2

Durante los días que siguieron a aquel encuentro con Amanda, Martin trabajó de manera compulsiva en el borrador de la historia. Ahora tenía un estímulo y estaba inspirado. El arranque que Amanda le había ofrecido era muy bueno y comenzó a darle forma; pero, al llegar al punto donde ella lo dejó, se sintió incapaz de continuar con el desenlace, por miedo a que fuera diferente al que ella le tenía reservado. Por primera vez se mostró ansioso por volver a verla y escuchar de sus labios la continuación de aquella historia. Decidió entonces que debía desarrollar una trama, aunque fuese mala, para demostrarle que había trabajado en aquellos días y que su cerebro aún funcionaba.

Aquella tarde la lluvia arreciaba con fuerza. Martin había terminado los primeros capítulos y estaba tirado en el sofá escuchando los embates del agua sobre el tejado, pensando en Amanda y en su relato. De repente oyó unos golpes en la puerta y dio un respingo; se levantó en cuestión de segundos y acudió descalzo a abrir. Allí estaba Amanda, protegida por su impermeable de color verde oscuro.

—Hola, Martin. ¿Has cenado? Traigo unas pizzas que todavía están calientes… —dijo extendiendo las manos para ofrecerle dos cajas de cartón cuadradas.

—No… La verdad es que aún no… Quiero decir… —Estaba atolondrado, enojado consigo mismo; no entendía por qué perdía la seguridad en su presencia—. Ponte cómoda, voy a por unas cervezas —sugirió mientras trataba inútilmente de ordenar el caos que reinaba en el interior de la cabaña y en su cabeza.

—¿Has pensado en la historia que te conté? —dijo mirando a su alrededor.

—Sí. Lo he escrito todo, y además he esbozado el esquema de un posible argumento —respondía de espaldas desde la cocina.

—¿Cómo lo has resuelto?

—He colocado a la mujer en la dirección del Servicio Secreto de Inteligencia Militar británico, el MI6 —respondió sentándose en el sofá, al lado de Amanda y delante de la mesa de centro, dispuesto a disfrutar de las pizzas y de su compañía—. Los ingleses no confiaban demasiado en la neutralidad de los irlandeses durante la guerra y sospechaban que los alrededores de esta zona eran un lugar idóneo para que los buques alemanes se pudieran abastecer clandestinamente, así que prepararon un supuesto naufragio colocando en el mar a una mujer bella y de apariencia frágil para que fuera hallada por los pescadores que faenaban por estos alrededores; de este modo podría integrarse en la zona, vigilar los movimientos de los barcos, conocer a los posibles cómplices de los alemanes y seducir al cabecilla para acceder a la organización.

—Vaya, al final has elaborado una historia de espionaje en plena guerra. No está mal… —dijo con un gesto afirmativo—. ¿Cómo vas a terminarla?

—Pues… aún no he llegado al desenlace.

—Si fuera una película terminaría así: ella se ha enamorado del pescador que la rescató del agua, pero no puede contarle nada sobre la misión que le han encomendado y tiene que dejarse seducir por el dueño del barco, el líder del grupo de traidores, para ganarse su confianza e infiltrarse entre ellos; pero cuando intenta informar a su contacto inglés, es descubierta por aquél, que tratará de asesinarla. El pescador, que sospecha que ella no es quien aparenta ser, la salva en el último momento tras una trepidante escena de puñetazos, carreras y cruce de disparos… Al final, los malos son detenidos, pero ella debe volver a Londres con el corazón partido, dejando allí a su gran amor… —concluyó con un simpático gesto, colocando su mano en el pecho.

—¿Por qué tengo la impresión de que no es ése el final que tenías planeado?

—Es que la historia real va por otros derroteros… Pero me ha parecido interesante lo que has escrito; podrías hacer una buena novela de espionaje con un toque de romance.

—Mi problema es que siento curiosidad. Puedo introducir algo de ficción, pero primero quiero conocer la historia verdadera. Cuéntame tu versión, por favor —dijo cogiendo su plato e invitándola a imitarle y sentarse en la alfombra, frente a la chimenea, apoyando la espalda contra el sofá.

—Está bien, comenzaré desde el principio.

Seamus Osborn era propietario de una flota de barcos de pesca en Redmondtown. Cada día repetía el mismo ritual: al amanecer bajaba al puerto para inspeccionar las barcazas de su propiedad antes de que se hicieran a la mar. Por la tarde regresaba para supervisar la pesca obtenida por sus hombres. Controlaba también la lonja donde se vendía todo el pescado que se capturaba en la zona, y el trasporte para la distribución y, por supuesto, los beneficios que generaba aquel negocio.

Aquella mañana de agosto de 1941 se encontraba revisando las cuentas en la lonja junto a su sobrino Derry —el hijo de su difunto hermano mayor a quien había acogido como un hijo y preparaba para convertirle en su sucesor—, cuando recibió el mensaje del patrón de una de sus barcazas, Kearan O’Connor, que había regresado antes de la hora habitual al puerto. Al abordar la embarcación, Osborn fue informado del extraño suceso: una joven había aparecido flotando mar adentro, entre la bruma del amanecer. Había sobrevivido a un naufragio; sus brazos y piernas mostraban magulladuras y rasguños, y tenía una brecha en la frente que parecía haber sangrado en abundancia; estaba inconsciente, aferrada a una mochila de piel que protegía contra su pecho. Seamus fue a verla y ordenó al patrón del barco que la trasladara a la consulta del médico, pero antes se inclinó sobre ella para arrebatarle el bolso.

Aunque de origen humilde, Seamus Osborn era un hombre orgulloso, mezquino y avaro; empleaba y despedía a su libre albedrío a los trabajadores, pobres desgraciados que suplicaban a diario un jornal para sobrevivir y cuyos hogares eran continuamente diezmados por la usura a la que les sometía. Osborn era el dueño de la mayoría de las casas del pueblo, y a duras penas las familias podían vivir dignamente después de abonarle el alquiler con los exiguos sueldos que les pagaba. Muchas fueron desahuciadas debido a esa circunstancia.

Seamus había perdido a su padre en un naufragio cuando era un adolescente y tuvo que hacerse cargo de su madre y su hermano con la única ayuda de una pequeña barcaza de pesca. En unos años difíciles y convulsos en Irlanda, supo sacar partido de los disturbios políticos y sociales que asolaron el país durante la primera mitad del siglo XX: primero, la guerra de Independencia, en 1919, que finalizó tres años más tarde con la negociación del Tratado Anglo-Irlandés en el que se aceptaba la división de la isla y la creación del Estado Libre de Irlanda, aunque sujeto a la lealtad de la monarquía británica con los mismos derechos que Australia o Canadá.

Sin embargo, una minoría de políticos involucrados en aquellas negociaciones no aceptó el acuerdo y rechazó todos los símbolos de la Corona de Gran Bretaña. Así dio comienzo, pocos meses después de la firma del tratado, la Guerra Civil, durante la cual este grupo y sus partidarios se levantaron en armas y lucharon contra el Gobierno establecido.

