24

Durante los días que siguieron, Martin se dedicó a revisar a conciencia el manuscrito. A pesar de conocer una parte más amplia de la historia de Eva gracias a Amanda, presentía que aún seguía incompleta, pero resolvió no profundizar más y escribir un final feliz, tal como ella le había pedido. Ahora él era feliz. Tenía una gran historia y una mujer a su lado a quien amaba profundamente. Amanda le visitaba cada atardecer y se quedaba a dormir con él, y por primera vez en toda su vida se sorprendía hablando largamente de sí mismo, liberando sus más profundos sentimientos y compartiéndolos con ella.

Después de darle muchas vueltas resolvió terminar la novela siguiendo el guión que Amanda le había ofrecido hasta el viaje de Eva a Alemania tras la guerra. Después añadió algo de ficción en el reencuentro con su hijo, además de una escena de venganza hacia Seamus Osborn donde Eva le deja en la ruina gracias al dinero que recupera de Franz Müller. Un dulce final de reencuentros familiares y castigo a los malvados.

Martin estaba nervioso. Acababa de imprimir la primera copia del manuscrito y se disponía a visitar el palacio para conocer al fin a su protagonista y entregárselo personalmente. También era su presentación oficial como pareja de Amanda y eso le intranquilizaba aún más. Miraba hacia el armario dudando entre colocarse una chaqueta y corbata o un jersey de lana. Estaban en pleno verano, pero aquel día se presentó fresco y lluvioso, y la tormenta que descargaba fuera no invitaba precisamente a salir aquella tarde. De repente oyó el sonido de un coche y respiró aliviado al intuir que Amanda se habría apiadado de él y llegaba para trasladarle hacia el palacio.

Unos golpes sonaron en la puerta; se dirigió hacia la entrada y, al abrirla, una fuerte sacudida en el rostro le tumbó hacia atrás. Trató en vano de levantarse cuando sintió cómo su nariz crujía bajo un enorme y pesado puño. Después, todo se volvió oscuridad…

—¿Martin…? ¿Estás bien…? ¿Puedes hablar?

Martin abrió los ojos, bueno, uno de ellos, pues el otro estaba completamente inflamado desde la sien al párpado y apenas le permitía movilidad. A través de una nebulosa distinguió el rostro contraído de Amanda sobre él; había colocado una bolsa con hielo sobre su frente y limpiado la sangre que brotaba de su nariz.

—¿Qué… qué ha… pasado…? —balbució, tratando inútilmente de incorporarse.

—¿No lo recuerdas…? —La voz de la joven sonaba alarmada—. Voy a llamar a una ambulancia… —Se levantó y fue hacia su bolso para coger el móvil.

—Estoy bien…, estoy bien… —Martin se incorporó despacio y consiguió mantenerse erguido.

—No, no estás bien… Dime qué ha ocurrido. Estábamos preocupados porque no apareciste en el palacio y vine a recogerte, pensaba que era a causa de la lluvia…

—¿Qué hora es?

—Son las siete menos cuarto.

—He estado un buen rato inconsciente. ¿No has visto a nadie por los alrededores?

—No, hay una fuerte tormenta y fuera todo está muy oscuro… Vamos, te llevo al hospital.

—¿Y el portátil? ¿Y el manuscrito? —Se volvió desde la puerta.

Amanda miró al interior y todo estaba en orden, excepto la mesa donde Martin solía escribir, junto a la ventana: estaba completamente vacía.

—¡Han vuelto a hacerlo…! Y esta vez se han llevado la novela completa… ¿Dónde están las llaves? —Se dirigió como un loco hacia su dormitorio y se puso a rebuscar entre los cajones. Pero allí no estaban. Salió al rellano y buscó entre los sillones, la mesa, la cocina…

—¿Son éstas? —preguntó Amanda, que se había inclinado para recogerlas del suelo.

—Sí, menos mal… Ahí está la copia, en el pen.

—Primero iremos al médico y luego a la policía… —decía Amanda mientras le ayudaba a subir al coche. Martin estaba todavía mareado y cerró los ojos, recostándose en el sillón—. ¿Puedes contarme ahora qué ha pasado?

—Me estaba preparando para salir, oí un coche y después unos golpes en la puerta. Pensaba que eras tú. Entonces abrí… y ya no recuerdo más, excepto un dolor en la nariz y la cabeza.

