que le ofrecía el camino de acceso a la casa. Al lado de la ventana, un grueso muro separaba el otro recinto de la casa: el dormitorio, con una enorme cama de madera en color oscuro, labrada quizá por el mismo ebanista que realizó los muebles del resto de la casa. La terraza exterior tenía un pórtico de madera, y en el dintel de la puerta de entrada había un bonito cuadro con un saludo en gaélico que rezaba «Cead Mile Fáilte».[1] Aquél era el segundo lugar preferido de Martin, sobre todo en las tardes despejadas, cuando el sol iluminaba los muros de piedra y ofrecía unas estupendas vistas del lago, dibujando un haz anaranjado que lo recorría de un extremo a otro.

Una furiosa lluvia descargaba sobre la cabaña. Martin se preparó para acudir a la cita con la desconocida del faro. No albergaba demasiadas esperanzas de hallarla allí bajo aquel fuerte temporal, pero había dado su palabra y no podía defraudarla; debía de estar pasando por un mal momento y sentía algo parecido a una obligación a ayudarla a salir de aquel túnel donde habría penetrado, quizá de manera desesperada. Por otra parte, la belleza de la joven tampoco le había pasado inadvertida.

Se puso el impermeable y salió de la cabaña, pero la oscuridad del ambiente era tal que decidió regresar para coger una linterna. Después se dirigió con paso seguro hacia el faro y se detuvo bajo el marco de la puerta para guarecerse de la lluvia, enfocando hacia el frente con la luz para ser localizado por la joven. Con ese tiempo, Martin tenía aún más dudas sobre la posibilidad de que ella volviera allí. Tras un aburrido y desquiciante rato, aprovechó una tregua del aguacero y decidió regresar para ponerse a salvo en su pequeño pero cálido hogar, convencido ya de que la joven no acudiría a la cita.

Martin se sentó delante del portátil, y por primera vez desde su llegada pudo completar la página en blanco, describiendo la fortuita aventura que había protagonizado el día anterior. Aquella tarde se sintió más relajado, feliz por haber recuperado la inspiración y la confianza en sí mismo. La irrupción de aquella chica de cabello anaranjado en su solitaria vida en la isla había estimulado su creatividad, y tras aquel primer encuentro en el faro desarrolló el guión de una posible historia de intriga y secretos familiares. Trató de imaginar los sentimientos de aquella joven y los motivos por los que habría tomado la terrible resolución que él creyó haber evitado. Fue entonces cuando se sintió a gusto escribiendo, volcando en el ordenador sus emociones más íntimas. Cuando revisó el texto, le sorprendió la profundidad de las reflexiones que había plasmado en él.

Pasaron varios días y algo empezó a preocupar a Martin: Amanda no había vuelto al faro, a donde él acudía cada mañana con la vana ilusión de reencontrarse con ella. Ante la sospecha de un nuevo intento de suicidio, comenzó a minar su esperanza de volver a verla. Leía cada día las noticias locales para averiguar si había ocurrido algún suceso extraordinario y comenzó a ir por el pueblo con más asiduidad.

Aquella mañana, Martin aprovechó que el cielo estaba despejado para salir a pasear, y tras visitar el faro siguió caminando por el borde del acantilado en dirección a Redmondtown. Sorteando las estrechas callejas zigzagueantes bordeadas de casas con tejados de pizarra de la parte alta, Martin se dispuso a bajar las amplias escaleras que desembocaban directamente en el muelle. Había un inusual movimiento en el puerto, donde un grupo de personas, la mayoría hombres, portando enormes y sofisticadas cañas de pescar hacía cola para embarcar en un gran velero con la intención de disfrutar de una jornada en alta mar. De repente, Martin divisó a lo lejos una figura familiar que caminaba por la parte opuesta a donde él estaba: era Amanda, y se dirigía hacia el dique del fondo donde se hallaban los grandes yates. Caminó presuroso, pero la perdió de vista cuando accedió al interior de uno de ellos. Esperó unos minutos hasta convencerse de que no iba a salir inmediatamente, así que decidió esperarla tomando una Guinness en el pub situado frente a la entrada del puerto.

Amanda acababa de colgar el teléfono cuando oyó unos golpes en la puerta. Era su asistente.

—Señorita Coleman, siento molestarla en este momento, pero he recibido una llamada urgente.

—¿Qué ocurre, Charles?

—Se trata del yate Elizabeth. Ha llamado la señora Sforza. Dice que tiene un problema con los botes salvavidas… —Hizo un significativo gesto levantando una ceja.

—Es nuestro mejor barco y tiene el número de botes que corresponde a su capacidad. No es el Titanic… —dijo tratando de sonreír—. ¿Eso es todo?

—No, la señora también se ha quejado de que el cocinero no utiliza pasta fresca en las comidas. Si le parece, enviaré a Norman para que lo solucione…

—Tengo que ir al puerto de todas formas; me encargaré personalmente. Los Sforza son buenos clientes y no creo que sea nada grave.