En los alrededores de Redmondtown, los rebeldes fueron rodeados por las fuerzas oficialistas, aunque resistieron gracias a los numerosos simpatizantes de su causa que lucharon utilizando estrategia guerrillera atacando a las tropas, interrumpiendo comunicaciones y destruyendo puentes y carreteras. Fueron años de convulsiones y traiciones en medio de una sociedad rural empobrecida, con necesidades primarias acuciantes, donde se traficaba con cualquier cosa, incluso con las lealtades. En ambos bandos se perpetraron ejecuciones sin juicios ni garantías legales.

Redmondtown estaba situada en una península, en el suroeste de Irlanda. Desde lo alto de los acantilados se podía contemplar el océano en toda su extensión, pero los diferentes y extensos estuarios que formaban sus costas ofrecían profundas e intrincadas cuevas, refugios naturales donde cualquier embarcación podía ocultarse y encubrir actividades ilegales.

Seamus Osborn se hizo rico utilizando su barcaza para trabajos que nada tenían que ver con la pesca; él único color al que servía era al del dinero, sin detenerse a examinar la procedencia de los uniformes. Colaboró con los dos bandos combatientes y traicionó a ambos.

Cuando terminó la Guerra Civil, Seamus Osborn se había erigido en amo y señor de Redmondtown. Fue entonces cuando los delirios megalómanos de este singular especulador salieron a la luz, y con los pingües beneficios obtenidos adquirió y restauró un antiguo pero colosal palacio en lo alto del acantilado. Después contrajo matrimonio con Barbara, una joven de voluptuosas formas y dudoso pasado que conoció en un local no demasiado recomendable de Dublín, a quien pidió matrimonio meses después ofreciéndole un futuro de lujo y riquezas. Ella accedió sin dudarlo, seducida por aquel joven con maneras de nuevo rico y por la idea de vivir en el lujoso hogar que con tanto entusiasmo él le había descrito.

Durante los primeros años, Barbara reinó entre aquellos muros, recibió respeto, joyas y vestidos caros. Sin embargo, no fue un intercambio justo, al menos en opinión de su marido, que había creado aquel imperio para ser recordado y lamentaba la falta de hijos. Con el tiempo la relación se tornó fría y distante. Después de quince años de vida en común, dejaron de ser un matrimonio para convertirse en dos personas unidas por un vínculo civil conforme a un tácito acuerdo en el que cada cual viviría en un extremo del palacio e ignoraría las andanzas del otro.

En su parcela de hogar, Seamus Osborn desahogaba sus necesidades con las sirvientas, para continuar después ofreciéndoles el mismo trato distante y exigente. Pero no sólo las empleadas del servicio pasaron por su lecho, también mujeres del pueblo, casadas y solteras, que sabían cómo salir de un apuro sin tener que ofrecer demasiadas explicaciones. El señor era generoso si conseguía lo que deseaba. Y si lo que deseaba no lo conseguía, lo tomaba por la fuerza.

En pocos años la región había quedado huérfana, ya que buena parte de sus habitantes emigraron hacia Estados Unidos huyendo de la miseria.

Kearan O’Connor era un hombre joven y recio, un buen patrón que capitaneaba una de las barcazas de pesca propiedad de Osborn. Era capaz de repetir varias veces el lance de las redes durante la jornada y superar en cantidad de pesca al resto de las embarcaciones. En su rostro curtido por el azote del mar habían aparecido unas prematuras arrugas, a pesar de no haber rebasado aún la treintena. Su joven esposa había fallecido al dar a luz a la pequeña Deirdre, que entonces tenía ocho meses. Vivía de alquiler junto a su madre en una modesta cabaña propiedad de Osborn situada sobre el acantilado, junto al lago. Todos en el pueblo le respetaban. Su padre también había sido marino y murió como un héroe en un naufragio en el que consiguió poner a salvo a toda la tripulación, incluido su hijo, que embarcó por primera vez a los diez años y que en aquel momento apenas era un adolescente.

Siguiendo las órdenes de su jefe, Kearan O’Connor llevó a la mujer que había encontrado en el mar a la casa del doctor Morrison y regresó para reunirse con Osborn, quien, en reconocimiento por su altruista acción, le pagó la mitad del salario argumentando que no había completado la carga habitual de pescado.

El doctor Morrison concluyó que el estado de la mujer no revestía gravedad, se trataba sólo de algunas contusiones, deshidratación y un golpe en la frente. La joven pasó la primera noche en la casa del doctor bajo observación, a la espera de que recuperase la conciencia. Al día siguiente, Osborn visitó al médico y, tras ser informado de que la joven no había despertado aún, dio orden de trasladarla a la cabaña de los O’Connor, en contra de la opinión del doctor, que mantuvo una agria discusión con el patrón.

La joven recuperó dos días más tarde la conciencia y apenas balbució unas palabras:

Wasser, bitte, geben Sie mir Wasser.[2]

La señora O’Connor, que había estado cuidando de ella, sintió miedo al escucharla.

Helfen Sie mir, bitte! Helfen Sie mir…![3] —suplicaba la joven tratando de incorporarse.

La mujer salió de la estancia y regresó unos minutos más tarde con un cuenco de caldo caliente. Observó que la joven lo aceptaba y bebía con ansia.

Vielen Dank[4] —terminó con una sonrisa de agradecimiento al devolver el cuenco vacío.

—Mi nombre es Nora. ¿Entiende mi idioma?

La joven se quedó callada, con la mirada perdida, examinando la humilde habitación con paredes y techos de piedra. La cama era grande y tosca, de madera maciza con escasos adornos. La mujer que tenía ante ella era menuda, de piel blanca y mejillas rosadas con profundas arrugas que atravesaban sus pómulos de un extremo a otro, marcando un mapa de líneas verticales y horizontales que convergían en el centro.

—¿Habla inglés? —insistía Nora—. ¿De dónde es usted?

—Sí, sí… Entiendo su idioma… —balbució confusa.

—¿Cuál es su nombre? Quiero decir… ¿Cómo se llama?

La joven volvió a extraviar la mirada, como si ella se hiciera la misma pregunta.

—No lo sé…

—Descanse ahora. Dentro de unos días se encontrará mejor —dijo despidiéndose con mirada huidiza.

En agosto de 1941 y en pleno conflicto bélico, Alemania tenía bajo su dominio a Polonia, Dinamarca, Noruega, Benelux, Francia, Yugoslavia y Grecia; había iniciado las campañas en África, seguía bombardeando Gran Bretaña y preparaba su marcha hacia Rusia. Irlanda se había declarado neutral al estallar la guerra en Europa, pese al descontento que provocó en los políticos de Londres. Unos años antes, en 1937, se había aprobado la nueva Constitución inspirada por el primer ministro Eamon de Valera, quien cortó todos los lazos con Gran Bretaña y abolió el derecho del rey de Inglaterra a inmiscuirse en los asuntos internos de Eire, el Estado Libre Irlandés. Aunque siguió perteneciendo a la Commonwealth, la independencia de este estado fue irrefutable y se hizo patente durante la guerra.