—Han entrado con la única intención de robarte el manuscrito, Martin.

—Sí, y ahora empiezo a sospechar por qué…

Amanda le miró de reojo.

—¿Puedes contármelo?

—Ahora no.

—¿Estás pensando en Tom, mi ex marido?

—No se me había ocurrido…

—Pues a mí sí. —Le miró con un gesto de preocupación.

—Creo que esto deben aclararlo Eva y William… quiero decir, Nicholas.

—¿Qué tienen que ver ellos con este incidente?

—No lo sé, pero tengo un presentimiento.

Tras pasar por el hospital e interponer la denuncia en la comisaría, se dirigieron al palacio del acantilado. Amanda abrió las rejas de acceso con un mando a distancia y accedieron al interior, recorriendo el gran vestíbulo y dirigiéndose hacia la planta superior a través de unas escalinatas de peldaños semicirculares de mármol rojo con los bordes redondeados. El suelo formaba un mosaico del mismo mineral combinado con blanco, y las paredes aparecían cubiertas de telas de seda enmarcadas por molduras de madera de diferentes tonos claros. Los muebles, aunque elegantes, eran modernos y confortables y contrastaban con las puertas de acceso a las diferentes estancias, pintadas en blanco con adornos dorados al más puro estilo rococó. Amanda le condujo hasta una amplia sala en la que predominaba el color marfil y gris perla, tanto en el mobiliario como en los tapices y cortinas.

Sentada en un sillón junto a la chimenea de mármol, Martin vio por primera vez a Eva. Su mirada se cruzó con unos ojos azules y grandes. Llevaba el pelo lacio y rubio recogido hacia atrás en un elegante moño, y su porte era erguido y ágil. Vestía un traje tipo Chanel en tono marrón oscuro combinado con beige, y de su cuello colgaba un collar de perlas con varias vueltas. Observó que, a pesar de su edad, conservaba la belleza y elegancia digna de una reina. Durante unos inseguros instantes, Martin no supo qué decir, ni siquiera reparó en la presencia de Nicholas Coleman, que se encontraba junto a la ventana. Sin embargo, ellos sí repararon en su aspecto.

—Abuela… es Martin Conrad… Martin, ella es Eva Coleman, la protagonista de tu novela.

—Pero… ¿qué le ha ocurrido? —exclamó la dama con estupor.

—Eso es algo que también yo quisiera saber… —respondió el aludido acercándose a ella y ofreciendo su mano con respeto.

—Es un placer volver a verte, Martin, aunque sea en estas circunstancias… —Nicholas se acercó para saludarle con afecto—. ¿Has sufrido un accidente?

—No exactamente…

—Alguien fue a su cabaña y le golpeó para robarle el manuscrito y el portátil.

—¡Qué barbaridad! ¿Habéis ido a la policía? —se interesó Eva.

—Sí, hemos estado en el pueblo y le han examinado en el consultorio médico.

—Entonces, has perdido el manuscrito… —insinuó con delicadeza Nicholas Coleman.

—No. Suelo ser precavido y siempre guardo conmigo una copia. No habrá problemas para recuperarlo.

—Dame el llavero, voy a ordenar imprimir unas copias —pidió Amanda.

—Menos mal… sería una lástima que hubieras perdido el trabajo de tantos meses —comentó Nicholas.

—Sí, creo que ha quedado una novela muy interesante, aunque le faltan algunos capítulos. Me habría gustado conocer toda la verdad y así poder completar la historia… —insinuó, mirando a Nicholas y a su madre respectivamente.

—No te entiendo, Martin ¿Qué quieres decir? —preguntó Amanda.

—Señora Coleman, cuando Amanda me pidió que escribiera su historia, me comprometí a hacerlo con la condición de que investigaría por mi cuenta para corroborar la veracidad de lo que contaba. Hace poco he descubierto algo que me inquieta, y sospecho que sé el motivo por el que me han asaltado hoy y me robaron la vez anterior, incluso por qué provocaron el accidente de Nicholas…

—¡¿Tratas de decir que el accidente de mi hijo no fue fortuito?! —Eva estaba horrorizada.