Paolo Sforza era un cliente VIP. Amanda le conocía desde hacía años, pues pasaba las vacaciones con su esposa en Redmondtown y salía a navegar por los alrededores en uno de los yates que alquilaba en la naviera. Rondaba los cincuenta años y era un hombre educado y prudente, proveniente de una familia aristocrática de Italia dedicada a la producción de vinos.

Al subir a bordo, una mujer de unos treinta años recibió a Amanda con aspecto enfadado y altanero. Tenía el cabello rubio y largo, con pómulos y labios retocados que mostraban un exceso de maquillaje. También los pechos que asomaban desde la blusa ajustada eran demasiado redondos y perfectos. Sus ademanes arrogantes, rayando la mala educación, pusieron en alerta a Amanda. Después tuvo que soportar unas cuantas groserías y reprimir una agria respuesta cuando aquella mujer comenzó a menospreciar el yate, a los tripulantes e incluso la nefasta gestión comercial de la compañía Irish Star Line, que había, según ella, enviado a una simple empleada para solucionar las graves deficiencias en vez de presentarse el presidente en persona.

—¿Puede explicarme cuáles son estas deficiencias, aparte de que la pasta de la cocina no es fresca? —preguntó Amanda con sorna.

—Los botes salvavidas. Son muy pequeños y difíciles de manejar.

—Los botes están adecuados al número máximo de tripulantes que tiene el yate. En este caso hay botes de sobra, puesto que ustedes son sólo cuatro personas, más los tres miembros de la tripulación —respondió Amanda con frialdad.

—Exacto. Sin embargo, el maleducado de su capitán se negó ayer a soltar uno de ellos para que nuestros invitados dieran un paseo alrededor del yate. Haga el favor de ordenarle que nos deje utilizarlos —ordenó con ridículo aire de superioridad.

—Por supuesto que se negó. Es su obligación. Los botes son exclusivamente para una emergencia, no de recreo. Si desea alquilar una lancha, podemos ofrecerle…

—¡Claro…! ¡Alquilar otro barco teniendo cuatro aquí…! —interrumpió con insolencia—. Así se hace rico su jefe, estafando a sus clientes…

Amanda respiró hondo para controlar las ganas de dejar escapar una inconveniencia.

—Los botes salvavidas no pueden utilizarse para recreo. Si quiere realizar una reclamación formal, hágala, y por escrito.

—Por supuesto que la hará mi marido. ¡Qué se ha creído…! Y dígale a su jefe que…

—Renata, vamos… Déjalo estar. No necesitamos más barcos, fue sólo una sugerencia, pero no tiene importancia… —Paolo Sforza decidió intervenir al ver que aquel banal incidente se le iba de las manos a su mujer, como siempre…

Amanda no entendía nada. Aquella no era la esposa de Paolo Sforza que ella conocía, la mujer elegante que lo acompañaba junto a sus dos hijas desde hacía años. Ésta no alcanzaba ni de lejos la educación de su marido. «¡Vaya cambio!», pensó Amanda para sus adentros.

—¿Es que vas a dejarlo así, después de la fortuna que has pagado por el alquiler de este barco?

Los ojos de Renata echaban fuego; su voz chillona y los gestos rudos no habían dejado indiferente a la tripulación, que se había acercado a la popa con sigilo tras escuchar la disputa entre su jefa y aquella mujer italiana que tantos inconvenientes les estaba causando durante su estancia en el yate.

—Si desean trasladarse a otro más pequeño, no hay ningún problema… —intercedió Amanda.

—¿Más pequeño? —exclamó la madonna italiana, sacudiendo la cabeza y haciendo bailar los enormes aros plateados de sus orejas. Estaba ofendida por aquella insinuación—. Mi marido tiene dinero para alquilar otro más grande e incluso para comprar éste. ¿Qué se ha creído?

—Yo sólo intentaba aportar soluciones…

—Pues hasta ahora no ha dado con ninguna. Lo que debería hacer su jefe es venir aquí a hablar con nosotros y no enviar a su secretaria…

Amanda ya no pudo escuchar más.

—Perdone, pero me parece que se está usted equivocando. Yo soy la directora general de la Irish Star Line. Normalmente no suelo atender las reclamaciones de los clientes, pero he tenido en cuenta la fidelidad que su marido ha tenido con nuestra naviera, alquilándonos durante muchos años el mejor yate para sus vacaciones. Este barco es nuevo, lo compramos hace apenas dos meses y está dotado de todos los adelantos para la navegación. Lo habíamos reservado para ustedes como muestra de nuestra estima hacia su marido. Y le aseguro que es la primera vez que recibimos una reclamación de esta clase. ¿No es verdad, señor Sforza?

—Tiene razón. —Paolo Sforza estaba avergonzado del comportamiento de su nueva esposa—. Señorita Coleman, lamento lo sucedido. Lo de los botes no tiene importancia. Si mi mujer desea un bote extra mientras navegamos, hablaré con la oficina del puerto. No quiero molestarla más… —dijo, haciendo una educada reverencia y zanjando el asunto.