Esta política de neutralidad ofreció a Irlanda cierta seguridad durante el conflicto, pues una alianza con los alemanes habría supuesto una reacción inmediata por parte de los ingleses, que habrían invadido la isla; y unirse a éstos habría creado inestabilidad en la política interna del país. De cualquier forma, unos cuarenta mil irlandeses se alistaron en el ejército aliado como voluntarios para luchar contra los alemanes, y el Gobierno de De Valera no puso objeciones. Además, éste colaboró secretamente con los aliados informando de la situación meteorológica en el Atlántico el día D y permitiendo a los aviones británicos ocupar su espacio aéreo. Se dictaron leyes para que cualquier combatiente o piloto que penetrara en el Estado Libre Irlandés fuera detenido e internado. En la práctica, los pilotos norteamericanos o británicos eran invitados a escapar al territorio del Reino Unido —Irlanda del Norte— mediante una sencilla y amable negociación. Por el contrario, los alemanes eran internados en centros de reclusión.

El Gobierno irlandés jamás suministró combustible ni provisiones a Alemania, y fue respetado por los bandos contendientes: por parte de Gran Bretaña, porque necesitaban los alimentos producidos en el país, incluso más que sus bases militares, situadas en la ciudad portuaria de Cobh. Desde el bando alemán, Irlanda fue tratada con especial consideración, pues no querían dar un pretexto a los ingleses y norteamericanos para que ocuparan el país y sus aguas territoriales.

Aquella misma tarde, Nora salió con la pequeña Deirdre a dar un paseo por los alrededores. Desde aquella altura se divisaba una extensa y abrupta costa de rocas y altos acantilados que caían de forma horizontal sobre el agua. Caminó después por el sendero enmarcado por frondosos árboles que su hijo tomaba cada día al regresar de faenar. Nora observó a lo lejos una silueta que se encaminaba hacia ella, pero en seguida se dio cuenta de que no era Kearan y sintió inquietud. Seamus Osborn se detuvo ante ella. Su mirada era fría y destacaba en un rostro alargado, marcado por profundos surcos que recorrían sus mejillas desde el contorno de los ojos hasta más abajo de los labios. Peinaba hacia atrás un abundante y oscuro cabello; los ojos, de color azul claro casi transparente, eran menudos y mezquinos. Su delgadez hacía juego con el rostro, pero era ágil y certero, a pesar de que había rebasado ya los cuarenta.

—¿Dónde está la mujer? —ordenó a modo de saludo.

La anciana señaló hacia la cabaña sin atreverse a pronunciar palabra, aferrada a su nieta. El hombre penetró en la pequeña estancia y se dirigió al dormitorio buscando a la joven tendida en el lecho, que aún seguía convaleciente y débil.

—¿Qué pasó con el resto de la tripulación? —preguntó sin molestarse en presentar sus respetos.

La joven le miró con desconcierto. Ni siquiera sabía que había naufragado.

—¡Vamos, habla! Habíamos quedado en el punto acordado y no apareció nadie ¿Ha sobrevivido alguien más? ¿Por qué estabas tú en el barco? Nunca he hecho tratos con mujeres.

—No sé… No le entiendo muy bien… —balbució la joven.

—¡Claro que sabes de qué hablo! Teníais que cargar el combustible, pero el barco se fue a pique y ahora no puedo contactar con tu gente, y tampoco puedo ocultar durante mucho tiempo la carga. Espero que envíen un nuevo mensaje. En cuanto a ti… Tienes que marcharte, y pronto. No quiero alemanes en mi territorio. Las autoridades vigilan estas costas.

—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es éste? —preguntó la joven tratando de incorporarse.

—Es Redmondtown, Irlanda —dijo enfadado, como si estuviera delatándose sin haberlo planeado.

—No… no recuerdo nada de lo que ha ocurrido…

—¿Qué estás diciendo? ¡Perteneces al ejército alemán, no me vengas ahora con disparates! ¿Has perdido la cabeza con el naufragio? —El patrón comenzaba a ponerse nervioso. Aquella mujer estaba desorientada y podría comprometer sus turbios negocios—. Tengo tu documentación, y los diamantes. Tenías esta biblia con tu nombre escrito en ella… —dijo extrayendo el libro de su chaqueta y arrojándolo al lecho—. Tienes que largarte de este lugar, y pronto. En cuanto envíen otro barco te irás con ellos. Ya te avisaré cuando debas embarcar.

—¿Quién es usted?

—¡Eso no es asunto tuyo! —bramó exasperado—. Mantén la boca cerrada y procura no dar demasiada información a esta familia. ¿Has entendido?

Ella asintió con la cabeza, amedrentada por las amenazas de aquel hombre. En aquel momento, Kearan O’Connor entró en la habitación, seguido de su madre, y se hizo el silencio. Miró a Seamus y después a la chica, que exhibía una mirada aterrorizada.

—¿Hay algún problema, señor Osborn? —preguntó con aparente serenidad.

—Ninguno. Ya me marcho. Procura que se recupere pronto. Dentro de unos días regresaré para ver cómo sigue.

Kearan acompañó a su jefe hasta la puerta y le observó mientras caminaba de regreso, con la cara en alto y esa soberbia de quien lo posee todo y a todos, de quien mueve los hilos y no deja ningún cabo suelto. Después regresó al interior y se sentó a la mesa. Su madre se puso a calentar el colcannon, un plato a base de nabos, col y patatas, lo único que había podido comprar en el mercado.

—¿Qué ocurre, madre? —preguntó tras un silencio.

—No lo sé, pero estoy inquieta. Esa mujer habla un idioma raro, creo que es alemana… Y ahora el señor Osborn ha venido aquí personalmente para verla. Todo esto es muy extraño.

—¿Has hablado con ella?

—Sí, pero creo que está aturdida.

Kearan se levantó para dirigirse al dormitorio. La joven estaba aún incorporada, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama. Su mirada se dirigió hacia él al verle entrar.

—Hola. Mi nombre es Kearan. ¿Te encuentras mejor?

—Sí, gracias. Pero no recuerdo nada de lo que ha pasado. Por lo visto, he aparecido en el mar, mi barco ha naufragado…

—Sí, fui yo quien te encontró flotando sobre unos tableros. ¿Sabes cómo te llamas?

—Creo que Eva, Eva Beckmann. Lo dice aquí… —dijo señalando la biblia que Osborn le había dado y que sostenía entre sus manos.

—¿De dónde eres?

—El señor que ha estado antes dice que pertenezco al ejército alemán…

—¿Sabes que estáis en guerra con el resto del mundo?

—Aún no sé quién soy ni por qué estoy aquí, pero ese hombre me ha hablado como si me estuviera esperando.

—Y te ha ordenado mantener la boca cerrada; es mejor obedecerle. Sólo es cuestión de tiempo; pronto volverás a la normalidad y recordarás quién eres. Ahora debes descansar —dijo mientras se despedía.

Al día siguiente, Eva mejoró y se atrevió a levantarse. Comenzó a ubicarse en el tiempo y el lugar en que había despertado; tras el desayuno ayudó a Nora en los quehaceres de la casa y el cuidado de la pequeña. Al atardecer, mientras cenaban alrededor de la mesa, Kearan trató de indagar con sutileza sobre su pasado, pero Eva sólo pudo ofrecerles vagos recuerdos.

