20
Redmondtown, Irlanda, 1968
Barbara había buscado sin éxito durante años a la mujer que había entregado su hijo a Seamus, pero, por más interés y dinero que empleó, no consiguió averiguarlo. Preguntó al servicio, a las vecinas de Redmondtown e incluso por los pueblos de alrededor, y en ningún caso obtuvo una noticia esclarecedora sobre un parto irregular o extramatrimonial. Nadie sabía cómo ni con quién Seamus había concebido aquel niño.
Aquella tarde de invierno del 68, Eva y Deirdre Coleman acababan de visitar la galería de arte de Dublín, donde Eva había descubierto que su hermano Hans aún seguía vivo. Eva tomó a su hija de la mano y regresaron al hotel, dando un paseo por el centro comercial de la ciudad. Las dos mujeres se detuvieron a contemplar el escaparate de una exclusiva tienda de modas sin advertir que un joven les observaba desde el interior.
—¿Qué miras con tanto interés? —preguntó a su lado una mujer de voluminosas curvas que había rebasado los sesenta años, vestida con ropa cara que en cualquier otra resultaría más elegante.
—Esa joven, es pelirroja, como yo, y muy bonita, ¿verdad? —respondió el chico.
Barbara Osborn giró la vista hacia el escaparate y observó a las dos mujeres.
—Sí… es… muy… bonita… ¿La conoces? —preguntó posando sus ojos en la mujer madura que estaba al lado de la joven, de cabello rubio y ojos claros—. «¿Dónde la había visto antes?», se preguntó.
—No —respondió el joven moviendo la cabeza—. Pero la señora que la acompaña me es familiar.
—A mí también… —replicó Barbara Osborn—. Aunque muy lejana… Quizá vivía en Redmondtown…
—¡Claro! Tienes razón. Es allí donde la vi. Fue hace unos años. Estaba discutiendo en plena calle con el tío Seamus. Él le gritaba y le dio un buen empujón.
—¿Por qué? —preguntó Barbara vivamente interesada.
—No sé, no me acuerdo; decía que le dejara en paz, que no se acercara más a ellos…
—¿A quién? ¿Ibas solo con tu tío?
—No. William y él iban delante. Cuando la vio, ordenó al primo que siguiera hacia el puerto y después se dirigió hacia ella para gritarle. Ella también gritaba, pero no sé por qué razón.
Barbara dirigió su mirada hacia aquella mujer ocultándose tras el escaparate con más interés; sabía que la había visto años antes, cuando era más joven; y tenía la impresión de haberle dado alguna orden. Sí, eso es… era una sirvienta… pero ¿dónde? En el palacio del acantilado no podía ser, ella conocía a todas y cada una de las empleadas que pasaron por él a lo largo de aquellos años. Sería en algún hotel, o quizá en un restaurante… Siguió observando cómo sonreía abiertamente haciendo un comentario a su acompañante. De repente la mujer rubia elevó la vista y sus miradas se cruzaron. La risa de Eva quedó congelada, y durante unos segundos Barbara observó que su semblante había cambiado. Después tiró del brazo de la joven y rápidamente se alejaron del establecimiento.
—¿Qué ocurre, madre? —preguntó Deirdre al advertir el nerviosismo de Eva.
—Nada…, me pareció ver un fantasma…
—¿Un fantasma? —exclamó divertida.
Lo que Eva no sospechaba era que aquel encuentro casual iba a traer consecuencias inesperadas que cambiarían para siempre el futuro de los Coleman y de los Osborn.
Meses después, Barbara y su sobrino regresaron al palacio de Redmondtown a pasar el verano. Desde hacía unos años ambos vivían en Dublín, después de que Aidan fuera expulsado del hogar tras una dura pelea con William, el hijo de su tío abuelo Seamus Osborn. La vida en la capital se le hacía aburrida a Aidan, y en los últimos meses incluso fastidiosa debido a las continuas regañinas de Barbara, quien continuamente le reprochaba que dedicara todo su tiempo a holgazanear, de fiesta en fiesta, sin un plan de futuro definido y derrochando a diario el dinero que Seamus les había asignado. El porvenir que se abría ante él no era demasiado halagüeño: los negocios de su tío abuelo tenían ya un heredero, William, y estaba seguro de que jamás llegarían a tener una buena relación. Aquel chico silencioso y aplicado le había ganado la partida, a él y a Barbara.
Aidan se dedicó durante aquel verano en Redmondtown a ir de fiesta en fiesta acompañado de chicas bonitas, mientras William trabajaba duro en el puerto. El pueblo había cambiado considerablemente en la última década: las casas cercanas al puerto que albergaban fondas humildes se habían convertido en hoteles familiares, y las tabernas para marinos ofrecían ahora unos estupendos menús para turistas procedentes de Irlanda del Norte, Escocia o Inglaterra. El Gobierno de Irlanda había dejado la política proteccionista que había llevado a cabo en décadas anteriores para inaugurar una nueva etapa abierta a la inversión extranjera. La economía del país que antes había dependido en gran parte de la agricultura y ganadería daba paso a una creciente industria proveniente de empresas extranjeras que comenzaban a instalar fábricas metalúrgicas, textiles y farmacéuticas. La construcción en Redmondtown de un puerto deportivo significó la definitiva transformación de aquel pintoresco pueblo, que veinte años atrás vivía exclusivamente de la pesca, en un reclamo turístico.
William bregaba a diario con los marineros tratando de sacar adelante la flota de pesca que cada día menguaba, tanto en cantidad como en número de marinos que a diario desertaban al recibir mejores ofertas de otra compañía que había amarrado unos modernos barcos en el puerto. La relación con su padre empeoró aquel verano en que perdieron a sus mejores hombres debido a la testarudez de Seamus, que rechazaba una y otra vez las pretensiones económicas que éstos exigían. Poco a poco las disputas entre padre e hijo aumentaron en intensidad. Seamus necesitaba liquidez y culpaba a William de mala gestión, amenazándole con relevarle y poner a su sobrino en su lugar. La presencia en la mansión de Aidan y Barbara aquel verano espoleó aún más los ánimos, provocando serias disputas familiares y violentos enfrentamientos entre los dos jóvenes, cuya rivalidad aún seguía latente.
—¿Y ése es tu gran gestor? ¿Para eso estudió en los mejores colegios? —ironizaba Barbara—. Más te hubiera valido dejarlo con su madre auténtica…
—¡Déjame en paz y vete al diablo…! ¡Regresa a Dublín! Nadie te necesita en esta casa —bramaba Seamus que se fue dando un portazo.