—De acuerdo.

—Pero… ¿Cómo dejas que se vaya así…?

Amanda dejó el yate oyendo los gritos de la mujer mientras su marido trataba de llevarla al interior y evitar la vergüenza de discutir con ella delante de la tripulación.

Aquella situación había sacado de quicio a Amanda. Estaba ofendida por las palabras de desprecio que aquella torpe mujer había dedicado a su naviera y a la gestión realizada. Resolvió que no tenía que haber ido personalmente a solucionar aquel estúpido asunto, sino enviar a la persona encargada de hacerlo. Total, aquella muñeca recauchutada le habría recibido con las mismas y desagradables maneras.

Martin acababa de pedir la cerveza cuando adivinó a través de los ventanales la melena rojiza de Amanda que se agitaba con la brisa del mar. Regresaba con la cabeza baja y se dedicó a observarla. Vestía pantalón blanco, rebeca azul marino abotonada hasta el comienzo del escote y colgaba de su hombro un gran bolso de piel en color marfil. Martin cambió de idea sobre la impresión que le había causado en su primer encuentro: no parecía una joven desvalida con tendencia al suicidio, sino una mujer resuelta y segura de sí misma. Amanda iba acercándose lentamente, y en aquel momento Martin dudó entre salir y saludarla o verla pasar desde el interior para después seguirla. Pero pudo más su instinto masculino y salió a la puerta del establecimiento a esperar su llegada.

Amanda pasó por su lado, pero apenas advirtió su presencia y siguió el camino hacia las escaleras de piedra.

—Hola, Amanda —le dijo ya a su espalda.

Amanda se volvió y le miró intentando recordar quién era. Tras un silencio, respondió a su saludo.

—Hola… eres… el del faro…

—Exacto. ¿Cómo estás? Estaba preocupado por ti. Pero veo que estás bien…

—¿Preocupado por mí? —preguntó con asombro—. ¡Claro que estoy bien! ¿Por qué no iba a estarlo?

—El otro día no me lo pareció… Espero que hayas resuelto tus problemas y no vuelvas a intentar algo parecido…

—Oye, el otro día te confundiste y yo te seguí la corriente, ¿vale? No tengo la clase de problemas que imaginas ni estoy para tonterías… —replicó con frialdad.

—No pretendía molestarte. —Martin levantó su palma derecha en son de paz—. Aunque me alegro de haberme equivocado. ¿Quieres tomar una pinta?

—No, tengo que regresar al trabajo. Tengo muchas cosas de las que ocuparme en estos momentos.

—¿A qué te dedicas?

—Soy la directora general de la compañía Irish Star Line —dijo con orgullo, resarciéndose de la humillación sufrida en el barco con la señora Sforza.

Segundos después se arrepintió de sus palabras. Había descargado su mal humor en alguien que no tenía nada que ver con su enfado.

—Es un placer, señora directora general —repitió Martin con sorna—. Mi nombre, por si no lo recuerdas, es Martin, Martin Conrad, y soy escritor —concluyó, imitando el gesto altivo que ella había utilizado antes.

—Ha sido un placer —dijo Amanda con incomodidad y girando sobre sus talones para continuar la marcha.

Martin la siguió con la mirada; después regresó al interior.

—Una linda mujer… ¡Ah! ¡Qué pena no tener su edad…! —exclamó uno de los clientes de la taberna acercándose al escritor con una jarra de cerveza negra en su mano—. Yo de usted no la dejaría escapar…

El acento de aquel hombre era claramente norteamericano; vestía vaqueros y camisa de rayas blancas y azules. Rondaba los cincuenta años y llamaba la atención por su corpulencia, con anchas espaldas y recias piernas embutidas en el ajustado pantalón. Su cabello oscuro, de largos mechones peinados hacia atrás, dejaba al descubierto su coquetería al mostrar en el inicio de la raíz una línea de color gris más clara. Martin le dirigió una incómoda mirada al desconocido: él no le había pedido el consejo que gratuitamente le ofreció y se sintió herido en su orgullo, quizá porque en su interior también pensaba de la misma forma.

—Mi nombre es David Quinn —dijo ofreciendo su mano para presentarse—. Soy de Nueva York.

—El mío es Martin Conrad. ¿Ha venido para participar en las regatas? —preguntó respondiendo a su saludo.

—Sí. Soy propietario de uno de los veleros, el Carpe Diem. La regata es una excusa para salir de la rutina y hacer turismo. Le invito a otra pinta; observo que bebe una Guinness, pero le recomiendo la cerveza local, la Beamish; es más suave y aquí saben servirla bien, lentamente, para que no pierda su aroma —dijo mostrando su jarra—. ¿Y usted? ¿También está aquí para seguir la competición?

—No. Estoy pasando una temporada en este pueblo. Vivo en Londres. Soy escritor.

—¡Vaya! No había conocido nunca a un escritor —dijo con gesto jocoso—. Me ha dicho que se apellida Conrad… ¿No será usted un descendiente de Joseph Conrad, el famoso novelista inglés?