—Tengo ráfagas de memoria, pero pertenecen a mi niñez. Vivía en una casa de tres plantas, con enormes habitaciones y un piano en el salón. Había más gente allí: mis padres, mi hermano pequeño y las mujeres que se encargaban del servicio. Recuerdo oraciones que mi padre nos obligaba a rezar a la hora de la cena, el Padre Nuestro y el Ave María; recuerdo también que en la manga de mis abrigos tenía cosida una tela amarilla con el símbolo de una estrella.

—En tus relatos hay incoherencias—comentó Kearan—. Los únicos que deben llevar la estrella de David en Alemania y los países ocupados son los judíos; sin embargo, dices que rezabas el Padre Nuestro, como los católicos. Quizá eran otros los que llevaban cosida en sus ropas la estrella; por ejemplo, la gente que trabajaba en tu casa. Hablas bien el inglés, lo que hace pensar que has tenido una buena educación…

—No, era yo; mis padres también la llevaban en su ropa. Recuerdo también a un niño un poco mayor que yo; me perseguía cuando iba al colegio para burlarse de mi hermano y de mí, aunque no llego a recordar su rostro.

—Pero llevabas en tu bolso una biblia cristiana…

—¿Yo tenía un bolso?

—Sí, el señor Osborn se quedó con él.

—Él me dijo que tenía mi documentación. Es posible que pueda aclarar algo más sobre mi pasado.

—No cuentes con su ayuda —replicó Nora—. No es un buen hombre.

—Y me habló también de unos diamantes…

Ahora madre e hijo se miraron con estupor, aunque guardaron un prudente silencio.

—De todas formas, procura hablar en inglés. Seas judía o cristiana, te conviene disimular tu acento alemán.

Pasaron unos días y Eva comenzó a desenvolverse mejor. Kearan regresaba cada tarde y le traía noticias sobre los avances de la guerra. Mientras tanto, Seamus Osborn le interrogaba a diario sobre la evolución de la mujer, pero siempre recibía la misma respuesta: sólo sabía su nombre porque estaba escrito en su biblia. No creyó oportuno relatarle los escasos recuerdos que Eva había recuperado; las dudas sobre su relación con el ejército alemán y con su propio jefe le estaban consumiendo hasta el punto de dudar sobre su versión. ¿Y si realmente Eva pertenecía al ejército alemán? Conocía bien los tejemanejes y la falta de escrúpulos de Osborn y le creía capaz de estar colaborando con el enemigo, pero no podía enfrentarse a él. El mero hecho de haberle encargado el cuidado de la joven era una muestra de su confianza, aunque Kearan lo consideraba un regalo envenenado, un arma de doble filo que podría ofrecerle algún beneficio si salía bien. Pero si salía mal podría convertirse en su peor pesadilla.

Kearan había entablado una extraña relación con Eva y procuraba estar alerta ante cualquier reacción con el fin de descubrir quién era realmente; pero sentía también una agradable atracción, le perturbaba su cercanía, aunque trataba de no pensar en ella porque presentía que sólo le traería problemas.

Y no tardó mucho en confirmar sus malos augurios.

Estaba cayendo la tarde cuando Seamus Osborn irrumpió con violencia en la cabaña. Las dos mujeres se amedrentaron al ver su gesto lleno de ira.

—¿Quién eres? —bramó, acercándose amenazante hacia Eva.

Eva, protectora, se colocó delante de Nora.

—¡Habla! ¿De dónde has salido? ¡No eres una de ellos, nadie ha oído hablar de ti…! ¡Habla de una vez o te mato aquí mismo! —gritó, zarandeándola por los hombros.

Eva temblaba de los pies a la cabeza; no entendía qué era lo que debía confesar.

—Yo… Yo no sé quién soy… ¡Por favor, suélteme…!

—¿Y los diamantes? ¿Quién te los entregó? ¿Para qué has venido aquí?

—No… No no recuerdo nada… Creo que soy judía, quizá estaba huyendo de Alemania cuando mi barco naufragó…

—¡Tú no eres judía! ¡Maldita intrusa…! Voy a entregarte a las autoridades, diré que eres una espía alemana y que te he capturado. Pasarás el resto de tu vida en la prisión de la isla de Spike. ¡No voy a permitir que arruines mi negocio…!

—¡No…! Por favor… —suplicaba entre lágrimas, tratando de zafarse de las garras que oprimían sus hombros—. Yo no recuerdo nada, no sé quién soy… ¡Se lo suplico, déjeme marchar…!

—Sí, te vas marchar… ¡Pero a la cárcel! No creas que vas a jugármela…

Fue tan intenso el esfuerzo para escapar de él que Eva tuvo que tomar impulso empujando con los brazos a su captor, quien perdió el equilibrio y cayó hacia atrás golpeándose con el quicio de la chimenea en el hombro derecho.

—¡Perra maldita…!

Osborn se levantó como un resorte, ciego de ira y con el puño en alto. Eva recibió un fuerte puñetazo en la cara y cayó al suelo casi inconsciente. Después sintió nuevos golpes en su cuerpo mientras la arrastraba como un fardo hacia la habitación; sintió unas manos que rasgaban su ropa con violencia y también la impotencia de no poder ofrecer más resistencia.

Nora dejó la cabaña con la niña en brazos para no presenciar la escena que temía que se iba a producir. A lo lejos divisó una sombra familiar y caminó hacia ella dispuesta a detenerle.

—¿Qué pasa, madre? ¿Por qué estás tan lejos de la casa? ¿Eva está bien?

—No vayas ahora, Kearan. Quédate un rato hasta que pase todo.

—¿Qué está pasando? —preguntó aún más preocupado y echando a caminar a grandes zancadas.

Alcanzó la puerta de su hogar cuando Seamus Osborn salía del dormitorio colocándose la chaqueta de lana, con el rostro henchido de placer, el placer que le proporcionaba el dominio sobre los demás.

—¿Qué ha ocurrido, señor?

—Esa mujer es una espía alemana. Ve al pueblo y denúnciala a las autoridades. Pero ni se te ocurra nombrarme a mí. ¿Has entendido bien? Esto es cosa tuya, tú la encontraste y te llevarás la gloria y la recompensa, si es que la hay…

—¿Quiere explicarme por qué tengo que hacer tal cosa, señor?

—¡Porque yo te lo ordeno! ¡No tengo que darte explicación alguna! —rugió tajante—. Esa mujer no debe estar aquí. Ve al pueblo antes de que cambie de opinión y te envíe a ti también a la cárcel por ayudarla.

—¿De qué está hablando, señor Osborn? —preguntó aún más desconcertado—. Usted me ordenó que la cuidara…

—Pues ahora te ordeno que te deshagas de ella. ¡Ahora mismo! —bramó mientras traspasaba la puerta.