—Eso es. Lo siento, pero creo que hay un pasaje de su pasado que aún no se ha cerrado; todavía queda alguien que clama venganza contra usted y su familia, Eva.

—No, Martin. No hay nadie. Todas mis cuentas están ya saldadas —respondió la aludida moviendo la cabeza con voz serena.

—Aún queda un fantasma, señora Coleman, y está vinculado a la firma EAN Technologies.

—Es la industria que pretendía comprar este palacio —comentó Nicholas—. ¿Qué relación tiene con nosotros?

—No lo sé. Pero están muy interesados en su familia y en la novela que he escrito. Después de la visita de Arnold Martelli, es ahora el fundador de esa multinacional quien está en el pueblo.

—¿Has hablado de esto con la policía? —preguntó Nicholas.

—No. Apenas puedo probar nada, sólo son hipótesis. Pero los asaltos que he padecido y los acontecimientos de los últimos meses alrededor de su familia son reales. Y el que me ha golpeado esta tarde también era de carne y hueso.

—¿En qué te basas para hacer esa afirmación? —preguntó Eva esta vez.

—Por casualidad tuve noticias sobre un suceso acaecido en el año 1970: la aparición del cuerpo de un hombre cerca del pueblo, cuya muerte se dio por accidental al caer desde el acantilado cercano al faro. He visto su tumba en el cementerio.

Martin advirtió una significativa mirada entre Nicholas y Eva. Después miró a Amanda.

—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —preguntó la joven, ajena a la preocupación de sus familiares.

—He obtenido más detalles sobre ese accidente. La causa de la muerte no fue el traumatismo provocado por la caída. —Martin advirtió una mirada inquieta en Eva Coleman—. El hombre no llevaba encima identificación alguna y nunca nadie lo reclamó, así que fue enterrado en una fosa común. Tenía entre cincuenta y sesenta años, y había un detalle inquietante que me hizo relacionarlo con esta historia: bajo su axila derecha tenía tatuado su grupo sanguíneo, una costumbre habitual entre los miembros de las SS y los altos cargos del Gobierno nazi, pues ante una emergencia ellos tenían prioridad para transfusiones y asistencia médica sobre los soldados o rangos inferiores. Después me entrevisté con el médico forense que le hizo la autopsia. El anciano doctor Morrison apenas tiene ya nociones de la realidad en que vive, pero me dio algunas pistas sobre aquel caso.

—¿Adónde quieres llegar, Martin? —preguntó Nicholas.

—Quiero que me confirmen si ese cadáver pertenecía a Franz Müller…

Un incómodo silencio se propagó por la sala. La mirada de Amanda era de desconcierto, y la de sus familiares, de inquietud.

—Está bien, Martin —intervino Eva—. Veo que te has implicado en esta historia, incluso has padecido un violento ataque; considero justo que conozcas toda la verdad.

—Madre, no debes…

—Sí, Nicholas, ya es hora de que Amanda sepa todo lo que ocurrió aquella noche y por qué Deirdre ya no está entre nosotros.

—Amanda, te advertí que no era una buena idea remover esto… —Nicholas miró paternalmente a su hija, inquieto ante la resolución de Eva.

—Amanda es toda una mujer y sabrá valorar lo que va a escuchar esta tarde —replicó la matriarca con firmeza. Miró a su nieta y le hizo un gesto para que se sentara frente a ella—. Amanda, hay partes de mi vida que omití en el diario. Cuando sientes que una amenaza se cierne sobre tu familia, luchas con todas las fuerzas para defenderla. Eso es lo que hice, protegeros a todos. Y volvería a hacerlo. Jamás me arrepentí. Ahora sabrás toda la verdad, aunque sé que va a dolerte.

—Madre, no tienes que hablar de esto…

—Nicholas nunca estuvo de acuerdo con el proyecto de publicar mi diario… —La anciana miró a su hijo y después a Martin—. No quiere remover viejas heridas, pero el pasado está ahí, y si hemos abierto la caja de los truenos, no podemos impedir que salgan al exterior. Tarde o temprano tendrías que saberlo, Amanda… —Le tomó las manos y comenzó su relato—: Cuando Nicholas llegó a nuestro hogar me sentí feliz y a la vez incómoda. No sabía cómo tratarle, cómo hablarle. Oficialmente era un empleado al que habíamos acogido durante un tiempo, pero yo no podía dejarle marchar. Entonces surgió un nuevo problema: Deirdre, que comenzó a verle como un intruso en nuestra casa y un rival en el trabajo. Kearan comenzó a dar responsabilidades a William, y Deirdre tampoco lo aceptó bien. Mientras yo trataba de recuperar a mi hijo y ganarme su confianza, poco a poco mi querida hija se iba alejando de mí. Deirdre era una joven llena de vida y belleza, aunque muy vulnerable. No tuvo suerte en sus relaciones sentimentales. Un par de años antes había sufrido un desengaño amoroso y quedó muy afectada. Pero poco a poco lo fue superando.