—No, la coincidencia de nuestros apellidos es pura casualidad. Además, él era polaco, aunque escribía en inglés.

Martin recordó con nostalgia que varios críticos literarios habían realizado años atrás elogiosas comparaciones entre él y el famoso escritor debido a esta circunstancia. Pero eso ocurrió antes del desastre.

—¿Y cómo ha aterrizado aquí? ¿Ha habido algún hecho destacable para que haya decidido establecerse en este lugar?

—No hay un motivo especial. Sólo busco aislamiento. Cuando acaben las regatas, el pueblo regresará a la calma.

—Pues ha elegido un lugar tranquilo y acogedor para escribir. Irlanda es preciosa. La llaman la Isla Esmeralda, dicen que tiene más de cuarenta tonos de verde.

—También dicen que tiene otros cuarenta tonos de gris, en el cielo. La lluvia es una compañera inseparable aquí.

—Tiene razón, aunque se compensa con el ambiente y con gente tan encantadora. ¿Sabe?, yo tengo un antepasado irlandés. Mi abuelo emigró a comienzos del siglo pasado a Estados Unidos y por desgracia nunca regresó; aún recuerdo con qué nostalgia describía estos verdes prados y nos contaba historias de hadas y duendes que escondían vasijas llenas de tesoros.

—Los famosos leprechauns.

—Exacto. Aun así, le confieso que yo no aguantaría aquí más de un mes: sin tráfico, sin sirenas por las calles, sin llamadas al móvil, sin estrés… aunque si tuviera una chavalona tan bonita como la suya, quizá cambiaría de opinión —terminó con una socarrona carcajada.

Martin hizo un gesto para sonreír, aunque no lo consiguió. Amanda no era su chica, ni siquiera su amiga, y le importunó la vulgar descripción que aquel desconocido hizo de ella. Se despidió y salió a deambular por el amplio paseo marítimo; después tomó el camino de regreso, recorriendo las calles comerciales repletas de pubs con las fachadas pintadas en colores vibrantes y típicas tiendas de jerséis irlandeses tejidos a mano.

Durante varios días se había sentado a escribir delante del ordenador, pero no podía concentrarse. Se limitaba a hacer descripciones de paisajes y personajes secundarios que podrían encajar en cualquier novela. Ya no estaba seguro de que la historia que había esbozado días atrás tuviera continuidad. Definitivamente, su capacidad de creación estaba bloqueada. Se había instalado en Irlanda buscando la soledad necesaria para escribir, pero ahora le pesaba como una losa sobre su espalda. Desde que la musa le había abandonado, la cabaña le parecía lúgubre, y los solitarios paisajes verdes y grises comenzaban a minar su ánimo.

Aquella tarde se puso el impermeable para salir bajo una fina lluvia que comenzaba a caer. Durante la caminata por los acantilados regresó a sus años de adolescencia y de nuevo se sintió invadido por aquella sensación de inseguridad y soledad que sufrió tras el fallecimiento de su madre. Él sólo tenía trece años, y a partir de entonces todo se fue al diablo: su padre quedó sumido en una fuerte depresión, perdió el trabajo, dejó de ocuparse de su hijo y murió a los pocos meses. Como no tenía familia cercana, el Gobierno se hizo cargo de él, recluyéndole en un centro de acogida. Martin vivió su adolescencia entre rateros y pequeños forajidos que irían abandonando el centro al cumplir la mayoría de edad, desapareciendo para siempre de su vida devorados por las alimañas que pueblan las cloacas de la ciudad. Sólo una persona se interesó por él: el padre Mario, quien le inculcó la voluntad de aspirar a ser alguien y a no convertirse en uno más de los inadaptados que compartían con él aquella pesadilla. Gracias a su estímulo, Martin trabajó con voluntad, obtuvo becas para acceder a la universidad y terminó con excelentes calificaciones la carrera de periodismo.

En aquellos momentos de incertidumbre barajaba la posibilidad de abandonar su accidentada aventura como escritor y regresar a Londres para retomar su antigua profesión. Aún le quedaba un remanente de popularidad, y podría aprovechar el tirón mediático para buscar trabajo en la sección de cultura de algún diario nacional. Sin haberlo planeado, se descubrió bajando las escaleras de piedra que daban acceso al puerto. Había oscurecido, y deambuló por el paseo marítimo de estilo victoriano. Al pasar por el lujoso hotel Redmond, Martin decidió que necesitaba ver gente y accedió al vestíbulo, atraído por una deliciosa melodía celta que traspasaba las puertas de acceso e invitaba a escucharla. Se dirigió al restaurante del hotel, que estaba casi al completo, y se acomodó en una mesa junto a la ventana. Mientras cenaba comenzó a hacer planes para el viaje de regreso. Estaban a mediados de abril y había abonado el alquiler de la cabaña por adelantado, así que tenía tiempo de sobra para meditar sobre su nuevo destino. Mientras tanto, recorrería la costa irlandesa y tomaría fotos. Quién sabe, quizá cuando se instalara de nuevo en su casa de Londres, y comenzara de una vez la siguiente novela, podría incluir alguna escena de aquel lugar.