Un gemido escapó de la habitación y, al acercarse al umbral, Kearan descubrió el cuerpo de la joven desnudo y magullado por la violenta paliza recibida. De repente su vista se nubló y salió tras el patrón, propinándole un violento empujón por la espalda que le hizo trastabillar y caer sobre las rodillas. Éste se volvió sintiéndose humillado y lleno de furia y se enzarzaron en una pelea a puñetazos y patadas. Seamus terminó tendido en el suelo bajo el cuerpo de su empleado que, cegado por la ira, agarraba su cuello con la intención de ahogarle. Kearan oyó los gritos de su madre y el llanto de su pequeña y volvió en sí recobrando la sensatez. Lentamente aflojó la presión de las manos. El contrincante se zafó con agilidad felina; tenía la cara manchada de sangre y herido en su soberbia.

—¡Esto lo pagarás caro, cerdo! ¡Estás acabado! Enviaré yo mismo a las autoridades para que os arresten a los dos. En cuanto a tu familia, que se larguen inmediatamente de mis tierras ¡No quiero volver a veros nunca más! ¡Fuera de mi cabaña! —rugió, girándose para alejarse a grandes zancadas de allí.

Kearan regresó a la casa. Eva estaba encogida e inmóvil, con los ojos abiertos y la mirada perdida.

—Lo siento —murmuró en un tono casi imperceptible, tomando la manta y cubriendo su cuerpo con delicadeza. Después salió y tomó a la pequeña en brazos.

—Ayúdala, por favor, madre. Tenemos que irnos de aquí ahora mismo…

Nora se dirigió a la cama y acarició el pelo de Eva. Su ojo izquierdo estaba hinchado y amenazaba con tornarse de color malva. Con extremo cuidado la ayudó a incorporarse y lavó su cuerpo, advirtiendo entre sus muslos la viscosa huella de una infame violación; después la vistió con sus propias ropas y le colocó un raído abrigo de lana azul con capucha.

Salieron en silencio del que había sido el único hogar de los O’Connor. Era ya noche cerrada, y a pesar del verano la humedad calaba hasta los huesos. Los tres caminaron entre verdes pastos, eludiendo los caminos oficiales por temor a ser detenidos por las autoridades, que probablemente habrían sido ya informadas por Osborn. Habían recogido precipitadamente sus escasas pertenencias, colocándolas entre un par de sábanas de lino que ataron a sus espaldas. Kearan cargaba también sobre su pecho a la pequeña, que en contacto con su calor estaba sumida en un profundo sueño. Nora tan sólo llevaba un pequeño hatillo con la ropa de la pequeña y algunas sobras de comida: un trozo de pan de avena y varios nabos. Eva caminaba encorvada y en silencio, con la mirada extraviada, arrastrando su cuerpo dolorido. A lo lejos divisaron una pequeña luz perteneciente a una vivienda rural; sin embargo Kearan decidió seguir caminando un trecho más hasta alejarse de cualquier sitio habitado. Poco más tarde sucumbió al observar el cansancio de su madre, que a duras penas podía avanzar unos cuantos pasos más. Estaban en una zona de frondosos árboles y escogieron un lugar protegido del viento junto a un río. Después extendieron una manta sobre el suelo y Kearan se tumbó en un extremo junto a su madre; Eva se colocó en el otro para dar calor a la pequeña Deirdre, situada entre ella y Nora. Con la otra manta cubrieron sus cuerpos y trataron de descansar. Fue una noche de frío intenso, vigilia y miedo.

Amaneció un día soleado y Kearan repartió entre las mujeres los nabos que aún quedaban en el cesto y un trozo de pan. Nora llevaba colgada de su cintura la cántara de aluminio donde guardaba un poco de leche para el bebé. Después migó un buen trozo de pan en ella y se lo dio a comer pacientemente con una cuchara de palo.

—¿Cómo estás? —Kearan se sentó junto a Eva al pie del árbol mientras su madre alimentaba a la pequeña.

Eva se encogió de hombros. Aún no había pronunciado una palabra desde la tarde anterior y su mirada continuaba fija en un punto inexistente.

Durante varias jornadas caminaron campo a través, durmiendo en solitarios cobertizos de madera que en invierno eran utilizados por los pastores para guarecerse del frío y la lluvia, bebiendo leche de las ovejas que pastaban solitarias en los prados, a las que ordeñaban a escondidas del confiado guardián. En una de esas redadas, Kearan se acercó con sigilo a una de ellas y de un limpio corte rebanó el cuello del animal, impregnando de rojo su blanca lana. Aquella noche encendieron una hoguera y se deleitaron con un festín de carne asada; con el resto sobrevivieron durante varios días de trayecto. Kearan había resuelto dirigirse a la ciudad de Cork, en cuyos puertos pensaba buscar trabajo como pescador, pero aquella tarde el destino les desvió de la ruta marcada.

El rugido de un motor alertó en seguida a los O’Connor e instintivamente se ocultaron entre el follaje situado en el camino que recorrían en paralelo. Kearan observó que se trataba de una vieja camioneta cargada de pasto fresco, la cual se detuvo unos metros más adelante. El grupo caminó con cautela, observando los movimientos de sus ocupantes. Descendieron entonces un hombre de unos cincuenta años y una mujer que debía de ser su esposa. Ambos se acercaron a la rueda posterior izquierda que exhibía un vistoso reventón. Sin pensarlo dos veces, Kearan se adelantó y con paso decidido se dirigió hacia ellos. Eva observó por primera vez su sonrisa en una boca amplia y unos dientes perfectos y blancos. El cabello oscuro y lacio se mecía al viento y su silueta era fornida y vigorosa. Tras ayudarles a cambiar la rueda, el matrimonio agradeció la ayuda de Kearan y se brindó a llevarle en la camioneta; entonces él les habló de su familia, señalando al grupo que había quedado rezagado y oculto entre los matorrales. Con un gesto indicó a Eva y a Nora que se acercaran. Ellas advirtieron la recelosa mirada que la mujer dirigió a la joven, que presentaba un aparatoso cardenal alrededor de la sien izquierda. Fue entonces cuando Nora decidió intervenir.

—Mi nuera es judía, de Alemania. Lleva mucho tiempo viviendo en Irlanda, pero ahora con la guerra los ánimos están algo crispados contra los alemanes y hace unos días varias mujeres desalmadas la agredieron cuando regresaba del mercado. La vida se nos ha hecho insostenible en el pueblo, así que decidimos mudarnos.

—Vaya, cuanto lo siento —replicó el hombre, más tranquilo ahora con aquella explicación—. La gente está muy exaltada desde que los alemanes bombardearon Dublín el pasado mes de mayo. Si buscan trabajo, podemos ofrecerle uno; tenemos una granja de ovejas y necesito un hombre joven que me ayude en las tareas. Mi nombre es Trevor, Trevor Farren y ella es mi esposa Alana.

Kearan miró a su madre, que asintió rápidamente. Eva se encogió de hombros, respondiendo así a su consulta.

—De acuerdo —dijo alargando su mano para cerrar el pacto—. Mi nombre es Kearan O’Connor, ellas son mi esposa Eva y mi madre Nora. La pequeña se llama Deirdre.