Aidan recorría la costa en su deportivo visitando las zonas turísticas de los alrededores. En una de las salidas se dirigió a Cobh, y en el Club Náutico coincidió con un grupo de jóvenes que compartieron su mesa. En aquel momento vio aparecer una cobriza y rizada melena perteneciente a una joven que pasó delante de ellos y se instaló en la mesa contigua. Aquel rostro era difícil de olvidar, estaba seguro de haberla visto antes, tras un cristal… ¡Y de repente cayó en la cuenta! Era la muchacha del escaparate que había observado en Dublín meses atrás. Entonces preguntó a sus amigos y obtuvo la información que deseaba: era la única hija de los propietarios de la mayoría de los barcos de pesca y recreo amarrados en el puerto.
—Adivina a quién he visto hoy en Cobh… —comentó durante la cena Aidan dirigiéndose a Barbara. ¿Te acuerdas de la joven pelirroja que vimos en una tienda de Dublín este invierno?
El resto de los comensales comía en silencio.
—Claro, iba acompañada por una mujer rubia…
—La joven se llama Deirdre Coleman y es hija de un tal Kearan Coleman, un pescador que vivió aquí en Redmondtown hace muchos años. Ahora es un hombre muy rico y tiene muchos barcos.
La mandíbula de Seamus se contrajo de pronto y lanzó una furibunda mirada hacia su sobrino.
—Kearan Coleman… —murmuró Barbara—. Sí, le recuerdo, vivía con su madre y su pequeña hija en la cabaña del lago hace más de veinticinco años, pero se fueron de repente, se esfumaron de la noche a la mañana…
—¡Deja de decir estupideces…! —bramó Seamus con violencia.
—¿Estupideces? —Barbara observó el cambio de humor que se había producido en su marido al oír aquel nombre—. Sólo estaba comentando un encuentro casual en Dublín… —Trató de quitar hierro al comentario—. Era una joven muy bonita, y la mujer que iba a su lado también era muy atractiva, tenía los ojos claros, como tú, Seamus… —Después dirigió la mirada hacia William.
—¿A qué estás jugando, Barbara? —gritó Seamus fuera de sí, levantándose bruscamente de la mesa y volcando el contenido del plato. Todos guardaron silencio, sobrecogidos por aquel inesperado y repentino ataque de furia—. ¡Fuera de aquí! ¡Largaos a Dublín! ¡Estoy harto de todos vosotros!
—Pero…, tío Seamus… —Aidan no entendía nada—. No sé qué he dicho para molestarte…
—Sí lo sabes… ¡y ella también…! —Señaló amenazante con su dedo índice a su mujer—. ¡No vas a conspirar más contra mi hijo ni contra mí! ¿Te ha quedado claro?
Sin pretenderlo, y gracias a aquella inoportuna salida de tono, Barbara estaba a punto de descubrir el secreto que Seamus guardó con tanto celo durante años.
Aidan tenía éxito entre el sexo femenino, era un joven atractivo y miembro de una de las principales familias del condado. Fue en un almuerzo en el Club Náutico de Cobh donde había conocido a Deirdre Coleman. Estaba sentado en una mesa con sus amigos y le llamó la atención su melena roja y rizada y el gracioso rostro lleno de pecas, como las suyas. Su interés aumentó tras conocer por sus amigos que era la única hija de un armador local, propietario de gran número de barcos de pesca y recreo amarrados en el puerto. Cuando terminó la comida, Aidan había conseguido ser presentado a Deirdre y reían juntos en su mesa, rodeados de amigos comunes. Aquella tarde la invitó a dar un paseo en su descapotable. A partir de entonces los encuentros entre los jóvenes se sucedieron. Aidan era un tipo resuelto y descarado, muy diferente a los amigos que hasta entonces Deirdre había conocido; quizá por eso le atraía de una manera especial. Deirdre trabajaba con su padre en las oficinas del puerto y, a pesar de la confianza que compartía con Eva, prefirió mantener en secreto aquella relación, temerosa de que no fuera del agrado de ella. Aidan tenía dos años menos que Deirdre y era un tipo audaz y temerario, un encantador de serpientes, paciente y manipulador, que había conquistado su corazón.
Deirdre era una chica juiciosa y sensible, y se resistía a mantener relaciones sexuales con él, pues había recibido una sólida y estricta educación y aspiraba a llegar virgen al matrimonio. Aidan intentaba romper esa barrera de prejuicios desde el día que la conoció e inició una campaña de chantajes emocionales, prometiéndole matrimonio y amor eterno.
Semanas después de aquel primer encuentro, y tras creer ya consolidada su relación, Deirdre habló al fin con su madre. Eva se puso lívida al oír el nombre del joven que había conquistado el corazón de su querida hija. De repente se levantó, y con gran temblor en sus manos le prohibió terminantemente volver a verle.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ese chico? Sólo es un poco menor que yo, pero te aseguro que es un hombre maduro…
—No es nada personal contra él, Deirdre. Es un problema que viene de antiguo entre su familia y la nuestra… Por favor, confía en mí. Déjale. Esta relación sólo te traerá problemas….
—¿Qué clase de problemas?
—Con su tío Seamus. Verás, en el pasado tu padre trabajó para él y no acabaron bien… Tu padre y yo no queremos tener ninguna relación con esa familia. No son buenas personas, Deirdre… Por favor, déjale, olvídate de él… No nos crees esta preocupación…
—No puedes pedirme esto, madre…
—No es un ruego, es una orden… No puedes volver a verle, ¿me has entendido?
El tono de Eva se había elevado, presa de un desconcierto tal que le había hecho perder la templanza. Deirdre calló, aturdida por aquella inesperada reacción de Eva. No entendía nada. No entendía que su madre le prohibiera relacionarse con Aidan por una disputa ocurrida más de veinticinco años atrás con su familia, que intentara alejarla del primer y más profundo amor de su vida, que prefiriese verla afligida lejos de Aidan antes que feliz junto a él…
—Pero ¿cuál es esa disputa tan importante que te lleva a hacerme esta prohibición, madre?
—No voy a hablar de esto. Pero son asuntos muy graves, Deirdre. Y estoy segura de que cuando su tío sepa quién eres reaccionará de la misma forma y obligará a Aidan a dejarte.
—¡No, eso no es cierto! Aidan me quiere. Nos queremos, madre. Y no pienso renunciar a estar con él, así que no me hagas elegir… —dijo levantándose y dejándola sola.
Eva comenzó a dar vueltas por la sala como una fiera acorralada. Después de tantas amarguras causadas por Osborn en el pasado, creyó que al fin vivían una tregua de felicidad y estabilidad económica, lejos ya de la negra y alargada sombra de su influencia. Sin embargo, el pasado encarnado en Aidan Osborn regresaba ahora como un ciclón, haciendo tambalearse todos los cimientos y augurando una fuerte sacudida en el seno de la familia Coleman.
