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Nueva York, 2002

Arnold Martelli firmaba unos documentos sobre la mesa de su despacho cuando oyó la voz de su secretaria por el interfono, informándole de una llamada urgente de David Quinn. Tomó el auricular con desagrado y se dispuso a responder.

—Aquí Quinn desde Irlanda.

—¡Te he dicho más de una vez que no me llames a este teléfono! —gritó el presidente de EAN Technologies—. Tienes mi número privado …

—Es una emergencia. Me temo que ha habido una confusión.

—¿Qué clase de error? —Se retrepó hacia atrás en el sillón de cuero.

—Barbara Osborn era la esposa del dueño del palacio, pero no es la mujer que buscamos. Llevaba muchos años casada con él cuando esa joven apareció flotando cerca de la costa irlandesa en el año 41.

—¿Y por qué están los cuadros de Hans Rosenberg en ese palacio?

—No lo sé, los nuevos propietarios me confirmaron que estaban allí cuando compraron el edificio y que pertenecieron a la familia Osborn. También he sabido más tarde que Seamus Osborn violó a la mujer del naufragio y la dejó embarazada; cuando nació el niño se lo arrebató y se lo llevó con él. He estado dando palos de ciego: Aidan Osborn no era hijo de Barbara ni de la mujer alemana, sino de un tal Derry Osborn, sobrino carnal de Seamus Osborn. Ahora estoy hecho un lío; he conseguido la partida de nacimiento de un tal William Osborn y en ella constan como padres biológicos Barbara y Seamus Osborn, pero no sé si ese William es realmente el hijo de ese matrimonio o el de la mujer que estamos buscando…

—Pues compruébalo. Encuentra a ese hombre y asegúrate de quién es su madre. Y búscala a ella también. Después, ya sabes lo que tienes que hacer.

—Es que no sé cómo localizarles. Seguramente ella cambiaría de nombre y apellidos. Solo sé que se fue de Redmondtown con el pescador que la rescató del mar.

—Pues sigue buscando.

—Este trabajo se está complicando demasiado y estoy corriendo demasiados riesgos. Hay un escritor en el pueblo que está trabajando en la biografía de esa mujer, pero no puedo preguntarle demasiado sin delatarme.

—Tienes que hallar el modo de sonsacarle todo lo que sabe. Utiliza tu imaginación. Sé que tienes recursos.

—Si quieres que continúe adelante tendrás que pagar un poco más…

—¿Cuánto?

—Dos millones…

—¿Qué? —Martelli interrumpió bruscamente a su interlocutor—. ¿Te has vuelto loco? Te contraté para un trabajo, y si has cometido un error es asunto tuyo. ¡Soluciónalo, y pronto! —ordenó con rabia.

—Si no pagas, puedo facilitar la valiosa información que he conseguido a otra persona que podría estar muy interesada…

—¡Eres un malnacido! ¡Acaba de una vez tu trabajo!

—No hasta que me des una respuesta.

—De acuerdo. Voy a viajar a Irlanda en unos días, ya hablaremos cara a cara, ¿vale?

—Está bien. Espero tu llamada.