Accedieron a llevarles a su granja situada en el condado de Kerry. Después de instalarse, los Farren les invitaron a cenar un rico y sabroso Irish stew a base de pierna de cordero, cebolla y patatas. Durante la cena, el anfitrión volvió a preguntarles sobre los motivos de su éxodo. Kearan eludió hablar de su trabajo de pescador en Redmondtown por temor a ser localizado por Osborn y les contó que tenía un pequeño taller de carpintería en los alrededores de Bantry Bay, pero que el negocio había menguado considerablemente, y tras el incidente con su esposa resolvieron mudarse para probar fortuna en otro sitio.

Trevor se lamentaba de que cada día le resultaba más duro el trabajo de la granja, sobre todo desde que se quedó sin empleados, pues la mayoría de los jóvenes en edad de trabajar habían abandonado el país o se habían alistado en el ejército para combatir contra los alemanes. Pensó más de una vez en claudicar y venderla al mejor postor, pero debido a la guerra tampoco encontraba compradores, a pesar de lo rentable del negocio de la lana y la carne. Después le expuso el trabajo que debía realizar y la remuneración, incluyendo alojamiento y comida para toda la familia.

—Sé que no es mucho, pero estamos en guerra y nuestra única salida ahora es la venta de carne y lana a los británicos. Hace veinte años, durante la otra guerra, los ingleses comprendieron que necesitaban la lana tanto como las armas, pues tenían que vestir a sus soldados. El Gobierno de Londres compró toda la producción de la isla, y a buen precio. Por entonces yo era más joven y tenía muchos obreros en la granja. Esta vez mis circunstancias son diferentes: hay una gran demanda por parte de los aliados, pero no tengo tiempo ni fuerzas para esquilar las ovejas y sólo puedo vender la carne y la leche. Si aceptáis quedaros este invierno, tu madre podría cuidar de la pequeña mientras tu esposa ayuda a mi mujer en las tareas de lana —concluyó dirigiéndose a Eva con respeto—. Os pagaría a los dos…

Ninguno de los presentes se atrevió a emitir una palabra. Guardaron silencio durante unos minutos hasta que Kearan le miró con franqueza, y asintiendo con la cabeza respondió:

—Aceptamos. Nos quedaremos este invierno.

Los O’Connor se instalaron en la vivienda adyacente a la de los Farren. Era una construcción sencilla y rectangular con fachada de piedra de una sola planta destinada a los empleados; constaba de dos dormitorios con toscas camas de madera y una estancia presidida por la chimenea que hacía las veces de cocina, una mesa rectangular y varias sillas de madera maciza. La casa de los propietarios estaba unida a la suya por uno de los muros laterales, aunque era más grande, con dos plantas y buhardilla bajo tejados de pizarra a dos aguas. Eva y Nora ocuparon una de las habitaciones, uniendo sus camas para colocar en medio a la pequeña, y Kearan ocupó la otra.

Amaneció nublado y se dispusieron a tomar el suculento desayuno que la señora Farren les había preparado a base de huevos, beicon, morcilla y el excelente soda bread —pan elaborado con trigo sin refinar en el que se ha sustituido la levadura por bicarbonato y añadido suero de leche—, acompañados de un oscuro y recio té.

—Al menos de hambre no vamos a morir —bromeó Kearan tratando de infundir ánimo a las mujeres.

Eva se sentó a la mesa, pero sólo tomó un sorbo de té. Kearan la observaba y decidió intervenir.

—Come algo, Eva.

—No me encuentro bien. Creo que ayer cené demasiado.

La granja abarcaba una enorme llanura de verdes pastos, delimitada al norte por una cadena montañosa y por un río de aguas frías y cristalinas que marcaba el linde por el lado este. El establo, situado detrás de la casa, albergaba un rebaño con numerosas ovejas; había también un par de vacas, algunas cabras, cerdos y, en otro anexo, un gallinero. La jornada comenzó con la salida al prado de las ovejas guiadas por un perro pastor que se encargaba de evitar su dispersión. Kearan abrió las empalizadas, y cuando las ovejas tomaron posiciones en el prado regresó al establo, donde un grupo de ellas había sido retenido para ser esquiladas.

—Hay un dicho en Irlanda que dice: «La cabra es la vaca del pobre, y la oveja, el capital del rico» —contaba Trevor mientras guiaba a las ovejas a la sala del esquilado separada del establo por un muro de madera—; y en parte llevan razón, la oveja es un animal rentable. No sólo da carne, sino lana, leche y cuero, y es un animal dócil. Pero es una prosperidad efímera, pues a veces, y debido a su rápida reproducción, recargan el campo y tienen propensión a sufrir enfermedades que pueden llegar a la total aniquilación del rebaño. ¿Veis?, lo primero que debemos hacer es atar las patas del animal; después comenzaremos el corte a tijera por la parte trasera y terminaremos por la barriga y las patas —explicaba Trevor mientras iba realizando el trabajo—. Estas ovejas tenían que haber sido esquiladas en primavera, pero aún estamos a tiempo. Ahora, con vuestra ayuda, espero poner al día todo el trabajo atrasado.

—Cuente con ello, Trevor; espero no defraudarle.

La mirada de Kearan infundía confianza, era un trabajador voluntarioso y lo fue demostrando. En los días siguientes trabajó sin descanso en el esquilado de los animales, la limpieza de los corrales y la recogida y almacenado del pasto fresco con el que alimentar al ganado en los meses de invierno. Eva se dirigía cada amanecer al establo para el ordeño de las vacas y ovejas lactantes. Después se sumaba a la señora Farren en el laborioso proceso del limpiado y cardado de la lana, separando los vellones de acuerdo a su longitud o finura. Una vez limpia, debían desenredar y peinar las fibras en la misma dirección.

—He observado que no eres muy habladora, Eva. —Alana Farren era una mujer sencilla y hogareña. Había rebasado los cincuenta años y su pelo castaño estaba salpicado de canas que recogía en un moño en la nuca. La expresión de su mirada era noble, con mejillas sonrosadas y unos grandes ojos marrones que invitaban a la confidencia—. ¿Cómo llegaste a Irlanda desde Alemania? ¿A través de Inglaterra?

—Fue tras un naufragio…

—¡Vaya, qué fatalidad! ¿Tu familia viajaba contigo?

—Sí… —respondió tras unos segundos de titubeo—. Todos murieron, yo fui la única superviviente…

—Has debido de tener una buena crianza. —La miró con gesto de conmiseración—. Tienes unas manos muy delicadas, se nota que no has trabajado con ellas —dijo mostrando las suyas, enrojecidas y encallecidas debido a las duras labores de la granja—. Me apena verlas ahora así, tan ásperas…

Eva se encogió de hombros, tratando de restar importancia y regresando a la labor del lavado de la lana.

—Bueno, por hoy hemos terminado. Aún es temprano, vete con tu hijita y disfrutad de esta soleada tarde.

Eva salió del establo, pero en vez de dirigirse a la casa paseó en dirección a la verde llanura donde pastaban los animales bajo la supervisión de Kearan, que se hallaba sentado sobre una roca. Eva pensaba, mientras se acercaba por la espalda, que por su culpa él había arruinado su apacible vida al enfrentarse al patrón y demostrarle que no todo le pertenecía. Se sentía en deuda con él, que no había dudado en ayudarla sin conocer apenas nada de su pasado, ni siquiera su nombre, perjudicando a su propia familia y perdiendo su casa y su futuro.