Kearan conoció aquella noticia horas más tarde y fue a su habitación para hablar con ella. Deirdre estaba en la cama y él se sentó a su lado intentando razonar con ella todas las explicaciones que antes le había dado Eva. Deirdre quería saber algo más sobre aquel incidente del que nunca le hablaban, ni siquiera en aquellos momentos tan cruciales para ella. Pero fue inútil. Kearan no contó nada y Deirdre tampoco cambió de opinión.
Al día siguiente fue al trabajo con su padre, como todos los días, pero, en cuanto pudo escabullirse de su vigilancia, llamó a Aidan para contarle lo sucedido y pedirle ayuda. Él tampoco conocía los motivos de la animadversión que sentía la familia de Deirdre hacia la suya. Aunque conociendo a su tío tampoco le preocupaba demasiado. Sabía que debía tener muchos cadáveres en el armario, pues no eran precisamente amigos lo que había hecho en los negocios a lo largo de su vida.
Al presentir que su prometedor futuro pendía de un hilo, Aidan decidió pasar a la acción y, para no levantar sospechas, durante los días siguientes apenas tuvieron contacto. Deirdre actuaba con naturalidad; Kearan y Eva respiraron tranquilos: parecía que su hija había hecho gala de la sensatez que la caracterizaba dejando de ver a aquel chico. Nada más lejos de la realidad: Aidan estaba preparando un plan de fuga con Deirdre e iban a casarse inmediatamente.
Aquella tarde la joven regresó a casa como todos los días y se comportó con naturalidad, y aunque últimamente no era tan locuaz y cariñosa como otras veces, consiguió engatusar a sus padres. Después de la cena subió a su dormitorio. A escondidas preparó una maleta y esperó en la cama a que Eva y Kearan la visitaran para darle las buenas noches. Les notaba preocupados en los últimos días, aunque se guardaron mucho de volver a sacar a relucir aquel espinoso tema. Eran las cinco de la mañana. Deirdre se vistió sin hacer ruido, y con sumo sigilo y lágrimas en los ojos bajó las escaleras cargando con su maleta. Aidan la esperaba en una calle adyacente y cuando Deirdre montó en su coche condujo veloz hacia el palacio de Redmondtown.
Al día siguiente habló con su tía en el desayuno. Barbara puso el grito en el cielo al conocer su peripecia de la noche anterior.
—Por favor, Aidan. No hagas locuras. Lo último que necesitas en estos momentos es tener más problemas con tu tío. Ahora la familia de esa chica vendrá a por ella y montará un escándalo.
—Lo sé. Pero ella no va a volver con ellos. Está muy enamorada de mí y vamos a casarnos lo más pronto posible…
—¿Y qué tiene esa joven de especial para que te haya robado el corazón de esa forma tan arrebatadora?
—Dos cosas: belleza y… mucho dinero… —susurró con una taimada sonrisa.
—Veo que sabes elegir bien… ¿A qué se dedica su familia?
—Son armadores. Te hablé hace poco de ellos, durante la cena en que el tío Seamus se enfadó de repente.
—Ah! Sí… Ahora recuerdo, el pescador que vivía en la cabaña del lago.
—Exacto. Su padre, Kearan Coleman, nació y vivió aquí, en Redmondtown. Después se trasladó con su familia a Cobh y comenzó en el negocio de los barcos, tanto de pesca como de líneas regulares.
—Sí, sé quién es Kearan Coleman… —repitió Barbara pensativa.
En aquel momento, Deirdre apareció en el umbral del comedor acompañada por una criada. Aidan acudió a recibirla y la condujo hasta la mesa.
—Tía Barbara, ésta es Deirdre Coleman, mi prometida…
—Es un placer, Deirdre… —La observó despacio—. Vamos, siéntate a tomar el desayuno. Aidan me ha contado vuestra fuga de anoche… Espero que sepas lo que haces…
—Vamos a casarnos, ya te lo he dicho antes…
Barbara no quitaba ojo a Deirdre. Era buena fisonomista y no olvidaba jamás un rostro.
—¿Cómo os habéis conocido, chicos?
—Fue en Cobh, en el Club Náutico… —respondió Deirdre con timidez.
—Bueno, ella me conoció allí, pero yo ya la había visto antes. No sé si recuerdas, tía Barbara, un comentario que te hice este invierno en Dublín. Estaba acompañándote en una boutique, y fuera, tras el escaparate, había una chica con su madre. Te dije que era muy linda, y pelirroja, como yo….
Barbara se acordaba bien de aquel incidente. Y de la mujer rubia que la acompañaba, a quien había recordado más tarde como la joven que le pidió trabajo de sirvienta en una humilde casa de huéspedes de Cobh donde ella se alojó cuando fue a visitar a su marido cuando estaba preso en la cárcel de la isla de Spike. También recordó la extraña reacción que tuvo aquella mujer cuando cruzaron sus miradas a través del cristal… Sí, la señora Coleman supo en aquel fortuito encuentro quién era ella. Y Seamus se había delatado a sí mismo unas semanas antes con aquel arranque de cólera al oír el apellido Coleman, confirmando así la identidad de la madre de William.
—Me ha dicho Aidan que tu padre es oriundo de Redmondtown… —Deirdre afirmó con un gesto—. ¿Y tu madre también…?
—No. Mi madre es alemana. Llegó a estas costas en un naufragio en plena guerra mundial. Es judía y estaba huyendo de los nazis. Su barco fue torpedeado cerca de estas costas y ella sobrevivió…
—¿En qué año? —interrumpió ahora Barbara vivamente interesada.
—En el verano de 1941.
—Interesante… —Sonrió—. ¿Saben tus padres que estás aquí…?
—No. Mis… padres no aprueban esta relación… —Bajó la cabeza con vergüenza—. Me imagino que a estas horas ya se habrán dado cuenta de que me he fugado…
—¿Estás segura de que no lo aprueban…? Yo creo que al contrario…
—¿Crees que llegarán a aceptarme como yerno algún día…? —demandó Aidan algo más optimista.
Barbara guardó silencio. ¡Claro que estarían encantados! Pero ella no iba a consentirlo…
Después del desayuno, Barbara avisó a su chófer y montó en el coche en dirección a Cobh. Tras preguntar aquí y allá, al fin dio con la casa de los Coleman y pulsó el timbre de la puerta, decidida a confirmar de una vez la sospecha que le rondaba. La mujer rubia y elegante que había visto meses antes en Dublín abrió la puerta y estaba ahora ante ella. Su semblante mostraba preocupación y tenía los ojos rojos e hinchados provocados por el llanto.
Eva se topó con una señora mayor excesivamente maquillada, luciendo un vestido de flores de vivos colores y grandes gafas de sol que le cubrían medio rostro.
—¿Qué desea?
—¿Eres la señora Coleman?
—¿Puedo saber quién es usted? —preguntó a su vez, aunque sabía de antemano la respuesta.