Eva miró a su hijo y le hizo un gesto para que prosiguiera él.

—Dos años antes, cuando me instalé en la casa de los Coleman, Eva y Kearan advirtieron la animadversión que Deirdre sentía hacia mí. Fue entonces cuando Eva y Kearan nos sentaron alrededor de la mesa y contaron lo que les hizo Seamus Osborn. Aquella noche descubrí mi auténtico origen. A partir de aquel momento Deirdre aparcó su hostilidad hacia mí y dejó de considerarme un rival. Poco a poco surgió algo entre nosotros, pero mantuvimos nuestra relación en secreto por temor a la reacción de nuestros padres. Después, cuando nos trasladamos a Redmondtown, comenzamos a citarnos a escondidas en la cabaña del lago. Vivimos una bonita historia de amor. La noche que ocurrió… aquello… —Durante unos segundos Nicholas enmudeció—. Deirdre me acababa de confesar su sospecha de que podría estar embarazada. Estábamos haciendo planes para confesárselo a nuestros padres y organizar una boda rápida. De repente aquel hombre irrumpió en la cabaña, maniató a Deirdre y comenzó a golpearme.

—Una noche vi que había luz en la cabaña —prosiguió Eva— y se lo dije a Kearan. Dos días más tarde volví a verla y decidí ir sola hasta allí. Cuando llegué, encontré una escena que quedó grabada para siempre en mis retinas: al abrir la puerta divisé una sombra que se movía en ella. De repente me estremecí al descubrir que aquel hombre era… Franz Müller… Sí. Era él. No estaba muerto, como había creído durante tantos años. Deirdre estaba en el suelo maniatada, y Nicholas estaba a su lado, inconsciente. Müller le había dado una fuerte paliza. Al verme en el umbral mostró una sonrisa de triunfo y señaló a mis hijos, vencidos y maltratados. Esta vez había urdido un malévolo plan con un solo objetivo: hacerme daño a través de mi familia. Me contó, satisfecho, que conocía todos mis pasos y que fue él quien incendió la fábrica en Berlín antes de desaparecer oficialmente. Era un tipo arrogante y vengativo, nunca me perdonó que saliera victoriosa de nuestros enfrentamientos. Ocurrió en Berlín, cuando éramos adolescentes y le dejé noqueado y en ridículo delante de sus camaradas; me atrapó en Ámsterdam y logré escapar con la ayuda de Albert, y años después regresé a Alemania y conseguí meterle entre rejas y despojarle de sus bienes.

»Cuando fue excarcelado, la organización nazi que sobrevivió en la clandestinidad le ayudó a desaparecer, simulando su muerte y ofreciéndole una nueva identidad. Pero sus ansias de venganza hacia mí seguían intactas; me vigiló durante aquellos años, vino a Irlanda y prendió fuego a nuestros barcos de pesca, incluso hundió el último bote que nos quedó. Quería verme en la más completa ruina. ¡Yo que siempre señalé a Osborn como autor de aquellos atentados…! —Eva sacudió la cabeza.

»Müller actuaba en la sombra, como los cobardes, y cuando comprobó que su plan para arruinarme había fracasado, pues fue conocedor de mi sólida situación económica gracias al regalo de Erich Wieck, urdió otro más maquiavélico y definitivo: hacer daño a mis hijos. Quería venganza, y esta vez estaba seguro de arruinar mi vida para siempre.

»“¡No vas a salirte con la tuya…!”, grité, presa de una crisis nerviosa, acercándome a él para golpearle.

