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Redmondtown, Irlanda, 1943

Barbara Osborn había acogido con frialdad al bebé que su marido le había impuesto y que había inscrito como hijo biológico de ambos. Aceptaba tenerlo cerca, en el salón, mientras se entretenía con alguna labor o recibía a sus amigos; pero no podía evitar considerarle un rival, un inocente competidor que le había sustraído la Corona y la vara de mando en aquel palacio donde antes ella era la reina. Ahora se sentía prescindible y vulnerable, sobre todo al reparar en las miradas de reproche que su marido le dirigía cada vez que mostraba frialdad hacia el niño. La sensación de provisionalidad se apoderaba de ella a medida que crecía el entusiasmo de Seamus hacia su deseado hijo William, para el que había forjado grandes proyectos.

En los últimos tiempos, el joven Derry también había advertido que su tío ya no le trataba con la misma condescendencia —sobre todo cuando cometía alguna tropelía, casi siempre estando ebrio—, devolviéndole ahora miradas de desprecio y objetando ante cualquier propuesta que sugería en los negocios. Derry era experto en argucias contables y solía sisar generosas cantidades de libras en las transacciones de ganado, apuntando en los libros unas sumas superiores a las que realmente abonaba a los granjeros.

Había posado sus ojos en una joven del pueblo de cabello rubio y piel muy blanca, pero ella respondía con desprecio a las demandas nada honestas que éste le formulaba. Un día, de regreso de una de sus numerosas parrandas, la abordó en un solitario paraje cerca del acantilado. Estaba bebido y conducía el Bentley hacia el palacio, donde residía desde la muerte de sus padres. Derry detuvo el coche a su altura y se dirigió hacia ella con ojos de deseo. La joven intentó huir, pero la agarró por el pelo, la atrajo hacia él y, de un empellón, la lanzó contra el verde y húmedo prado; se tendió sobre ella, desgarrando sus ropas y consumando a la fuerza un vergonzoso acto que más tarde marcaría su merecido destino. Después se incorporó tambaleante debido a la embriaguez, y sonrió satisfecho mientras se atusaba el pelo engominado hacia atrás y recomponía su elegante traje.

—Ha sido un placer —dijo deleitándose en su triunfo y regresando al vehículo sin dirigir la mirada hacia la joven, que quedó en el suelo maltrecha y abatida, sangrando y llorando de dolor.

Mientras delegaba en su sobrino los negocios legales, Seamus Osborn controlaba personalmente otros asuntos más rentables, aunque con un riesgo tan extremo que estaba a punto de abandonarlos, sobre todo después del revés sufrido en una de las incursiones en alta mar para ayudar a repostar a los alemanes. El barco que envió para tal menester fue sorprendido por un submarino de la armada de Estados Unidos, que lanzó una batería de torpedos con el fin de hundir tanto al buque enemigo como al barco irlandés. Sin embargo, este último fue el menos afortunado y se fue a pique con la carga de combustible, sin los diamantes que debía recibir por la transacción y provocando la muerte de los hombres de confianza de Seamus. A partir de aquel momento, la marina irlandesa ejerció un férreo cerco sobre la costa.

Osborn se libró aquella vez, pero comprendió que aquel negocio estaba a punto de desaparecer debido a la complejidad de la tarea, la falta de personal de confianza y las dificultades para adentrarse furtivamente mar adentro. Cometió entonces la torpeza de confiar en Derry, quien con gran entusiasmo animó a su tío a continuar aquel sucio asunto y ofreciéndose él mismo para pilotar la embarcación. Seamus no confiaba demasiado en las habilidades de su sobrino para aquella complicada operación, pero la codicia pudo más que su recelo y le condujo por primera vez a la cueva de Barrimore, el escondrijo secreto donde almacenaba el combustible que vendía a los alemanes a cambio de oro y diamantes. Aquella tarde, mientras cargaban los bidones, Derry recibía instrucciones de su tío sobre la misión y el punto de encuentro con los alemanes.

—Echa las redes mientras navegas. Si ves a lo lejos un barco de la marina, deshazte de los bidones inmediatamente y diles que has perdido el timón y estás desorientado. Y otra advertencia más: procura tener las ideas claras sobre mi participación; yo no estoy al corriente, tú trabajas solo y has tomado el barco sin mi consentimiento. Si te atrapan no pienso mover un dedo por salvar tu pellejo.

—Claro, tío Seamus. Pero a cambio me darás una cuarta parte del botín.

—Eso no es lo que habíamos pactado —replicó Seamus con desagrado.

—Es lo justo. Tú sólo arriesgas el barco, pero yo pongo en peligro mi vida y mi libertad… Pero quédate tranquilo, regresaré sano y salvo y con un buen puñado de diamantes —concluyó con taimada sonrisa.