Dirigió una rápida mirada a la sala y descubrió que una de las mesas cercanas a la puerta estaba ocupada por tres personas; reconoció entre ellas a la chica del faro, Amanda, sentada de espaldas a él. Había dos hombres con ella a los que podía ver de perfil. Uno de ellos rondaba los sesenta, con cabello lacio de color marrón y maneras de jefe o de hombre de negocios. El otro era más joven, de unos cuarenta años, de pelo rubio y gafas con montura al aire. Martin adjudicó a este último una profesión liberal —abogado, arquitecto o contable—, y por su forma de dirigirse al resto de los comensales supuso que trabajaba para ellos. Amanda hablaba con el hombre de más edad como si estuviera a su mismo nivel. Martin no perdió un detalle de ellos mientras cenaba y les siguió con la mirada cuando dejaron la mesa. Después pudo observar desde su posición privilegiada que el grupo se detenía en el vestíbulo del hotel y el hombre más joven se despedía del resto con un apretón de manos; Amanda y el acompañante de más edad se dirigieron al salón situado junto a la recepción.

Martin esperó unos minutos y se dirigió también allí. Un grupo de jóvenes interpretaba sobre el escenario una melodía irlandesa con violines, gaitas, dulzainas y arpa. La penumbra que reinaba en el recinto le impidió distinguir con claridad las siluetas que compartían aquel agradable ambiente, sentadas alrededor de mesas bajas. Martin se dirigió a una barra situada en la esquina de la sala y pidió un gin-tonic. Mientras esperaba, habituada ya su vista a la penumbra, lanzó una mirada panorámica para localizar a Amanda.

De repente, una voz femenina pronunció su nombre. Martin se volvió de manera instintiva y se topó con Amanda y su larga melena roja y rizada. Estaba sentada en una mesa cercana a la barra, junto al hombre que la acompañaba en el restaurante. Por una vez lamentó vestir una ropa tan informal, con vaqueros y sudadera deportiva, que contrastaba con el elegante traje que llevaba él.

Se acercó despacio y saludó a Amanda con aprensión. Inmediatamente ella se dirigió a su compañero de mesa para presentarles.

—Nicholas Coleman, te presento a Martin Conrad.

Martin sintió que aquel hombre le dedicaba una mirada curiosa mientras estrechaba su mano.

—Es un placer, Martin. Amanda me ha hablado de ti. Es un honor tener alojado en nuestras propiedades a un escritor de tanto prestigio.

Aquello fue una auténtica sorpresa para Martin. Acababa de saber que Amanda le había hablado de él a aquel hombre, que ambos sabían ya quién era, y para colmo, que la cabaña donde vivía de alquiler les pertenecía.

—Gracias. Encantado de conocerle.

—¿En qué estás trabajando ahora? ¿Es una historia sobre Irlanda? —preguntó Nicholas Coleman.

—Bueno, lo estoy intentando. Por ahora estoy recogiendo impresiones, paisajes, personajes… Aún no tengo una historia definida.

—Interesante —murmuró Coleman. Amanda seguía mirándole en silencio.

Tras unos incómodos instantes, Martin decidió dejarles solos.

—Bueno, ha sido un placer, señor Coleman. Amanda —dijo haciendo una pequeña reverencia con la cabeza y despidiéndose.

Después se instaló en una mesa alejada de ellos y se dispuso a escuchar el concierto.

Tres piezas musicales después, Martin sintió una mano en su hombro. Era Amanda, que tomó asiento en su mesa depositando en ella el vaso de cristal con cubitos de hielo que llevaba en la mano.

—Hola, señora directora general —saludó Martin con un guiño—. ¿Has dejado solo a tu acompañante?

Amanda sonrió.

—No. Tenía que marcharse. Yo he preferido quedarme a escuchar el concierto, y qué mejor compañía que junto a un escritor famoso.

—Lo de famoso lo has dicho tú. No soy tan vanidoso.

—He captado la indirecta. Veo que aún estás molesto.

Martin se encogió de hombros.

—¿Crees que debería estarlo?

—Te di motivos. Hoy, en el puerto, no he sido demasiado amable contigo. Acababa de tener un incidente con unos clientes y estaba algo alterada. Te debo una disculpa.

Durante unos minutos, permanecieron en silencio.

—No me he sentido ofendido; más bien avergonzado al recordar la escena que monté en el faro la primera vez que nos vimos. No tenías intención de suicidarte, ¿verdad? —Martin la miró esperando su respuesta.

Amanda enmudeció durante unos instantes en los que trató de buscar las palabras adecuadas para no herir sus sentimientos.

—Fui allí para inspeccionar la costa desde arriba; van a construir nuevos diques para la ampliación del puerto deportivo por esa zona. Me acerqué demasiado al borde y desde lejos parecía que… —Se alzó de hombros sin saber cómo continuar.