Kearan estaba abstraído, con la mirada perdida y un rictus de tristeza en el rostro, pero cambió al divisar la silueta de Eva mientras se acercaba.

—Hola, Eva. ¿Qué ocurre? ¿Traes algún mensaje del señor Farren?

—No. Hoy hemos terminado pronto el trabajo —dijo sentándose a su lado.

Después volvió el silencio.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó Kearan girando su rostro hacia ella.

Eva asintió con la cabeza sin responder a su mirada. Pero él tomo su barbilla y la elevó para mirarla.

—Aún estás triste.

—Ese hombre… Todavía cierro los ojos y le veo sobre mí… —Después permaneció en silencio con la mirada fija en el suelo mientras unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

—Lamento lo que ha ocurrido. Me siento responsable por no haber regresado antes…

Pero ella le interrumpió colocando su mano sobre la de él.

—Tú no tienes la culpa… —habló al fin, emitiendo un hondo suspiro—. Al contrario, yo soy la causante de que tú y tu familia os encontréis en esta situación…

—El único culpable de todo esto es Seamus Osborn. Y te juro que algún día pagará por todas sus infamias —replicó con rabia, elevando su puño y golpeando al aire como si el patrón estuviera frente a él.

Después la abrazó, colocando el brazo sobre su hombro. Eva lloró al fin, expulsando su rabia, el dolor y todos los miedos que había acumulado en aquellos días. Kearan no dijo nada, ni siquiera trató de consolarla; la mantuvo pegada a su pecho, ahogando sus gemidos y secando la humedad de sus lágrimas con la camisa.

—Yo estaré siempre a tu lado, Eva… No tienes nada que temer —le susurró al oído.

—Ni siquiera sé quién soy, y por qué estoy aquí, no sé si tengo familia en algún lugar… La señora Farren dice que tengo…, bueno, tenía, unas manos muy finas —decía mientras las mostraba, enrojecidas e hinchadas.

Kearan las tomó entre las suyas y las besó con delicada ternura. Después la miró en silencio, colocó la mano en su mejilla y rozó sus labios con los suyos.

El sol estaba tocando el horizonte y tenían que regresar. Con la ayuda del perro, la manada se dirigió unida hacia los establos mientras ellos caminaban detrás, abrazados. Aquella noche Kearan vio sonreír a Eva por primera vez, incluso tomó a la pequeña Deirdre en sus brazos y jugó con ella. No lo había hecho hasta aquel momento.

Amaneció nublado y con un fuerte viento. Kearan se marchó al establo y Eva se vistió para dirigirse al hogar de los Farren, pues habían terminado el trabajo de la lana y ahora solía ayudar a Alana en las labores de la casa antes de ordeñar los animales. De repente se sintió indispuesta y comenzó a vomitar. Se sentó en uno de los sillones de la entrada y descansó un rato antes de dirigirse a la cocina. Poco a poco regresó a la normalidad y comenzó el trabajo diario.

Había oscurecido demasiado pronto aquella tarde debido a una fuerte tormenta que descargaba en el exterior. Los O’Connor se sentaron alrededor de la mesa para comer un delicioso guiso de carne de cerdo y Kearan observó la introspección de Eva, que apenas había probado bocado.

—¿Qué te pasa? ¿Es la comida? Creo que los judíos no coméis cerdo —sugirió Kearan con delicadeza.

—No… Es sólo que… estaba recordando una escena de mi niñez, pero es algo extraña… Estaba sentada a la mesa con mi familia; mi padre nos servía beicon y unas salchichas enormes. Sin embargo mi madre preguntaba si era necesario que comiéramos aquello. Mi hermano y yo comentamos que la comida estaba muy buena, sobre todo el beicon. Pero ellos discutían a causa de ella.

—Es posible que uno de los dos no fuese judío… —sugirió Kearan.

—Tu padre debía de ser cristiano —intervino Nora.

—Pues yo le recuerdo con la característica kipá sobre la cabeza. Utilizaba gafas y vestía con elegancia, tenía el pelo rubio y era alto y delgado… —continuó divagando mientras se aferraba a la taza de té.

—¿Y de tu madre? ¿Qué recuerdas?

—Era también alta, con el cabello castaño y liso. Se peinaba con una onda hueca desde la frente hacia atrás. Tenía unos ojos grandes y marrones. Mi hermano se parecía a ella, era moreno y tenía su misma mirada.

—Bueno, parece que vas recuperando la memoria. Y ahora debes comer —le pidió Kearan con suavidad—. Mañana viajo a Limerick con el señor Farren. Debemos llevar los vellones y un cargamento de corderos.

—¿Allí hay un mercado de ganado? —preguntó Nora.

—No, los envían en tren hasta Dublín y después los trasladan a Inglaterra en barco.

—Alana me ha dicho que los ingleses están sufriendo muchas restricciones durante esta guerra —comentó Eva.

—Sí, el comercio con el continente está bloqueado gracias a los «simpáticos» alemanes —ironizó Kearan, pero en seguida rectificó al advertir su error—. Me refería a los otros alemanes —dijo tomando su mano sobre la mesa con una sonrisa.

Eva le devolvió un gesto en señal de complicidad.

Aún no había salido el sol cuando Kearan abandonó la casa para unirse al dueño de la granja. Llegaron al condado de Limerick, cuya capital del mismo nombre se había convertido en un centro de comunicaciones a nivel nacional gracias a la línea ferroviaria que la unía con Dublín y a las numerosas líneas secundarias que enlazaban toda la región. Un gran bullicio inundaba la estación y Kearan se dispuso a cargar los sacos de lana y a encarrilar a la manada hacia uno de los vagones de ganado mientras su jefe se dirigía a la oficina para negociar el precio con el intermediario. Al terminar su trabajo, se reunió con él y le encontró discutiendo con un joven pelirrojo vestido con elegancia, aunque con gesto mal encarado. Kearan le reconoció en seguida y bajó la cabeza, subiéndose el cuello de la chaqueta y calándose la gorra de paño para ocultar parte de su rostro. Esperó en la puerta hasta que su jefe se colocó a su lado.

—¿Ocurre algo, señor Farren?

—¡Vuelve a sacar el ganado del vagón! ¡Regresamos a la granja con él! —ordenó rojo de ira—. Estos sinvergüenzas pretenden aprovecharse de mí y no voy a consentirlo.

—Esto es lo que hay; si no te interesa, lárgate con tu ganado, a ver si consigues venderlo a un precio mejor del que te estoy ofreciendo —respondió arrogante el joven a su espalda.

—¡Pero es la mitad de lo que me pagaste la última vez…! —exclamó Trevor con rabia.

—Hay una guerra fuera de aquí. ¿No te has enterado? —replicó el otro con desfachatez.

—Sí, lo sé. Y también sé que tu tío se está haciendo rico gracias a ella.