Barbara mostró su satisfacción al conocer las furtivas incursiones marinas de Derry, aunque se guardaba mucho de expresarlo ante su marido: tenía ahora un argumento perfecto para equilibrar sus fuerzas en caso de peligro.

Y el peligro sobrevino de repente, de la manera más absurda e irracional: Derry bebió demasiado una noche tras regresar de su tercera operación clandestina con el ejército alemán. Estaba en una taberna del pueblo con sus amigos celebrando el éxito y, tras varios vasos de whisky y cerveza, comenzó a alardear de su poder y sus importantes contactos. Se creía invencible, poderoso e intocable. Sus amigos comenzaron a burlarse de él y tomaron a broma sus bravatas; la discusión subió de tono y muchos de los que estaban allí le oyeron hablar de los importantes negocios que llevaba a cabo y del dinero que había ganado durante la guerra.

—Claro que han ganado dinero los Osborn; explotando a los pescadores, estafando a los granjeros y desahuciando a muchas familias… —murmuró un hombre que escuchaba a Derry en la barra, dirigiéndose al resto de los clientes.

Era un marinero vestido con una humilde chaqueta de pana marrón y camisa de franela oscura.

Derry se acercó a él tambaleante, mirándole con los ojos vidriosos y una hiriente sonrisa.

—¿Tú crees que somos ricos gracias a eso? —exclamó soltando una sonora carcajada—. Esos ingresos son pecata minuta, chaval, una ínfima parte. Tenemos otros negocios mucho más rentables…

—¿Te refieres a la venta de combustible a los alemanes? —replicó aquél con mirada desafiante.

—¿Qué sabes tú de eso? —El joven se quedó desconcertado.

—¿Acaso crees que es un secreto? Todos en el pueblo sabemos lo que ha ocurrido con el barco de tu tío y lo de la muerte de esos tipos que trabajaban para él. Ahora ese negocio ha terminado… Estáis acabados, muchacho —le replicó con ironía.

El alcohol ingerido comenzó a hacer efecto, aturdiendo sus reflejos y aumentando su agresividad; Derry tomó por las solapas a aquel insolente y le zarandeó varias veces.

—¡A mí nadie me dice que estoy acabado, sucio piojoso! Ahora me encargo yo personalmente, y gano más dinero en una noche de lo que ganarás en toda tu asquerosa vida… —masculló entre dientes, soltándole de un fuerte empujón.

El hombre perdió el equilibrio y cayó al suelo formando un gran estrépito entre las sillas del establecimiento. Derry comenzó a reír compulsivamente, y el coro de jóvenes amigos que bebían con él le acompañó en sus risotadas, burlándose de aquel pobre desgraciado que yacía abatido en el suelo. En su orgía de alcohol, Derry se acercó y le propinó una fuerte patada en el costado, que fue secundada por sus acompañantes que se dedicaron a golpear al hombre ante los impotentes y atónitos clientes del establecimiento, la mayoría vecinos del pueblo.

—¡Señores, por favor…! Compórtense como caballeros —suplicó el tabernero, ofreciendo una botella de whisky para intentar que se olvidaran de él.

El reclamo tuvo éxito, y continuaron bebiendo durante toda la noche. En su alocada juerga, Derry había cometido un error que pagaría más tarde: el hermano de la chica a quien había forzado meses atrás conocía bien los vicios y debilidades del muchacho y solía seguirle en su periplo por las tabernas del pueblo. Aquella noche tuvo al fin la ocasión de encontrarle lo suficientemente beodo como para obtener una información que iba a ayudarle a fraguar su venganza. Durante los días posteriores le siguió con cautela hasta descubrir el escondite donde guardaba el combustible. Después se dirigió a Cork para dar parte a las fuerzas militares apostadas en la base de Cobh. Días más tarde le esperaron en los alrededores de la cueva de Barrimore, donde los oficiales observaron cómo cargaba los bidones en la embarcación ayudado por su tío Seamus Osborn y se dirigía mar adentro.

Un submarino de la Armada británica que había sido alertado por el Gobierno irlandés se situó en los alrededores y le siguió discretamente. Tras más de una hora de travesía, el barco aminoró la marcha y paró máquinas. En medio de la oscuridad, una negra y alargada sombra perteneciente a un submarino alemán emergió desde las profundidades junto a la embarcación. En la soledad del océano, Derry oyó un zumbido lejano que le puso en alerta; al mirar a su izquierda, observó varias líneas rectas que provocaban olas sobre el agua y se dirigían hacia el lugar donde se encontraban ambas naves. Derry trató inútilmente de poner en marcha el barco, pero ya era demasiado tarde. La carga de los torpedos provocó una atronadora explosión al impactar sobre el submarino alemán, que se hundió con rapidez. El barco también estalló en mil pedazos, ayudado por los bidones de fuel que llevaba a bordo. El fulgor de la deflagración fue tan colosal que alcanzó a verse en la parte alta de Redmondtown.