—Que ibas a lanzarte al vacío. ¡Qué manera de hacer el ridículo! —dijo retirando la vista de ella, abochornado.

—No tienes de qué avergonzarte. Al contrario, gracias a esa confusión nos hemos conocido.

—Lo que más me sonroja es que me tomaras por un sacerdote… —Esbozó una sonrisa cómplice—. No suelo ser tan noble como aquel día.

—Lo sé. No eres lo que se dice un santo, más bien lo contrario, un chico malo… —sentenció, sosteniéndole la mirada mientras la música de violines y flautas les envolvía en aquella acogedora penumbra. ¿Estaba coqueteando con él?

—Veo que has estado investigando sobre mí. ¿Debo sentirme halagado?

—Haz lo que quieras. Aunque por tu trayectoria profesional imagino que estarás acostumbrado a los halagos y a ser el centro de atención —concluyó Amanda encogiéndose de hombros.

—Bueno, es agradable a veces, aunque te confieso que prefiero vivir de forma anónima y escribir en soledad antes que exponerme a los medios para promocionar mis trabajos. Ahora me siento en desventaja: yo no sé nada sobre ti. Ese hombre con el que estabas…

—Es mi jefe. El presidente de la naviera donde trabajo.

—Veo que eres una mujer de negocios, toda una triunfadora.

—¿Por qué será que noto cierta ironía en el tono de tu voz?

—En absoluto. No seas tan susceptible. Cuando te vi por primera vez me hice una idea totalmente equivocada de ti. De repente he pasado de estar frente a una chica desvalida y con problemas a encontrarme ante toda una ejecutiva, segura de sí misma y con carácter.

—Yo también he cambiado de opinión sobre ti, aunque me tienes confundida.

—¿Cuál es el problema?

—Como has podido comprobar, te he buscado en internet y he leído algunas de las entrevistas que te han hecho. El hombre amable y atento que me ofreció ayuda en el faro no aparece por ningún sitio. Tiene tu mismo rostro, el mismo nombre, pero no consigo relacionarlo contigo. En tus apariciones públicas he visto un tipo arrogante, inmodesto, irónico y mordaz. Dabas mucho juego a los periodistas.

—No pluralices. Sólo he polemizado en un par de entrevistas de las docenas que me han hecho. Sin embargo, tuvieron más repercusión que el resto. Mi problema es que no soporto a la gente estúpida. Y cuando te hacen preguntas estúpidas, respondes una estupidez… —Se encogió de hombros, a modo de disculpa.

Amanda sonrió con aquella respuesta.

—Tampoco casa la imagen pública que proyectas como escritor con lo que escribes. He leído uno de tus libros en estos días, La soledad perdida, y en él reflejas la intensa vida interior de tus personajes. Eres capaz de describir escenas duras y desgarradas con una delicadeza que me ha sorprendido. ¿Cómo eres realmente?

—Compruébalo tú misma. Eres una mujer inteligente.

—Es un honor recibir ese halago de otra persona inteligente.

—Ahora eres tú quien utiliza la ironía —dijo Martin levantando su ceja derecha—. Así que estamos en paz. —Elevó su vaso y lo acercó al de ella a modo de brindis.

—¿Vas a quedarte durante mucho tiempo en Redmondtown? —preguntó Amanda.

—No. Creo que voy a regresar pronto a Londres, quizá a finales de mes.

—¿En tan poco tiempo te has hecho una idea de este país suficiente para escribir una nueva novela?

Martin la miró y se quedó en silencio, como si no supiera qué decir.

—Da igual, no tienes por qué responder —añadió Amanda con embarazo.

—Estaba buscando una respuesta adecuada a esa pregunta. Me instalé aquí para buscar inspiración y escribir, pero no conseguía concentrarme ni se me ocurrían ideas. Sin embargo, después de aquel día en que coincidimos en el faro, comencé a escribir el borrador de una historia.

—¿Una autobiografía? ¿Vas a contar lo que pasó aquella mañana? —preguntó la joven con una sonrisa.

—No. Esa escena me sugirió una historia, pero aún no he decidido si seguiré adelante con ella.

—¿Por qué?

Martin se encogió de hombros.

—No encuentro inspiración. Estoy bloqueado. Creo que la parte derecha de mi cerebro se ha atrofiado.

—¿Qué quieres decir? ¿Tienes un tumor o algo así?

—No. Es broma. Leí una vez en una revista que cada parte del cerebro rige una función distinta. La parte izquierda se ocupa del pensamiento lógico, de la precisión o las matemáticas, mientras que la derecha dirige la creatividad, la estética o los sentimientos. Cuando escribía, sentía que ambos lados estaban continuamente batallando en mi cabeza para imponerse el uno sobre el otro, sobre todo el lado izquierdo, que parecía estar conspirando para que el derecho se atuviera a unas normas.

—¿Y cómo notabas esa batalla? ¿Sentías jaquecas? —preguntó en broma.

