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Amanda accedía al vestíbulo del palacio desde una de las oficinas, cuando fue abordada por un hombre alto y corpulento.

—Disculpe, señorita, usted trabaja aquí, ¿no es cierto? La he visto en el puerto alguna vez…

—Sí, ¿en qué puedo ayudarle?

—Quisiera hablar con usted unos minutos. Mi nombre es David Quinn y estoy de paso en este país.

Amanda le reconoció en seguida; le veía pasear cuando bajaba al puerto para revisar los yates y le observaba tomando cerveza en las tabernas de los alrededores.

—¿Está usted interesado en alquilar algún barco, señor Quinn?

—No, gracias. Poseo uno propio. He venido hasta aquí porque me gustaría conocer algo más sobre la historia de este palacio.

Amanda asintió con un gesto.

—Verá, tengo curiosidad por saber quiénes fueron los antiguos propietarios. ¿Podría ofrecerme usted algún dato sobre ellos?

—Lo siento, pero fue el departamento legal de la compañía el que realizó los trámites para la compra y su posterior adaptación para la naviera. De esto hace ya varias décadas.

—Me han dicho en el pueblo que este palacio pertenecía a una familia de esta zona, de apellido Osborn…

—Eso sí puedo confirmárselo. Fue una de las familias más poderosas del condado durante la primera mitad del siglo pasado, pero con los años fue perdiendo patrimonio; creo que este palacio fue el último vestigio de su inmensa fortuna.

—¿Sabe si queda en el pueblo algún miembro de esa familia? Me encantaría conocerles…

—Hay un descendiente, Aidan Osborn, pero no vive aquí.

—¿Y dónde tiene su residencia ahora?

—Lo siento, pero no tengo esa información; todos los trámites se realizaron en Dublín. Si desea alguna información adicional, debería dirigirse allí.

—De acuerdo, gracias. Por cierto, es usted amiga del famoso escritor, Martin Conrad…

—Sí…, le conozco —respondió Amanda con recelo—. ¿Es usted también amigo suyo?

—Nos conocimos en el pueblo hace unos días, y hemos entablado una interesante amistad. El otro día la vi charlando con él en el puerto, en el pub de Gallagher…

—Sí, nos vemos de vez en cuando.

—Es un excelente escritor —dijo pavoneándose de su amistad—. Y me ha adelantado el argumento de su próxima novela. Es referente a una leyenda que circula por este pueblo sobre una mujer judía alemana que apareció tras un naufragio y vivió por esta zona, incluso me dijo que tuvo un hijo con el antiguo dueño de este palacio. Al parecer, está escribiendo su historia de amor. ¿Usted cree que ese descendiente del que me habla es el hijo que tuvieron?

—Pues no lo sé…

—¿No ha oído hablar de esa mujer? Según Martin, es una leyenda muy conocida por esta zona…

—Pues no, lo siento… —mintió, tratando de eludir aquellas preguntas.

—Ya. Entiendo. Una última cuestión: ¿esos cuadros pertenecen a esta naviera o estaban ya en este palacio? —preguntó, señalando hacia dos retratos que ocupaban el muro lateral del vestíbulo. Uno de ellos mostraba el delicado rostro de una adolescente de melena rubia y ojos grandes y azules; el otro representaba el perfil de una mujer morena de unos cuarenta años, con el pelo recogido hacia atrás y mirada oscura y penetrante.

—Pertenecían a la colección privada de la familia Osborn.

—Es curioso… —David Quinn miraba los retratos y advirtió que ambas tenían sobre sus ropas una franja de tela amarilla con la estrella de David—. ¿Quién es el autor de esos cuadros?

—Hans Rosenberg. Un pintor de origen alemán.

—Hans Rosenberg —repitió—. Así que el pintor era alemán… y los Osborn tenían en su casa retratos de mujeres judías… ¡Guau! ¡Qué interesante! Estoy conociendo sobre el terreno la historia que está escribiendo Martin. ¿Podría hacer unas fotos de esos cuadros? Cuando regrese a Nueva York tendré muchas anécdotas para contar a mis amigos sobre la protagonista de su novela. —La miró entusiasmado.

—Por supuesto, adelante. —Le hizo un gesto de autorización.

—Bueno, señorita, gracias por su amabilidad. Ha sido un placer, Espero volver a verla —exclamó, alargando su mano para despedirse.

—Lo mismo digo, señor Quinn.

Nicholas Coleman accedía al vestíbulo del palacio desde uno de los despachos cuando el americano se despedía de Amanda con una sonrisa de par en par y la cámara de fotos en la mano. Se colocó junto a Amanda mientras le observaba.

—¿Ahora recibimos turistas aquí?

—Éste es algo especial. Está de paso, vino a las regatas. Es amigo de Martin, el escritor.

—¿Cómo es el escritor?

—Un tipo agradable. Parece más humilde de lo que aparenta públicamente, aunque no sé si es así de veras o es una pose.

—Ten cuidado con esos tipos carismáticos y de éxito. Tienen una doble cara y una doble vida.

—No te preocupes, papá. A éste le concedo el beneficio de la duda porque no me recuerda para nada a Tom. Y eso ya es un punto a su favor. De todas formas, estoy vacunada contra esta clase de hombres.

Nicholas miró a su hija con ternura.

—Sin embargo le sigues viendo…

—Intento ayudarle. Está falto de historias y le he hablado de Eva.

Nicholas enarcó las cejas en señal de desaprobación.

—No me parece una buena idea.

—Bueno, no sé si él continuará por otros derroteros. Yo sólo le he contado el principio, aunque acabo de comprobar que va algo desencaminado. Martin ha hablado sobre ella con el turista que acabas de ver. Ha venido preguntando por Osborn y sus descendientes, y al ver los retratos del vestíbulo se ha marchado convencido de que Eva fue la esposa de Osborn y la madre de Aidan Osborn, el descendiente por el que me ha preguntado.

—¿Y no le has sacado de su error?

—¿Para qué? Si hubieras visto su cara de satisfacción al pensar en lo mucho que va a presumir ante sus amigos cuando regrese a Nueva York… —Sonrió con complicidad.

—¿Vas a narrarle toda la historia de Eva al escritor?

—Si él quiere, sí.

—¿Has hablado con ella?

—Sí, y está de acuerdo.

—Confías en él lo suficiente como para contarle los secretos de la familia…

—Le contaré hasta donde Eva quiera… o tú… —Le miró, pidiendo su aprobación.

—Haz lo que quieras. —Su padre emitió un hondo suspiro—. Venga, volvamos al trabajo. El arquitecto tiene ya los planos definitivos del muelle y a las once tenemos una reunión en el ayuntamiento.