Barbara se deshizo de las enormes gafas de sol y la miró fijamente.
—Soy Barbara Osborn, la esposa de Seamus. ¿Puedo pasar? —exigió con desdén.
Eva sintió un nudo en su estómago y a duras penas pudo conservar la calma. Se hizo a un lado ofreciéndole la entrada, pero no la invitó a sentarse. El silencio reinó entre ellas durante unos incómodos minutos.
—Así que tú eres la madre de William… —le lanzó a bocajarro.
—Yo creía que eras tú su madre… —replicó con ironía Eva.
—¡Déjate de estupideces! Sé quién eres, y quién es tu marido. Vivíais en Redmondtown durante la guerra. Sé que apareciste en el mar y que fuiste amante de Seamus…
—¿Quién te ha dicho eso?
—Lo sé, y sé que al mismo tiempo se la pegabas con el pobre viudo que te acogió en su cabaña.
—¿Te lo ha dicho Seamus?
—No. Lo he averiguado por mí misma. William no es hijo de mi marido. ¿Cómo te las arreglaste para convencerle? ¿Fuiste capaz de vender a tu hijo por un puñado de libras?
Eva sintió calor en sus mejillas y temblor en las manos.
—Señora, esta conversación ha terminado. Será mejor que se vaya. —Se dirigió a la puerta para indicarle la salida.
—He oído que tienes un buen capital. Has estado sacándole dinero a Seamus para mantener la boca cerrada, ¿verdad?
Eva seguía en silencio, desconcertada por aquella visita y las absurdas acusaciones de que estaba siendo objeto.
—Pues desde ahora tu suerte va a cambiar —continuó Barbara—. No volverás a ver un penique más porque me encargaré personalmente de este asunto. Vengo a decirte que se acabó el juego. Te he desenmascarado. Primero le vendes tu hijo a Seamus y ahora has metido a tu hija en mi palacio. Tu codicia te ha jugado una mala pasada. No tenías suficiente con el chantaje que le has hecho a mi marido durante estos años y ahora quieres una parte de su fortuna… Pero esta vez tu jugada no te va a salir bien, Eva Coleman.
—¡Escúchame bien, Barbara Osborn…! —exclamó Eva con el rostro desencajado—. Yo le prohibí a mi hija volver a ver a tu sobrino. En cuanto a tu marido, yo jamás le he chantajeado, ni quiero nada suyo. Seamus Osborn me violó, me robó a mi hijo por la fuerza y bajo amenazas. Durante estos años me ha estado haciendo la vida imposible y yo no me he revelado.
—Sin embargo, tú sabías que no era hijo suyo… —emitió una astuta sonrisa ignorando su indignación.
—Eso ahora carece de importancia.
—Eso te crees tú. La golfa de tu hija ha hechizado a Aidan, pero no va a casarse con él ni va a quedarse mucho tiempo entre nosotros. Si no vas tú a llevártela por las buenas, yo misma la echaré de una patada. Elige tú.
—¡No voy a consentir que hables así de mi hija! Has venido aquí a abrir la caja de los truenos. Muy bien, si eso es lo que deseas, pronto se aclarará todo esto; cada uno va a ocupar el lugar que le corresponde. ¡Y ahora sal de mi casa!
Antes de salir, Barbara la miró con desdén, aunque satisfecha. Su venganza hacia Seamus iba a consumarse a través de aquella mujer despechada y resentida. De paso iba a resarcirse de todas las humillaciones que a lo largo de aquellas décadas había soportado de él.
Kearan había estado buscando a Deirdre por todos los rincones del pueblo y entre sus amigos. Cuando regresó a su hogar, poco después de la marcha de Barbara, Eva le dijo dónde estaba. Ambos habían conocido la noticia de la fuga de Eva por la mañana, al echarla en falta en el desayuno. Deirdre había dejado una carta en su dormitorio en la que les contaba que estaba locamente enamorada de Aidan Osborn y que pensaba casarse con él, con o sin su consentimiento.
Estaba atardeciendo cuando Kearan y Eva accedieron al palacio del acantilado. Un sirviente les franqueó el paso y al preguntar por Aidan Osborn y Deirdre les condujo hasta una sala amueblada con finos muebles y gruesas cortinas de terciopelo en la planta baja. Durante unos instantes Kearan y Eva cruzaron sus miradas llenas de inquietud. Jamás habrían esperado de Deirdre una locura como ésa. Estaban cohibidos en aquel palacio, temerosos de encontrarse cara a cara con Seamus Osborn. A Eva le embargaba además el profundo temor de enfrentarse con su hijo después de las amenazas proferidas por Barbara aquella misma mañana. Se avecinaban grandes conflictos y no sabía cómo terminaría aquel incidente.
Un golpe en la puerta les hizo dar un respingo y dirigir la mirada hacia allí. Era Deirdre. Su semblante era sombrío y temeroso, y apenas levantó la mirada del suelo, avergonzada por enfrentarse a sus padres en aquellas circunstancias. Aidan caminaba tras ella con una sonrisa cínica y burlona, ajeno al mal trago que estaban soportando los demás.
—Deirdre… —Eva caminó hacia ella con paso decidido.
—Madre… Lo siento… Yo… amo a Aidan y quiero casarme con él. No sé por qué no estáis de acuerdo. Sólo os pido un poco de comprensión.
—Deirdre, debiste hablarlo con nosotros. No era necesario llegar a esto… —Kearan intervino con sensatez.
La puerta de la sala se abrió de nuevo y Seamus Osborn apareció en el umbral, le había avisado Barbara. Al ver a Eva y Kearan se detuvo en seco lanzando una maldición.
—¿Qué están haciendo aquí? ¡Fuera de mi casa! —bramó, dirigiéndose hacia Eva.
Kearan se colocó en dos zancadas delante de su mujer e interponiéndose en su camino.
—No estamos aquí por propia iniciativa. Mi hija se ha fugado con tu sobrino y hemos venido a llevárnosla.
—¡Por supuesto que os marcharéis con ella! —La voz de Barbara resonó detrás de Seamus—. Y también podéis llevaros a vuestro hijo William.
Seamus se volvió veloz hacia ella con los ojos desencajados.
—¿Estás loca, Barbara? ¡Deja de decir sandeces!
—El único que ha hecho el idiota desde hace veintiséis años eres tú. Te engañaron, Seamus. William no es hijo tuyo, sino de él —dijo señalando a Kearan.
—¡Mientes…! William es hijo mío…. Y tú eres una bruja intrigante… —gritó a su esposa sin contemplaciones—. William es mío… sólo mío… Y tú tienes el alma envenenada porque no fuiste capaz de darme un hijo.
De repente se hizo un silencio en medio de aquel desconcierto. Deirdre miró a Kearan, y después a Eva.
—¿Qué está diciendo esta mujer, madre?