—A veces, cuando se me ocurría una idea, comenzaba a escribirla a toda velocidad, sin detenerme a corregir la ortografía ni el vocabulario. Necesitaba pisar el acelerador de la parte derecha para liberar todo lo que estaba creando en ese momento. Pero cuando me detenía para leer la frase anterior, la parte izquierda se imponía, obligándome a revisar las palabras que en la alocada carrera no había escrito bien; más de una vez se me escaparon las ideas que aún tenía que exponer debido al absurdo empeño de ponerme a corregir.

—¿Y ahora? ¿Qué le ha pasado a tu creatividad?

—No lo sé. Estoy atascado. Después del fracaso de mi último libro he perdido parte de la seguridad en mí mismo de la que hacía gala en las entrevistas.

Aquella confidencia agradó a Amanda; era un signo de humildad que confirmó su sospecha de que Martin era un tipo más auténtico de lo que parecía en aquellos programas, y mucho más interesante.

—Nadie es perfecto. No tienes que hacer siempre lo que crees que los demás esperan de ti. Si no puedes seguir escribiendo ahora, dedícate a otra cosa. Ya volverás a escribir cuando llegue el momento.

—El problema es que no sé hacer otra cosa. He sido periodista y lo dejé para convertirme en escritor. No conozco otra profesión.

El silencio se adueñó del espacio durante unos instantes mientras escuchaban la música de violines y dulzainas.

—Yo sé muchas historias. Podría contarte alguna para estimular tu creatividad…

—Adelante. En estos momentos estoy sediento de tramas y enredos. ¿Qué clase de historias conoces?

—De todo tipo y de diferentes épocas: conozco leyendas celtas, historias del hundimiento del Lusitania ocurrido cerca de estas costas, de la Segunda Guerra Mundial, de irlandeses que emigraron a Norteamérica, incluso de los antiguos inquilinos que vivieron en la cabaña donde vives ahora… —Le miró, esperando su respuesta.

—¿Ocurrió algún suceso extraordinario allí? No irás a contarme una de fantasmas para asustarme…

—No, no hay fantasmas en ese lugar. Si quieres podemos iniciar un juego para excitar tu imaginación: elige un escenario y yo te ofrezco el inicio de una historia con sus protagonistas. Después la continúas, aunque me reservo el derecho de ofrecer mi propia versión.

—Me parece una excelente idea; empieza.

—¿Qué te parece escribir una historia sobre la familia que vivió en esa cabaña durante la Segunda Guerra Mundial?

—Las historias sobre esa época están ya algo trilladas… —Martin mostró sus reservas—. Prefiero historias de personajes actuales y cercanos.

—Ésta no es una historia corriente. Irlanda se mantuvo neutral durante el conflicto; sin embargo, pasaron cosas interesantes en esta zona del país… —insistió.

—De acuerdo, cuéntame una de guerras —aceptó Martin con escasa convicción.

Amanda se acomodó en el sillón, dio un sorbo a la bebida que tenía sobre la mesa y comenzó la historia. La música había cesado y la sala estaba ahora medio vacía.

—Ocurrió en pleno conflicto bélico. La cabaña donde ahora vives estuvo habitada durante años por una familia de pescadores. Vivía allí un hombre joven que acababa de enviudar con su hija pequeña y con su madre, también viuda. Un día, mientras faenaba junto a sus compañeros, observó que había varios maderos flotando alrededor de su embarcación, parecían restos de un naufragio. A lo lejos divisaron un trozo más grande y dirigieron hacia allí la barcaza. Al llegar a su altura descubrieron el cuerpo de una mujer flotando sobre tablas. Estaba inconsciente y se aferraba a una bolsa de cuero. Regresaron al puerto y durante varios días el pescador cuidó de ella en su hogar hasta que se restableció. Era una mujer joven, rubia, de piel blanca y ojos claros. Cuando recobró el conocimiento comenzó a hablar en alemán.

—Esto comienza a ponerse interesante… —exclamó Martin, removiéndose en su sillón e inclinándose sobre la mesa para acercarse a ella y escucharla con atención.

—Hay más personajes: el dueño del barco para el que trabajaba el pescador era un hombre de mediana edad, poderoso y carente de escrúpulos.

—Ya tengo escenario y personajes: un hombre rico, otro pobre y una mujer bonita. El triángulo amoroso está servido. Háblame de ella…

—Había una biblia dentro del bolso de cuero en la cual estaba escrito un nombre: «Eva Beckmann». El dueño del barco se interesó por la joven, pero ésta aún estaba aturdida y no recordaba el pasado reciente ni las circunstancias por las que había aparecido en el mar, aunque sí retazos de su niñez, y aseguraba que era judía. Pero él había reparado en su biblia cristiana que también estaba en idioma alemán y no la creyó.

—Entonces ¿era judía o cristiana?

—En aquel momento no recordaba nada sobre su vida anterior al naufragio. Más adelante recobrará la memoria, y te aseguro que tuvo un pasado muy interesante.

—Cuéntamelo… —le rogó Martin.