—Oye, viejo, tengo mucho trabajo y esto es lo que voy a pagarte: lo tomas o lo dejas —concluyó mientras depositaba un fajo de billetes sobre el mostrador.

Trevor Farren respiró hondo y miró el montón de dinero. Con estudiada lentitud regresó al interior, tomó los billetes y le miró indignado.

—Dile a Osborn que no volveré a venderle mis corderos nunca más.

—No tienes más compradores, Trevor —le provocó con una taimada risita.

Kearan, que había asistido a la discusión de espaldas al joven, sintió ganas de volverse y partirle la boca a aquel insolente, pero temió ser reconocido, así que tomó por los hombros a Trevor y le sacó de la oficina con paso tranquilo.

—¡Maldito Seamus Osborn! ¡Maldito una y mil veces! —exclamó ya en la camioneta de regreso a la granja—. Se hizo rico durante la Guerra Civil y ahora se está cubriendo de oro negociando con los ingleses y esquilmando a sus propios compatriotas.

Kearan conocía bien al personaje y prefirió no hacer comentarios. Era ya noche cerrada cuando llegó a la casa. Su madre aún estaba despierta, sentada en una butaca frente al fuego. Kearan la besó y se sentó a su lado en silencio.

—¿Cómo ha ido la venta?

—Mal. Están pagando una miseria por la mercancía. Pero eso no es lo peor: ¿sabes quién se encarga de la compra y distribución del ganado a los ingleses? Seamus Osborn. Su sobrino es el encargado de negociar con Trevor.

—¿El joven Derry? ¿El hijo de su difunto hermano? ¿Te ha reconocido? —Se removió inquieta en el sillón.

—Espero que no.

—Parece que las malas noticias nunca llegan solas… —Inclinó la cabeza, moviéndola de un lado para otro.

—¿Ha ocurrido algo en mi ausencia?

—Eva lleva varios días vomitando…

—¿Y? —Levantó una ceja en señal de interrogación.

—Aún no ha tenido el periodo desde que llegó. Hoy hemos hablado sobre la posibilidad de… —Calló de repente.

—¿No es demasiado pronto para empezar con las náuseas? No han pasado ni dos semanas desde que… —Guardó silencio.

Por toda respuesta, Nora se encogió de hombros.

—Hablaré con ella —continuó Kearan encaminándose al dormitorio.

Eva estaba en la cama hecha un ovillo. Kearan se tendió a su lado y posó la mano sobre su hombro. Estaba despierta y aquel contacto la hizo volverse hacia él. Se miraron en silencio y no necesitaron decir nada más. Acarició su rostro y advirtió su angustia; después la atrajo hacia él, rodeándola con sus brazos para transmitirle serenidad.

—Yo te protegeré siempre, Eva; y, si tienes un hijo, le daré mis apellidos y seré su padre si tú quieres. No tenemos nada de qué avergonzarnos.

Eva se abrazó a él y lloró hasta quedar dormida en sus brazos. En ese preciso instante acababan de sellar una alianza que permanecería intacta hasta el final de sus días, a pesar de las duras pruebas que aún les quedaban por superar.

Martin estaba hipnotizado escuchando el relato. ¡Definitivamente, Amanda era una perfecta contadora de historias; bueno, era perfecta en todos los sentidos, pensó. Tenía la habilidad de implicarle en el argumento y hacérselo vivir en primera persona. Sabía darle la entonación precisa en cada momento: de abatimiento cuando los protagonistas sufrían, de regocijo cuando eran felices y de furia cuando narraba las injusticias. Cuando concluyó su historia, Amanda consultó el reloj. El tiempo había pasado tan deprisa que no advirtieron que era muy tarde, como si la velada hubiera transcurrido en sólo una hora.

—¿Ya está? —preguntó desconcertado al ver que Amanda se levantaba—. ¿Así termina la historia? Creo que has dejado algunos cabos sueltos, ¿no te parece?

—Claro; aún no he terminado, pero el siguiente capítulo es un poco más largo, y ahora tengo que regresar.

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé, cuando encuentre un hueco libre. Mientras tanto tienes un buen material para continuar tú solo a partir de este relato.

—La verdad es que prefiero tu versión a la mía. Me gustaría contratarte como contadora de historias.

—Quizá soy yo quien te está utilizando —replicó con una mirada extraña—. Escribes muy bien y eres la persona idónea para dar a conocer estas tradiciones.

—Entonces te haré una propuesta: seremos socios; tú me ofreces la historia y yo le doy forma. Compartiremos los derechos de autor cuando se publique.

—No. Tú eres el escritor y tuyo es el mérito. Los derechos son para ti. Yo me conformo con ver impresa esta historia; aunque insisto en que puedes darle también un toque de ficción; no dejes que tu cerebro se atrofie del todo.

—De acuerdo; inventaré una continuación al relato y lo comentaremos la próxima vez, así podría mezclar las dos historias, la real y la inventada, para hacerla más interesante.

—Te advierto que esta historia no es nada convencional. Sólo tienes que darle tu toque personal, esa forma de describir los sentimientos y emociones de los protagonistas. Estoy convencida de que tendrás un gran éxito cuando la publiques.

—Ojalá, por el bien de mi maltrecha reputación como novelista y mi autoestima.

—Pronto recuperarás las dos.

—Y ¿tú?, ¿la has recuperado ya? Me refiero a tu estima como mujer… Quiero decir como persona… Bueno, lo digo por lo de tu ex marido… —Martin sintió que se había metido en un jardín y había pisado alguna flor delicada.

—Estoy bien —lo tranquilizó Amanda.

La oscuridad había cubierto el exterior con un manto negro. Estaban en el porche de madera dirigiendo su mirada hacia el lago que apenas era visible bajo la bruma y ofrecía una imagen espectral, plena de sombras y sonidos resultado del fuerte aguacero que había castigado el lugar. Martin la acompañó hasta el camino y propuso llevarla hasta el palacio, pero Amanda rechazó su ofrecimiento.

—No debes preocuparte por mi seguridad. Estos parajes son solitarios pero muy tranquilos; conozco muy bien la zona y aquí nunca pasa nada.

—Insisto. Un caballero nunca debe dejar sola a una dama en una noche como ésta. ¿Volverás pronto?

Más que una pregunta era una súplica.

—No lo sé. Estos días estoy muy liada. Intentaré visitarte en otro momento, cuando mi trabajo me lo permita. Mientras tanto deberías poner por escrito lo que te he contado hoy.

Echaron a andar, en silencio.

—Haré lo que me has dicho. Buenas noches —dijo el escritor al llegar al palacio.

Martin esperó unos instantes a que ella se diera la vuelta para abrir la reja de acceso, pero Amanda no se movió. Entonces se inclinó hacia ella y en un tímido movimiento rozó su mejilla con los labios. Amanda se quedó inmóvil, con los ojos fijos en él.

—Hasta pronto —dijo Amanda volviéndose hacia el palacio.

Aquella noche, Martin estaba inspirado y escribió hasta el amanecer. No quería olvidar una sola palabra de las que había escuchado a Amanda. Aquél era el principio de una gran historia y tenía que esforzarse al máximo para conseguir hacer de aquel relato una gran novela.