»Entonces Müller me agarró por el brazo y empezamos a forcejear. Kearan entró en la cabaña, se había quedado intranquilo y decidió salir detrás de mí. Al ver que Müller estaba agrediéndome, Kearan se abalanzó hacia él como un loco y le golpeó una y otra vez, pues era más corpulento. Sin embargo, Müller tomó una botella y le golpeó en la cara. Kearan perdió pie y cayó, golpeándose la nuca contra el quicio de la chimenea. Murió en el acto. Aún recuerdo sus ojos abiertos e inmóviles sobre el suelo… —Eva inclinó la cabeza hacia delante con pesar—. Entonces vi los ojos de Müller inyectados en sangre. Había cogido un cuchillo de la cocina y venía hacia mí dispuesto a acabar por fin conmigo. Nicholas había recobrado la conciencia y se levantó como pudo, le embistió con todas sus fuerzas y le hizo caer al suelo. Al ver a mi marido muerto y a mis hijos en aquel estado, perdí el control, cogí el cuchillo que Müller había soltado y se lo clavé varias veces…

—Abuela… —Amanda estaba abrumada.

—Müller gritaba de dolor, pero yo seguí clavando el cuchillo hasta que un brutal silencio reinó en la cabaña. Aún recuerdo la mirada de Deirdre. Jamás olvidaré aquellos ojos horrorizados… La desaté, y entre los tres tomamos el cuerpo de Müller y lo lanzamos por el acantilado. Después subimos a Kearan a nuestro coche y le trasladamos al palacio, llamé al doctor Morrison y le dije que se había caído por las escaleras. Aquella noche fue la más dolorosa de mi vida… Tantos años de dolor intentando recuperar a mi hijo, y cuando ya creía que estaba en paz, Müller regresó para hacerme pagar un precio demasiado alto.

—Tú no tuviste ninguna culpa, abuela. Müller te persiguió hasta el mismo día de su muerte —dijo Amanda.

—Deirdre y yo nos casamos unas semanas después, y después naciste tú, Amanda —prosiguió Nicholas—. Fue un embarazo difícil debido a los momentos traumáticos vividos aquella noche. Ella adoraba a su padre, y verlo morir de aquella manera le supuso un fuerte descalabro emocional, que se unió a su frágil estado de salud en el embarazo. Dejó de comer, apenas dormía. Intentamos ayudarla, la visitaron los mejores especialistas, pero ella no respondía. Luché con todas mis fuerzas para hacerla feliz y que superase aquel trauma, pero no lo conseguí. El parto fue difícil, sufrió fuertes hemorragias. Estaba muy débil y su corazón no pudo resistirlo…

—No debes culparte, Nicholas. Yo fui la causante de su muerte. Atraje a Müller sobre mi familia y es algo con lo que tendré que vivir siempre… —continuó Eva—. Él consumó su venganza hasta el final. Fue mi ángel negro durante gran parte de mi vida, arrebatándome uno a uno a mis seres queridos. —Después se dirigió a Amanda—: Cuando me hablaste de tu amigo escritor y de la posibilidad de hacer una novela con mi diario, accedí ilusionada, sobre todo para honrar la memoria de tu abuelo y de tu madre. Pero ahora has conocido una realidad que habíamos decidido mantener callada para que no sufrieras.

—Lo siento… no debiste remover esto, pequeña… —replicó Nicholas.

—Mi madre fue una víctima más de ese hombre. Sólo él fue el responsable y tuvo lo que se merecía… —dijo Amanda con gravedad.

—Amanda…, Eva…, Nicholas…, lo siento… —Martin se sentía culpable por haber provocado aquella revelación—. Creo que no debí entrometerme en su intimidad… Será mejor que les deje solos… —dijo despidiéndose con un gesto.

—Espera, Martin. Todavía no nos has aclarado tus sospechas sobre quién podría ser el siniestro personaje que nos acecha desde esa empresa norteamericana —inquirió Nicholas.

—Ahora tengo más dudas que antes… sólo se me ocurre señalar a un descendiente de Müller, ansioso de vengar su muerte.

—Müller no tuvo hijos —aseguró Eva—. Antes de llevarle al acantilado registré sus ropas y le sustraje la documentación. La nueva identidad correspondía al propietario de un taller de coches en Innsbruck, Austria. Averiguamos que vivía solo y no tenía familia.

—En ese caso les confieso que estoy tan perdido como ustedes.