—Primero debes iniciar la historia, describir el ambiente y crear un conflicto entre los protagonistas.

—¿Qué hago con el pescador?

—Tendrá un papel muy activo a lo largo de toda la historia.

—¿Cómo avanza el conflicto? Dame una pista —suplicó Martin.

—El desenlace es asunto tuyo. Ahora tienes trabajo: debes dar vida a los personajes.

—Debo reconocer que es un buen inicio. Me has dado una historia abierta a muchas posibilidades.

—Un detalle más: el dueño del barco estaba casado y no tenía hijos. Ese dato es importante.

—¿Esta historia es real o es fruto de tu imaginación? —preguntó intrigado.

—Es real. Pero tú puedes convertirla en ficción. Sólo pretendo darte un empujoncito para que escribas el primer capítulo. Después imagino que todo vendrá rodado.

—Eso espero.

Martin se sentía cómodo en su compañía, y percibía que ella también estaba a gusto. Hacía tiempo que no disfrutaba de una velada agradable al lado de una mujer bonita e inteligente. Le resultaba fácil estar allí, frente a ella, observando sus gestos sencillos, escuchando su relato, su hablar pausado. Se sentía acompañado por primera vez en mucho tiempo y la idea de abandonar la isla fue desapareciendo de entre sus prioridades.

La noche irrumpió escoltada por un viento frío y húmedo que calaba hasta los huesos. Amanda y Martin se pusieron sus impermeables para protegerse de la fina lluvia que les esperaba en el exterior y caminaron en silencio hacia las escaleras horadadas en la roca.

—Háblame de ti. ¿Has vivido aquí siempre? ¿Tienes familia? ¿Pareja?

—¡Vaya! Qué directo, veo que no te andas por las ramas… —Amanda sonrió—. De acuerdo, te contaré mi historia. Nací y me crié aquí, mi madre murió cuando yo tenía apenas unos meses. Después fui a la universidad en Estados Unidos y me casé allí con un yanqui, pero… —Guardó silencio, con la mirada perdida.

—¿Pero…? —Se volvió para mirarla.

—Pero me divorcié hace seis meses. De repente me encontré sola y en un país extraño, así que regresé a casa con mi familia. —Se encogió de hombros.

—¿Te dolió mucho?

—Fue algo inevitable. Fuimos encadenando un desencuentro tras otro, una decepción tras otra. Me di cuenta, aunque tarde, de que él no estaba preparado para asumir una responsabilidad como el matrimonio y… algunas otras más… —Amanda calló de repente, pensativa.

—¡Vaya! Lo siento. Es difícil dar ánimos en una situación como ésa, pero yo también he vivido una experiencia similar. Me han dejado también hace tiempo y te puedo asegurar que conforme pasen los meses lo irás superando.

—Bueno, pues ahora te toca a ti. Cuéntame esa decepción que has superado tan bien —dijo al llegar a la zona alta del pueblo—. Me cuesta creer que te hayan dejado plantado.

—¿Por qué?

—Porque eres un escritor famoso, atractivo, inteligente… —Sonrió, volviendo a la broma anterior—. Y además, me he enterado de que tus libros también han sido llevados al cine. ¿Pretendes convencerme de que no tienes un grupo de admiradoras constantemente a tu alrededor?

Martin miró a su izquierda, y después a su derecha. Alzó las palmas de las manos y se dirigió a ella con una sonrisa:

—¿Tú las has visto? —bromeó, tratando de esquivar su turno de confidencias.

Caminaban por el sendero que dividía la superficie verde sobre el acantilado y, sin responder, Amanda se detuvo al llegar al cruce de caminos para mirarle con escepticismo.

—No tengo tanto éxito como imaginas. Mi chica me dejó plantado, a pesar de que ya era un tipo famoso.

—Parece que algo tenemos en común: no hemos tenido suerte en nuestras relaciones.

—Mi caso es diferente. Fue culpa mía. No asimilé demasiado bien el éxito de mi segundo libro y durante una época me volví intratable; ya me has visto en la tele. En cuanto a ti, no sé quién ni cómo era tu ex marido, pero, si no te hizo feliz, estoy seguro de que era un perfecto imbécil y se equivocó por completo.

—Gracias. En eso estamos de acuerdo. —Al fin sonrió abiertamente— . Llegó la hora de despedirnos.

—¿Vas a trabajar ahora? —Habían llegado al palacio del acantilado y se habían detenido delante de las rejas que enmarcaban el nombre de la compañía naviera.

—No. Yo vivo aquí.

—Debes de tener una buena recomendación en tu empresa para que te den alojamiento en un sitio como éste.

—Es el privilegio de ser la hija del presidente de la compañía.

—Así que el acompañante que me presentaste antes en el hotel… era tu padre.

Amanda asintió.

—Entonces, también eres mi casera.

—Exacto. —Sonrió—. Bueno. Hasta la vista…

Se miraron fijamente durante unos instantes; después de un embarazoso silencio, Amanda se alejó de él, desapareciendo en la negrura.