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Redmondtown, Irlanda, 1942

El palacio del acantilado despertaba cada amanecer en un silencio sepulcral. Los inquilinos apenas cruzaban unas palabras día sí, día no y cuando la ocasión lo requería. No había amistad entre ellos, ni siquiera se soportaban ya después de tantos años de matrimonio. Barbara Osborn conservaba una madura belleza, aunque el exagerado maquillaje y los excesos en su vestuario le restaban esa clásica elegancia que se reservan las mujeres procedentes de noble cuna. A pesar de que mantuvieran vidas separadas, no era ajena a sus finanzas, pues sabía que tenía derecho a disfrutar de los beneficios que su marido obtenía con sus turbios negocios, y no renunciaba a ellos. En los últimos años se trasladaba a Dublín para pasar allí los largos inviernos que en Redmondtown se le hacían eternos. La casa de la capital no era tan suntuosa como aquel palacio, pero el reencuentro con viejas amistades y la reanudación de su vida social tras aquel aislamiento le devolvían las ganas de seguir disfrutando del dinero de Seamus. Sin embargo, tras el estallido de la guerra, se sintió más segura junto a él, algo que se hizo evidente durante la primavera anterior, cuando la ciudad de Dublín fue bombardeada por la fuerza aérea alemana.

El lluvioso invierno que habían padecido en aquella fría y cada vez más inhóspita casa le había cambiado el humor y en aquellos días paseaba con gesto huraño y destemplado por los pasillos, increpando al servicio y rumiando su incomodidad ante todos los que la rodeaban. Cada tarde observaba, desde la cristalera de su salón privado situado en la primera planta, la llegada de Derry, el único hijo del difunto hermano de Seamus fallecido unos años atrás. Le había acogido en el palacio y se preparaba para dirigir el negocio cuando su tío faltara.

El joven Derry despachaba con Seamus los asuntos que le tenía encomendados, desde la distribución del pescado en las lonjas hasta la intermediación en la venta de provisiones a los ingleses. Barbara no confiaba en la capacidad de aquel chico, y más de una vez se lo hizo saber a su marido, pero la respuesta que recibía la dejaba sin ganas de insistir.

—¿Y en quién quieres que confíe? No me has dado hijos. Ni siquiera sirves para eso, lo único que sabes hacer bien es gastar mi dinero.

—¿Por qué estás tan seguro de que soy yo la responsable? Quizá sea culpa tuya… —se defendía con rencor.

—Yo necesito a alguien que se encargue de mis asuntos. No pienso dejarlos en manos de un extraño, y cuando yo falte alguien tendrá que seguir mis pasos.

—Yo también tengo sobrinos que podrían trabajar con el mismo empeño que él.

—No me interesan tus candidatos. Derry lleva mi sangre y con eso me basta.

La discusión acababa siempre en aquel punto. Seamus conocía bien las debilidades de su sobrino, el gusto por el lujo, las mujeres caras y su incontrolada soberbia para doblegar y avasallar a cualquier ingenuo que pretendiera hacerle frente. Por esa razón no contaba con él para gestionar los otros negocios más delicados y peligrosos que le reportaban pingües beneficios y de los que ni siquiera su mujer tenía conocimiento. Para aquellos trabajos especiales utilizaba a sus hombres de confianza, un ex presidiario, John Owens, que asesinó a un hombre en una disputa por una simple pinta de cerveza. En los años que estuvo en la cárcel aprendió a pelear, y después de cumplir condena intentó ganarse la vida como boxeador. Pero el ambiente enrarecido de la guerra le animó a buscar otra profesión mucho más rentable; Osborn había oído hablar de él y le ofreció empleo nada más conocerle. El otro colaborador era Richard Seymur, pescador y contrabandista de poca monta; tenía su propia red de tráfico de artículos robados que distribuía de forma clandestina entre comerciantes y particulares que no solían preguntar su procedencia; sus alijos eran de lo más variado: podía ofrecer ganado, tabaco americano, aperos de labranza e incluso piezas de motor para coches. Estos hombres eran los encargados de desplazarse hasta alta mar en los barcos más grandes de la flota bajo el pretexto de realizar pesca de altura, dirigiéndose hacia un punto previamente acordado con el ejército alemán. Allí intercambiaban toneladas de combustible para sus imperceptibles submarinos a cambio de oro y diamantes, nada de moneda alemana.

Aquella tarde, Barbara vio llegar a Derry en su nuevo coche, un Bentley de color azul y embellecedores plateados. A pesar de peinar con gomina su cabello cobrizo y vestir los elegantes trajes de tres piezas que estrenaba cada semana, no conseguía sacudirse la característica de los Osborn, una mezcla poco afortunada de refinamiento y zafiedad.

A última hora de la tarde, Barbara recibió un mensaje de Seamus para que le acompañara a cenar en el salón. Hacía meses que no compartían la mesa y se figuró que algo extraordinario había ocurrido, pues sólo se producía aquel esporádico encuentro cuando él deseaba transmitirle alguna decisión.

—Escucha, Barbara, ¿qué te parece si traigo un bebé a casa?

—¿Qué quieres decir? Explícate.

—Hace poco ha nacido un niño, un varón, y yo soy su padre.

—¿Estás seguro? ¿Quién es la furcia que pretende engañarte?

—Eso no es asunto tuyo. Voy a traerlo a esta casa, y tú serás su madre con todas las de la ley. ¿Me has entendido?

—¿Pretendes que me haga cargo de un bastardo y lo acepte como si fuera hijo mío? —La furia iba nublando su entendimiento—. Pero ¿por quién me has tomado?

—Eres mi mujer, no me has dado hijos y yo tengo derecho a conseguirlos por mi cuenta, ¿te enteras? Y si no estás de acuerdo, lárgate y pide el divorcio. Ya no te necesito —farfulló con desprecio.

Barbara comprendió, por primera vez en tres lustros, que su futuro corría peligro. Procedía de una humilde familia obrera, había trabajado duro desde que era una niña y crecido con la obsesiva ambición de salir de aquella miseria, decidida a explotar sus habilidades. Y lo logró gracias a Seamus, quien le dio la oportunidad de convertirse en una señora. En aquellos momentos cayó en la cuenta de que era prescindible. Él iba a tener un hijo, su propio hijo, y si no jugaba bien sus cartas podría ser sustituida por él, y puede que incluso por la madre biológica de ese niño.

—De acuerdo, acepto. Sólo impongo una condición: la madre no pondrá nunca los pies en esta casa.

—No tienes de qué preocuparte, ella no es nadie.

—Acogeré a tu hijo y desempeñaré el papel de madre perfecta, igual que el de esposa —musitó con ironía.

—Eso es lo que quería escuchar —exclamó el vencedor.

—¿Cuándo vas a traerlo?

—Mañana —respondió, saliendo de la estancia y dándole la espalda.