—Esta mujer —repitió Barbara con sorna— está diciendo que tu querida madre es una farsante, que se enredó con mi marido y después le vendió el hijo que tuvo con tu padre a cambio de mucho dinero… —concluyó, segura ya del terreno que pisaba y dominando la situación.
—¡Eso no es verdad…! —Kearan se acercó tanto a Barbara que pudo sentir su miedo—. Seamus violó a mi mujer, y después le robó su hijo a la fuerza nada más nacer. Desde entonces nos ha hecho la vida imposible, quemando nuestros barcos y amenazando a Eva cada vez que intentaba recuperarlo.
—¡Yo no he hecho tal cosa! —bramó Seamus—. ¿Por quién me has tomado?
—Por un miserable, por un traidor a tu patria, por un estafador, por un violador… ¿Quieres que siga? —replicó un Kearan crecido ya y sin miedo.
—¡No vas a venir a mi casa a insultarme, sucio pescador…! —Seamus estaba a punto de perder el control.
—William es hijo vuestro… —dijo Aidan mostrando su sorpresa—. Es tu hermano, Deirdre….
—¡No, Deirdre! William no es hijo mío… —intervino, veloz, Kearan.
La joven estaba conmocionada. Mientras tanto, su prometido sonreía con indolencia, encantado de escuchar aquellas revelaciones.
—¿Has visto, mujer? ¡Es mío! —exclamó satisfecho Seamus mirando ahora a Barbara.
—¡No, Seamus! William tampoco es hijo tuyo. —Esta vez fue Eva quien alzó la voz.
—¡Eso no es cierto…! Lo dices por venganza… ¡Dime que eso no es cierto…!
—¡Es la verdad! Tú me violaste y después me arrebataste a mi hijo, pero nunca me preguntaste si realmente eras su padre. Durante muchos años he permanecido callada e inmóvil por miedo a tus amenazas. Pero ya no te temo. Ya no puedes hacerme más daño. No, Seamus Osborn. William no es hijo tuyo. Si te hubieras molestado en hacer un simple análisis de sangre lo habrías descubierto tú mismo hace tiempo —sentenció Eva, y lo hizo con una seguridad que no dejó lugar a duda.
Al fin había conseguido descubrirle la verdad que tanto tiempo estuvo ocultando. Era su venganza.
Aquella demoledora confirmación calló sobre Seamus como un mazazo.
—Te tomaron el pelo, Seamus, has criado al hijo de otro. —Barbara la secundó y siguió atizando aquel fuego—. ¿Cómo pudiste dejarte engañar de esa manera? Todo el mundo lo sabía menos tú…
—¡Cállate de una vez!
—Estabas obsesionado por tener un hijo propio y aceptaste uno de la primera mujer que quedó embarazada. Pero te la pegó bien…
—Así que no eres el padre de William, tío Seamus… —Aidan sonreía abiertamente esta vez.
Era la mejor noticia que había escuchado en mucho tiempo. Ahora tenía posibilidades de ser el único heredero. William saldría de aquella casa y de sus vidas tan pronto como Seamus comprobara que aquella mujer decía la verdad.
—¡Sucia alemana…! —Esta vez alzó su puño sin control y avanzó hacia Eva, pero se enfrentó al cuerpo de Kearan, quien sujetó su mano y de un fuerte empellón le lanzó hacia atrás haciendo que cayera al suelo—. ¡Y tú, malnacido, me has humillado otra vez, pero no vas a salirte con la tuya…! ¡Te mataré…!
Seamus había perdido el control y se había levantado para embestir de nuevo a Kearan. Aidan se adelantó esta vez para sujetar a su tío, que con el rostro demudado gritaba y vociferaba improperios hacia todos. De repente se quedó quieto, mudo y con los ojos abiertos. Segundos más tarde se desplomaba en el suelo sin sentido.
Durante unos instantes todos enmudecieron, esperando que reaccionara. Pero Seamus seguía inconsciente. Fue Barbara quien ordenó a Aidan llamar al médico y trató de reanimarle dándole palmadas en las mejillas.
Los Coleman asistían a aquel espectáculo con aprensión, sin saber cómo actuar. Fue Barbara quien les sacó de dudas, echándoles de su casa con desagrado.
—¡Fuera de aquí, y llévense a su hija. ¡No es bien recibida en esta casa…!
Deirdre estaba desconcertada y miró a Aidan pidiendo su apoyo, pero él estaba pendiente de su tío y apenas reparó en ella.
—Vámonos a casa, Deirdre —dijo Eva tomando su brazo.
—Aidan… —suplicó Deirdre, reacia a marcharse.
Aidan le dedicó una mirada fría e impasible. No parecía estar dispuesto a contradecir a su tía.
—Vete con tus padres.
—Pero… yo quiero estar a tu lado…
—¡Lárgate! —rugió con desprecio.
—Pero… Aidan… —insistió, sin dar crédito a sus oídos—. Vamos a casarnos…
—Ya no. No pienso casarme con la hija de una buscona que embaucó a mi tío para que su hijo heredara. Tengo otros planes.
Kearan no iba a admitir un insulto más por parte de aquella familia y le descerrajó con su puño un buen revés en la mandíbula. El joven estuvo a punto de perder el equilibrio y dio unos pasos atrás, alejándose de él sin intención de devolverle el golpe. Deirdre lloraba de dolor presenciando aquella escena.
—Como vuelvas a acercarte o a insultar a mi familia, te juro que te mataré, Aidan Osborn. —Después tomó del brazo a su hija y a Eva y salieron sin mirar atrás.
La mansión de los Coleman quedó en silencio. Ahora tenían un gran conflicto en el seno de su hogar: Deirdre. La decepción sufrida al conocer la verdad sobre el pasado de Eva convirtió la convivencia familiar en un infierno. Durante varios días apenas salió de su dormitorio, sumida en un profundo dolor por el desprecio que le había dedicado su gran amor y aún conmocionada por la noticia sobre aquel hijo ilegítimo de su madre que había crecido en el hogar de Seamus Osborn. Eva había sido para Deirdre un ejemplo a seguir, pero ahora se había convertido en una extraña, una mujer que había predicado durante toda su vida una moral contraria a la que —según ella— había ejercido. Le costaba aceptar que su madre hubiera tenido un hijo ilegítimo y que nunca hubiera hablado de él, ocultándolo como si se tratara de un vergonzoso pecado.
Las discusiones y reproches se repetían cada vez que Eva intentaba acercarse a su hijastra, que utilizaba aquel hecho para justificar el haberse fugado con un hombre sin contraer matrimonio, algo muy mal visto en aquellos años. Eva trató de explicarle la situación en que se encontraba veinticinco años atrás, pero ella le daba la vuelta, interpretando maliciosamente sus aclaraciones e ignorándola.