Seamus Osborn apenas tuvo tiempo de reaccionar ante la irrupción de varios soldados y oficiales de las Fuerzas Armadas en su palacio aquella misma madrugada. Fue detenido y trasladado a la comandancia militar de Cobh, acusado de colaboración con el ejército alemán. Durante varios días le interrogaron sobre sus particulares actividades y él negó conocimiento o participación en ellas, alegando que fueron organizadas en solitario por Derry Osborn sin su consentimiento. Pero no consiguió convencer a nadie.

De otra parte, las convulsiones no habían acabado aún para los Osborn. Poco después del encarcelamiento de su marido, Barbara Osborn recibió una extraña visita en el palacio: un hombre vestido de forma modesta, que por los surcos que presentaba alrededor de los ojos parecía llevar más de treinta años trabajando como marino. Llevaba en brazos una manta de lana que parecía contener algo muy delicado.

—Señora Osborn, disculpe mi atrevimiento, pero necesito que me escuche —replicó con humildad aquel desconocido.

Barbara le miró de arriba abajo y no pudo disimular la aprensión que le provocó aquel hombre; estaba molesta, en efecto, por aquel atrevimiento.

—¿Qué es lo que debo escuchar de usted? —replicó con desdén.

Por toda respuesta, el hombre extendió los brazos para ofrecerle el bulto que llevaba encima: era un bebé recién nacido, de piel rosada e incipiente cabello rojizo. Barbara le miró con desprecio y dio un paso atrás.

—¿Qué significa esto? ¿Quién es usted?

—Mi nombre es Brian Gallagher; este bebé es hijo de mi hermana Mollie y de su difunto sobrino Derry Osborn.

—¿Cómo se atreve? ¿Quién se cree que es para venir a mi casa con ese niño? ¡Es usted un embustero! Si piensa que va a sacarme un penique con ese cuento ha dado en hueso. ¡Fuera de aquí! —ordenó con arrogancia.

—Me marcharé, pero antes tendrá que escucharme: Derry Osborn violó a mi hermana en una de sus borracheras, y después regresó a este lujoso palacio como si nada hubiera ocurrido. ¡Pero ocurrió, señora! —gritó con dignidad—. Mañana zarpamos hacia América y no nos vamos a llevar esta carga con nosotros. ¡Aquí lo tiene! —dijo acercándose a ella y ofreciéndole el bebé—. Son ustedes los que deben hacerse cargo de él.

Barbara tomó al bebé en brazos en un acto reflejo para evitar que cayera al suelo, pues aquel hombre estaba dispuesto a deshacerse de él a toda costa y no parecía importarle lo que pudiera ocurrirle. Se convenció al instante de que aquel niño era de Derry, y no sólo por la pelusa pelirroja que asomaba en la cabeza y los rasgos de su sobrino que inmediatamente reconoció, sino por la rabia con la que aquel hombre se lo arrojó.

Seamus había contratado para su defensa a uno de los mejores bufetes de abogados de Dublín. Sin embargo, y a pesar de las reiteradas negativas sobre su participación en los actos de su descerebrado sobrino, el tribunal le halló culpable de traición, condenándole a cinco años de prisión en la isla de Spike situada frente al puerto de Cobh. Barbara estuvo a su lado durante la celebración del juicio y se alojó en una casa de huéspedes cercana al puerto. Cuando oyó la sentencia no pudo esconder su inquietud.

—No tienes de qué preocuparte —le dijo Osborn cuando Barbara le visitó en la cárcel—. Tengo dinero de sobra y no te faltará de nada para vivir durante estos años. Mi administrador se hará cargo de todos los asuntos. En cuanto a nuestro hijo… —dijo elevando el dedo índice en tono amenazador— cuida de él. Si me entero de que le pasa algo, tendrás que vértelas conmigo cuando salga de aquí.

—Quédate tranquilo, soy su madre, ¿no? Además, ahora tengo una doble responsabilidad y debo cuidar también a Aidan, el hijo del difunto Derry. De repente me he convertido en madre de dos bebés… —replicó con fastidio.

—¿Cómo te has dejado convencer sobre la verdadera paternidad de ese pequeño bastardo? —preguntó, molesto, Seamus Osborn.

—De la misma manera que tú te has creído que eres el padre de William… —replicó ella con ironía.