Pasaron los días y Deirdre siguió esperando, sin éxito, noticias de Aidan. Su corazón sangraba al recordar las duras palabras que le dedicó la última vez que se vieron en el palacio del acantilado. Pensaba que si Eva no hubiera tenido aquellos problemas con Osborn ella ahora estaría felizmente casada con Aidan… O quizá no, vista la actitud que tuvo aquella noche al conocer la verdad sobre el origen de William y la posibilidad que se abría ante él de sustituirle en el lugar del heredero. Sí, tenía que aceptar, a pesar de su dolor, que Aidan no la había querido nunca.
Kearan también intentó acercarse a ella, pero tampoco le aceptó, a pesar de saber cuánto la adoraba y de la excelente relación que mantuvieron siempre. Él procuraba suavizar la relación con su madre y trató en numerosas ocasiones de contarle las circunstancias tan especiales que habían vivido, abriéndole los ojos con respecto a Aidan y las verdaderas intenciones que albergó para seducirla. Pero Deirdre se había cerrado en sí misma y no quería escucharle ni creer en sus palabras.
Mientras tanto, Seamus agonizaba en el hospital a causa de un infarto cerebral. Una semana más tarde recuperó el conocimiento, aunque con grandes secuelas físicas: había perdido el habla y el movimiento de la parte izquierda de su cuerpo.
Ajeno al incidente que había provocado aquella dolencia y a la información que Barbara y Aidan conocían sobre su origen, William continuó trabajando en el puerto y estuvo pendiente de Seamus, acompañándole en el hospital y cuidando de él cuando fue trasladado de regreso al hogar. Advirtió entonces un inusual trasiego de visitas en el palacio, entre ellos el administrador, un abogado e incluso un notario. Presentía que se avecinaban cambios inminentes, sobre todo al advertir que Barbara había tomado el mando desde el mismo instante en que su marido cayó enfermo.
Y no se equivocaba. Días más tarde, Barbara citó a William en el despacho de Seamus y ocupó su imponente sillón de madera labrada. A su lado estaba Aidan, mirándole con estudiada indiferencia.
—Escucha, William. A partir de ahora será Aidan quien se encargará de los negocios familiares.
—¿Cuál es entonces mi responsabilidad?
—Ninguna —replicó con gélida mirada—. Tú nunca perteneciste a esta familia; ya es hora de que regresemos a la normalidad.
—¿Por qué? Soy el hijo de Seamus. Mi padre…
—Seamus no es tu padre —zanjó con crueldad.
—Eso no es cierto…
—Sí lo es. Ha reconocido ante el notario que no eres su hijo legítimo y te ha desheredado. Él mismo ha consentido que se realice un análisis de sangre para corroborarlo. Aquí tienes el resultado. Si necesitas confirmarlo, hazte tú también la prueba y compárala, lo sabrás en seguida. Tú no eres su hijo y no vas a heredar ni un penique de su patrimonio. Todos los asuntos legales ya están resueltos. Yo soy la legítima heredera y, cuando yo falte, Aidan será quien asuma la responsabilidad de los negocios.
—¿Entonces…? ¿Qué debo hacer ahora? —demandó desconcertado.
—Marcharte. Para siempre. No quiero volver a verte. Ahí tienes dinero, tómalo, es tu única herencia. —Le ofreció un sobre—. No vuelvas nunca más a esta casa porque no serás bien recibido.
Aidan sonrió satisfecho. Por fin él sería el señor del palacio. William se dirigió a la puerta con la cabeza entre los hombros. No entendía nada. Sabía que Barbara nunca había sentido ningún aprecio por él, pero jamás llegó a imaginar tanta crueldad en aquella mujer que ahora le daba la espalda y le echaba como a un perro del que fuera su único hogar.
—¿Quiénes son mis padres? —Se volvió antes de traspasar el umbral.
—No lo sé. Tu madre era una mujer de la calle que te vendió a Seamus diciéndole que eras hijo suyo. En cuanto a tu padre, creo que ni ella misma supo nunca quién era… —Sonrió con maldad.
William tenía la sensación de estar viviendo una pesadilla. De repente todo a su alrededor se había derrumbado; la odiosa madrastra había vencido, y en sus retinas quedó grabada la cínica y triunfante sonrisa de Aidan, un ser despreciable a quien había odiado desde que tenía uso de razón. William no era demasiado expresivo y había aprendido durante su desgraciada niñez a ocultar los sentimientos de frustración, de impotencia, de dolor, de soledad. Se hizo fuerte a base de golpes bajos y los encajó con impenetrable sonrisa; todo valía antes de mostrarse débil ante el enemigo.
Ya en su habitación, cargó un ligero equipaje en una bolsa de lona y traspasó la verja del palacio sin mirar atrás. El único ser que le dispensó un poco de calor en aquel frío hogar de donde le habían echado a patadas ni siquiera era su padre, y aunque intentó despedirse de él, no lo consiguió debido a la férrea prohibición que Barbara le impuso. Estaba solo y desorientado, no sabía qué hacer ni adónde ir. Durante el camino al pueblo decidió tomar un barco rumbo hacia Estados Unidos y se dirigió a Cobh. No era la mejor opción, pues le pesaba tener que abandonar el país y sus raíces, y la perspectiva de iniciar una nueva vida allende los mares le inquietaba.
Al llegar a Cobh se instaló en una modesta pensión y esperó hasta la salida de un barco de pasajeros con destino a Nueva York. Cuando llegó el día, caminó por el paseo marítimo cargando con una bolsa de lona hacia el muelle. Estaba en la cola para el embarque cuando un hombre de unos cincuenta años se colocó a su lado y le dijo que estaba buscando trabajadores para sus barcos, ofreciéndole un buen sueldo si se quedaba en Cobh. A William le pareció como caída del cielo aquella oferta. Trabajar en el puerto era lo único que sabía hacer, y aquel hombre le inspiró confianza, sobre todo al conocer que su naviera, la Irish Star Line, era la propietaria de una flota de barcos nuevos y modernos que había hecho desertar a muchos de los marineros que trabajaron con los Osborn al ofrecerles mejores salarios y condiciones de trabajo.
Aquel encuentro con Kearan Coleman fue providencial. Los dueños de la naviera le aceptaron con una amabilidad abrumadora, incluso le invitaron a instalarse en su propia casa aquella misma noche. Al día siguiente conoció a Deirdre y fue un momento violento para los dos, pues William la reconoció al instante: era la chica que Aidan había llevado al palacio la noche antes de que Seamus Osborn sufriera el ictus cerebral.
Deirdre bajó los ojos al tener frente a ella al hijo de Eva. Estaba resentida con su madre, asustada por el vuelco que había dado tanto su vida como la de su familia, y veía a William como un intruso en su hogar. Su padre le dijo aquella misma mañana, cuando les presentó, que William iba a incorporarse a la naviera, algo que tampoco aceptó bien por considerarlo un rival en su trabajo.
Eva había recuperado al fin a su hijo, pero no era feliz, pues Deirdre, a quien había criado y amaba como a su propia hija, se iba alejando de ella. Aún no le había dicho a William que era su madre y no sabía cómo tratarle ni hablarle. Oficialmente era un empleado al que habían acogido durante un tiempo, pero ella no podía dejarle marchar. William era un joven silencioso e introvertido, y Eva notaba que estaba sufriendo.
Una semana más tarde se produjo el fatal desenlace y William lloró con amargura cuando conoció la noticia de la muerte de Seamus a través de Kearan. Aunque fue un hombre áspero e insensible, ejerció de padre para él, la única persona que le había protegido de los embates de Barbara y Aidan. No conocía lo que había ocurrido en el pasado, pero estaba seguro de que aquella expulsión de la familia Osborn había sido obra de las intrigas de Barbara.
Días después, Deirdre fue a Redmondtown con la intención de ver a Aidan. Aún albergaba una tímida esperanza de que lo que ocurrió aquella tarde en el palacio hubiera sido un malentendido, un arrebato fruto de la tensión que vivieron. Fue a buscarle al puerto, aunque no le halló en su oficina sino en el pub de Gallagher. Deirdre sintió que su corazón latía con fuerza al verle de nuevo. De repente, toda su esperanza se esfumó al advertir que no estaba solo. Aidan estaba junto a una joven rubia excesivamente maquillada, jugueteaba con ella besando su boca y manoseándola con descaro sin reparar en el resto de clientes que les rodeaban. Deirdre iba a dejar el pub cuando Aidan reparó en su presencia, dirigiéndole una sonrisa provocadora e insolente.
—¡Hola Deirdre…! Acércate… —le indicó, haciendo un gesto con la mano. En su mesa reposaban tres vasos de whisky vacíos y uno recién servido—. ¿A qué has venido? No será para exigirme que cumpla mi promesa de matrimonio… —dijo lanzando una sonora carcajada.
—¿Quién es ella? —preguntó la joven que compartía la mesa con Aidan, observando a Deirdre de arriba abajo.
—¿No te lo he contado todavía? Era mi prometida… —De nuevo una risotada provocada por el efecto del alcohol, unido a sus malos modales, resonó en el local al ver la cara de extrañeza de su amiga.
—Creía que ibas a casarte conmigo. ¿Cuándo vas a pedírmelo? —preguntó la joven simulando enfado y siguiendo la broma.
—No lo sé, cariño. Se lo pedí a ella porque es más rica que tú… De todas formas, podríamos llegar a un acuerdo los tres. ¿Qué te parece, Deirdre? Mi oferta sigue en pie.
Deirdre notó que sus mejillas ardían de vergüenza y le faltaba el aire.
—Ella me convenció de su virtud y estricta moralidad —continuó Aidan—; a punto estuve de casarme con ella. El problema es que no me dijo la clase de familia que tenía: su madre es una fulana y su padre un cornudo chantajista que hizo fortuna extorsionando a mi difunto tío.
Deirdre no pudo escuchar más. Su orgullo pudo más que la humillación. En un arrebato, cogió un vaso de la mesa y arrojó su contenido al rostro de Aidan.
—Yo estoy orgullosa de mi madre y tú ni siquiera sabes quién es la tuya ¡Ya quisieras poder presumir de ella! ¡Tú eres el único bastardo que hay aquí…! —exclamó fuera de sí.
—¡Maldita perra…! —Aidan se levantó enfurecido para responder a aquella ofensa, lanzando insultos y haciendo que todos los clientes guardaran silencio, atónitos ante aquel espectáculo. Pero Deirdre había dejado ya el establecimiento; crecida, aunque con lágrimas en los ojos.
Al fin el velo se había rasgado: el hombre de quien se había enamorado había mostrado su verdadero rostro despreciable y sinvergüenza. Llegó a su casa pasadas las once de la noche y halló a sus padres inquietos por la tardanza.
—¡Deirdre…! ¡Por fin has vuelto…! ¿Dónde has estado? Nos tenías muy preocupados… —Fue Eva quien salió a su encuentro y trató de abrazarla. Pero ella la rechazó dando un paso atrás.
—Quiero que me digas la verdad, madre. ¿Cómo pudiste venderle tu hijo a ese hombre…? Y tú, padre, ¿por qué lo consentiste? ¿Por qué aceptaste su dinero…? —Deirdre tenía lágrimas en los ojos.
—¡Eso no es cierto! —exclamó Eva con pasión.
—¡Pues dime de una vez la verdad…!
Una silueta silenciosa apareció en el umbral. Era William. Todos dirigieron su mirada hacia él y quedaron en silencio.
—De acuerdo, vas a saber toda la verdad. William, tú también debes escucharla.
—¿Yo? Pero… Disculpen si les he interrumpido… Creo que debo dejarles solos….
—No, William. Tú eres una parte importante en esta historia.
Había llegado el momento de resolver aquella delicada situación y, cuando se sentaron alrededor de la mesa, Eva comenzó a contar su pasado. Habló de sus padres, de su hermano Hans, de la feliz adolescencia que vivió junto a ellos en Berlín, de su estancia en Ámsterdam, de la guerra y de Franz Müller. Se extendió en los detalles sobre Albert van der Waals, pues quería que su hijo supiera que fue concebido desde un profundo y sincero amor. A través de sus palabras, William y Deirdre conocieron a Gabriel y Andrea, los padres de Albert. También narró con detalle su huida de Holanda, la llegada a Irlanda sin memoria y el ataque que sufrió por parte de Seamus Osborn. Eva advirtió en William un estremecimiento al oír el nombre de la persona que creyó su padre hasta entonces, pero continuó su relato como si ignorase quién era él. Prosiguió con el robo por parte de Osborn de su bebé y de cómo intentó recuperarle cuando él ingresó en la cárcel, de sus escapadas para verle a escondidas, de las amenazas de Osborn cuando la vio una vez en el pueblo y del incendio provocado de su flota de barcos de pesca. Después tomó la mano de Kearan y les habló de su bondad, del apoyo incondicional y del amor que habían compartido durante aquellos años tan duros. William la escuchó en silencio, y cuando Eva terminó, sus miradas quedaron fijas el uno en el otro.
—¿Eres tú mi verdadera madre? —le preguntó en voz baja.
Eva asintió una vez. William estaba conmocionado.
—Barbara me dijo que mi madre era una… —cayó en la cuenta—. Dijo que me había vendido…
Eva pensó que la maldad de aquella mujer había llegado a un extremo inaceptable.
—¡Jamás! Él te llevó a la fuerza, trajo a dos hombres y le dieron una paliza a Kearan, que intentó evitarlo.
—Entonces mi verdadero padre… murió…
—Sí. Albert era un hombre noble y lleno de bondad. Tenía menos años que tú cuando murió. Te pareces tanto a él…
—Madre… —Deirdre estaba impresionada—. Padre… ¿Por qué no me habéis contado nunca esto?
—Porque era demasiado duro para nosotros, pequeña —respondió Kearan tomando su mano—. Seamus nos hizo mucho daño, perjudicándonos en cualquier negocio que emprendíamos y lanzando amenazas cada vez que Eva intentaba recuperar a William. Era un hombre malvado y violento, y realmente creía que era el padre de William.
—Su muerte la tiene bien merecida —murmuró Deirdre.
—Ahora debemos pasar página y tratar de recuperar nuestras vidas —dijo Eva—. William, sé que ahora estás pasando por unos difíciles momentos. Quiero que sepas que tienes nuestro apoyo, y deseo con todo mi corazón que con el tiempo te integres en nuestra familia como un miembro más. En cuanto a ti, Deirdre, lamento en lo más profundo la decepción que has sufrido. Espero que logres superarla…
—Lo superaré cuando vea a Aidan humillado y arruinado, suplicando nuestro perdón —murmuró Deirdre.
—Creo que en eso puedo complacerte, cariño —dijo Kearan. Después se dirigió a William—. Voy a llevar unos barcos de pesca a Redmondtown. Tengo entendido que los marinos que trabajan ahora para Aidan no están demasiado contentos con él y pensaba ofrecerles trabajo. ¿Tú qué opinas?
—Cuando yo estaba al frente apenas había dinero para pagar los salarios, y las deudas nos acosaban. Si se van sus marinos, los barcos no podrán salir a la mar y perderán la única fuente de ingresos.
—¡Dales fuerte, padre! —exclamó Deirdre con rabia.
A partir de aquel momento todo comenzó a rodar. William y Deirdre trabajaron codo a codo con Kearan. Aidan Osborn estaba gestionando el negocio de la pesca de una forma tan arbitraria que en pocos meses la situación se tornó insostenible. Agobiada por las deudas, Barbara fue desprendiéndose de las últimas propiedades que le quedaban en Redmondtown, las cuales iban siendo adquiridas por diferentes sociedades que en realidad pertenecían a un único propietario: la familia Coleman. Y cuando sólo quedaron los barcos de pesca, Kearan y William les dieron el golpe de gracia llevando a Redmondtown una flota nueva y ofreciendo mejor sueldo a los marinos que trabajaban para ellos. Los Osborn quedaron en la más completa ruina, con unas embarcaciones viejas y sin tripulación para echarse a la mar. Solo les quedó la casa de Dublín y el palacio en Redmondtown. Unas semanas después, Barbara lo puso en venta antes de que fuera embargado.
Los Coleman estaban al corriente de la penosa situación financiera en que se encontraban los Osborn, y al conocer que habían puesto a la venta el palacio, les hicieron llegar a través de sus abogados una oferta por un montante inferior al precio que solicitaba, a pesar de que éste ya estaba por debajo de su valor real. Aquél fue el último gesto de venganza hacia los Osborn por parte de Eva. Barbara la aceptó, pues estaba en apuros y necesitaba urgentemente una inyección de liquidez. Ni siquiera se interesó por los nuevos compradores ni le extrañó que no quisieran visitar el palacio antes de comprarlo.
Llegó el día de la firma del contrato de compraventa y Barbara llegó a la reunión como era habitual en ella, arrogante y con escaso éxito para pasar como una dama elegante y con clase, a pesar del empeño puesto en ello. Aidan la acompañaba con su habitual sonrisa hueca y su porte de incompetente. Al acceder al despacho advirtieron que los compradores estaban ya sentados alrededor de la mesa. De repente los Osborn se detuvieron bruscamente en el umbral al ver allí a la familia Coleman al completo: Eva, Kearan, Deirdre y… William.
—¿Qué hacéis aquí? —exclamó Aidan airado.
—La familia Coleman es la compradora de su inmueble —informó el intermediario invitándoles a sentarse.
—¡Esto es un escarnio! Vámonos, tía Barbara. No pienso venderle el palacio a esta gentuza. —Aidan alzó el mentón con soberbia.
William le miró, y después se dirigió a Deirdre, quien le devolvió la sonrisa. Aquel gesto encrespó aún más el ánimo de Aidan, quien tomó del brazo a su tía y la empujó hacia la puerta. Pero Barbara se resistió a aquel empellón y se mantuvo en su sitio. Miró a Eva, y después a William.
—Así que madre e hijo se han confabulado para quitarme mi palacio… —Intentó sonreír, pero le quedó una amarga mueca.
—¿Quitar, Barbara? —repitió Eva—. Lo estás vendiendo por tu propia voluntad…
—Porque se ha visto obligada, por culpa de las deudas que nos habéis originado —sentenció Aidan en pie de guerra.
—¿Y qué has hecho tú para evitarlo? —Esta vez fue Deirdre quien le habló a Aidan con desdén.
—Sois una familia de timadores y ladrones… —gritó enfurecido.
Kearan se removió en su asiento con ganas de propinar otro revés a aquel insensato, pero Eva le tranquilizó colocando la mano en su brazo.
—¡Déjale, Kearan! No merece la pena… —dijo para que lo oyeran todos.
—Tienes razón —replicó tranquilo dirigiéndose a su mujer—. Es un niñato indecente, igual que su padre.
Espoleado por aquella puya lanzada por Kearan, Aidan emitió un gruñido dando un paso adelante con gesto amenazador. Barbara conocía el carácter inestable y pendenciero de su sobrino y temió verse envuelta en un desagradable altercado, o aún peor, que se cancelara la venta del palacio y perder el dinero que ahora necesitaba urgentemente.
—¡Aidan! —exclamó, sujetándole—. Vete fuera. Espérame en la puerta.
—Pero tía… No puedes…
—¡He dicho que salgas! El palacio es mío y soy yo quien lo vende…
Los Coleman asistían, entre atónitos y divertidos, a aquella escena. Después el joven les lanzó una mirada cargada de odio y salió dando un portazo. La calma regresó a la sala. Barbara se sentó en la mesa frente a ellos y se dirigió al asesor con el mentón alto y la soberbia intacta.
—Comencemos.
Formalizadas las firmas y demás trámites, la operación terminó en apenas quince minutos. Cuando Barbara recogió el talón, se levantó con desdén sin mirarles. Fue entonces cuando Eva tomó las llaves y dirigiéndose a William le dijo:
—Aquí tienes, hijo. Ya puedes regresar a tu hogar, esta vez para siempre.
—Gracias, madre.
Barbara salió sin despedirse.